Ojos de cocodrilo
por Malena Salazar Maciá
El retorno a las raíces comenzó cuando el ojo derecho del
cocodrilo se abrió sobre mi seno. En ese instante, no fue más que el falso beso
de la punta afilada de una caña de bambú. Un escozor paliado por el frío de las
aguas de un río que existió, en algún momento, en la extinta Tierra. Mis
dientes rumiaron el sabor amargo de una hierba sin nombre para el dolor. La
sangre, en cambio, no fluyó nunca.
Así estaban programados los nanobots de memoria. No nos permitían olvidar las tradiciones que nuestros antepasados, miles de años antes, llevaron con orgullo. Los rituales de la humanidad que perseveraron sin importar el hambre de la tecnología.
Descubrí el ojo cuando me desnudé para bañarme. La protuberancia
todavía estaba inflamada, sentible al tacto. Me observaba con el pezón negro
por pupila, abrazado sobre mi seno derecho. El ojo izquierdo todavía no había
sido escarificado. Era cuestión de tiempo. Años atrás me hubiese alegrado de haber
adquirido, de casualidad, nanobots modeladores. Significaba que la historia de
mi raza iba a convivir conmigo y tenía permitido presumir de ello. Más, si los
nanos tallaran en mi piel un dibujo geométrico que exaltase mis atributos
femeninos. Sin embargo, tenía un ojo del cocodrilo y eso estaba mal. El ritual era
para hombres. Y se había convertido en los últimos años en una anunciación
nefasta.
Porque los nanobots que supuestamente debían velar por la
exigua humanidad, ya no se inclinaban ante sus creadores.
Por eso, cuando vi el ojo del cocodrilo en mi seno
derecho, supe que el Universo me condenó con la punta afilada de una caña de
bambú, y puso hierbas amargas bajo mi lengua para soportar el dolor. Mi esposo,
Chioke, fue un hombre cocodrilo. Sucedió cuando huíamos al refugio. Salvo que,
cuando se completó el ritual de escarificación, falleció desangrado.
Violé las normas. Se me hizo injusto que los demás
volteasen los rostros, se mordieran los labios, con los brazos apretados a cada
lado del cuerpo. Que nadie intentara restringir la sangre que brotaba de las
marcas corporales. Coloqué a Chioke en mi regazo y canté para él hasta que
desapareció todo rastro del calor de la vida.
Al día siguiente, se abrió el ojo izquierdo del
cocodrilo. Tampoco corrió sangre. La inflamación del derecho había remitido. La
coloración era más oscura, muestra de la muerte del tejido. No marcaban mi piel
tan rápido como lo hicieran con Chioke. Los nanos parecían despertar de un
período de hibernación, quizás a causa de las radiaciones del refugio.
Vestí un traje hermético y abandoné la construcción de lo
que por un tiempo llamé hogar. Ya no iba a necesitarlo más. Hice pública mi
sentencia y desaté el pánico.
—¡Tu sentimentalismo nos matará a todos!
—Pudiste despedir a Chioke sin tocarlo.
—No me fío de ese traje, ¡puede tener una fuga!
—¿Quién más ha tenido contacto físico contigo, Mandisa?
—¡Sacrificio! ¡Antes de que sea tarde! ¡Sacrificio! ¡Por
la supervivencia de la mayoría!
—Eso tendrán —declaré, mientras los infrarrojos revelaban
las acumulaciones de nanobots trabajando bajo mi piel. Comenzaban a tallar las
escamas de los hombros—. Abandonaré el refugio antes de que creen un código que
les permita traspasar el traje. Denme un aerodeslizador e iré al Árbol. A fin de
cuentas, ya estoy condenada.
—Si tienes éxito, sobrevivirás. Pero quedarás marcada, no
podrás deshacerte de los nanos. ¿Y si todo comienza de nuevo? ¡Caminarás entre
nosotros con esa maldición dormida! ¡Portadora de muerte! —gritó una mujer con
la boca deformada por el desprecio.
