Cuando te piden una foto de la nieve
por Yasmin Silvia Portales Machado
—¿Cómo es vivir en la ciudad de Batman?
Los ojos de Emmanuel brillan a través de la pantalla y
Nila no tiene alma para repetirle que esta no es la ciudad de Bruce Wayne, que
es solo donde Nolan filmó su trilogía. ¿Qué diferencia es esa para alguien de
diez años? Nila no tiene idea, porque a los diez años ella no leía comics
capitalistas. Además, las películas son buenas.
Así que Nila sonríe un poco y suspira.
— No me lo he encontrado en la calle, si eso es lo que
preguntas.
—Claro que no, tía —y Emmanuel resopla como exasperado por su inocente idea.
Eso provoca una sonrisa genuina en Nila.
—Pregunto si la ciudad se parece a lo que te enseñé
antes de irte. Tú sabes —duda un poco—, las esculturas, las sombras, el metro...
Claro, el metro, para la gente de allá la idea de
trenes que van por el aire o por debajo de la tierra no deja de ser fascinante.
El metro es siempre un lugar especial, en Nueva York, en Moscú, hasta en Bueno
Aires. Para su sobrino, el metro de Chicago es lo más cercano a la realidad de
Batman y la colección malintencionada y demente que habita Gotham.
—El metro —repite ella y sus ojos van a la ventana.
Es verdad que toma el metro todos los días, para ir de
Riverdale —porque claro que tenía que vivir en
un barrio con nombre de historieta—, al centro de
la ciudad. Primero un bus, el 353, si está sola; el 34 si María Caridad puede
acompañarla, porque a ella le gusta ver el parque. Luego baja a la estación de
la calle 95, donde empieza la Red Line, y se sienta junto a una humanidad de
zapatos gastados y teléfonos inteligentes que oculta sus dolores con audífonos,
como hace veinte años los ocultaba con periódicos y revistas —o eso se imagina.
En teoría, podría ver la ciudad mientras la serpiente
de hierro se desliza hacia el norte desde la 95 hasta unos doscientos metros
después de la 18. El problema es que para mirar por la ventana hay que ir de
pie. Y no debe ir de pie por dos razones: es un riesgo de seguridad y no puede
llegar a la compañía con las piernas cansadas.
El riesgo de una bala entrando por la ventana de la
Red Line en realidad es bajo, pero a María Caridad no le interesan las
estadísticas cuando discute sobre seguridad. «Bastante es que la dejo ir al
trabajo en esa vaina de tren cargado de yonkis, mujer», le dijo cuándo Nila
protestó acerca de sus no muy discretos escoltas. «¿Encima va a ir sola? Gente
que no nos quiere bien controla los barrios por donde pasa la Red Line. Vea,
usted piense que protege a esas infelices camareras de que las manoseen camino
al trabajo». Y sonrió sin alegría,
porque a las dos les molesta que manoseen a las mujeres en el metro, pero la
mano de María Caridad no es tan larga como para declarar su territorio libre de
violencia de género... acaso nunca lo sea. Así que Nila acepta sus escoltas
(mal) disfrazados de estudiantes de bajos ingresos, becados por colegios del
centro, y se sienta con la pared del tren a la espalda, como le enseñaron.
Lo de sus piernas cansadas antes de comenzar la clase
tampoco es cosa de broma. El viaje dura casi treinta minutos en teoría, cuando
nadie cae en las líneas, no hay persecuciones policiales en las estaciones, ni
alarmas terroristas. En realidad, casi siempre son cuarenta o cincuenta
minutos. No se le olvida que el Joffrey Ballet la contrató por solicitud de
Pancho, solicitud respaldada por una generosa donación al programa comunitario
de la compañía, por supuesto. Igual hay quienes la ven como la operación de
relaciones públicas de turno: «Miren a la pobre cubana que liberamos del yugo
soviético». Para que la consideren bailarina en serio tiene que ser la mejor,
así que llegar con las piernas cansadas es un lujo que no puede darse.
