Sé leal, sé valiente,
aguanta.
El resto es oscuridad.
(Stephen King – It)
La aldea no duerme. En el desierto
nadie duerme de veras.
La patrulla irrumpe en el caserío cuando está amaneciendo y la luz es tan frágil como las sombras, el resultado de la contienda entre ambas no parece decidido todavía. Es un instante de confusión para los sentidos y la mente, parecido al de la duermevela. Sin embargo, la arena congelada volverá a arder apenas suba el sol, cuando la luz sea tan plena y blanca que apenas se distingan las siluetas de las casuchas y las de sus moradores. La arena hierve con una facilidad y con una rapidez asombrosa, igual de rápido se vuelve de hielo cuando anochece. Es un ritmo mágico que fascina al Invasor 8, lo único que vale la pena admirar en ese infierno.
La cuadrilla se desplaza como un
cangrejo a lo largo de la única calle, los soldados visten uniformes con
corazas y llevan los rostros cubiertos, tienen guantes para no develar los bioláseres
incrustados en la carne de sus manos. Conocen las coordenadas precisas donde se
refugia el enemigo; el Capitán y sus hombres de confianza van directo hacia la madriguera
cavada bajo una casa enclenque y sucia, una más, indistinguible de las otras
salvo porque está al final de la calle, en el punto más bajo de la quebrada.
Los de menor rango se disponen en forma
de pinza para vigilar el perímetro del caserío. Tienen órdenes de darle láser a
cualquiera que intente abandonar la aldea, sea tullido o débil, tenga la edad
que tenga. El desierto está lleno de espejismos y en los poblados perdidos del
mundo nadie es del todo inocente.
El resto debe ir casa por casa, debe
sacar hasta el último niño de su cuna, debe arrancar a los hombres de su rezo y
hasta a la anciana más decrépita de su lecho de agonía.
A la orden, el Invasor 8 se quita los
guantes, derriba la puerta de la casa asignada y entra con los brazos
extendidos, empuñando los bioláseres de sus manos. El fulgor ilumina de rojo el
único ambiente, separado en sectores por jirones de cortinas. Hay una cama de
resortes con un colchón delgado como una suela, una letrina en un costado, un
calentador en la esquina opuesta, junto a una enorme vasija y una bolsa de
garbanzos. El ambiente huele a cabra húmeda y a ajo. Sentada en la punta del
colchón, de espaldas a la única ventana, una mujer semidesnuda tiene un bebé
prendido a un seno. La incipiente luz del amanecer recorta su figura en la
penumbra.
Invasor 8 hace señas con los brazos en
dirección a la puerta y el rojo impaciente de los bioláseres refulge en la
habitación salpicándola como con sangre, pero la mujer no se mueve y el bebé
sigue mamando. Invasor 8 grita: “¡Arriba!, ¡arriba, carajo!” La mujer contempla
al bebé, le acaricia la cabecita.
Invasor 8 avanza hacia ella, apenas
puede distinguir las facciones de la mujer bajo el velo que le cubre el
cabello. Cuando está frente a ella, disminuye la potencia de los bioláseres
para causarle sólo un cosquilleo amenazante cuando la tome del brazo y la
arrastre a la calle, también para poder verla nítidamente. La mujer alza el
rostro y lo mira.
¿Pero cómo es posible?
Invasor 8 reconoce los ojos verdes de
la mujer, su forma.
No, no puede ser.
Cuántas veces le dijo que tenía ojos de
duende cuando la abrazaba por las mañanas luego de verla dormir adherida a su
costado. Ojos de duende, así la llama. Adora sus labios finitos (ella los odia)
y los lunares en su cuello, que besa y lame cuanto puede, ama su forma de
fruncir el entrecejo, que es una seña que ella heredó de su madre.
“No puede ser”, dice Invasor 8. “No”,
repite, “no puede ser”. La mujer se quita el velo. “No puede ser”. Es el mismo
cabello ondulado, de color ceniza, que ella tiñe escrupulosamente porque odia
las canas dispersas. Ella desprende al bebé de su teta y se lo muestra, acunándolo
en sus brazos. Es una niña. Tiene la nariz respingada de ella y los ojos de Invasor
8, ojos cansados, ojos tristes, grises. La mujer le tiende a la niña. “Pero yo
no tengo hijos, no tenemos hijos”, murmura él. ¿Cómo es posible? Pero es Ojos
de Duende, es ella con sus lunares en el cuello, con sus pestañas que apenas se
ven a contraluz, con las cejas doradas y la piel blanca. Es la que se duerme
tomándolo de la mano, la que no puede empezar su día sin tostadas con miel, la
que enciende sahumerios por toda la casa. Pero no tienen hijos, él no tiene hijos.
Pero es Ojos de Duende. Pero es ella.
Invasor 8 retrocede, se tambalea, trata
de recobrar el aliento. Los bioláseres en las palmas de sus manos se encienden
y se apagan, descompaginados como su pulso. Pero es ella. Se siente mareado. Es
ella, es Ojos de Duende. ¿Una hija? ¿La que buscaban cuando lo enviaron a la misión?