—En la Tierra, el ritual era considerado el honor más
alto que podía recibir un guerrero —alcé las manos, como las madres diosas que
se conservaban en los archivos que salvamos durante la huida—. ¡Será una marca
de triunfo! Y encontraré la forma de extraer los nanos de mi cuerpo. El Árbol hará
el trabajo.
No tuve necesidad de insistir. Me querían lejos del
refugio, donde nadie pudiera tocarme por error. Donde nadie pudiera verme y
recordar la caída de los sobrevivientes. Sentía los pinchazos de los nanos
sobre mis hombros, tan sutiles como puntas de alfiler. Tocaban las fibras nerviosas
apenas una fracción de segundo, lo suficiente para extender un manto de
entumecimiento. Ninguno había roto la dermis. Perfeccionaban la técnica después
de hacerlo mal con mi amado Chioke.
En un hangar ubicado en los límites del refugio dejaron
todo cuanto pedí: desde provisiones, un aerodeslizador, hasta un chip que
contenía la nueva programación para el Árbol. Solo cuando los sensores confirmaron
que no existía ninguna forma biológica cerca de los límites de las cúpulas, me
permitieron abandonar el refugio. No miré atrás, pero escuché las compuertas
cerrarse tras de mí.
Me adentraba en la otra mitad del planeta abandonado a su
suerte, pasto de nanobots médicos descontrolados. Los huesos de seres
biológicos, clonados desde reservas de ADN terrestre, poblaban el yermo en cantidad
y variedad. Resultaba un bosque blanquecino de estructuras rígidas. La tierra
comenzaba a quebrarse, afectada por la toxicidad de la mala manipulación
química de los nano. Las bocanadas de polvo se alzaban bajo los suspensores del
aerodeslizador.
El cataclismo que llevó al planeta a la ruina se desató
porque las alarmas no saltaron hasta que fue tarde. El Árbol estaba corrupto y
no detectaba el peligro de la autonomía de los nano. Errantes en el torrente
sanguíneo, arrancaban pequeñas trazas genéticas, bebían cantidades ínfimas de
los alimentos que se desechaban. Construían, en aras de perpetuarse, copias de
sí mismos. Y en cada copia, una o varias líneas corruptas, aberraciones de su
programación original.
Se rebelaron los que controlaban la gripe. Después, los
generadores de insulina. Luego, los proveedores de psicofármacos. Liberaban,
con efecto inmediato, más medicina de la necesaria, sin atenerse a límites. Lo
que debía ser salvación, se convirtió en muerte. Se inoculó el antivirus tarde.
Los nanos se habían reescrito para volverse inmunes. La única forma de
erradicarlos del cuerpo humano, era someterse a una arriesgada sesión de
electrochoque para freírles los circuitos.
Recuerdo cómo la calma cubrió a los sobrevivientes. Por
poco tiempo. Los nanobots se escondieron en otras formas biológicas.
Analizaron. Reescribieron. Y comenzaron a invadir de nuevo a sus hospederos
originales. Espantados, los humanos cedimos terreno. Perdimos contacto con los
animales. Las interacciones sociales prohibieron el contacto físico. Los nanos
no se propagaban por aire, ni por tierra. Solo cuerpo a cuerpo, fluido a fluido.
En cierto modo, era un respiro que todavía no encontraran la forma de subsistir
fuera de un organismo.
Cuando la estrella sobre la que orbitaba el planeta se
perdió en el horizonte, llegó el frío de la noche. Me golpeó el agotamiento de
tanto tiempo en tensión. Sin embargo, me embriagó la idea de volver a dormir
bajo la libertad del cielo abierto y no en cúpulas estériles. Detuve el
aerodeslizador y bajé a tierra, sobre un nido de huesos que debió pertenecer a
una manada de mamíferos.
