Bordado de un corazón de pájaro
Por Nelly Geraldine García-Rosas
La abuela murió el año pasado, pero viene a verme todos los
sábados y almuerza conmigo.
Cuando todavía estaba viva, le encantaba decirle a todo el mundo que éramos compañeras de piso. Le contaba a su grupo de amigas de bordado que su compi de piso había conseguido un trabajo muy chulo en la ciudad porque no quería confesarles que me había mudado para cuidar de ella, que nuestra familia había llegado a la decisión de que no debería (no podía) seguir viviendo sola. Estaba delicada y transparente. Su piel era papel vitela. Su corazón era como el de uno de esos pájaros que le encantaba bordar: rojo y pequeño y apenas vivo.
La abuela cantaba para sí cuando sus manos estaban inquietas
con la aguja y el hilo. Su voz, un murmullo nostálgico, hablaba en susurros de
la pena, el mar y las despedidas. Siempre era la misma canción, un antiguo
bolero sobre una luna sollozante. Sus dedos después trasladaban las palabras a
la tela, unos pájaros coloridos hechos de hilo y sonido.
—Cuando llegue el momento, quiero que te asegures de que me
entierran con toda mi labor de costura —me dijo un día, de la nada. Estaba
comiéndose una mandarina de postre. Sus manos callosas la pelaban con un tacto
delicado.
—Abue, no digas eso.
—¿Qué no diga qué, hijita? ¿Qué voy a morir? Va a ocurrir
más pronto que tarde y tengo que estar preparada. Sabes qué, nunca guardé mis
trenzas. Pero tengo una idea de lo que quiero hacer para resolver eso, y quiero
que me ayudes. —Me miró con una mirada seria, pero con una sonrisa traviesa.
La madre de la abuela, su propia abuela, y todas las mujeres
antes de ellas habían guardado cuidadosamente sus trenzas cortadas para que
pudieran hacer un cojín para el ataúd cuando les llegara la muerte. Su cabello
había sido una parte importante de sí mismas y lo necesitaban para su viaje
hacia el inframundo. La abuela había vivido toda su vida en la ciudad así que,
al contrario que sus ancestras, se había cortado el pelo con frecuencia, y
nunca se había atrevido a pedirle a ninguna peluquera que le devolviera sus
mechones. No lo habrían entendido.
Cogió mis manos entre las suyas y dijo:
—Cuando muera, voy a engañar a los dioses para que crean que
todos esos hilos de algodón son pelos de mi cabeza.
El olor de las mandarinas flotaba a nuestro alrededor y
permaneció en el ambiente durante días.
Recuerdo vívidamente la tarde lluviosa en la que sus
murmullos cantarines se detuvieron. Supe que había ocurrido cuando el agua que
caía del cielo pareció petrificarse súbitamente frente a mí. El aire se quedó
inmóvil. Un frío peculiar comenzó a extenderse por mi cuerpo. No quería moverme
por miedo a interrumpir el instante en el que el corazón de mi abuela calló.
La llamé, aunque estaba segura de que no recibiría
respuesta.
La puerta de la habitación de la abuela estaba entreabierta
y dejaba pasar un resplandor tenue hasta el pasillo. Caminé lentamente hacia
esa luz. Cada paso fue más difícil que el anterior. Cuando abrí la puerta, la
lluvia descendió de golpe. La violencia del agua cayendo trajo todos los otros
sonidos al interior de la habitación como una explosión. Una madeja de hilo
rojo yacía en el suelo.
Enterraron a la abuela una mañana de sábado soleada. Había
llovido sin parar toda la noche, pero el cielo diurno se había abierto para
permitir que se uniera a la tierra con facilidad.
—No hay ningún sábado sin luz del sol —habría dicho ella.
