Nuestros huesos fueron el cimiento
por Anjali Patel
Crecí
siendo la hija de nigromantes y enterradores, acostumbrada a los espíritus a la
deriva. Cantar, llorar y la comida copiosa y de sabor intenso eran características
de una buena despedida, pero era más complicado para los que habían abandonado
este mundo ignorados y sin ser honrados de forma apropiada. Mis padres me
criaron con rituales para cuidar de los desarraigados: vertiendo sal en la
tierra recién removida, esparciendo flores secas, cantando rezos improvisados.
—Este
país es un campo de sangre —solía murmurar Mama, introduciendo sal en mis bolsillos de camino
a la puerta. Quería que siempre estuviera lista para poner un alma a descansar,
aunque yo me resistía. Odiaba apartar el velo y ver a todos mis ancestros
atrapados. Dolía demasiado, así que dejaba el velo bajado todo lo que podía y
pretendía que no podía notarlos.
Había estado
apagando los cosquilleos de energía de las almas atrapadas desde que mi avión
había aterrizado en La Guardia. Iba a tener una entrevista para un trabajo que
solo interactuaba con los vivos, y habían acordado instalarme en un hotel pijo,
y ¿cómo podía rechazar aquello? Mama había sacudido la cabeza cuando se lo
había contado, diciendo que no había escapatoria para la gente como nosotros. Yo
dije que entonces simplemente aprendería a cerrar los ojos, y ella inhaló aire
entre los dientes y me dio la espalda. No me ha mirado directamente a los ojos
desde entonces, ni siquiera cuando me dejó en el aeropuerto.
Cuando el taxi
atravesó el puente de Brooklyn, la energía formó un revoltijo como la estática
y el enjambre me atravesó tan rápido que pensé que iba a vomitar. Era la misma
sensación que sentía cuando atravesaba un campo de batalla o una plantación.
—Déjeme salir.
Voy a vomitar —le dije entre dientes al taxista.
Me lanzó una mirada que decía «No tienes que decírmelo dos veces» por el retrovisor antes de detenerse en el arcén. Le di un manojo de billetes y agarré la maleta que tenía a mi lado antes de salir a trompicones. Una escultura rectangular de color gris tormenta se cernía sobre mí desde un trozo triste de hierba, a la sombra de unos edificios grises. Me aferré a la barandilla fría que la envolvía, respirando hondo varias veces. Una placa de cristal me llamó la atención cuando el sol se reflejó en ella.
CEMENTERIO AFRICANO
MONUMENTO NACIONAL
Me quedé mirando
fijamente, sin querer admitir el miedo silencioso que me penetraba mientras
realizaba la conexión entre el monumento y la presión en mi cabeza. En su
lugar, puse la dirección del hotel en mi teléfono y comencé a caminar, con la
maleta traqueteando tras de mí, atravesando el dolor como si todo lo que
tuviera que hacer fuera dejarlo atrás. Desfilaba hacia un futuro donde podría
ser una recién llegada normal en una ciudad llena de millones de personas con
sus oscuros secretos. No sería una nigromante perseguida por sus ancestros,
comprometida con unas responsabilidades que no había pedido. Nunca más.
Aun así, la
presión creció. Para cuando llegué al hotel, mi visión se había nublado y lo
único que podía oír era un silbido agudo. Necesitaba un alivio temporal, aunque
fuera un momento, así que extendí la mano, buscando el tacto de los bordes de
las cortinas de gasa que señalaban la frontera del mundo de los vivos, y aparté
el velo. El viento se abalanzó hacia delante, refrescando mi cara y liberando
la presión de mi cabeza como una botella de coca cola destapada. Espiré,
deleitándome en el descanso.
Y entonces, allí
estaban. Miles de espíritus abarrotaban las calles como en un desfile,
salpicados por una luz extraña que me hacía sentir como si me estuviera
ahogando. Algunos llevaban mortajas; otros, vestimentas funerarias hechas
jirones y joyería africana. Tirité cuando una me rozó. Tenía cristal azul y
conchas de cauri atadas por toda la cintura como si fuera una reina, y olía a
tierra vacía, desmenuzada.
Había muchísimes
niñes.
Cerré el velo de
golpe y corrí al interior, temblando durante todo el proceso de registro y el
viaje en ascensor, hurgando con la llave para entrar en la habitación, todo el
tiempo preguntándome cómo coño era posible que pudiera ver todo eso allí en
Nueva York, hasta que abrí la puerta y tuve una vista al completo de un barco
atracando en un puerto en el Atlántico. El horror se volvió denso en mi
garganta, descendió por mi espina dorsal como un escalofrío, y se instaló en mi
estómago. Fue uno de esos momentos, cuando escuchas una mala noticia, en el que
tu cuerpo reacciona antes de que tu mente pueda comprenderlo.
Cerré las
cortinas y me metí a rastras en la cama. Era de día, pero lo único que quería
era que me llevara el sueño.
