Polvo otoñal
por Cecilia Eudave
Para Karla Sandomingo
Después
de pagar el taxi, que me dejó en la puerta del hotel, el chofer me lanzó una
mirada inquieta. No comprendí el gesto inmediatamente. Supuse que se debió a mi
silencio durante el trayecto o a que le di las instrucciones detalladas de cómo
llegar en un papelito amarillento y quemado, a punto de desbaratarse; o tal vez
percibió mi mano ennegrecida, reseca, que dejó pedacitos de piel en el billete
que recibió asombrado. Posiblemente fue mi rostro extremadamente maquillado,
semejante al de una máscara japonesa o a la cara de una Geisha que reprime toda
expresión.
—¿Le ayudo a bajar su equipaje?
Asentí con la cabeza y él rápidamente sacó de la cajuela mi maleta pequeña. Al verla tan minúscula, tan insignificante, tan apenas con lo necesario, me di pena. Contrastaba con mi bolso de mano inmenso, y ni siquiera sabía qué había echado dentro, ni por qué pesaba tanto. Ya no puedo llevar peso, mi cuerpo se está derrumbando. Aún así insisto en quebrantarme los huesos como si con ello acelerara el proceso que me derruye.
Quise darle una propina; no la aceptó.
Quizás observó las uñas amoratadas, no por el frío de esa tarde otoñal, sino
porque estaban a punto de desvanecerse en cuanto llegaran a la opacidad
necesaria para extinguirse, y sintió un poco de repulsión. No sé si ésta sea la
palabra adecuada para nombrar lo que provoca mirarme. Creo que en realidad tuvo
miedo, el pobre joven, de contagiarse de algo. Y yo no pude explicarle, ni
sonreír siquiera —hacía tiempo que si estiraba de más los labios se agrietaban
las mejillas— para que esa sensación lúgubre de estar casi depositando un
cadáver en ese decadente hotel no se fijara en su cabeza.
—Si quiere puedo llevarle las cosas
hasta la recepción.
El chico lucía asustado pero al mismo
tiempo un dejo de piedad o humanidad se desgajaba de sus ojos. Tenía los
dientes apretados a pesar de disimularlo con una sonrisa amigable. No sé porqué
los ancianos damos pena, tristeza. Moví la cabeza negativamente, sintió cierto
alivio, subió rápido al auto. Antes de partir agitó su mano como si se
despidiera de un pariente o de un recuerdo.
Nunca fui un ser empático. «Naciste muy
callada», dijo mi madre. «Eras una niña solitaria», me comentaron mis hermanos.
No sonreía mucho y eso alejó a los muchachos. No fui atrevida, afirmaron mis
amistades; unas cuantas que con el tiempo están ahí más por lástima que por
afecto. Y por si aquello no bastara, todo lo que toco se reseca, se desbarata
en polvo. Esta condición la heredé de mi abuelo paterno. Él la tuvo, y
sobrellevarla lo hizo un tipo difícil, hosco, porque debía contener la desdicha
de convertir lo que tocaba en miseria quebradiza. Lo casaron con la abuela, que
era toda ilusión y anhelo. Él pensó que sería una buena medicina, aunque no le
gustara ni le provocara deseo alguno. Nunca la acarició con ganas ni a ella ni
a nadie. Cumplía sus deberes maritales quién sabe cómo, quizá abandonando su
cuerpo a las manos de una esposa aferrada en devolverle algo que de antemano
sabía perdido. A mi madre la miraba con cierto cariño, sorprendido de no haber
secado ese diminuto pedazo de carne. Intentaba, afanosamente, abrazarla con
afecto, siempre con el cuidado de no hacerlo con tal fuerza que llegara a
romperla, buscando en ella una razón que no lo llevara a agotarlo todo, a
desbaratarlo todo, con el único fin de sentir algo. La paternidad le hizo bien
por unos años, muy pocos, los suficientes para comprender que necesitaba
alejarse de ella o la contagiaría de ese mal, casi condena, que viene a veces
como legado familiar; esa clase de emociones endémicas que se confieren como
herencia.
