El aborto feliz, o la canción sobre la hazaña de Rue
por Katy Bond
Cola de Zorra se llamaba así no por la planta, sino porque podía introducirse con una facilidad asombrosa en la piel de una zorra. Iba bailando por delante de su amiga, ágil hasta con dos piernas, cuando se tapó la cabeza con el manto de pieles, aceleró sobre cuatro patas pequeñas y se deslizó por la hierba pálida como la espuma del mar a la luz del sol, por lo que Rue dejó de verla y se vio obligada a llamarla. Se apuró para alcanzarla, y para ello se alzó la falda con unos refunfuños llenos de fastidio.
—¡Frena! ¡Frena! ¡No podría correr como tú ni antes de lesionarme!
Al recordarlo, Zorra regresó dando saltos, porque no era cruel. Lanzó mordiscos a las libélulas, agitó su gran cola como un tragafuegos con bastón, brincó hacia delante y se fue alejando poco a poco del lado de Rue, para luego regresar con cierta culpabilidad cuando se percataba de su error. «Se va a cansar como siga así», pensó Rue, pero no dijo nada, solo estiró la mano para rascar la cabeza de su amiga. El cálido pelaje la reconfortó.
—Me alegro de que te parezca emocionante esta aventura. Ojalá hubiera tenido este problema hace un año, antes de que arrancaran toda la vuelarraíz del reino. Me habría podido quedar en casa, tomarme el remedio con un buen té caliente…
—Tendrás tu té —ladró Zorra.
—Eso espero —replicó Rue—. Eso espero.
—No hace falta que vayas a buscarla. Puedes pedir una excepción.
—Estás de broma.
—Pues claro —dijo Zorra con una sonrisa dentuda.
Si fuera posible pedir una excepción, no se arriesgarían a viajar hasta Greenwood. El uso de la cura milagrosa de la vuelarraíz (llamada así no porque te hiciera volar, sino por la sensación de ligereza que dejaba tras tomarla) era ilegal, excepto para aquellas personas que podían demostrar que eran tan virtuosas que la merecían. Hasta donde Rue sabía, nadie había llegado al final del proceso de petición, el cual exigía que la persona afectada compareciera ante la corte del rey…
En un carro con cuatro ruedas cuadradas,
Tirado por un caballo sin ninguna pata
¡y perseguido por un perro de caza!
A base de humo y rocío el perro se alimentará
¡sin haber probado hueso, sangre y pellejo jamás!
Y llevará campanas cual pájaros en su canto,
¡que carecerán de cualquier badajo!
Zorra, poco interesada en la diferencia entre pensar una cosa y expresarla, se había acordado de la canción y la estaba cantando en ese momento mientras se mareaba dando vueltas en el borrón del manto reluciente que llevaba alrededor de los hombros. Giraba y giraba y ahora era una zorra, luego una chica, zorra, chica, zorra, chica… y con una facilidad pasmosa sus pasos de baile se tornaban bípedos en un momento y cuadrúpedos al siguiente. Rue se rio cuando su amiga la tomó de las manos y la hizo rodar, árboles y cielo y montañas distantes se desdibujaron en la neblina de esa alegría espontánea, pero al cabo de un momento le susurró:
—Ya está bien. Nos van a ver. Solo existe un motivo por el que una joven se adentraría en el bosque con una raposa.
Cuando la última de las grandes carcajadas profundas llegó a su fin, Zorra se colocó el pelaje bajo un brazo y echó a andar erguida junto a Rue.
—¡Hay más de un motivo! Somos buenas en más cosas aparte de olfatear hierbas. Quizá la joven y la raposa son amigas del alma, igual que nosotras.
—Claro —replicó Rue—. Pero nadie al servicio de la corona lo verá de esa forma.