Es Ojos de duende, ahí, en una habitación con letrina, en el desierto, en tierra
del enemigo.
Invasor 8 sale a la calle polvorienta,
cae de rodillas, intenta arrancarse el uniforme que le acoraza el pecho. ¿Cómo
la trajeron, la secuestraron? ¿El enemigo la raptó? ¿Cómo? ¿Cuánto tiempo pasó
desde que lo enviaron a misión? No pudo haber llevado bien la cuenta, entonces.
Entonces no fueron tres meses desde que salió de casa porque la bebé, ¿cómo es
posible? ¿Entonces, cuántos meses? ¿Más de un año en misión? No, imposible. ¿Y
cómo la trajeron hasta aquí? ¿Cómo sabían que la misión lo dejaría en esta
aldea?
En la quebrada no hay un solo morador, no
puede ser.
La calle está llena de soldados.
Algunos, rígidos y pálidos pero con los bioláseres incandescentes, listos para
disparar, espían el interior de las casuchas, aterrados por lo que ven dentro. “Estás
muerta, mamá”, dice uno, temblando al ver la silueta huesuda tejiendo y
meciéndose en la silla que conoce de memoria: “Mamita, estás muerta, si te
enterramos, hace cuánto te enterramos pero no estás muerta, mami, mamita, estás
acá, hace cuánto”. Otros soldados deambulan hablándose a sí mismos,
preguntándose a sí mismos, preguntándoles a otros sin recibir respuesta. Son
una pequeña jauría de balbuceantes que vagan, moquean, se chocan entre sí. Muchos
lloran, han apagado sus bioláseres. Otro, asomado a una ventana, contempla a un
niño tendido boca arriba sobre el piso de tierra, el niño tiene los ojos
abiertos, el cuerpo desnudo, color de la cera y lleno de pústulas, y el tipo solloza
y gime: “¡Te dejé sano, sano, te dejé bien! ¡Jugando! ¡Jugabas! ¿Cómo pasó
esto? ¿Por qué no me avisaron?” Algunos, de rodillas, oran. Unos cuantos están
sentados, esfinges mirando hacia la nada. Un soldado joven está en medio de la
calle, tendido en posición fetal.
No hay un solo aldeano en la quebrada,
ni uno.
Se escucha una salva de bioláseres y
pronto el aire se llena de ozono. A ninguno de los soldados deambuladores
parece importarle, continúan balbuceando, lloriqueando, preguntando, riendo a
carcajadas. Una segunda salva de bioláseres, más intensa y caótica, llega de lo
bajo de la quebrada, donde termina la calle y donde, así indicaban los informes,
se escondía el enemigo. Invasor 8 duda. Una tercera salva, desordenada, loca.
¿Debería ir en socorro del Capitán y los compañeros? A su alrededor, algunos
han detenido su andar y parecen considerar la misma opción. Desde la guarida
del enemigo llegan voces desesperadas: “¡La puta madre!” “¿Qué mierda…?”, y el grito del Capitán: “¡No!” “¡No!” “¡Hijos de puta!”. El
suelo vibra con las corridas, el ozono se vuelve insoportable.
Invasor 8 se pone de pie, tiene que
sostenerse de una pared porque se siente una marioneta de trapo. Ve que la
vanguardia y el Capitán salen de la madriguera del enemigo atropelladamente, a
los tumbos. Algunos tienen hoyos de bioláser en el cuello o en los brazos y
otros, con los pies volados por disparos, tratan de subir la quebrada a
rastras. Escapan como pueden, se disparan unos a otros, se insultan a los
gritos. El Capitán cae de costado sobre la tierra, le falta el brazo derecho y tiene
perforaciones en la pechera, sigue disparando con el brazo sano mientras va
sumergiéndose en un charco de linfa. El Capitán grita para darse fuerzas, lanza
un rayo continuo de láser que corta la cabeza de su mejor hombre, la cabeza
rueda calle abajo y el Capitán celebra y ríe. Entonces recibe un láser del
sargento primero, que le vuela la mitad de la cara, y su lengua cae como un
pescado muerto en la arena. El Capitán se estira, gimiendo, trata de recuperar
su lengua pero el sargento primero se acerca y lo remata.
Algunos de los que deambulaban toman un
bando y disparan a lo loco a sus propios superiores y a los compañeros. Otros
permanecen quietos, siguen musitando preguntas o rezos, miran a la nada a
través del polvo con olor a tripas. El que yacía en posición fetal se acaba de
pegar un destello de láser en la boca y los que pasan a su lado chapotean sobre
sus sesos. Pero muchos entran desesperadamente a las casas, entran gritando,
llamando a viva voz a sus familiares, a sus amigos, a sus amores, a todos esos
que creyeron a salvo o ya muertos, a esos que dejaron a millas y millas de esta
quebrada del infierno. Invasor 8 los imita, tiene que rescatar a Ojos de Duende,
tiene que ser el héroe que salve a la hijita.