**
Me desperté en la
profundidad de la noche, queriendo llamar a mamá. Pero no quería que supiera
que tenía razón, que la mierda del sur también existía en el norte, y que todo
este país estaba puto maldito. En vez de eso, decidí dejar de correr. Cogí un
vaso de la mesilla de noche, ya en movimiento antes de entender lo que iba a
intentar. Las calles estaban casi vacías cuando salí y retiré el velo. Caminé
entre los espíritus y los miré a los ojos turbios y distantes, aceptándoles,
dejando que me atravesaran, sentir quienes habían sido de una forma que había
estado evitando durante años. Quería crear un hogar para ellos en mi interior,
dejarles saber que encontraría una forma para liberarlos.
Cuando descubrí
dónde disminuía su número, super que era en el límite del cementerio. Usar la
sal en mi bolsillo habría sido como intentar vaciar el océano con una mano
ahuecada. En vez de eso, rompí el vaso contra el pavimento y deslicé un
fragmento a través de mi pulgar y derramé la sangre en los escalones.
Caminé por los
límites del cementerio durante una hora, dando lo que podía dar de mí. Cinco
dedos, cinco gotas de sangre y agua salada en las esquinas de la tumba que
constituían los cimientos de Manhattan. Me quedé de pie en el centro cuando
terminé de enraizarme en la tierra. No tenía las flores de nuestro jardín,
cuidadosamente bendecidas y secadas por mi madre, así que esperé a que el rezo
acudiera a mis labios.
No lo hizo. Rezar
requería esperanza, y todo lo que yo tenía era desconsuelo. Después de una vida
entera desconsolada, sabía que nunca habría suficiente para liberarnos.
Algo frágil en mi
interior se rompió, y comencé a sollozar, me dolía muchísimo cada alma olvidada
de aquel cementerio. Lloré por mis padres y abuelos y bisabuelos, que habían
dedicado sus vidas a darle a nuestra gente el descanso que merecían haber
recibido en vida. Lloré por mí misma, que tenía que continuar con su trabajo,
incluso ahora.
Cuando ya no me
quedaban lágrimas, elegí hacer lo que siempre había hecho: marcharme.
No me detuve
hasta que estuve en mitad del puente de Brooklyn y los hilos que me conectaban
al cementerio se rompieron por la tensión . La imagen del alma adornada con las
conchas y los abalorios, la que quería llamar reina, me saltó a la cabeza. Yo
seguiría adelante, y ella permanecería atrapada. Y supe que no habría forma de
superar esa culpa. Este era el momento: o seguía dándole la espalda como
siempre lo había hecho, o hacía algo, cualquier cosa.
Me gire para
enfrentarme a Manhattan.
La silueta de la
ciudad titilaba como si hubiera robado todas y cada una de las estrellas del
cielo. Escalé uno de los travesaños con unas manos sangrientas y doloridas para
tener una vista al completo de la ciudad, me enrosqué alrededor del cable,
cerré los ojos y pensando en aquellas almas, comencé a nombrarles.
Las llamé Hija,
los llamé Anciano, las llamé Guerrera, las llamé Reina. Los llamé Curandera,
los llamé Hermano, los llamé Amor Perdido, Sueños Robados, Raíces A Las Que
Prendieron Fuego. Nombré a mis ancestros. Los llamé mi orgullo. Los llamé mi
ligereza y juré llevarlos en mi lengua, en mi espíritu. Unas sombras se
movieron atravesando FDR Drive, la calle que bordeaba la isla de Manhattan y se
reunieron en el East River, la parte este del río. Alcé la voz y los llamé con
más fuerza. Hilera tras hilera, se adentraron en el agua.
Los espíritus
manaron a miles del extremo inferior de Manhattan. Continué llamándolos incluso
cuando supe que algo más allá de mis poderes había tomado el control, enviando
a gritos mi amor y mi veneración en su dirección. El asombro se movía como un
péndulo hacia la pena, casi tirándome al agua bajo su peso. Todas esas vidas.
Todos esos siglos. Sentí como las puertas se abrían con un gemido para
recibirlos.
Entonces, los
edificios se movieron.
La ciudad se
había apuntalado sobre esqueletos, y mientras los fantasmas se elevaban desde
sus entrañas, el Bajo Manhattan comenzó a hundirse. La silueta de la ciudad se
plegó sobre sí misma con chirridos miserables, desplazando el agua, que se
desplazó hacia fuera y hacia el este, llevando a los espíritus a casa. Un muro
de viento sacudió el puente, salpicándome con agua de mar y casi tirándome de
espaldas. Me agaché y agarré el cable con más fuerza, mientras miraba cómo el
distrito financiero desaparecía como si fuera el sueño de un desconocido.
El último
rascacielos burbujeó bajo el Atlántico y las olas dejaron de lamer las costas
de Brooklyn. El mundo se calmó, como en el tramo final de una exhalación,
esperando a ver cuanto odia pasar antes de tomar aire de nuevo.
Entonces sonaron
las sirenas.
Anjali es una susurradora de ordenadores y escritora de ficción especulativa negra y asiática del sur. Escribe para explorar las identidades no heteronormativas, la voluntad individual, la ruptura con lo ancestral, las mitologías enrevesadas que se inventa ella misma, y las estrellas. Vive con un perro canoso que se ofreció a enseñarle magia a cambio de vivir gratis en Nueva York. Puedes encontrarla en anjali.fyi o en Twitter: @anjapatel.
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