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El aquelarre de las chicas muertas
De L'Erin Ogle
La llave gira en la cerradura y entras dando un paso.
Hasta tu llegada, hemos esperado a la deriva; el silencio haciéndose pesado en
el interior de nuestros huesos. El tiempo pasa lentamente dentro de estas
paredes, mientras vestimos nuestros féretros de plástico. Tu hermana te sigue al
interior de la casa y mira a su alrededor.
—Este
sitio no está bien —dice.
Tiene
razón, pero tú se lo atribuirás a la manera en la que Connie siempre ha
existido parcialmente en el mundo real y parcialmente en un lugar donde todo es
diáfano e insubstancial. Ni siquiera la oyes, pero te habría venido bien
escucharla.
Traes en volandas cajas, tu vida entera dividida en cubos
de cartón, etiquetados con letras mayúsculas, marcados con rotulador negro. «COCINA».
«SALÓN». «ROPA DE INVIERNO».
Hay una caja que dice «PERSONAL».
Todo el mundo tiene una caja de recuerdos que arrastra
por ahí. Lo hemos visto antes. La gente viene y va. Nadie se queda aquí mucho
tiempo.
Retiras la cinta adhesiva. La cinta americana se
desprende —pues
claro que es cinta americana, estamos familiarizadas con ella, todas nosotras— y
hace un sonido similar a un chillido nauseabundo que reverbera en los espacios
que hay entre nosotras. Guardamos el aliento y miramos por encima de tu hombro.
¿Qué clase de hombre eres, eh?
Hay fotografías y cartas de amor, y hasta un par de fotos
de una mujer desnuda que se llama Jane. Su nombre está garabateado en las
cartas, impreso en el certificado de matrimonio y en la sentencia de divorcio.
Deshaces las maletas y colocas tus cosas entre nosotras y
no percibes cómo se mueven las paredes cuando suspiramos. Hemos llorado tantas
lágrimas a lo largo de los años, que el papel de la pared, amarillo y con
flores, ha comenzado a separarse del pladur. Lágrimas de pesar, de ira, de
sangre. Si retiraras las láminas de este amarillo apagado, nuestro olor húmedo
y cobrizo llenaría el aire. Pero no lo haces. De todas formas, le echarías la
culpa a un cableado defectuoso.
No eres una persona de abstracciones. Crees firmemente en
los absolutos.
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El agente inmobiliario de tu hermano encontró este lugar
ridículamente barato. No mencionó a las personas anteriores, las que se
marcharon con profundas sombras bajo los ojos, o el hombre que vivía aquí
cuando nosotras nos mudamos. Aquel hombre avanzó hacia su propio futuro, puede
que tan deprimente como el nuestro. Se yergue gracias a un bastón y arrastra
los pies por los pasillos con olor a orín de la residencia de ancianos. El
ansia de sangre permanece afilada como un cuchillo en su interior, pero sus
manos, su cuerpo, son demasiado blandos y débiles para saciarla.
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Cuando Connie viene de visita, mira fijamente las
paredes, pero no nos movemos. Nuestros asuntos no le conciernen. Nuestros
asuntos te conciernen a ti. Si preguntaras por qué, no sabríamos responderte.
Llevamos aquí mucho tiempo. No hay nada más que podamos hacer.
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Por la noche oyes cosas. Crujidos, tablones que gimen,
una alteración en el aire. Le echas la culpa al asentamiento de la casa, como
si este tipo de casa se asentara. Como si pudieran.
Estamos detrás de los cuadrados de yeso, envueltas en
plástico, aisladas en el calafateo. La noche nos pone nerviosas. La noche nos
recuerda lo oscuro que puede ser este lugar, lo mucho que puede doler.
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Las dieciséis llevamos la bufanda granate con la que nos
estranguló. Después de que todo esto acabe, nos descubrirán y soñarán con la
bufanda, un tono demasiado oscuro para ser sangre, pero violento de todas
formas. ¿De qué iba eso de las bufandas? Preguntarán, y nosotras podríamos
decírselo, pero nadie escucha a las chicas muertas. Ni siquiera importábamos
mucho cuando estábamos vivas.
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Había una bufanda roja en su pasado. Claro que la había.
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Su madre llevaba la bufanda alrededor de su cuello hasta
que se emborrachaba del todo. La restregaba por su cara, emborronándose el
pintalabios. Se sentía sola y triste y no le prestaba nada de atención hasta
que la bebida permitía que la oscuridad cayera sobre su mente. Entonces, lo
hacía meterse gateando en su cama y cubría su cuerpo con la bufanda, pasándola
por sus partes, y se reía de su pequeñez.
Debería sentir remordimientos por aquello, pero no lo
hace. Para ser justas, no lo recuerda todo, pero hay fragmentos de sus errores
incrustados en su alma. Se gira y se retuerce sin descanso en su tumba. Sabe
que hay algo de lo que debe expiarse, pero está demasiado asustada para
buscarlo. Así es la naturaleza de los padres alcohólicos. No pueden enfrentarse
a su propia crueldad. No quieren ver las cicatrices.