Avanzaron en un silencio casi total; el único sonido era el susurro de sus pies contra el suelo, como un recordatorio conspirativo de la tierra: sh, sh, sh. En su mente, Rue respondía. «Gracias por el regalo de la vuelarraíz», pensó. Se imaginaba que la tierra podía oír sus palabras a través de los pies. En la linde del bosque, dudó y dedicó un momento a observar cómo el día maduraba en un atardecer color ciruela. Se había imaginado una catástrofe en ese punto del viaje, como un guardabosques que patrullase la frontera entre el campo abierto y el cobijo de los árboles. Pero no ocurrió nada semejante y las dos pasaron entre los troncos negros.
—¿Quién te ha lesionado, Rue? —preguntó Zorra cuando se hallaban casi en la sombra. Sus ojos brillaban lúgubres en la luz del escaso cielo que asomaba por las copas. Se habían detenido a descansar y encender los faroles; Zorra apoyaba todo su peso contra una haya mientras Rue jugueteaba con el encendedor. Aunque estaban a solas, Zorra siguió usando la palabra en clave para el estado de Rue, una que habían elegido para protegerla de familiares y vecinos entrometidos. Era una palabra más cómoda para Rue, una que le parecía cierta—. ¿Me lo dirás aquí, con todas estas hojas protegiéndonos? Al menos dime si fue por diversión o a la fuerza…
—Eso da igual. Quiero que se cure y desaparezca. ¿No basta así?
Golpe, golpe, golpe de acero contra pedernal y acero entre sus dedos pacientes hasta que al fin las dos velas de aceite ardieron en sus pequeñas jaulas. Por eso se llama prender fuego, pensó con satisfacción.
—Sí, con eso basta —respondió Zorra—. Seré tu guía, pase lo que pase. De todas formas, me gustaría saber si alguien te ha molestado.
Hubo un movimiento bajo un embrollo de enredadera, la pata o el latido de un roedor, y, aunque se hallaba en su forma de mujer, Zorra giró la cabeza para escuchar con la precisión de un alfiler.
Rue se pasó la lengua por el dorso de los dientes y pensó en el mordisco afilado de su compañera.
—Es una gran amiga, Zorra. No, fue en un acto divertido y sincero. Un revolcón en la hierba. Te avisaré si necesito vengarme.
Así que siguieron andando hasta que el bosque se oscureció a su alrededor y luego un poco más. Se detuvieron en una zona un tanto seca e intacta, encendieron una hoguera exigua a partir de hojas secas. Rue posó sobre ella la pequeña cazuela que sacó de la mochila. Vertió gachas de cebada de un tarro y empezó a cortar manzanas con el cuchillo que llevaba en el bolsillo. Al principio observó la mezcla en silencio, pero enseguida le entraron náuseas por el olor y dejó que Zorra se encargara de la comida mientras ella vomitaba. A su regreso, intentó comer, pero no pudo tragar. Los granos y el puré de manzana le subían de nuevo por la garganta como insectos, así que, derrotada, le dio su parte a Zorra. Su amiga la miró preocupada, pero no rechazó la comida y hasta limpió la cazuela a lametazos al terminar. Rue la observó con aire ausente, demasiado mareada para entablar una buena conversación. Aún faltaban muchos días hasta Greenwood, la parte más densa del bosque en la frontera del reino, donde las patrullas escaseaban debido a la distancia y el apetito de las bestias, donde los secretos se enredaban en las raíces. Cuanto más lejos buscase una persona, menos controlaba el rey lo que hubiera pasado en su bosque, y más lo ansiaba él. Aunque no pudiera detener el crecimiento de la vuelarraíz allá fuera, el monarca lo compensaba con sanciones más graves y largos edictos cuyas graves consecuencias, si prestabas atención, estaban constituidas por tan solo una vaga emoción llena de aspavientos frente a la osadía de la tierra. Aunque había enviado a sus agentes a intimidar al bosque con tal de que se comportase, estos no solían regresar. El bosque no pensaba renunciar a algunas cosas. Zorra había estado allí antes, generosa y temeraria; seguramente una parte de su alma siempre vivía allí. Rue no dudaba sobre su conocimiento del camino. Aun así, la idea de esa gran caminata le agravó las náuseas.
