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domingo, 2 de abril de 2023

Capítulo #71 - Bordado de un corazón de pájaro, de Nelly Geraldine García-Rosas

 

Bordado de un corazón de pájaro

Por Nelly Geraldine García-Rosas

 

La abuela murió el año pasado, pero viene a verme todos los sábados y almuerza conmigo.

Cuando todavía estaba viva, le encantaba decirle a todo el mundo que éramos compañeras de piso. Le contaba a su grupo de amigas de bordado que su compi de piso había conseguido un trabajo muy chulo en la ciudad porque no quería confesarles que me había mudado para cuidar de ella, que nuestra familia había llegado a la decisión de que no debería (no podía) seguir viviendo sola. Estaba delicada y transparente. Su piel era papel vitela. Su corazón era como el de uno de esos pájaros que le encantaba bordar: rojo y pequeño y apenas vivo.

La abuela cantaba para sí cuando sus manos estaban inquietas con la aguja y el hilo. Su voz, un murmullo nostálgico, hablaba en susurros de la pena, el mar y las despedidas. Siempre era la misma canción, un antiguo bolero sobre una luna sollozante. Sus dedos después trasladaban las palabras a la tela, unos pájaros coloridos hechos de hilo y sonido.

—Cuando llegue el momento, quiero que te asegures de que me entierran con toda mi labor de costura —me dijo un día, de la nada. Estaba comiéndose una mandarina de postre. Sus manos callosas la pelaban con un tacto delicado.

—Abue, no digas eso.

—¿Qué no diga qué, hijita? ¿Qué voy a morir? Va a ocurrir más pronto que tarde y tengo que estar preparada. Sabes qué, nunca guardé mis trenzas. Pero tengo una idea de lo que quiero hacer para resolver eso, y quiero que me ayudes. —Me miró con una mirada seria, pero con una sonrisa traviesa.

La madre de la abuela, su propia abuela, y todas las mujeres antes de ellas habían guardado cuidadosamente sus trenzas cortadas para que pudieran hacer un cojín para el ataúd cuando les llegara la muerte. Su cabello había sido una parte importante de sí mismas y lo necesitaban para su viaje hacia el inframundo. La abuela había vivido toda su vida en la ciudad así que, al contrario que sus ancestras, se había cortado el pelo con frecuencia, y nunca se había atrevido a pedirle a ninguna peluquera que le devolviera sus mechones. No lo habrían entendido.

Cogió mis manos entre las suyas y dijo:

—Cuando muera, voy a engañar a los dioses para que crean que todos esos hilos de algodón son pelos de mi cabeza.

El olor de las mandarinas flotaba a nuestro alrededor y permaneció en el ambiente durante días.

Recuerdo vívidamente la tarde lluviosa en la que sus murmullos cantarines se detuvieron. Supe que había ocurrido cuando el agua que caía del cielo pareció petrificarse súbitamente frente a mí. El aire se quedó inmóvil. Un frío peculiar comenzó a extenderse por mi cuerpo. No quería moverme por miedo a interrumpir el instante en el que el corazón de mi abuela calló.

La llamé, aunque estaba segura de que no recibiría respuesta.

La puerta de la habitación de la abuela estaba entreabierta y dejaba pasar un resplandor tenue hasta el pasillo. Caminé lentamente hacia esa luz. Cada paso fue más difícil que el anterior. Cuando abrí la puerta, la lluvia descendió de golpe. La violencia del agua cayendo trajo todos los otros sonidos al interior de la habitación como una explosión. Una madeja de hilo rojo yacía en el suelo.

Enterraron a la abuela una mañana de sábado soleada. Había llovido sin parar toda la noche, pero el cielo diurno se había abierto para permitir que se uniera a la tierra con facilidad.

—No hay ningún sábado sin luz del sol —habría dicho ella.