Por eso Nila se ha resignado a ir sentada. No escucha
música ni radio, sino que mira hacia dentro del tren —y eso suena mucho más filosófico de lo que es—: se entretiene comparando la variedad de caderas,
mochilas, portafolios y carteras que se mueven —como ella— desde el
oscuro y violento Riverdale hacia el multicultural y glamuroso centro de
Chicago.
—El metro es interesante —le dice al fin a Emmanuel—. Como en todos los barrios, la gente que se levanta a
trabajar temprano se conoce entre sí, así que saludo a algunas personas en el
bus y al subir al metro. Prefiero el primer coche, porque me da la impresión de
que voy a llegar antes. La mayoría de las personas que conozco se queda en
Chinatown o Rooselvelt. Hay un par de mujeres con uniformes de hoteles que se
bajan Harrison, de ahí sigo solita hasta Lake.
—Y pasas todos los días por la esquina del Chicago
Theater —acota Emmanuel.
Nila arruga la frente, todavía no sabe por qué a
Emmanuel la importa tanto ese edificio en particular, pero es cierto.
—Y te mandé una foto —le recuerda y guiña el ojo, porque nunca está de más
recordarle que ella es la tía «cool». Tiene que hacerlo, para compensar
esta mierda de conversaciones en lugar de estar a su lado y las cosas que,
seguro, oye decir a su madre.
—Sí, pero quiero otra foto.
—¿Otra foto? —Y sabe que
repetirlo la hace sonar idiota, pero no puede contenerse.
—Sí. —Emmanuel vuelve
a tener esa mirada exasperada de quien se resiste a explicar lo obvio.
Conoce esa mirada; es la mirada que le dan algunos
coreógrafos al cuerpo de baile, es la mirada de María Caridad cuando le
pregunta a qué hora va a regresar. Su sobrino resopla y se explica.
—Me mandaste una foto debajo de la marquesina en
verano. Es muy buena, con los colores del letrero del teatro y la luz del sol
detrás de ti. Tu... — comienza a decir, pero se detiene abruptamente. Por
primera vez deja de mirar a la cámara y sus ojos se dirigen a un punto por
encima de la pantalla, donde Nila sabe que está la cocina. Emmanuel baja los
párpados, traga en seco, Nila puede ver que mueve los brazos antes de regresar
sus ojos a la pantalla—. Esa María Caridad es muy buena fotógrafa.
Al mismo tiempo, una ventana de texto emerge al
costado de la imagen: Tu novia es muy buena fotógrafa.
Nila sonríe y asiente. No hay por qué decirle a su
sobrino que María Caridad es muy buena en muchas cosas, pero la fotografía no
es una de ellas. En cambio, su novia conoce a mucha gente en muy diversos
campos. Esa foto la hizo un profesional al que María Caridad ayudó en algo que
Nila no quiere saber, algo que le dejó en deuda con la organización de Pancho.
Mejor poner esta conversación en curso de nuevo.
—Entonces quieres la misma foto ¿pero en invierno?
—¡Exacto! —Emmanuel deja ver sus manos por primera vez
desde que comenzó la charla—. Lo más cerca que puedas de la posición y hora de
la foto anterior, pero con nieve.
¡Acabáramos! Se trata de la nieve. Nila debió
imaginarlo. La gente siempre quiere lo que no tiene: en Quito, estaciones del
año; en Chicago, silencio por las noches; en La Habana, nieve.
Vuelve a mirar hacia la ventana: la nieve hace
remolinos afuera. Sin el aullido del viento, los copos parecen danzar. Nila
comprende ahora la poesía del Cascanueces
y Rito de primavera, como nunca pudo
hacerlo en La Habana.
Pero la belleza de la nieve es engañosa. Nila tiene
que envolverse en capas y capas antes de caminar esos minutos hasta la parada
del bus. El frío se mete dentro y se hace difícil calentar los músculos antes
de comenzar la clase de ballet propiamente. El único consuelo es que no le pasa
solo a ella, la nueva «Cuban». Todo el mundo baja a entrenar temprano en
estos días de invierno.
