La cocinera
por C.L. Clark
La primera vez que la veo, apenas es un vistazo. Estoy de pie en el
salón común de la posada y les otres guerreres se sientan a horcajadas en las
sillas y piden cerveza a gritos. Mientras unos buscan a una moza o mozo
tabernero, unas mejillas que pellizcar, una vida a la que aferrarse, mi
estómago ruge con el gruñido de un monstruo. Debería estar muerta: así de feroz
es el rugido. Huelo el cordero asado, el estornudo inconfundible de los granos
de pimienta recién molidos y el ajo, pero está todo oculto tras la puerta de la
cocina.
Una mujer maldice y se ríe y maldice de nuevo desde esa cocina, y un mozo sale haciendo equilibrios con varios platos trincheros llenos de pan sobre los brazos. Detrás de él, la veo limpiarse las manos sobre las curvas medidas de sus caderas. La parte posterior de su cabeza está cubierta de pelo corto y negro. Toma un cuchillo de plata antes de que la puerta se cierre de golpe tras el mozo y el pan llega a mi mesa y no queda espacio en mi cabeza para nada más. Pero cuando me he llenado hasta reventar, escucho su risa de nuevo y no estoy segura de si me lo he imaginado o no.
Después de que mis compañeres y yo hayamos festejado hasta olvidar
nuestros miedos por la campaña militar de mañana y algunos de ellos hayan
perdido el conocimiento sobre las mesas, me levanto para encontrar mi propia
cama.
Ella está en la puerta de su cocina, inclinada, con los brazos cruzados
bajo su pecho. Sus antebrazos son gruesos y nudosos como la masa trenzada. Su
blusa está medio desabrochada, dirige mi mirada hacia la V entre sus pechos. El
brillo del sudor, como condensación, me provoca sed. Me está observando...
probablemente nos observa a todes, pero prefiero imaginarme que su sonrisa
traviesa es solo para mí.
—Los dioses la bendigan por la comida —digo, inclinando la cabeza.
—Regresa con vida—responde —. Habrá más.
Su voz es deliciosa.
Regreso con vida.
Me entrega la comida en persona. No hay carne: la guerra ha arruinado el
pasto e inflado los precios. Pero hay mantequilla y romero y zanahorias
calientes que crujen cuando las muerdo, y pequeñas patatas asadas con la piel
tostada pero la carne tan tierna que... tengo que tragarme las lágrimas. Mis
amigues aúllan y vitorean y golpean las mesas con los puños (al fin,
afortunadamente) vacíos.
Me encuentro con ella esa noche en la cocina. Ha limpiado, pero todavía
huele a levadura, ese fermento precursor de todo lo que he echado de menos
durante meses. Un pulgar de pálida
harina atraviesa su frente oscura. Su pelo ha crecido hasta formar unas rastas
cortas desde que me marché. Lanza un trapo sobre su hombro y me coge de la
mano. Tira de mí para acercarme. Me lleva hasta su mesa de trabajo. Estoy deliciosamente
confundida. Cuando me hace doblarme y presiona mis pechos contra la superficie
de la mesa, me siento maravillosamente asustada.
No estoy preparada para los dedos de la amasadora; sus puños, sus
antebrazos, las palmas de sus manos contra los nudos en los músculos de mi
espalda mientras presiona y estira haciendo desaparecer la marcha, las espadas,
la postura agazapada, los escudos y los muertos.
Cuando mis gemidos se transforman en lloriqueos y los lloriqueos se
apagan en suspiros, deja que me levante. Mis músculos se hunden con languidez y
me desplomo contra su mesa. Nos miramos, dos mujeres solas en una cocina sin
ninguna intención de cocinar.
—¿Te han dicho alguna vez que tu piel es del color de la cebolla
caramelizada? —pregunta. Acaricia mi mano cubierta de cicatrices con las puntas
de los dedos callosas y quemadas. Mi mano. Me imagino las cebollas tiernas,
doradas y dulces, casi quemadas.
Con una risa escandalizada, me enamoro.
Y así me quedo con ella, en la posada, durante el mes siguiente. Nunca
paso hambre.
No tengo tanta suerte la siguiente vez que partimos.
Menos de la mitad de mis compañeres regresan conmigo a su posada y yo,
yo ni siquiera puedo girar mi cabeza o asentir por el corte aserrado que baja
desde la base de mi cuello y cruza mi pecho izquierdo. El vendaje manchado es
el repugnante delantal de un carnicero.
—Tengo cuchillos para el pan que podrían hacer más daño —dice. Pero el
temblor en su voz y la forma en que sus ojos sobrevuelan mi forma flaca y rota
me dice que hasta ella duda.
Delega la cocina a una mujer más joven que todavía no ha desarrollado
sus hombros del todo y me lleva hasta su habitación. Me hace tumbarme.
Cuando vuelve a mí, sus manos están lo más limpias que las he visto
nunca. Me desenvuelve como a un paquete que lleva demasiado tiempo esperando,
sin saber si quiere ver lo que hay dentro. El olor nos ataca a ambas, y las
costuras del campo de batalla son un insulto a la precisión.
Me examina como si fuera un trozo de carne y me trata como tal:
Primero, me limpia con trapos y me seca a palmadas, tarareando por lo
bajo, guardando silencio solo cuando hago una mueca de dolor. Después se marcha
y varios minutos más tarde regresa con un cuenco lleno de hierbas aromáticas
frescas. Lavanda, cuyo aroma oculta algo casi tan maloliente como yo lo estaba.
Consuelda. Cierro mis ojos cuando las aplasta contra mi herida. Me la imagino
en su cocina, picándolas y haciéndolas trizas, machacándolas hasta hacer una
pasta, los antebrazos rígidos, la frente arrugada por la concentración. Tararea
de nuevo.
Abro los ojos y ella sonríe, y después me envuelve de nuevo. Asiente,
satisfecha, pero sus labios están apretados, se crispan.
Cuando nos besamos, saboreamos la sal.
C.L. Clark se graduó del máster en escritura creativa de la Universidad de Indiana y recibió la beca literaria Lambda en 2012.
Ha sido entrenadora personal, profesora de inglés y
editora, y combinaciones de todo esto mientras viaja por el mundo. Cuando no
está escribiendo o trabajando, está aprendiendo idiomas, haciendo P90algo o
leyendo sobre guerras e historia (post) colonial.
Su ficción corta ha aparecido en Beneath Ceaseless
Skies, FIYAH y Uncanny Magazine, además de en Podcastle, dónde
en la actualidad trabaja como editora. Su primera novela, The Unbroken,
ha salido publicada este año 2021.
Puedes encontrarla en Twitter en @c_l_clark
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