La tierra, como mi cara, estaba empapada y revuelta. Mis manos doloridas temblaron cuando sostuve su cabeza para dejarla descansar sobre el cojín del ataúd que había bordado durante la noche. Era un trabajo chapucero. Al contrario que la abuela, yo no podía ordenarle a las agujas y el hilo que fueran una extensión de mi ser. Pero lo había hecho lo mejor que había podido para meter todos sus bordados en el interior. Todos excepto uno: una obra sin terminar que, si hubiera sido completada, hubiera mostrado dos pájaros con las alas extendidas y mirándose mutuamente, rodeados por un jardín de plantas intrincadas y formas de ensueño. Solo uno de los pájaros había sido bordado, con un hilo carmesí, mientras el resto de los elementos permanecían como trazos vagos sobre la tela. Lo conservé oculto en un bolsillo, cerca de mi corazón.

#

Habían pasado varios meses desde que había perdido a mi abuela cuando me llegó un mensaje desde su número de teléfono:

—Hijita, ¿podrías recogerme en la estación de metro de Barranca del Muerto? —seguido de una avalancha de emojis aleatorios.

Lo ignoré. No podía ser ella; estaba muerta y yo había empezado a aceptar el hecho de que se había marchado para siempre. Seguro que era una estafa, una persona malvada tratando de sacarme el dinero haciéndose pasar por ella.

—Hijita. —decía otro mensaje— Sé que podría ir caminando fácilmente hasta nuestro apartamento, pero he traído un saco de veinte quilos de habas porque parecían muy frescas, ¡y estaban muy baratas! Trae tu bicicleta para que no tengamos que cargarlas, por favor. —seguido de un emoji de un saco, un emoji de una bicicleta, un emoji de un taco, y un emoji de una cara lanzando un beso.

Estaba a punto de bloquear el número cuando recibí una videollamada. La cara de papel vitela de la abuela llenó toda la pantalla. Su pelo gris estaba peinado en un moño trenzado, sus ojos estaban serios, pero su sonrisa, como siempre, resplandecía con un aire travieso.

—Hijita, ¿por qué me haces esperar a la salida del metro? —dijo tan pronto como cogí la llamada—. No iba a traer nada esta vez, pero es que estas habas… ¡míralas! —Dirigió la cámara al saco, las vainas de un verde brillante. Continuó—: Vamos a comer habas con tacos de nopal para el almuerzo. Así que date prisa y trae la bici. No puedo esperar para siempre. —Y después colgó antes de que pudiera decir nada.

Bajé corriendo las escaleras de la estación. Las ruedas de mi bici se enganchaban con cada escalón, haciéndome sentir pesada y torpe.

La abuela esperaba en los torniquetes. Se estaba riendo con una risita de la imitación de mujer que era yo en ese momento: sudorosa, el pelo hecho un desastre, confundida pero esperanzada, y con calcetines desparejados.

Empecé a llorar tan pronto como la tuve delante de mí. Sollocé incontrolablemente sobre su pecho. La gente que pasaba por nuestro lado parecía confusa, pero la abuela los despachaba con una sonrisa y un gesto de sus manos callosas.

—No ha pasado tanto tiempo, hijita. Ahora, límpiate esas lágrimas y ayúdame a atar este saco a la bicicleta. —dijo, mientras frotaba con delicadeza su pañuelo bordado por mi cara. Estaba hecho de una tela muy suave y olía a mandarinas.

Subir las escaleras fue todavía más duro con todo el peso extra. Cargué con la bicicleta lentamente y con dificultad. A la abuela, sin embargo, no pareció importarle mi lentitud; estaba mirando fijamente al techo abovedado de la estación.

—Estos dibujos no estaban cuando morí, ¿verdad? —se preguntó, pero parecía que estaba hablando para sí.

Justo entonces me di cuenta de que habían pintado el techo recientemente con siluetas azules que imitaban a un bordado Tenango: animales, insectos, plantas y flores dispuestas simétricamente, como en las obras de mi abuela. Las luces tenues de la estación hacían que la pintura pareciera etérea, un jardín de  armonía celestial.