Se turnaron para vigilar el fuego y dormir sobre el pelaje extendido de Zorra. Cuando Rue la había visto estirarlo, le había preguntado si no se ensuciaría. Zorra había sonreído y dijo que entre el cuerpo y la tierra era justo donde debía ir el pelaje.
Al día siguiente, siguieron los senderos sutiles, ya que no confiaban en los más transitados, y se escondieron detrás de árboles cuando oían sonidos humanos. Rue no comió nada, desanimada por la idea de la manzana, de la cebada, de las ciruelas pasas, de cualquier cosa que sacase de su mochila. Se dijo que podría seguir así, sin comer, hasta que consiguiera la cura, momento en el que su apetito regresaría seguro a su estado habitual. Zorra no estaba tan convencida. Mientras tramaban sus planes, calentándose alrededor del fuego la segunda noche, le dijo a Rue que había otro camino, a un día de distancia, que las acercaría a un pueblo llamado Birdbinde. Allí a lo mejor podrían encontrar algo que el estómago de Rue retuviese.
Su amiga dudó. Le recordó a Zorra que había traído poco dinero y posesiones. Algo de comida, el encendedor de fuego, la cazuela para cocinar y la ropa que llevaba encima: vestido, combinación, calcetines de lana.
—Cierto —reconoció Zorra—. Pero conozco gente en Birdbinde. Haremos un trato con alguien. O, en todo caso, siempre podemos suplicar.
—¿Y si nos pillan? ¿Y si saben a dónde vamos?
—Confía en tu guía. Y vete a dormir.
**
En el centro de Birdbinde había una caja torácica enorme que sobresalía de la tierra en arcos nacarados, tan grande que una persona podía atravesarla caminando. Eso es lo que se hacía en ese pueblo, dijo Zorra, si tenías un deseo. Caminabas entre las costillas de la ballena.
—Ni siquiera puedo imaginarme una ballena —dijo Rue, balanceándose de pie. Casi seguro que estaba alucinando por el hambre—. No hay ningún mar en kilómetros y kilómetros de distancia. Más kilómetros de los que caminaré en mi vida. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
Zorra se encogió de hombros.
—Supongo que por eso la gente le cuenta sus deseos. Debe de haber algo de magia en ella. —Luego se quedó inmóvil un rato y contempló los grandes arcos mientras aferraba su pelaje contra el pecho—. A lo mejor no me crees —dijo al fin—, pero he visto el océano, encontré a una mujer que llevaba la piel de una ballena. Era la mujer más sabia que he conocido nunca y aprendí más de ella que de nadie. Algún día quiero contarte ciertas cosas que me dijo.
—Pues claro que te creo. Aunque no sé si soy digna de su sabiduría. El mar no me es de ninguna utilidad.
—Todo el mundo puede encontrar algo útil en el mar. Eso fue lo más fácil que me enseñó.
En vez de responder, Rue pasó por debajo de los macabros arcos y pensó un deseo. Se agachó al alcanzar el extremo estrecho del ancho pecho de la criatura y encorvó los hombros para no tocar la suavidad desgastada de sus bordes internos. Al salir, se giró para sonreírle a Zorra, y esta le devolvió el gesto. Aquello ya era más propio de ella. Durante un momento, se había puesto demasiado seria y había desconcertado a Rue. Zorra no parecía ella sin una sonrisa.
Había una posada en Birdbinde y unas cuantas personas dentro. Rue casi lloró al oler la comida caliente, en parte por el hambre y en parte por el asco. Se sentó en un rincón, contuvo la respiración y se agarró la barriga, hasta que, poco a poco, un olor empezó a destacar por encima de los demás, algo caliente y salado, decadente, prometedor. Era carne, y supo de repente que carne era lo único que saciaría su antojo, lo único que aceptaría la exigente masa que crecía en su interior. Zorra hizo una seña a la animada patrona y preguntó cuánto costaba una empanada de carne, o al menos un trozo, lo que quisiera ofrecer. El precio superaba lo que Rue había traído y la patrona no quiso saber nada de intercambios. Roja de vergüenza, Rue temblaba mientras Zorra discutía. A la patrona le llovieron maldiciones, pero con ello solo consiguió que las amenazaran con echarlas.