La tierra, como mi cara, estaba empapada y revuelta. Mis
manos doloridas temblaron cuando sostuve su cabeza para dejarla descansar sobre
el cojín del ataúd que había bordado durante la noche. Era un trabajo
chapucero. Al contrario que la abuela, yo no podía ordenarle a las agujas y el
hilo que fueran una extensión de mi ser. Pero lo había hecho lo mejor que había
podido para meter todos sus bordados en el interior. Todos excepto uno: una
obra sin terminar que, si hubiera sido completada, hubiera mostrado dos pájaros
con las alas extendidas y mirándose mutuamente, rodeados por un jardín de
plantas intrincadas y formas de ensueño. Solo uno de los pájaros había sido
bordado, con un hilo carmesí, mientras el resto de los elementos permanecían
como trazos vagos sobre la tela. Lo conservé oculto en un bolsillo, cerca de mi
corazón.
#
Habían pasado varios meses desde que había perdido a mi
abuela cuando me llegó un mensaje desde su número de teléfono:
—Hijita, ¿podrías recogerme en la estación de metro de
Barranca del Muerto? —seguido de una avalancha de emojis aleatorios.
Lo ignoré. No podía ser ella; estaba muerta y yo había
empezado a aceptar el hecho de que se había marchado para siempre. Seguro que
era una estafa, una persona malvada tratando de sacarme el dinero haciéndose
pasar por ella.
—Hijita. —decía otro mensaje— Sé que podría ir caminando
fácilmente hasta nuestro apartamento, pero he traído un saco de veinte quilos
de habas porque parecían muy frescas, ¡y estaban muy baratas! Trae tu bicicleta
para que no tengamos que cargarlas, por favor. —seguido de un emoji de un saco,
un emoji de una bicicleta, un emoji de un taco, y un emoji de una cara lanzando
un beso.
Estaba a punto de bloquear el número cuando recibí una
videollamada. La cara de papel vitela de la abuela llenó toda la pantalla. Su
pelo gris estaba peinado en un moño trenzado, sus ojos estaban serios, pero su
sonrisa, como siempre, resplandecía con un aire travieso.
—Hijita, ¿por qué me haces esperar a la salida del metro?
—dijo tan pronto como cogí la llamada—. No iba a traer nada esta vez, pero es
que estas habas… ¡míralas! —Dirigió la cámara al saco, las vainas de un verde
brillante. Continuó—: Vamos a comer habas con tacos de nopal para el almuerzo.
Así que date prisa y trae la bici. No puedo esperar para siempre. —Y después
colgó antes de que pudiera decir nada.
Bajé corriendo las escaleras de la estación. Las ruedas de
mi bici se enganchaban con cada escalón, haciéndome sentir pesada y torpe.
La abuela esperaba en los torniquetes. Se estaba riendo con
una risita de la imitación de mujer que era yo en ese momento: sudorosa, el
pelo hecho un desastre, confundida pero esperanzada, y con calcetines
desparejados.
Empecé a llorar tan pronto como la tuve delante de mí.
Sollocé incontrolablemente sobre su pecho. La gente que pasaba por nuestro lado
parecía confusa, pero la abuela los despachaba con una sonrisa y un gesto de
sus manos callosas.
—No ha pasado tanto tiempo, hijita. Ahora, límpiate esas
lágrimas y ayúdame a atar este saco a la bicicleta. —dijo, mientras frotaba con
delicadeza su pañuelo bordado por mi cara. Estaba hecho de una tela muy suave y
olía a mandarinas.
Subir las escaleras fue todavía más duro con todo el peso
extra. Cargué con la bicicleta lentamente y con dificultad. A la abuela, sin
embargo, no pareció importarle mi lentitud; estaba mirando fijamente al techo
abovedado de la estación.
—Estos dibujos no estaban cuando morí, ¿verdad? —se
preguntó, pero parecía que estaba hablando para sí.
Justo entonces me di cuenta de que habían pintado el techo
recientemente con siluetas azules que imitaban a un bordado Tenango: animales,
insectos, plantas y flores dispuestas simétricamente, como en las obras de mi
abuela. Las luces tenues de la estación hacían que la pintura pareciera etérea,
un jardín de armonía celestial.