—¿Sabes, hijita? Cuando la gente se marcha de Tenango, se llevan un fragmento de bordado con ellos como si fuera un trozo de su patria, un trozo de ellos mismos. Mi madre me lo enseñó. Y yo retorcí ese conocimiento solo un poquito para engañar a los dioses y hacerles creer que esos hilos eran mi pelo, una parte de mí misma. Pero algunos de ellos se quedaron aquí, ¿verdad?

Me quedé helada. Pues claro que sabía que me había quedado su proyecto sin acabar con el hilo rojo. El trozo de tela pareció hacerse más pesado en el bolsillo de mi pecho: lo sentí cálido y con latido, vivo; otro corazón fuera de mi corazón. Traté de murmurar una disculpa, pero la abuela me detuvo.

—Está bien, hijita. De todas formas, quería regresar para comprar algunas madejas y recoger mis antiguas tijeras. Ahora, vamos. Tenemos que abrir unas cuantas vainas de habas antes del almuerzo.

Todos los sábados, la abuela viajaba apenas media hora y atravesaba once estaciones de metro para almorzar conmigo y trabajar en su labor sin acabar. Decía que se alegraba de que nuestro apartamento estuviera cerca de la línea 7 de metro porque no tenía que hacer trasbordos desde Camarones, la estación que conectaba este mundo con la tierra de los muertos. El metro había sido su escape hacia otras partes de la ciudad durante años; ahora era su forma de regresar después de haber muerto. Regresaba a mí.

Su presencia semanal era como un rayo de luz. Mi corazón palpitante no necesitaba un trozo de tela bordada para sentirse completa; solo necesitaba los murmullos cantarines de la abuela. Siempre la misma melodía, el viejo bolero sobre la luna que llora.

—Abue, ¿cómo fue? —le pregunté en su segunda visita, interrumpiendo su murmullo. Yo estaba amasando masa de maíz para hacer tamales mientras ella le infundía vida meticulosamente a una flor de manuelitos con un hilo suave.

—¿Cómo fue el qué?

—El… viaje. —No sabía cómo preguntarlo sin sentir que estaba abriendo una herida muy reciente; una cicatriz apenas curada en el corazón de mi pájaro.

—Sin incidentes. Algunos niños vendían caramelos en el vagón, puedes comértelos, está en mi bolso.

—No me refiero a eso —dije, agarrando la masa con fuerza—. Sabes a lo que me refiero.

—Pues no tengas miedo a decirlo con todas las letras. —Su hilo seguía atravesando la tela perfectamente.

Me llevó una eternidad preguntar al fin:

—¿Cómo fue? Morir.

—¿Ves? No ha sido tan difícil decirlo. Tampoco fue tan difícil morir. —Detuvo su trabajo durante un momento y se observó las manos—. Sentí como si me hubiera pinchado con una aguja muy puntiaguda. El hilillo de sangre que salió de mi dedo era el hilo que conectaba mi alma a mi cuerpo, y antes de que llegara a mi mano, ya se había cortado.

Continuó trabajando en su bordado. Guardé silencio durante un instante. Los murmullos de la abuela sonaban como si llegaran de muy lejos.

#

—¡La estación está tan profundo que solo hay un piso hasta el infierno! —había dicho una vez, tan pronto como la recogí en los piquetes.

—Abue, ¿estás en el infierno? —pregunté, sorprendida y un poco preocupada. ¿Cómo diantres se le permitía visitarme si se encontraba en un sitio tan horrible?

Se rio. Su risa era un arroyo de agua clara tocada por el sol del mediodía.

—No, niña tonta. Es una forma de hablar. No hay cielo ni infierno en la tierra de los muertos. Los muertos simplemente son. Vivimos otra vida allí hasta que estamos listos para lo que viene después.

Subimos los infinitos escalones de la estación. Rodeadas de las siluetas Tenango azules, emergimos al mundo de los vivos.

—No es como este, eso sí —dijo la abuela, señalando la instalación artística a la salida del metro.