Me deshice del traje hermético y quedé desnuda. La brisa me
acarició los muslos, endureció los pezones, pupilas de cocodrilo. Los nanos
dormidos sobre los restos óseos despertaron. Serpentearon por miles, millones,
entre los dedos de los pies, se introdujeron con una sensación de calambre que
duró lo mismo que una picadura de mosquito.
El escalofrío me estremeció, súbito. Estaba viva. Mi
interior vibraba. Respiré profundo y estiré los brazos hacia la inmensidad que
nos estaba vetada, porque salir del planeta significaba expandir la enfermedad
al resto del Universo. Nosotros, los escarificados, estábamos condenados a
resolver el problema desde el interior.
Los nanos de memoria despertaron. Inyectaron una mezcla
de rituales en mi mente, en mi boca. Murmuré, canté. ¡Omi omo Yemayá! Mi cuerpo se sacudió, torciéndose en gestos
elegantes, pérfidos, altaneros. Observé por encima del hombro, volteé la
cabeza, imité el flujo del agua. De los ríos, de los mares. De la Tierra, esa
que dicen, una vez fue el hogar de mis ancestros, tan perdidos en el tiempo.
Acaricié las olas con las manos. Sentí en la punta de los
dedos la humedad, la espuma. Moví el vientre para regar fertilidad sobre los
huesos, sobre lo que se convirtió en polvo sobre polvo. Lo que una vez fue y
quedó perdido por la ambición desbocada del conocimiento.
¡Odò Ìyá! Cambié el ritmo
de la danza, presa del éxtasis, de la euforia, de ser otros miles antes que yo.
De llenarme la boca con millones de voces que luchaban por perdurar. Quebré
retazos blancos, los dejé enterrados en el sustrato gris. Remé un bote. Alcé
los brazos. Los sacudí como si los tuviese llenos de pulseras de cobre. Casi
puedo escuchar el repiqueteo. ¡Ore Yèyé
o! Soy tapiz de la historia. Bordado sobre mi piel en la forma de las
escamas de cocodrilo, que observa al planeta moribundo con los ojos que
descansan sobre mis pechos.
Desperté al día siguiente porque tiritaba de frío. Estaba
acurrucada sobre un montón de huesos aplastados. Me incorporé y sentí el ardor
en las articulaciones. También, cómo los nano proseguían en su faena de
tallarme la espalda. Faltaba poco para que se completara la escarificación. No
quería saber qué tan cerca estaban de cometer un error. De abrirme las escamas,
de hacerme sangrar, como sucedió con Chioke. Tampoco estaba segura acerca de
los nanos nuevos que, ávidos de un organismo biológico, habían entrado a través
de mis pies.
Me abrigué con el traje hermético solo porque descubrí
que la fiebre comenzaba a enroscarse en mi cabeza. Regresé al aerodeslizador y
continué camino, hacia el Árbol, porque era la única forma de detenerlo todo.
Cuando huimos a los refugios, se crearon comisiones de programadores para que
encontraran la forma de detener la escritura de códigos corruptos. Lo hicieron.
Participé en la creación de la vacuna. La misma que llevo en el chip.
La ciudad se perfiló gris bajo el cielo despejado, erizada,
decadente. Fragmentos de edificaciones suponían obstáculos más serios que los
retazos de alfombra de huesos sobre el yermo. La terraformación, al estar desatendida,
quedaba consumida por el ambiente natural del planeta. Recuperaba, poco a poco,
lo que una vez fue suyo. Esparcía el musgo gris donde quiera que proliferase
una brizna verde.
Abandoné el aerodeslizador cuando el camino resultó clausurado.
Los nano se afanaban en mi espalda, tejedores incansables. Por algunos minutos
me olvidaba de ellos y pensaba en puntas de cañas de bambú. El engaño de los
nanobots de memoria, la farsa que tramaban junto a sus congéneres. El calambre
en la región lumbar era síntoma suficiente para saber qué tan cerca estaban de
culminar la obra. Qué tan cerca estaba mi muerte. Y sentí el miedo alojado en
mi pecho hasta obstruirme la respiración.