Prefirieron marcharse antes que someterse a esa humillación. Zorra farfullaba que otra persona las ayudaría, que encontrarían a alguien, que no se preocupase… Había sido la guía de un hombre de la zona, quizá algunos vecinos aún lo conocieran por su nombre femenino de nacimiento, y si podían encontrarlo, seguro que… u otra persona, quien fuera, no te preocupes, repetía sin parar, quizás tanto para sí misma como para Rue. Pasaron varios minutos de refunfuños antes de que las dos mujeres vieran que una desconocida las había seguido fuera de la posada.
Era vieja y tenía un rostro redondo y serio. Sacó la mano de debajo de un chal de lana del mismo color que el agua de un estanque para tirar de la manga de Rue e indicar que doblaran la esquina, donde nadie las pudiera ver.
—Conozco tus antojos, muchacha —dijo—. Tuve los mismos con el mayor. Es una lástima que alguna gente no ceda por una pobre madre tan joven. No les culpo, con el precio al que está la caza del rey, pero aun así… —Sacudió la cabeza. Rue asintió, con ganas de interrumpir a la mujer y corregirla, de decirle que no sería madre, pero se contuvo. Nunca se sabe cómo reaccionará una persona y Zorra no dio señales de haber visto a esa mujer antes—. Tengo un poco de venado salado. Si te va a sentar bien, haremos un intercambio.
Le ofrecieron los zapatos, los calcetines, las ciruelas pasas. Le ofrecieron un día de trabajo en su casa, la promesa de lana cuando Rue regresara a su hogar, y rechazó todas esas cosas. Lo que la mujer necesitaba, o eso dijo, era un diente. A su avanzada edad había perdido los suyos y estaba elaborando una dentadura postiza para reemplazarlos. Necesitaba un buen colmillo afilado. Y tú, pelirroja, tienes unos muy buenos. ¿Podrías prescindir de uno, para una anciana necesitada? Sacó del chal unos finos alicates de hierro y les dio la vuelta como para enseñar a las jóvenes que no daban nada de miedo.
Zorra consideró la propuesta mientras echaba vistazos a un lado y al otro de la carretera. No había nadie para presenciar la transacción, de tan ocultas que estaban. Asintió, primero para sí misma y luego para la mujer, y abrió la boca.
—Ay, Zorra —soltó Rue entonces, con lágrimas de verdad en los ojos—. Sé que me desmayaré cuando vea la sangre. Pero, antes de que des tu diente, ¿podrías correr dentro y pedirle agua a la tabernera? Seguro que te dará un poco. ¿Lo harías por mí?
Zorra lo hizo. En su ausencia, Rue susurró a la anciana su propia oferta y, antes de que la guía regresara, la vieja le arrancó su diente más afilado de las encías con un tirón rápido y un sonoro crujido. Rue se enjuagó la sangre con agua, alivió el dolor en la carne seca que le dio la mujer en un papel encerado. Zorra protestó al verla, pero no había nadie más ante quien protestar. Ya estaba hecho y la anciana se había marchado.
Esa noche, de vuelta en el bosque, Zorra le dio las gracias a Rue con una canción por ocupar su lugar. Dijo que era la que había aprendido de la ballena, y no sonaba bien en el idioma humano, ni siquiera en el zorruno, pero decía algo como:
El tiempo vino a por mi padre,
Frío, frío y paciente.
El tiempo vino a por mi madre,
Frío, frío y paciente.
El tiempo vendrá a por mí
Y seré nieve.