El mural-escultura lo había encargado la ciudad hace muchos años. Algún señor (porque siempre es un señor) había pensado que sería muy inteligente esculpir y pintar su propia versión de las historias que la gente de estas tierras había contado una vez. Su «visión» estaba llena de miedo, oscuridad y malentendidos. En el centro, había representado un gavilán mitológico y monstruoso que bebía sangre de una vasija cósmica. En un lateral, un viajero alado sostenía una cúpula celestial oscura mientras unas criaturas deformes, unos cráneos incorpóreos y unos huesos seguían a la serpiente de fuego hacia el interior de la estación de metro.

—La tierra de los muertos no se parece en nada a esto. En absoluto.

—¿Cómo es entonces, abue?

—Es como una ciudad normal, hijita, pero como si todo estuviera cubierto por una niebla densa o humo o no sé qué.

—Así que parecido a esto. —dije y abrí los brazos ampliamente para señalar a la ciudad entera, y levanté la mirada al cielo contaminado que nunca nos dejaba ver las estrellas.

Su risa era un océano.

—Podrías decirlo así.

Me alegraba saber que estaba viviendo en un lugar que era lo más familiar posible, así que me reí también con la despreocupación que acompaña al alborozo. Pero una no puede ser despreocupada en esta ciudad sin estrellas. «Mantén un ojo en el gato y el otro en la lata de atún», habría dicho la abuela cuando estaba viva.

Ocurrió muy rápido. Sentí una quemazón en un costado. El dolor punzante fue como un humo abrasador que oscureció la risa acuosa de la abuela. Y en esa oscuridad hubo empujones y agarrones y tirones y confusión. Cuando conseguí sacudirme esta sensación extraña de encima, me di cuenta de que el tipo que nos había robado ya estaba corriendo por el otro lado de la calle. La abuela estaba en el suelo.

—¿Te encuentras bien, abuela? —La ayudé a levantarse.

—Claro que estoy bien, hijita. ¡Estoy muerta! —Se rio de nuevo como si nada malo hubiera ocurrido—. Pero mírate, tú estás pálida como la organza. Venga, límpiate la cara, te está sangrando la nariz —dijo, ofreciéndome su pañuelo. El tacto era como de terciopelo y olía a romero.

La gente se reunió a nuestro alrededor. Una mujer nos ofreció algo de pan para el susto. Otros dijeron que lo habían visto todo, que podían ofrecerse como testigos y dar la descripción del tipo si íbamos a rellenar un informe policial.

—¿Para qué? —preguntó la abuela—. No quiero pasarme todo el día discutiendo con la policía sobre una bolsa de la compra que se ha llevado un señor cualquiera. Espero que la comida le sirva bien. Nosotras ya tenemos mucha.

De regreso en nuestro apartamento, la abuela me hizo una tila para tranquilizarme. Mis manos temblaban de miedo a perderla otra vez. No quería que ese pájaro cálido se escapara de entre mis manos.

#

La semana siguiente, me recibió la sonrisa de mi abuela en los tornos del metro. No estaba sola: sobresaliendo de su bolsa de malla nueva se veía la cara de un corgi. El perro jadeaba feliz, con la lengua colgando.

—¡Es igualito a Tamal! —dije, extendiendo la mano para acariciarle las suaves orejas.

—Es el de verdad, hijita. ¿Qué otro perro pesaría tanto como un saco de papas tonto?

—Pero está muerto —dije en voz baja.

Me sentía culpable por su muerte. Cuando la abuela trajo a Tamal, su corazón todavía latía con fuerza. Lo malcriaba con comida especial y juguetes hechos a mano. Me encantaba visitarla porque podía jugar con Tamal. Sus patitas cortas eran torpes y hacían que le diera miedo bajar las escaleras. Así que me pasé muchas tardes después del colegio enseñándole a dar saltitos de lado para bajar cada escalón. «Para que supere su miedo», pensaba entonces. Tamal disfrutó subiendo y bajando las escaleras del edificio de apartamentos como el rayo hasta el día en que su valentía recién descubierta lo llevó hasta la acera y de ahí a la carretera.