Avancé entre los restos de la ciudad a paso rápido. Debía
alcanzar el Árbol, colocar el chip. Salvarlos. Salvarme. Callarles la boca.
Convertirme en una mujer cocodrilo en memoria de mi Chioke. Demostrar que
nosotras también llevamos con orgullo el peso de las escamas. Cargar la
historia en la piel por los dos, por el futuro de la raza humana, tan dispersa
en el Universo Conocido.
El edificio que albergaba al Árbol sobresalía en medio de
la ciudad. Era el único que no presentaba signos de degradación. Como si
contase con su propio enjambre de nanobots que lo mantuviesen impoluto. Lucía
anacrónico entre el caos circundante.
Las puertas estaban cerradas y pensé que iba a tener que
derribarlas, pero el hormigueo se concentró en la yema de mis dedos que se
apoyaban en la estructura. Los cristales, silenciosos, se apartaron. Cuando
entré al recibidor abandonado, escuché el zumbido de los generadores auxiliares
fotovoltaicos. El Árbol debía estar en hibernación, tal y como estuvieron los
nanos modeladores en mi sangre.
Los elevadores no funcionaban. Cuando subía las
escaleras, sentí cómo la primera escama se rasgaba y la sangre se deslizó dentro
del traje hermético. Le sucedió lo mismo a Chioke. A pesar de los calambres, la
ansiedad, el sudor y la sensación de nauseas que amenazaban con derrumbarme, me
obligué a pisar escalón tras escalón hasta llegar al Árbol.
Estaba plantado en medio de la habitación. El tronco se
erigía como una columna de cristal gris ahumado. Las ramas, cuyo grosor variaba
desde la pata de un elefante hasta un cabello, se incrustaban en el techo, lo
sostenían, se enterraban y proliferaban a través de toda la ciudad, venas de
tecnología dormida.
Mi espalda me robaba el aliento. Sangraba entre el
hormigueo que provocaban puntas de bambú que laceraban sin parar. El amargor de
las hierbas inexistentes no era suficiente para paliar el dolor. El líquido
espeso se acumulaba en los pantalones, dentro de las botas de hule. Chapoteaba
en cada paso. Los nanos se sentirían restringidos. Aplastados. Iban a crear la
línea de código adecuada para escapar de las limitaciones. Serían llevados por
el viento, agarrados a motas de polvo, incrustados en granos de arena. Hasta
las cúpulas. Y anunciarían la muerte a través de los ojos de un cocodrilo.
En el panel de control, con el aliento empañando el
plástico de la máscara, activé los generadores auxiliares y redirigí la
energía. El Árbol comenzó a despertar con zumbidos, luces erráticas que
marcaban el procesamiento cada vez más acelerado. Saqué el chip del contendor
estéril y lo introduje en la ranura de procesamiento antes de que el cuerpo se
rebelara en una convulsión.
Los nanos de memoria, enloquecidos, estimularon mi mente
con un aluvión de imágenes inconexas cuando caía al suelo. Estaba dentro de la
boca de una serpiente mística, junto a un ser que no era ni mujer ni hombre. Cargué
a un niño y lo escondí junto a una ceiba. Blandí un hacha doble, llamé a los
rayos, sané a un padre. Fui una mujer que nació de un huevo de avestruz. Quebré
contra el suelo una vasija y de ella nació un río que me llevó al mar. Junto a
mis miles de aspectos que comenzaban a sumergirme en las tinieblas, un árbol
orgulloso proclamó llegar hasta el cielo, y fue castigado por los dioses a
tener las raíces arriba y las ramas bajo tierra.
Cuando la oscuridad abandonó mi mente, tenía sabor a
hierro en la boca. Temí que me quedara poco. Que el cocodrilo me hubiese
devorado, reventado mi espalda en decenas de laceraciones sangrantes, justo
como a mi Chioke. Sin embargo, estaba viva. Levanté la cabeza, miré al Árbol,
al baobab artificial. Estaba plagado de caminos de neón. Pulsaban al ritmo del
procesamiento de datos.