**
Rue mordisqueaba el venado salado de vez en cuando; llevaba un trozo en la mano mientras caminaba y lo sostenía también por las noches cuando se sentaba o se levantaba a mear o a vomitar en un matojo. Se lo racionó con cuidado, permitiéndose la cantidad exacta cada día hasta su destino, según los cálculos de Zorra. Pero los cálculos de Zorra eran eso, cálculos, y su nariz la llevó más lejos de lo previsto, en un bucle por senderos viejos bajo árboles torcidos, hasta acabar en puntos muertos donde habían arrancado zonas enteras de la hierba. Y Rue estaba tan agradecida y contenta por la carne que quizá la masticó más rápido de lo que pretendía. En cualquier caso, se había terminado y no habían encontrado nada aún. Estaban en las profundidades del bosque, tan solas que no podían hacer otro trato. Rue lloró. Lloró por el diente y por el tiempo perdido y por la vergüenza de necesitar una y otra vez.
A Zorra no le parecía que hubiera nada vergonzoso en necesitar. Quizá había perdido la vergüenza en sus viajes, expulsada de su pelaje por el viento mientras corría a cuatro patas por campos y por valles. Ella también tenía hambre y le aseguró a Rue que saciaría los apetitos de las dos. Rue le dijo que no hiciera lo que estaba pensando. Pero llegó la noche y encendieron de nuevo el fuego y Rue estaba tan cansada y débil que se quedó dormida mientras vigilaba el cabello largo de Zorra, que relucía en el mismo tono ambarino, rubí y granate que su pelaje. Cuando despertó, la recibió el olor a sangre de conejo en el aire y los jadeos de Zorra, cuyos ojos brillaban de triunfo por ese subidón dorado de cazar y conservar. El conejo, sacado de las profundidades del bosque, muy cerca del inflexible y preciado Greenwood del rey, no era nada como las asustadizas criaturas marrones que perturbaban los huertos de la familia de Rue, pero colgaba listo de las fauces de Zorra con seis potentes patas para saltar, el pelaje con hebras de oropel plateado y los ojos muertos abiertos e inteligentes.
—No deberías haberlo hecho —dijo Rue, pero ya estaba comiendo y notaba cómo la vitalidad regresaba con cada mordisco que daba al extraño y dulce animal—. Ya has oído las historias sobre el rey y la caza en Greenwood. De que percibe los latidos de cada uno de sus corazones y, cuando alguien caza a un animal, sabe quién lo ha matado y envía a sus hombres a perseguirlo el resto de sus días.
—No todas las historias son ciertas. Si no quisiera que cazaran en su territorio, podría haberte dejado tomar la cura en casa. No puede culparnos por lo que nos obliga a hacer.
Eso era bastante cierto y, a pesar de todo, cuando se hubo llenado de conejo, Rue miró el pelaje y le pareció tan bonito que decidió conservarlo, así que lo guardó en su mochila con el resto de sus cosas. Se sentía con fuerzas suficientes para continuar vigilando. Observó a su amiga mientras esta se enroscaba en su forma de zorro con la cola bajo la nariz. ¿Acaso Zorra se habría desvivido tanto por cualquiera?, se preguntó. El rodeo por Birdbinde, arriesgarse a cazar en el bosque del rey… A lo mejor sí, si esa persona lo necesitaba. Pero quizá ese viaje también era especial para ella, porque era el viaje de Rue. Pasó una mano por el lomo de la zorra y los músculos se tensaron.
—No sabía que estabas despierta —susurró. Zorra se giró y admitió que estaba demasiado activa por la cacería como para dormir. Pasaron el resto de la noche imaginando las canciones que cantarían sobre ellas, si alguna vez hacían una hazaña tan famosa que mereciese una canción.
Al atardecer del día siguiente, encontraron una zona con vuelarraíz. Rue no había visto una delimitación clara entre Greenwood y lo que no era Greenwood, solo un oscurecimiento gradual, más profundo, hasta que se halló en un claro que la envolvía con la suavidad del dosel de una cama, con la promesa de socorro. El respiro que ofreció pareció aumentar los susurros que habían oído de la tierra cuando se marcharon. Zorra, en su forma cuadrúpeda, recorrió trotando dos veces la mancha de verde azulado oscuro que cubría el suelo y luego se fue a vigilar el claro para darle tiempo a Rue de tomarse a solas la cura.