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Dieciséis esqueletos, treinta y dos fémures. Una de las
piernas de Once se verá aplastada por el derrumbamiento de un muro de carga.
Sabe que ocurrirá, pero no le importa. No puedo entenderlo. Yo sigo enfadada.
Sigo siendo una persona completa, aunque sea un esqueleto. Me revuelvo en mi
prisión de plástico, mis dientes privados de encías rechinan ante semejante
insulto, transformarme en polvo.
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Cuelgas una foto de Jane en la pared. Todavía la quieres.
Jane es preciosa y su pelo es del color de la luz del sol. Bebemos de su calor,
lo engullimos como si fuera el veneno que tragamos para llegar hasta aquí.
El veneno fue diferente para cada una de nosotras.
Rohypnol, heroína, alcohol, lo que tuviera, lo que hiciera falta. ¿Hubo chicas
que no lo tomaron? No lo sé. Ni los fantasmas pueden viajar a través de todos
los lugares y todas las personas.
A veces empiezo a pesar en ello, si no hubiera tomado
aquella bebida. El arrepentimiento tiene dientes. Puede cortarte en cachitos y
dejarte sin aliento por lo injusto de todo ello. Tal vez tú sepas algo de esto,
pero me cuesta creerlo.
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Me conoces, te susurro al oído, como una caracola. Mis
palabras se convierten en olas que rompen contra el muro. Te despiertas, como
los de tu clase suelen hacer, sobresaltado y asustado. Eso nos gusta, a la
mayoría de nosotras. A mí me gusta. Puedo saborear el miedo que exudas y que sacia
mi furia.
No sé por qué estoy tan enfadada. El tiempo no cura todas
las heridas. Mi ira no se atenuó con los años. Luché con todas mis energías,
pero él era mucho más fuerte. Quiero hacerle daño a alguien, para que entiendan
exactamente lo que me pasó a mí. Quiero ser yo la que haga daño, quiero ser tan
poderosa que nadie me vuelva a hacer daño nunca más.
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Trata de soñar con nosotras, el viejo con el bastón y la
cicatriz sobre su ceja izquierda. La que dice que ocurrió cuando un martillo se
cayó de una estantería en el garaje.
Fui yo. Fue el tacón de mi zapato.
Cuando trata de soñar con nosotras, sentimos los tirones
en el aire alrededor de nuestro hueco en la pared. Permanecemos quietas y
silenciosas y pensamos en la bufanda.
Él se despierta gritando.
Un día retorcerá la sábana hasta formar una horca. Cuando
deja caer su cuerpo en ella, todo se vuelve rojo. Pero hoy no. Todavía no
estamos listas. Tenemos muchas cosas que enseñarle antes.
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No paras de despertarte por la noche. Puedes oír cosas
moviéndose, pero no hay nadie ahí. A veces se escucha un levísimo grito.
Empiezas a dejar la tele encendida para ahogarlo, pero cambiamos los canales.
Unas sombras aparecen en los valles bajo tus ojos. Hemos
sido borradas, pero todavía dejamos huella.
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La anciana en el féretro, a ella también la visitamos.
Ella le hizo a él y él nos hizo a nosotras.
Yo no era una mala chica. No me merecía lo que me pasó.
Lloré mi primer año aquí. Me pregunté a mí misma, una y otra vez, ¿qué hice
mal?
Me tomé algo en una fiesta.
Le pregunté a Dios también, pero nunca me contestó.
Hubo chicas como yo que vivieron aquí después de él.
Chicas con el pelo largo y los dientes rectos que se reían. Que daban portazos
y hablaban de chicos y pegaban fotos a los armarios. Chicas que tenían unos
futuros tan brillantes como la reluciente sonrisa de Jane en la foto que
colgaste.
Justo en frente de mí, todo el tiempo, todas las cosas
que nunca podría ser.
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—¿Por
qué?
Nos lo preguntábamos las unas a las otras mil veces.
Hacíamos suposiciones. Pensábamos en ello. Entramos en él para verlo por
nosotras mismas. Once y Tres y Cinco deben tener corazones que no están tan
marchitados y arrugados como el mío. Todavía podían sentir lástima por él.
Saber lo que le había pasado solo me dio a otra persona a la que odiar. Nunca
en absoluto me hizo lamentarlo por él.
Ella yace inquieta en su féretro y nosotras golpeamos la
tapa. Le susurramos cosas terribles. La acosamos más de lo que te acosamos a
ti. No habrá paz para ella, hasta que haya paz para nosotras.
Puede que ella tenga su propia historia de terror. Pero
no me importa en lo más mínimo.
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Tu exmujer, la luminosa Jane. Tienes una exmujer que
todavía se preocupa por ti y yo soy un esqueleto envuelto en una lona. ¿Qué
tiene eso de justo? Tú eres una persona y yo era una persona y me morí y a
nadie le importó y tú malgastas tu vida lloriqueando y a todo el mundo le
importa.