La abuela jamás tuvo otra mascota.

—Pues claro que está muerto, y no es culpa tuya, hijita —dijo la abuela, como si hubiera escuchado mis pensamientos—. Los perros son así: curiosos de forma tontorrona. Aprendió a hacer algo, pero ese conocimiento no lo mató. Lo que lo mató fue la crueldad de la persona que conducía el coche.

Caminamos a casa en silencio.

Cuando Tamal estaba ahí, los murmullos de la abuela se convertían en palabras enteras y redondas. Su voz cantarina se volvía más clara y más alta, más cercana.

Yo estaba cortando algo de romero para las patatas asadas mientras la abuela trabajaba incansable con su aguja. El aroma de la hierba me recordó al incienso copal: el olor de los altares del Día de Muertos, el olor del recuerdo de los muertos.

—¿Te puedes creer que este trozo de pelo fuera mi guía hacia el inframundo? —dijo la abuela, acariciando la cabeza de Tamal.

—Era tu perro, abue. Dicen que así funciona.

—Lo sé, pero esperaba que me asignaran un xoloitzcuintle o un grácil lobo mexicano. —Su risa inundó nuestro apartamento—. Tamal también es tu perro, en cierto modo. Te encontrarás siguiendo su culo esponjoso cuando llegue el momento, hijita. Mientras tanto, recuérdame que compre más hilo; lo que tengo no es suficiente para completar el segundo pájaro.

#

Me desperté antes de lo normal para ir a la mercería. Quería sorprender a la abuela con unas madejas del hilo de algodón perlado que le gustaban. Me subí a mi bicicleta y pedaleé a través de la niebla matinal.

Me perdí.

Mi app de mapas falló o la cobertura era inestable, como ocurre a veces en esta parte de la ciudad. Me dio mucha vergüenza dar vueltas en círculos intentando encontrar una tienda en la que había estado muchas veces antes. ¿Cómo podía ser tan torpe? Tal vez habían cerrado. Nunca había sido un lugar con mucha clientela. Y desde que el club de bordado de la abuela se había disuelto, los propietarios habían perdido algunas de sus mejores clientas.

No le dije ni una palabra sobre haberme perdido en la bruma mañanera, de mi fracaso.

Afortunadamente, la abuela había encontrado algo de «el cacharro francés», como llamaba a su hilo de bordar favorito, en el mundo de los muertos. Parecía contenta y estaba parlanchina ese sábado.

—¿Te acuerdas de Conchita, la del club? —preguntó de camino a casa. Tamal trataba de correr a pesar de la correa.

—¿La señora con pelo morado?

—¡No era morado, era burdeos! —dijo con su sonrisa habitual y después continuó con voz seria—: Murió la semana pasada. Su familia la había abandonado desde los dioses saben cuándo, así que murió sola. —Después de una pausa, sus palabras volvieron a ser rayos de luz—. ¡Deberías haberla visto! Estaba encantada de vernos cuando yo y La Nena fuimos a recibirla a la estación de Camarones. Fue estupendo tener al viejo grupo juntas de nuevo.

—Pero la vi en tu funeral. Parecía bien, y sana.

—Hay muchas cosas que las mujeres mayores decidimos ocultarles a los demás. Puede que por vergüenza. O tal vez porque no queremos molestar a nadie.

—Podrías haberme dicho que le echara un vistazo —la interrumpí.

—Los muertos no debemos cambiar nada que los vivos no estén dispuestos a hacer. No era una carga que te correspondiera llevar, hijita. —Guardó silencio un instante—. Me alegro de que Conchita esté en un lugar mejor ahora. No estará sola ni pasará hambre nunca más. Ella y La Nena están aprendiendo a hacer crochet mientras hablamos. Dicen que somos más que el bordado. ¡Imagínate!

Almorzamos tacos de chicharrón.

Mientras calentábamos las tortillas en el comal, la abuela cantaba ese bolero antiguo. Su voz era clara como un río. Las tortillas se inflaban como nubes amarillentas que parecían estar a punto de salir flotando y perderse en el cielo gris, como mis pensamientos.