—¿Sabes, hijita? Cuando la gente se marcha de Tenango, se
llevan un fragmento de bordado con ellos como si fuera un trozo de su patria,
un trozo de ellos mismos. Mi madre me lo enseñó. Y yo retorcí ese conocimiento
solo un poquito para engañar a los dioses y hacerles creer que esos hilos eran
mi pelo, una parte de mí misma. Pero algunos de ellos se quedaron aquí,
¿verdad?
Me quedé helada. Pues claro que sabía que me había quedado
su proyecto sin acabar con el hilo rojo. El trozo de tela pareció hacerse más
pesado en el bolsillo de mi pecho: lo sentí cálido y con latido, vivo; otro
corazón fuera de mi corazón. Traté de murmurar una disculpa, pero la abuela me
detuvo.
—Está bien, hijita. De todas formas, quería regresar para
comprar algunas madejas y recoger mis antiguas tijeras. Ahora, vamos. Tenemos
que abrir unas cuantas vainas de habas antes del almuerzo.
Todos los sábados, la abuela viajaba apenas media hora y
atravesaba once estaciones de metro para almorzar conmigo y trabajar en su
labor sin acabar. Decía que se alegraba de que nuestro apartamento estuviera
cerca de la línea 7 de metro porque no tenía que hacer trasbordos desde
Camarones, la estación que conectaba este mundo con la tierra de los muertos.
El metro había sido su escape hacia otras partes de la ciudad durante años;
ahora era su forma de regresar después de haber muerto. Regresaba a mí.
Su presencia semanal era como un rayo de luz. Mi corazón
palpitante no necesitaba un trozo de tela bordada para sentirse completa; solo
necesitaba los murmullos cantarines de la abuela. Siempre la misma melodía, el
viejo bolero sobre la luna que llora.
—Abue, ¿cómo fue? —le pregunté en su segunda visita,
interrumpiendo su murmullo. Yo estaba amasando masa de maíz para hacer tamales
mientras ella le infundía vida meticulosamente a una flor de manuelitos con un
hilo suave.
—¿Cómo fue el qué?
—El… viaje. —No sabía cómo preguntarlo sin sentir que estaba
abriendo una herida muy reciente; una cicatriz apenas curada en el corazón de
mi pájaro.
—Sin incidentes. Algunos niños vendían caramelos en el
vagón, puedes comértelos, está en mi bolso.
—No me refiero a eso —dije, agarrando la masa con fuerza—. Sabes
a lo que me refiero.
—Pues no tengas miedo a decirlo con todas las letras. —Su
hilo seguía atravesando la tela perfectamente.
Me llevó una eternidad preguntar al fin:
—¿Cómo fue? Morir.
—¿Ves? No ha sido tan difícil decirlo. Tampoco fue tan
difícil morir. —Detuvo su trabajo durante un momento y se observó las manos—.
Sentí como si me hubiera pinchado con una aguja muy puntiaguda. El hilillo de
sangre que salió de mi dedo era el hilo que conectaba mi alma a mi cuerpo, y
antes de que llegara a mi mano, ya se había cortado.
Continuó trabajando en su bordado. Guardé silencio durante
un instante. Los murmullos de la abuela sonaban como si llegaran de muy lejos.
#
—¡La estación está tan profundo que solo hay un piso hasta
el infierno! —había dicho una vez, tan pronto como la recogí en los piquetes.
—Abue, ¿estás en el infierno? —pregunté, sorprendida y un
poco preocupada. ¿Cómo diantres se le permitía visitarme si se encontraba en un
sitio tan horrible?
Se rio. Su risa era un arroyo de agua clara tocada por el
sol del mediodía.
—No, niña tonta. Es una forma de hablar. No hay cielo ni
infierno en la tierra de los muertos. Los muertos simplemente son. Vivimos otra
vida allí hasta que estamos listos para lo que viene después.
Subimos los infinitos escalones de la estación. Rodeadas de
las siluetas Tenango azules, emergimos al mundo de los vivos.
—No es como este, eso sí —dijo la abuela, señalando la
instalación artística a la salida del metro.