Jane te dice que Connie está preocupada por ti. Pareces
cansado, dice. Lleva tu preocupación como una bufanda, brillante en contraste
con su piel.
No puedo dormir, le dices. Hay algo aquí conmigo.
Jane pregunta si has pensado un poco más lo de ver a
alguien. Por lo de tu padre. Por lo de que le quieres y le odias. Veo las
señales que te ha dejado. Claro, lo pillo, no te golpeaba, pero te dijo cosas.
Te hizo sentir que no eras nada y abrió heridas que nunca cicatrizaron. Todas
llevamos nuestras cicatrices con nosotras, de este lugar al siguiente.
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Ya no tenemos nombres. Somos las dieciséis. Yo soy Doce.
Tres piensa que eres guapo. Cinco dice que deberíamos dejarte en paz. Pero al
resto de nosotras nos haces apretar los dientes. Te vemos, las películas que
ves en tu portátil, el navegador en modo incógnito. Vemos lo que quieres hacer.
Si pudiera liberar mis dedos, te arrancaría los ojos.
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Aquí el tiempo pasa de manera rara.
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Guardo una lista de todas las cosas que nunca he hecho.
Nunca he besado a otra chica. (Me habría gustado).
Nunca he hecho el amor. (Sí que he follado. Sexo forzado,
horrible, destructor de almas).
Nunca he ido a la Universidad.
Nunca fui al último año de Instituto.
Nunca conduje un coche.
Jamás conocí a mi padre.
Jamás me enamoré.
Jamás fui a un concierto.
Ni siquiera salí del gran estado de los girasoles,
Kansas.
Es una lista bastante larga.
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Las catorce (sin contar a Tres y Cinco) hablamos de lo
que haremos cuando nos liberemos. Yo quiero que rodeemos tu cama para que te
despiertes mirando a un círculo de chicas muertas. Quiero oler la orina que
dejes escapar. Quiero inclinarme y sacarte un grito. Las cosas que quiere mi
corazón muerto hacen que empiece a temblar. Hace que mis huesos castañeen los
unos contra los otros y te incorporas en la cama. Grito mientras sigo siendo
una estatua y entonces… la ira en mi interior se convierte en un fuego
embravecido en mi pecho. Escala la escalera de guadañas que son mis costillas y
salta sobre mi húmero, se desliza por el tobogán de hueso hasta el interior del
primer dedo de mi mano derecha. Mi dedo se sacude. Corta un agujero en el plástico.
Punza el yeso de la pared. El calor palpita atravesándolo. Un patrón pequeño,
estrellado, y chamuscado quema el papel de la pared.
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Connie ve la marca dos días más tarde.
Qué es esto… dice.
Toca con sus dedos el agujero pequeño, diminuto. La humedad
de nuestras lágrimas se pega. Cuando levanta la mano, el papel de la pared se
desprende. Esperamos y suplicamos, ENCUÉNTRANOS.
Ay, DIOS, ¿qué es ese olor? Se cubre la boca con la mano.
Te acercas a mirar. Os subyuga a ambos. El hedor a descomposición
te ataca, chicas muertas pudriéndose en ataúdes de plástico. Te agachas y miras
por el agujero. Mi dedo, hueso poroso de un blanco sucio, te señala.
Ay, Dios, dices. Ay, Dios.
Dios no tiene nada que ver con este lugar.
Vas a por una palanca. Encuentras las uniones en el yeso.
Sacas un cuadrado haciendo palanca.
Sabes lo que soy en cuanto me ves. Mis dientes brillan a
través del plástico.
Creo que es un cuerpo, susurras.
El final se acerca rápidamente. Lo sabía, lo vi, pero
ahora está aquí. Connie le grita al teléfono. Tú estás ahí de pie parado, con
lágrimas en los ojos, como si ahora yo importara. Lo siento, creo que dices,
pero es difícil verte. Te estás volviendo transparente, tus bordes se están
volviendo borrosos. Ahora el tiempo se mueve demasiado rápido, los últimos
granos de arena en el reloj.
---
Puedo sentir que me vuelvo ligera como una pluma. Cuando
empujo mis dedos fantasmagóricos contra el plástico, lo atraviesan. Hay gente
aquí, pero son formas vagas y sus voces se oyen apagadas y distorsionadas. No,
trato de gritar, pero nada sale. ¡No me hagáis esto!
¡No quiero irme! ¡No estoy lista! ¡No tuve oportunidad de
hacer nada! ¡Lo único que hice fue morir! ¿Es que para mí no hay NADA?
L'Erin Ogle
L'Erin es escritora, madre y enfermera de Urgencias y vive en Kansas.
Ha publicado historias recientemente en Pseudopod, Daily Science Fiction, Metaphorosis, Syntax&Salt y Vastarien.
Puedes leer más cosas suyas en su página web.
Avisos por contenido sensible: Violencia de género, violación, asesinato.
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