Esa parte le gusta. Cuando entrenan en colectivo, se
acuerda de los salones atestados de la escuela elemental «Alicia Alonso». A la
hora de hacer dúos aleatorios, a veces alcanza a intercambiar un par de
palabras con sus compatriotas Miguel Ángel y Alberto, con las estrellas de
Tbilisi, Victoria y Temur. Con Valeria no. Valeria le da miedo porque es rusa
de verdad, de Leningrado, y hay una línea que ella no puede pasar. Pero Miguel
Ángel, Alberto, Victoria y Temur son como ella, de las colonias, hablan el ruso
roto por otros idiomas y acentos en que se entienden los asimilados de Moscú,
desde Cuba hasta Chechenia.
—Tía —el tono de Emmanuel es impaciente y Nila despega
sus ojos de los copos danzarines al otro lado del cristal y mira la sala de la
casa caribeña al otro lado de la cámara—, ¿puedes hacerlo?
María Caridad asiente divertida desde el sofá, parece
que se ríe de algo que lee, pero Nila sabe que no ha perdido palabra de la
charla. Su novia mueve los labios en silencio.
—Claro, mujer, esa foto se hace y se
manda. Todo por mi caña de azúcar sin espinas.
Y Nila asiente feliz a la cámara.
—Claro, chico, todo por mi sobrino favorito.
La sonrisa de Emmanuel crece hasta hacerse auténtica
por unos segundos y luego regresa a la dignidad afable que le han enseñado.
Nila piensa que hay algo mal en el mundo cuando un niño de diez años ya sabe
que no puede sonreírle con sinceridad a su tía emigrada.
Emmanuel sabe muchas cosas. Sabe, por ejemplo, que no
debe referirse a María Caridad con amabilidad para no provocar la ira de su
madre. Sabe, también, que nunca podrá recibir más regalos que fotos
cuidadosamente neutrales o alguna pequeña prenda que pueda ocultar debajo de la
ropa. Sabe que no volverá a abrazar a su tía a menos que decida dejar atrás la
isla. Porque así son las cosas para quienes nacieron dentro de las fronteras —oficiales
o extraoficiales— de la URSS.
Nila contiene esa línea de pensamiento antes de que le
amargue la charla mensual con La Habana.
Porque sí, hay muchas cosas mal en el mundo, pero una
sonrisa contenida no es ni de lejos la peor. Navegar Chicago le hizo verlo
clarísimo. Va de Riverdale al centro casi todos los días, puede ver cómo el
color de la piel de la gente a su alrededor cambia mientras el tren trepa desde
el Far Southeast hasta Central. Por las tardes, cuando va de norte a sur, puede
ver además cómo alguna gente se encoge y otra se yergue según se alejan de la
relativa seguridad del centro. Las mujeres, en especial, se encogen.
Por las noches van a menudo a clubes caros, donde hace
al papel de «mujer trofeo» de Pancho, el jefe de María Caridad. Nila no tiene
que fingir en esas reuniones: se aburre de verdad y tiene que bajar sola a
bailar o beber. Así que los ojos se le van hacia las otras mujeres y algún que
otro hombre. Si prestas atención, puedes ver las sonrisas forzadas, las manos
que dudan al pagar un trago demasiado caro o el brazo que tiembla cuando alguna
mano baja por la cadera sin permiso.
Es igual en los bares del sur, donde se reúnen a veces
para jugar billar, ver la Liga Mundial de Béisbol o la Copa América: hay gente
que disfruta y hay gente cuyo trabajo es fingir que disfruta.
Ella está en el primer grupo, Emmanuel también, la
mayor parte del tiempo. Es suficiente.
—Bueno, quedamos en que te mando la foto, pero tu
sacas buenas notas en ruso y francés, ¿ok?
El niño hace una mueca, como si el alfabeto cirílico y
la R francesa fueran parte de algún sistema de tortura, pero asiente.
—Y tu ponte para las cosas y consigue ese papel en Don Quijote.