Los calambres provocados por las puntas de bambú se
habían detenido. Sentía el sedante, la dosis correcta de medicina me recorría
el cuerpo. También, la rigidez sobre la piel, entre los dedos, sobre mis
mejillas.
Me deshice del traje hermético. Los ojos del cocodrilo, convertidos en implantes metálicos, me observaron desde su posición privilegiada en los senos. Examiné los dedos de uñas de hierro. Deslicé las yemas sobre las escarificaciones de los muslos, recubiertas de plata, coraza fabricada desde el interior de mi ser. Con cada movimiento era capaz de sentir las incrustaciones rígidas sobre la espalda. El código transmitido a los nanos los había reprogramado de una forma extraña. Los humanos debían perdurar, ser salvados. No daño. No destruir. No matar. Servir. Proteger. Preservar.
La sangre se había secado dentro de las botas de hule. Me arranqué lo último del traje hermético y abandoné el Árbol no como Mandisa, la esposa de Chioke. La humana que necesitaba a los nanos de memoria para que le recordaran de dónde vino. Sino que salí del edificio como la mujer cocodrilo.
Esa que había regresado a sus raíces.
Malena Salazar Maciá (Cuba, La Habana, 1988). Graduada del Centro de Formación Literaria «Onelio Jorge Cardoso» en el 2008. Ganadora del Premio David 2015 de Ciencia Ficción convocado por la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba. Ganadora del premio Calendario 2017 categoría Ciencia-Ficción, convocado por la Asociación Hermanos Saiz. Ganadora del premio de novela HYDRA 2019, convocado por la revista «Juventud Técnica», (Ed. Abril, 2019). Ganadora del premio Luis Rogelio Nogueras 2019, en la categoría de literatura infantil, convocado por el Instituto Provincial del Libro de La Habana. Ganadora del concurso de cuento de Ciencia Ficción convocado por la revista «Juventud Técnica», (Ed. Abril, 2015). Ganadora del concurso Oscar Hurtado 2018 en la categoría de ciencia ficción, convocado por el Taller Espacio Abierto y Centro de Formación Literaria «Onelio Jorge Cardoso». Ha ganado en diferentes categorías el concurso «Los Juegos Florales» 2013, 2014 y 2015, además de mención en el concurso «La Edad de Oro» 2016, en categoría Ciencia Ficción y Fantasía.
Ha publicado la novela de
ciencia ficción Nade (Ed. Unión, Cuba;
2016, Ed. Guantanamera, España, 2016) y la cuentinovela Las peregrinaciones de los dioses (Ed. Abril, Cuba, 2018). Ha
publicado cuentos en las antologías Quimera
Vespertina (Ed. Camino, Cuba, 2015), Órbita
Juracán (Ed. Voces de Hoy, USA, 2016), Los
Mil y un Zombies, cuentos cubanos sobre monstruos (Ed. Ácana, Cuba, 2016), La poesía de la vida (Alemania, 2016), Republika (Croacia, 2018) y Ecos de la Tundra (Ed. Islas de Papel y
Tinta, España, 2019).
Ha publicado textos en
revistas como Cosmocápsula
(Colombia), Elipse (Colombia), MiNatura (España), Papeles de la Mancuspia (México), Axxón (Argentina), Selene
Quarterly Magazine (USA), 4Star
Stories (USA), Speculative Fiction in
Traslation (USA), The Future Fire
(USA), Mithila Review (USA), Alternia (Japón), Hametuha (Japón), Sci-Fire (Japón), El Caimán Barbudo (Cuba), Cubaliteraria
(Cuba), La Jiribilla (Cuba), La Gaveta (Cuba), Korad (Cuba) y La Isliada
(Cuba).
Varios de sus textos han
sido traducidos al alemán, inglés, croata y al japonés.
Avisos por contenido sensible: body horror.
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