El mural-escultura lo había encargado la ciudad hace muchos
años. Algún señor (porque siempre es un señor) había pensado que sería muy
inteligente esculpir y pintar su propia versión de las historias que la gente
de estas tierras había contado una vez. Su «visión» estaba llena de miedo,
oscuridad y malentendidos. En el centro, había representado un gavilán
mitológico y monstruoso que bebía sangre de una vasija cósmica. En un lateral,
un viajero alado sostenía una cúpula celestial oscura mientras unas criaturas
deformes, unos cráneos incorpóreos y unos huesos seguían a la serpiente de
fuego hacia el interior de la estación de metro.
—La tierra de los muertos no se parece en nada a esto. En
absoluto.
—¿Cómo es entonces, abue?
—Es como una ciudad normal, hijita, pero como si todo
estuviera cubierto por una niebla densa o humo o no sé qué.
—Así que parecido a esto. —dije y abrí los brazos
ampliamente para señalar a la ciudad entera, y levanté la mirada al cielo
contaminado que nunca nos dejaba ver las estrellas.
Su risa era un océano.
—Podrías decirlo así.
Me alegraba saber que estaba viviendo en un lugar que era lo
más familiar posible, así que me reí también con la despreocupación que
acompaña al alborozo. Pero una no puede ser despreocupada en esta ciudad sin
estrellas. «Mantén un ojo en el gato y el otro en la lata de atún», habría dicho
la abuela cuando estaba viva.
Ocurrió muy rápido. Sentí una quemazón en un costado. El
dolor punzante fue como un humo abrasador que oscureció la risa acuosa de la
abuela. Y en esa oscuridad hubo empujones y agarrones y tirones y confusión.
Cuando conseguí sacudirme esta sensación extraña de encima, me di cuenta de que
el tipo que nos había robado ya estaba corriendo por el otro lado de la calle.
La abuela estaba en el suelo.
—¿Te encuentras bien, abuela? —La ayudé a levantarse.
—Claro que estoy bien, hijita. ¡Estoy muerta! —Se rio de
nuevo como si nada malo hubiera ocurrido—. Pero mírate, tú estás pálida como la
organza. Venga, límpiate la cara, te está sangrando la nariz —dijo,
ofreciéndome su pañuelo. El tacto era como de terciopelo y olía a romero.
La gente se reunió a nuestro alrededor. Una mujer nos
ofreció algo de pan para el susto. Otros dijeron que lo habían visto todo, que
podían ofrecerse como testigos y dar la descripción del tipo si íbamos a
rellenar un informe policial.
—¿Para qué? —preguntó la abuela—. No quiero pasarme todo el
día discutiendo con la policía sobre una bolsa de la compra que se ha llevado
un señor cualquiera. Espero que la comida le sirva bien. Nosotras ya tenemos
mucha.
De regreso en nuestro apartamento, la abuela me hizo una
tila para tranquilizarme. Mis manos temblaban de miedo a perderla otra vez. No
quería que ese pájaro cálido se escapara de entre mis manos.
#
La semana siguiente, me recibió la sonrisa de mi abuela en
los tornos del metro. No estaba sola: sobresaliendo de su bolsa de malla nueva
se veía la cara de un corgi. El perro jadeaba feliz, con la lengua colgando.
—¡Es igualito a Tamal! —dije, extendiendo la mano para
acariciarle las suaves orejas.
—Es el de verdad, hijita. ¿Qué otro perro pesaría tanto como
un saco de papas tonto?
—Pero está muerto —dije en voz baja.
Me sentía culpable por su muerte. Cuando la abuela trajo a
Tamal, su corazón todavía latía con fuerza. Lo malcriaba con comida especial y
juguetes hechos a mano. Me encantaba visitarla porque podía jugar con Tamal.
Sus patitas cortas eran torpes y hacían que le diera miedo bajar las escaleras.
Así que me pasé muchas tardes después del colegio enseñándole a dar saltitos de
lado para bajar cada escalón. «Para que supere su miedo», pensaba entonces. Tamal
disfrutó subiendo y bajando las escaleras del edificio de apartamentos como el
rayo hasta el día en que su valentía recién descubierta lo llevó hasta la acera
y de ahí a la carretera.
La abuela jamás tuvo otra mascota.