—Trato hecho —asiente Nila y se despide con la mano—.
Hasta pronto, sobrino.
—Hasta pronto, tía Nila.
Cuando ya va a cerrar la ventana, Nila alcanza a ver
una silueta que se aparece rápido por detrás de Emmanuel. Se muerde los labios
para no gritarle a Néstor, para no darse por enterada de su presencia; dejar
que el niño use la Internet para hablarle una vez al mes ya es suficiente, no
puede pedirle más a su hermano.
Así que respira hondo y solo se queda quieta, espera a
lo que harán en La Habana. Néstor aguanta quince segundos de fingida ignorancia
hasta que se vuelve, abre mucho los ojos —como si no supiera la diferencia
entre minimizar y cerrar una ventana— y desconecta la llamada. Nila contempla
el fondo de pantalla azul y rojo, se pregunta qué va a hacer ahora su hermano
para cumplir con el Partido, con su mujer y con su corazón.
Las manos de María Caridad en sus hombros detienen sus
divagaciones. Suspira.
—Venga, vamos a mirar la nieve juntas —propone su
novia y ella se deja llevar al sofá.
Viven en el extremo noroeste del complejo de
apartamentos. María Caridad lo escogió porque las ventanas dejan ver un
pedacito de arbolado entre Indiana Ave, Daniel Dr. y 130 St. No hay muchas
oportunidades de ver árboles por acá, y eso es lo que ella extraña más: los
árboles. María Caridad es de Leticia, en la Amazonía colombiana, o eso dice su
pasaporte.
Se han cubierto con la cobija de los recuerdos, como
le dice María Caridad a una manta hecha de mantas de avión pegadas, que cosió
hace mucho, antes de tener casa y papeles, antes de montarse en un avión
siquiera.
—No piense más en lo malo, mi amor, que la nieve está
fuera y nosotras estamos dentro. Su sobrino Emmanuel va a estar bien, ya va a
ver que le dan su papel en el Quijote.
Y le besa el pelo, le acaricia el brazo.
—Pon música, anda —susurra Nila.
María Caridad chasquea los labios, pero se levanta,
abre YouTube y pone la lista de reproducción «de nostalgia», como nombró sin
ironías a la colección de trova que permite a Nila evocar su infancia habanera.
Para cuando la voz ronca de Violeta Parra dice el
primer «Gracias a la vida» ya está de vuelta y la tiene abrazada.
—Está bien, mi amor, llore, que su mujer está acá para
eso... para lo bueno y para lo malo.
Hay dos versiones más de esa canción en la lista, Nila
no está segura de cuándo podrá dormirse, pero confía en los brazos de su amor
para seguir aguantando Chicago.
Yasmin Silvia Portales Machado
(La Habana).
Se define como marxista, feminista y pastafari. En estos días «solo» es madre soltera, estudiante, activista LGBTQ, podcaster y escritora de ficción. Tiene un Diploma de Escritura Creativa del Centro Onelio Jorge Cardoso (2003), una Licenciatura en Teatrología de la Universidad de las Artes de Cuba (2007) y un Máster en Español de la Universidad de Oregón (2018). En 2018 comenzó el doctorado del Departamento de Español y Portugués de Northwestern University. Su investigación examina la representación de sexualidades y familias en la literatura de ciencia ficción cubana. Algunos de sus textos han sido: «La fábula de una familia queer. Reflexiones sobre feminismo y poliamor en una novela de Daína Chaviano» en Isla Diseminada. Ensayos sobre Cuba, Hypermedia, 2021 (en prensa); «Quando te pedem uma foto da neve» en Navegar Chicago, Editora Nós, 2021; «Las extrañas decisiones de Vladimir Denísovich Jiménez» en Órbita Juracán: Cuentos cubanos de ciencia ficción, Voces de Hoy, 2016 y «En busca de Estraven en la ciencia ficción cubana». La isla y las estrellas. El ensayo y la crítica de ciencia ficción en Cuba, Editorial Cubaliteraria, 2015.
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