Por ello el señor Fiore, a los treinta
años, dejó una viuda y una hija a manos de su fortuna para ahogarse
misteriosamente en un mar calmo. No sin antes haber secado la casa familiar,
los jardines, varias empresas y el futuro de su familia en una apatía
estremecedora. La abuela salió adelante como pudo, se le marchitó el cuerpo
yendo de un lado a otro añorando consuelo. Por lo menos yo no fui madre.
Suspiré. Pero no por eso ni por el destino de mi abuelo, sino por someter y
haber sometido a tanta gente a mi tristeza, a esa cosa que me nacía por dentro,
me mataba los deseos, la alegría, la intrepidez que se necesita para vivir.
Arrastré la maletita y acomodé el bolso.
Antes de entrar a registrarme me senté en una banca próxima. Busqué la reserva
que me hizo un sobrino. Le resultó extraño que quisiera irme a un lugar en
medio de la nada, entre fronteras, en otoño, cuando hace un viento que asusta a
los huesos y los hace crepitar constantemente. Le pareció absurdo que no
eligiera un sitio paradisíaco, lleno de gente como yo, que con la pensión
miserable, pero pensión al fin, de pronto pueden pagarse las vacaciones de su
vida. Pero más le sorprendió que sacara todos mis ahorros, hiciera un viaje tan
cansado, tan complicado y sin sentido, para instalarme indefinidamente en ese
hotel caduco y deslucido. Vimos juntos las fotos del recinto, «por lo menos es
limpio, tía Francesca». No requería de nada más. De las disponibles elegí la habitación
más austera. Pedí incluso que retiraran un par de cosas que me parecían
innecesarias: el tocador con un espejo y una cajonera oscura. Nunca me veo en
los espejos, me deprimo. No tengo muchas cosas que guardar, ni siquiera
recuerdos; el paso de mis días fueron absolutamente prescindibles; estar o no
estar no hizo diferencia alguna en ningún momento de la existencia de alguien.
También solicité que las ventanas no tuvieran cortinas.
Miré el jardín con algo de curiosidad.
Me gustan los jardines en otoño, aunque los prefiero invernales porque así,
cuando paseo y toco algún rosal, al que le quedan solo sus espinas, y lo seco,
nadie lo nota. Sin embargo, la estación otoñal es mi favorita, pues nos anuncia
que todo acaba convirtiéndose en hojarasca, en polvo, en ligero aliento de
vida. Me sorprendí haciendo una leve mueca parecida a un esbozo de sonrisa.
Quién iba a decirme que tendría que alejarme tanto de casa para comenzar a
sentir una sensación parecida, supongo, a la tranquilidad; siempre he vivido entre
zozobras, en
la inquietud. Quién iba a pensar que vendría hasta aquí a hacer un recuento de
mi existencia discreta, absorbida por una melancolía que no pedí y que agotaba
a los que se me acercaban. «Mirarte es como mirar a tu abuelo y sentir sus
manos de granizo en la piel», comentó la abuela mientras percibía mi poco
entusiasmo por las vacaciones, por la diversión, por el afecto.
Mi madre, en cambio, se aferró a
contrarrestar mi condición con un entusiasmo irrelevante y ridículo. Pensó,
ilusamente, que si ella era feliz por las dos, me curaría. Se negó a ver cómo a
mi paso todo se ennegrecía y desmoronaba como tierra seca de baldío. Yo no era
ni buena ni mala, era así y ella me quiso de esa manera por las dos. Su amor
casi fue suficiente, por ello superé las expectativas de vida de la gente que
nace triste y se va ensombreciendo más con el paso del tiempo,. Aunque, en el
fondo de su corazón quizá pensaba, como todos, que viviría poco, que algún día
iba a tomar un objeto punzante y, por pura curiosidad, abriría alguna de mis
venas para descubrir si tenía sangre dentro; para saber si era roja,
efervescente, vibrante y al hacerlo, sentiría alguna emoción, por más siniestra
que fuera.