—Pues claro que está muerto, y no es culpa tuya, hijita
—dijo la abuela, como si hubiera escuchado mis pensamientos—. Los perros son
así: curiosos de forma tontorrona. Aprendió a hacer algo, pero ese conocimiento
no lo mató. Lo que lo mató fue la crueldad de la persona que conducía el coche.
Caminamos a casa en silencio.
Cuando Tamal estaba ahí, los murmullos de la abuela se
convertían en palabras enteras y redondas. Su voz cantarina se volvía más clara
y más alta, más cercana.
Yo estaba cortando algo de romero para las patatas asadas
mientras la abuela trabajaba incansable con su aguja. El aroma de la hierba me
recordó al incienso copal: el olor de los altares del Día de Muertos, el olor
del recuerdo de los muertos.
—¿Te puedes creer que este trozo de pelo fuera mi guía hacia
el inframundo? —dijo la abuela, acariciando la cabeza de Tamal.
—Era tu perro, abue. Dicen que así funciona.
—Lo sé, pero esperaba que me asignaran un xoloitzcuintle o
un grácil lobo mexicano. —Su risa inundó nuestro apartamento—. Tamal también es
tu perro, en cierto modo. Te encontrarás siguiendo su culo esponjoso cuando
llegue el momento, hijita. Mientras tanto, recuérdame que compre más hilo; lo
que tengo no es suficiente para completar el segundo pájaro.
#
Me desperté antes de lo normal para ir a la mercería. Quería
sorprender a la abuela con unas madejas del hilo de algodón perlado que le
gustaban. Me subí a mi bicicleta y pedaleé a través de la niebla matinal.
Me perdí.
Mi app de mapas falló o la cobertura era inestable, como
ocurre a veces en esta parte de la ciudad. Me dio mucha vergüenza dar vueltas
en círculos intentando encontrar una tienda en la que había estado muchas veces
antes. ¿Cómo podía ser tan torpe? Tal vez habían cerrado. Nunca había sido un
lugar con mucha clientela. Y desde que el club de bordado de la abuela se había
disuelto, los propietarios habían perdido algunas de sus mejores clientas.
No le dije ni una palabra sobre haberme perdido en la bruma
mañanera, de mi fracaso.
Afortunadamente, la abuela había encontrado algo de «el
cacharro francés», como llamaba a su hilo de bordar favorito, en el mundo de
los muertos. Parecía contenta y estaba parlanchina ese sábado.
—¿Te acuerdas de Conchita, la del club? —preguntó de camino
a casa. Tamal trataba de correr a pesar de la correa.
—¿La señora con pelo morado?
—¡No era morado, era burdeos! —dijo con su sonrisa habitual
y después continuó con voz seria—: Murió la semana pasada. Su familia la había
abandonado desde los dioses saben cuándo, así que murió sola. —Después de una
pausa, sus palabras volvieron a ser rayos de luz—. ¡Deberías haberla visto!
Estaba encantada de vernos cuando yo y La Nena fuimos a recibirla a la estación
de Camarones. Fue estupendo tener al viejo grupo juntas de nuevo.
—Pero la vi en tu funeral. Parecía bien, y sana.
—Hay muchas cosas que las mujeres mayores decidimos
ocultarles a los demás. Puede que por vergüenza. O tal vez porque no queremos
molestar a nadie.
—Podrías haberme dicho que le echara un vistazo —la
interrumpí.
—Los muertos no debemos cambiar nada que los vivos no estén
dispuestos a hacer. No era una carga que te correspondiera llevar, hijita.
—Guardó silencio un instante—. Me alegro de que Conchita esté en un lugar mejor
ahora. No estará sola ni pasará hambre nunca más. Ella y La Nena están
aprendiendo a hacer crochet mientras hablamos. Dicen que somos más que el
bordado. ¡Imagínate!
Almorzamos tacos de chicharrón.
Mientras calentábamos las tortillas en el comal, la abuela
cantaba ese bolero antiguo. Su voz era clara como un río. Las tortillas se
inflaban como nubes amarillentas que parecían estar a punto de salir flotando y
perderse en el cielo gris, como mis pensamientos.