—Deja un poco de sangre, si puedes —aconsejó antes de marcharse, y cuando Rue preguntó el motivo, si eso era parte de algún pacto mágico que debía hacer, Zorra respondió que no, que no era nada de eso, solo que la vuelarraíz prosperaba con hierro y eso ayudaría a reponer la planta para la siguiente persona que la necesitara.
En esa privacidad sagrada, Rue encendió la hoguera más importante de su viaje para poder hervir un poco de agua en la cazuela y prepararse el té. Primero le calentó el pecho y la barriga, luego la tranquilidad y el entumecimiento invadieron su cuerpo. Se quitó las capas superiores de ropa para poder levantarse la combinación y tembló durante la expulsión de una pequeña masa de tejido, seguida de otra masa; la placenta, dedujo. El dolor fue mínimo, atenuado por el té, y cuando terminó se quedó a unos centímetros del suelo durante varios segundos hasta que al fin se tumbó y durmió durante una cantidad indeterminada de tiempo.
En esa ocasión, al despertar, la recibió un gruñido. No de Zorra, cuyos gruñidos conocía como un segundo idioma; su amiga no solía gruñir para avisar, ya que sus mordiscos letales eran rápidos y afilados. Aquel era un sonido más grave y procedía de arriba. Poco a poco, Rue abrió los ojos y vio que una figura se cernía sobre ella, casi con forma de hombre pero retorcida de tal modo que indicaba que era un producto de Greenwood. Tenía la piel verde y morada como la hiedra, con venas foliáceas en la cara. Llevaba harapos de lo que en el pasado fue ropa elegante, robada quizá de uno de los hombres desaparecidos del rey. Unas ramas le crecían de las extremidades y el torso, atravesando la tela; una le salía de la frente en un ángulo que parecía doloroso y otra le brotaba del pecho, de donde colgaba una metalla de honor real. Zorra se retorcía en el agarre de su codo, su pelaje rojo destacaba contra el cuerpo de la criatura como una mancha de sangre.
—Qué es esto —dijo el ser, con una voz como el crujir de las agujas de pino bajo el pie, y Zorra le decía a Rue que corriera, que se olvidara de ella, aunque Rue no sabía si su captor la entendería con el pelaje puesto. De cualquier modo, no echó a correr, sino que se levantó para poder mirar al ser a los ojos. Desde esa perspectiva, había algo familiar en sus rasgos, por muy ocultos que estuvieran, y la criatura también reconoció a Rue, porque le sostuvo la mirada durante varias respiraciones. Al fin, ella vio que era el capitán Anstey, un guardabosques que a veces se quedaba en su pueblo y a cuya amante Zorra había guiado hacía muchos meses para buscar vuelarraíz. Poco después, a él lo enviaron a patrullar Greenwood; se rumoreaba que aquella era una señal de que habían descubierto a la amante, de que era un castigo de la corona.
—¿Qué es esto? —repitió—. ¿Ladronzuelas, como en las canciones?
Y se burló de ellas con una canción. Aunque su voz humana había sido desagradable, en esa nueva forma cobraba el timbre inquietante del viento entre las ramas:
Y poco a poco se despertó
Y al zorro pidió que la escondiese.
Pues del veneno había bebido
Y muerto había dejado a su hijo.
¡Oh! Tralalá, chichayá, la mujer sabe matar.
Chichayá, tralalá, la chica saber matar.
Rue retrocedió un paso por miedo. Se preguntó cuánto tiempo llevarían fuera, cómo era que su viaje se había convertido tan rápido en una canción, cómo Anstey la habría oído desde tan lejos. Pero recordó las palabras de Zorra de la noche anterior y lo entendió. No todas las historias son ciertas y algunas son ciertas una y otra vez. Aquella no era una canción nueva, sino vieja, más vieja que cualquiera de ellos tres. Quizá la letra había cambiado para encajar con la época, pero, si cortara la canción para contar sus anillos, se pasaría años contando.