No fui curiosa. Ni sosa, ni iracunda, ni
complicada... ni lloraba siquiera. No llevaba agua dentro, ni risas, solo un
poco de voz. Con ella me arreglé el mundo, con ella me interné en un trabajo
matemático y rutinario que logró sacarme de la casa familiar y permitió
arrumbar mi sequía en un minúsculo piso de no más de cincuenta metros, con lo
necesario para resistir. Y resistir es la palabra, aunque mi hermana me gritara
egoísta o mi madre, ingrata. Resistí por ellos de algún modo, y porque sé que
todos tenemos una fecha de caducidad por dentro. Violentarla no sirve de nada;
si es tu hora, no regresas nunca más. En fin, he vivido lo suficiente a fuerza
de voluntad, ―a pesar de que esta maldición familiar,
con el paso de las generaciones, te debilita―,
para darme cuenta de que al caer la edad una puede cubrir mejor sus rastros, una
puede pasar desapercibida y ser menos señalada. Al mundo le molesta la gente
que está sin estar, los que no bailan ni sonríen, los que van de lado o se
esconden entre el sueño y la vigilia, los que huyen todo el tiempo porque
tienen el don de volver un funeral cualquier instante, cualquier vida.
Toqué la banca de madera oscura donde
estaba sentada y comenzó a crujir: el frío de mi mano le confirió la dureza de
lo que se va a reventar. Por dentro sentí todo el hielo y al mismo tiempo el
fuego que me ponía febril por las noches, que pasó de ser una sensación
esporádica a constante en los últimos meses. Ahora ya no podía disimular el
desasosiego y los objetos explotaban en polvo como si ahí les depositara mi
ira, como si tantos años conteniéndome, tratando de disimular, de ser
condescendiente con esta condición infame, perversa, con este don inservible de
convertir todo en polvo, en tristeza, me regalara, por fin, una emoción
distinta al desencanto. «Así que esto es sentir algo luminoso», me dije.
Con ese ligero entusiasmo, inusitado y
curioso, intenté levantarme de la banca.
Por primera vez sentía algo distinto a la desazón. No pude hacerlo. Las piernas
comenzaron a incendiarse en una combustión azul y blanquecina que me pareció
hermosa. Se me aceleró el corazón. Logré dejar de lado el enorme bolso e
impulsarme con los brazos, que comenzaban a calentarse, para caer sobre la
tierra e intentar rodar. No pude pedir ayuda, tengo la lengua seca desde hace
años, la voz también. Cuando caí, me rompí en dos sin llegar a despegarme
completamente, facilitando al sol de ese mediodía otoñal cumplir su trabajo de
convertirme en una pequeña fogata. No dejé de contemplarme, ni cuando los ojos,
como el resto de mí, intentó elevarse por los aires como si fuera una ligera ceniza
intentando liberarse. Fue cuando escuché al hombre de la recepción, que venía
acompañado de un jovencito.
—Señorita Fiore, la estábamos esperando.
Todo está dispuesto según sus indicaciones. Su habitación es la número quince,
segunda planta, vista parcial al jardín. La ventana no tiene cortinas.
Retiramos el tocador con espejo, también la cajonera. Esperamos que todo lo
encuentre a su gusto.
Dicho esto, el chico tomó mis ridículas
pertenencias, mientras el otro, con sumo cuidado, se arrodilló para incorporarme,
pues ayudado de un escobilla recogió mis cenizas y las puso dentro de un frasco
discreto de color azul como el mar.
Cecilia Eudave (Guadalajara, México) es escritora, profesora e investigadora, y ha estado ligada a la Universidad de su ciudad natal donde dirigió la Maestría en Estudios de Literatura Mexicana. Como narradora, ha publicado numerosos libros, fundamentalmente de cuentos y microrrelatos para adultos, aunque también lo ha hecho en el ámbito de la literatura infantil y juvenil.
Entre su obra creativa se destaca: Registro de imposibles (cuentos, 2000, 2006, 2014), Bestiaria vida (novela, 2008, 2018), con la cual ganó el premio de novela Juan García Ponce, Técnicamente humanos y otras historias extraviadas (cuentos, 2010), Para viajeros improbables (microrrelatos, 2011), En primera persona (cuentos, 2014), Aislados (novela, 2015) y Microcolapsos (microrrelato, 2017, 2019). Escribe también cuento infantil: Papá Oso (2010) y recientemente Bobot (2018).
Recientemente en España la editorial Páginas de Espuma publicó Al final del miedo.
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