Mis manos temblaban mientras fregaba los platos. El tarro de
salsa de cerámica estaba descascarillado y gastado; me recordaba al mal trabajo
que había hecho con el cojín del ataúd de la abuela. Me sentía avergonzada y me
pregunté qué me llevaría al mundo de los muertos. No tenía pelo trenzado, ni
hilos bordados para mostrarles a los dioses que llevaba conmigo todas las
partes importantes de mí misma. Solo me tenía a mí y a mi corazón. Y ahora, a
la abuela.
—¿Crees que los dioses pensarán que estoy incompleta si
llegara con las manos vacías al otro lado? —pregunté, aunque en realidad estaba
hablando más conmigo misma.
La abuela me cogió de las manos mojadas y las envolvió con
un trapo de cocina como si fuera un sudario.
Y entonces empezó a cantar.
Gradualmente, sus murmullos apenas audibles subieron de
volumen, claros como la lluvia en verano. La hermosa canción que salió de su
boca me abrazó con luz. Mis manos, dos pájaros atrapados, latían dentro del
paño.
—Crees que tienes las manos vacías porque no te das cuenta
de que tu corazón es tan grande que no cabe entre tus manos ahuecadas —dijo,
cuando la canción terminó—. Deja que tu corazón vuele, hijita. Estás completa.
Desenvolvió mis manos. Sentí cómo el aire, que todavía
contenía los últimos rastros de la voz de mi abuela, las acariciaba.
Cuando terminamos de fregar los platos, la abuela me mostró
su labor terminada. Enmarcados por el aro de madera, los pájaros parecían
hechos de sangre: rojos y perlados, dos corazones latiendo al unísono.
Rodeándolos, la vegetación intrincada hecha de hilo parecía un abrazo.
Con el máximo cuidado, la abuela colocó sus agujas, hilo y
tijeras dentro de su hermoso cofre de costura. Se recolocó el moño y le puso el
arnés a Tamal.
—Deja la bici sin atar. Tenemos todo lo que necesitamos.
Vámonos —dijo al fin.
#
—¿Estás lista? —La abuela me entrega un billete de metro
mientras estamos de pie en la entrada de la estación. Un dibujo de dos pájaros
en mitad del vuelo está impreso en el trozo de cartón rectangular.
—¿Para qué? —pregunto, aunque ya conozco la respuesta.
—Ya sabes para qué, hijita. Lo sabes desde hace días,
¿verdad? Lo has sabido desde que el hilo rojo que conectaba tu alma a tu cuerpo
se cortara antes de alcanzar tu nariz. Ahora, dilo con todas las letras: ya no
perteneces a este sitio, igual que yo tampoco pertenezco. Es hora de irse. —Me
mira con amor, y sé que entiende por lo que estoy pasando.
—Lo sé abue. Es que… no sé… tengo miedo a lo que hay ahí
abajo.
—Se parece mucho a esto. —La abuela abre los brazos
ampliamente para señalar a la ciudad entera. Levanta la mirada hacia el cielo
contaminado que no nos ha dejado ver las estrellas desde no sé cuándo. Sus ojos
serios brillan, la luz que será mi faro hacia el otro lado. Su sonrisa traviesa
aletea como las alas de un pájaro.
—¿Lo oyes, hijita? ¿La canción, los murmullos?
—Apenas, pero sí que te siento a ti. —digo mientras
la tomo de la mano callosa: un pájaro cálido y palpitante.
Descendemos las escaleras. Los animales y las plantas
Tenango en el techo abovedado resplandecen con un azul brillante, como
estrellas de verdad, y nos dan la bienvenida al metro. Tamal mueve el culo
feliz delante de nosotras.
El tren nos espera.
Nelly Geraldine García-Rosas es una escritora mexicana inmigrante en los Estados Unidos. En 2019 se graduó del taller para escritores Clarion West. Sus textos de ficción has aparecido en revistas como Lightspeed, Nightmare y Strange Horizons. Puedes encontrarla ennellygeraldine.com y en Twitter como @kitsune_ng.
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