—¿Sabes cómo acaba esa historia? —preguntó el capitán Anstey—. Cuelgan a la chica por su crimen y despellejan al zorro.
—Por favor —dijo Rue—. No vamos a hacerle daño a nadie.
—Violáis la ley del rey, eso ya es daño suficiente.
—Pero seguro que la ley del rey ha hecho su propio daño… —tartamudeó, enrojeciendo por la osadía de sus propias palabras. Con la cabeza, Zorra le decía que no con fuerza, pero Rue no vio otra opción—. Te envió aquí fuera y le dio igual si vivías o morías. Y mírate ahora. Nunca regresarás al pueblo así. Capitán Anstey, ¡mira lo que te ha hecho!
Hubo un destello de dolor en su semblante. Ocupó el mismo espacio escaso de tiempo que una uña, pero, en ese espacio, Rue pudo imaginarse el viaje del hombre a ese lugar, la soledad de los meses que había pasado allí. ¿Había ido también a Birdbinde y atravesado las costillas de la ballena como Rue? La mujer lo miró a los ojos y casi lo conoció. Pero entonces el ansia asesina, las ganas de despellejar, regresaron a su semblante. A Zorra, a quien conocería por su amante, era fácil despellejarla. Con un grito de rabia, la agarró por el pelaje de la cabeza y le sacó la capa con un único movimiento, hasta que la sujetó en su forma de chica contra el pecho. Con la otra mano tiró el pelaje al bosque, de tal manera que Rue no vio el lugar donde aterrizó. Satisfecho, el hombre aflojó la mano un poco.
Pero fue una estupidez por su parte, lo de creer que es menos probable que una chica le desgarre el pescuezo que un zorro. Las largas piernas de Zorra se propulsaron en el suelo y echó la cabeza hacia atrás, llevándose un bocado de piel y barba. El hombre retrocedió y Rue, que seguía mareada por la vuelarraíz, se abalanzó contra su pecho y lo tiró al suelo, donde su cabeza chocó con fuerza contra el pie retorcido de un viejo árbol. Las dos amigas huyeron juntas por donde habían venido y luego zigzaguearon en direcciones impredecibles. Dejaron al capitán Anstey con su sangre para las criaturas y las flores del bosque. Corrieron y corrieron, hasta que Zorra dijo que no sabía si podría encontrar el camino sin su pelaje. De la mochila, Rue sacó el pellejo del conejo de Greenwood y se lo pasó, pero, al probárselo, Zorra se echó a llorar. No era su propia piel, no se ajustaba bien, la encogía en un espacio demasiado pequeño. Sin poder soportarla más, la tiró.
Desesperada y mirando en todas direcciones por si aparecía el capitán Anstey u otro vigilante del bosque, Rue se puso la piel por la cabeza. Nunca había sido otro animal aparte del humano, pero si existía un lugar donde el cambio era posible, era ese. Zorra la había guiado todo el camino… ¿no era ahora su turno? Abrió los ojos y se encontró con la mente nítida y temblorosa de un conejo, se descubrió los sentidos más agudizados, la nariz dispuesta y los ojos más dispuestos aún. A pesar de ser pequeña, la piel no la apretaba y, de alguna manera, abarcaba todo su ser. Rue olió los depredadores de su alrededor, cerca y lejos, por doquier, a lo largo de kilómetros y kilómetros, y supo que regresaría a ese lugar, porque con ese cuerpo podría encontrar de nuevo el pelaje de Zorra.
Antes de eso, sin embargo, guiaría a Zorra y a sí misma de vuelta a casa. Estiró los suaves pies fuertes de sus seis patas y emprendió el camino.
Katy Bond es poeta y escritora de ficción originaria de Missouri. Su trabajo le debe mucho al folclore, a su novia, y les empleades de la tetería a les que no les importa todo el tiempo que pasa allí escribiendo.
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