Mis manos temblaban mientras fregaba los platos. El tarro de salsa de cerámica estaba descascarillado y gastado; me recordaba al mal trabajo que había hecho con el cojín del ataúd de la abuela. Me sentía avergonzada y me pregunté qué me llevaría al mundo de los muertos. No tenía pelo trenzado, ni hilos bordados para mostrarles a los dioses que llevaba conmigo todas las partes importantes de mí misma. Solo me tenía a mí y a mi corazón. Y ahora, a la abuela.

—¿Crees que los dioses pensarán que estoy incompleta si llegara con las manos vacías al otro lado? —pregunté, aunque en realidad estaba hablando más conmigo misma.

La abuela me cogió de las manos mojadas y las envolvió con un trapo de cocina como si fuera un sudario.

Y entonces empezó a cantar.

Gradualmente, sus murmullos apenas audibles subieron de volumen, claros como la lluvia en verano. La hermosa canción que salió de su boca me abrazó con luz. Mis manos, dos pájaros atrapados, latían dentro del paño.

—Crees que tienes las manos vacías porque no te das cuenta de que tu corazón es tan grande que no cabe entre tus manos ahuecadas —dijo, cuando la canción terminó—. Deja que tu corazón vuele, hijita. Estás completa.

Desenvolvió mis manos. Sentí cómo el aire, que todavía contenía los últimos rastros de la voz de mi abuela, las acariciaba.

Cuando terminamos de fregar los platos, la abuela me mostró su labor terminada. Enmarcados por el aro de madera, los pájaros parecían hechos de sangre: rojos y perlados, dos corazones latiendo al unísono. Rodeándolos, la vegetación intrincada hecha de hilo parecía un abrazo.

Con el máximo cuidado, la abuela colocó sus agujas, hilo y tijeras dentro de su hermoso cofre de costura. Se recolocó el moño y le puso el arnés a Tamal.

—Deja la bici sin atar. Tenemos todo lo que necesitamos. Vámonos —dijo al fin.

#

—¿Estás lista? —La abuela me entrega un billete de metro mientras estamos de pie en la entrada de la estación. Un dibujo de dos pájaros en mitad del vuelo está impreso en el trozo de cartón rectangular.

—¿Para qué? —pregunto, aunque ya conozco la respuesta.

—Ya sabes para qué, hijita. Lo sabes desde hace días, ¿verdad? Lo has sabido desde que el hilo rojo que conectaba tu alma a tu cuerpo se cortara antes de alcanzar tu nariz. Ahora, dilo con todas las letras: ya no perteneces a este sitio, igual que yo tampoco pertenezco. Es hora de irse. —Me mira con amor, y sé que entiende por lo que estoy pasando.

—Lo sé abue. Es que… no sé… tengo miedo a lo que hay ahí abajo.

—Se parece mucho a esto. —La abuela abre los brazos ampliamente para señalar a la ciudad entera. Levanta la mirada hacia el cielo contaminado que no nos ha dejado ver las estrellas desde no sé cuándo. Sus ojos serios brillan, la luz que será mi faro hacia el otro lado. Su sonrisa traviesa aletea como las alas de un pájaro.

—¿Lo oyes, hijita? ¿La canción, los murmullos?

—Apenas, pero sí que te siento a ti. —digo mientras la tomo de la mano callosa: un pájaro cálido y palpitante.

Descendemos las escaleras. Los animales y las plantas Tenango en el techo abovedado resplandecen con un azul brillante, como estrellas de verdad, y nos dan la bienvenida al metro. Tamal mueve el culo feliz delante de nosotras.

El tren nos espera.  


Nelly Geraldine García-Rosas es una escritora mexicana inmigrante en los Estados Unidos. En 2019 se graduó del taller para escritores Clarion West. Sus textos de ficción has aparecido en revistas como Lightspeed, Nightmare y Strange Horizons. Puedes encontrarla ennellygeraldine.com y en Twitter como @kitsune_ng.


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