Lo que el mar cosecha, debemos proveer
por Eleanor R. Wood
La pelota rebota en la arena apelmazada por la marea y
Bailey salta para atraparla con ágil elegancia y precisión. Regresa para
depositarla frente a mis pies para otra ronda. Se acerca el crepúsculo; la
playa es toda nuestra en esta tarde de enero. Se extiende hacia delante, la
marea creciente es lo suficientemente baja como para darnos tiempo de sobra
para alcanzar el rompeolas.
La devoción que siente Bailey por su pelota está solo por
detrás de la que siente por su jauría. Nunca la descuida, solo la abandona
cuando yo se lo ordeno o para permitirle a Bernie una persecución ocasional.
Bernie va en la retaguardia, mi oso peludo, que se mantiene cerca, pero al que
le falta la ferocidad en el deberse a su pelota de Bailey.
El pueblo ahora nos pertenece, a medio año de distancia
de los veraneantes, esta playa agreste del invierno, desprovista de la alegría
como un caramelo del verano. Regresará más pronto que tarde, los cubos y las
palas colgando de los toldos de las tiendas, el tiempo del helado y de comer fish
and chips envuelto en papel mientras las gaviotas observan esperando su
oportunidad. Un tiempo en el que los lugareños cedemos nuestra playa a los
turistas y domingueros, evitamos el bullicio y las multitudes, anhelando el
regreso del otoño. Es un pueblo con dos estaciones, de emoción y paz, de luz y
oscuridad.
La oscuridad está enterrada profunda.
No hablamos de ella. Del sacrificio anual para mantener
el verano a salvo, para proteger la savia de nuestro pueblo. Pero la crudeza
del invierno revela la resaca primigenia, por mucho que pretendamos lo
contrario.
Me maravilla.
Me horroriza. La necesidad del pueblo. El poder del mar.
Alcanzamos el final de la playa y ascendemos la pasarela
en rampa hacia el rompeolas. La marea está demasiado alta como para regresar
por la playa, pero la altura segura del muro nos permite avanzar. Un instante
de duda me inquieta mientras ascendemos. La oscuridad está descendiendo, una
lluvia suave cae con ella. La caída vertical a un lado del rompeolas y las vías
del tren al otro siempre me ha puesto nerviosa. El muro hasta la cintura que
separa a los transeúntes del tren nunca me ha parecido suficiente. Una mujer
murió atropellada un año tratando de rescatar a su perro, que lo había saltado.
Le pongo las correas a Bailey y Bernie con un chasquido. El sacrificio de ese
año fue uno duro.
Contemplar la boca del puerto a lo lejos me recuerda al
hombre mal preparado del yate que se jugó su sustento en un viaje disparatado pero
que finalmente se entregó al mar para salvar a su familia de la vergüenza y la
pobreza. Nunca navegó de vuelta a casa, al pueblo cuyo equilibrio había
restituido.
Sin embargo, no todos los equilibrios se inclinan tanto.
El extremo más lejano del rompeolas ahora tiene una puerta, erigida hace unos
años cuando un idiota llevó su coche por el muro, saltó el muro y se estrelló
contra la playa. Solo sacrificaron su orgullo y un vehículo, aunque el
ayuntamiento no se la juega más.
Caminamos, la lluvia aumenta, el mar se alza, el tren
esporádico pasa tronando entre nosotros y los acantilados que se alzan por
encima de todo. A medio camino por el paseo marítimo, miro hacia la izquierda y
me quedo congelada. La marea es mucho más alta de lo que debería, cualquier
rastro de la playa ha desaparecido, y el agua lame la base del rompeolas.
Acelero el paso. El mar también. Una ola repentina se estrella por encima del
muro delante de nosotros, parándome en seco. Bernie trata de tirar de mí en la
dirección contraria.
Pero este es el único camino.
La marea no debería estar tan alta. Las luces del paseo
marítimo parecen estar a quilómetros de distancia a través de la oscuridad
húmeda. Otro tren pasa de largo a toda velocidad y me encojo de miedo, atrapada
entre peligros.
Otra ola se alza con un estampido a unos centímetros de
distancia, empapándonos con la espuma. Y lo entiendo. Ha llegado el momento de
realizar el sacrificio, y yo estoy sometida a sus demandas.
Agarro las correas con fuerza. «No». Mis chicos no.
Nunca.
La siguiente ola casi nos ahoga, y sé que nos arrastrará
a todos si no doy libremente. Aquí no tengo nada más que entregar, nada más que
me importe.
—¡NO! —le grito al viento creciente y entiendo que me he
quedado sin tiempo.
Bailey me mira, la comunicación no verbal entre nosotros
como siempre. Bernie vive en su mundo, pero Bailey lo sabe. Siempre ha
comprendido mis estados de ánimo. Siempre ha sabido lo que se necesita de él.
Su mirada se encuentra con la mía y mi garganta se cierra por el miedo.
—Bailey, no. —Las palabras son un sonido ahogado que no
entiende. Camina hacia el borde del rompeolas incluso cuando tiro de su correa
para que regrese.
Se inclina sobre el borde. El mar se agita. Grito.
Él abre la boca y deja caer su pelota.
La lluvia tamborilea contra mi capucha mientras las olas
se retiran. Bailey mira fijamente cómo el oleaje se calma durante un largo
tiempo. La correa se extiende tensa entre nosotros. Un pequeño gimoteo de
nostalgia abandona su garganta antes de mirarme, realizado su sacrificio. Puede
que solo yo comprenda lo que le ha costado. El alivio me hace caer de rodillas
sobre la piedra mojada y le abro mis brazos. Él se reclina en mí.
—Buen chico. Muy buen chico.
El pueblo prosperará otro año más, pero mientras comienzo
el regreso a casa, sé que yo nunca más caminaré por este muro.
Los relatos de Eleanor R. Wood han aparecido en Galaxy's Edge, Diabolical Plots, PodCastle, Nature: Futures, The Best of British Fantasy 2019, y varias antologías, entre otros. Escribe y come regaliz desde la costa sur de Inglaterra, donde vive con su marido, dos perros maravillosos y suficientes acuarios con peces tropicales como para cobrar entrada.
Blogea de forma esporádica en creativepanoply.wordpress.com
y tuitea desde @erwrites.
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