El interior de la casucha arde, las
paredes y el piso de barro hierven aunque el sol recién aparece sobre
horizonte, el ambiente es tan denso que Invasor 8 considera activar el
suplemento de oxígeno de su traje pero, no, mejor no. Lo va a necesitar para
Ojos de Duende o para la bebé. Por la ventana ingresa vapor y partículas de ozono
sanguinolento e hidrógeno que irritan las mucosas y la piel que el uniforme
deja al descubierto. El aire provoca, además de asfixia, una sensación de mareo.
Invasor 8 intenta llegar hasta el camastro que apenas distingue en el oleaje
rojo del ambiente pero no logra avanzar, sus borcegos se hunden en el piso de barro
abrasador que lo retiene, lo succiona. Intenta liberarse. Quiere gritar, necesita
llamar a Ojos de Duende, debe pedirle que permanezca en el borde de la cama o
que venga hacia él, no sabe qué es mejor, no sabe si ella está ahí, si escapó,
si está debajo de la cama, si se sacrificó en un acto de miedo. No escucha el
llanto de la niña, tampoco a Ojos de Duende cantándole, arrullándola para que
se calme, ¿dónde están?, ¿dónde estuvieron? Escucha corridas, disparos y gritos
que vienen de la calle. Ya no son gritos de contienda y tampoco son plegarias.
Invasor 8 estaba atascado en el piso pero ahora cuelga del techo, o sigue en el
piso, no sabe. ¿Cómo es posible? No consigue darle forma a las palabras, el
aire sucio le quema la garganta, le derrite el tabique nasal y sube hasta su
frente y qué dolor, qué dolor en el pecho, en las piernas. Quema, arde. No
puede alcanzar el interruptor del oxígeno del traje. La casa se desgrana, las
paredes caen como un cortinado hecho de miga, el suelo se fragmenta. “¡No!” quiere
gritar, quiere sumarse a los aullidos que llegan desde afuera. Extiende los brazos
y trata de agarrarse pero no hay nada más que lluvia de arena que lo cubre
todo, calor que viene del suelo, de lo profundo, hervor que no baja del firmamento.
El camastro con el colchón asqueroso y delgado, ¿dónde está? La letrina. Su
mujer, su niña, ¿bajo los escombros? ¿Bajo la cama, esperándolo? Invasor 8
siente que se despedaza junto con la casucha, cae pero no termina de caer, no
termina de romperse, su cuerpo no se estrella contra ningún objeto, su piel se
escuece y se levanta, su carne se desprende de los huesos, sus músculos cuelgan
de las articulaciones, ondean como cintas. Invasor 8 cae pero no muere, las
paredes se desploman y la arena rocía su cuerpo. Y no hay un único sol, recién
comprende, por eso quema tanto, por eso arde todo, no es el sol del desierto,
¿cómo podría serlo? Tal vez no hubo nunca un poblado, allí, no hubo habitantes
en esa quebrada, no hubo otra cosa que polvo. Y lo que está saliendo, por fin,
de la madriguera. Eso que llamaban enemigo, eso que venían a matar, que estaba
en un sótano, en coordenadas precisas al final de la calle. Una misión
quirúrgica pero cuidado con los espejismos. Nadie, en ese desierto, es del todo
inocente.
No hay sol, hay tantos. Quema, arde. No
hay pobladores. Del fondo de la tierra fragmentada se alza un amasijo. No es
una criatura. No hay un sol, no. Hay un infinito apelotonamiento de burbujas
brillantes, una médula titánica y llena de fuerza, caminos vivientes que se
enroscan, se estrangulan, se bifurcan y se cierran. Pupilas que succionan y que
revelan todo, absolutamente todo, desde el principio, desde la nada, desde el
comienzo, desde el final. Cerraduras oscilantes que muestran lo que fue, lo que
sería, lo que no fue y aquello que nunca, nunca será.
Como una hija.
Alejandra Decurgez
Nació en Argentina en 1977 y vive en Buenos
Aires. Es Licenciada en Psicología por la Universidad del Salvador e
Instructora de Hatha Yoga. Se formó como guionista en el Sindicato de la
Industria Cinematográfica Argentina y cursó el seminario sobre géneros
cinematográficos dictado por Robert McKee.
Es autora de la novela Limbo (Ediciones Ayarmanot, 2020), Colores Verdaderos (Niña Pez, 2019), Mis Muertos Amarillos (Peces de Ciudad, 2018) y del poemario infantil Esencial (Poe Kiddie Comicz, 2018). Algunos de sus relatos han sido publicados en Próxima, Axxón, Skeimbol, The Wax, Inquietantes, Revista Minatura y SuperSonic. Forma parte de la antología internacional Alucinadas II (ciencia ficción escrita por mujeres), del Tomo 11 de la colección Pelos de Punta, de la antología internacional WhiteStar en honor a David Bowie y de Breves de Amor, de Editorial Sopa de Letras. También participará de Nosotros, Los Abisales II, de Editorial Thelema y de Cuentos de Cuarentena, una antología latinoamericana de ciencia ficción publicada por Ediciones Fundajau, de Venezuela.
Ha recibido mención honorífica por su
guión The Dive en el Fantasmagorical Film Festival de Kentucky del 2015 y fue
finalista en el Miami International Science Fiction Film Festival del mismo
año. En el 2016, su guión The Mantis fue finalista en los mismos festivales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario