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lunes, 5 de febrero de 2024

Capítulo #80 - Prometeo con carita feliz, de Daniela L. Guzmán

Prometeo con carita feliz ツ

Por Daniela L. Guzmán


—Soy un tlacuache y tengo la culpa de tu extinción, Armando.

Con su trompa respingada, su cuerpo peludo y sus orejitas redondas de tlacuache, Tsu me dijo dos cosas serias en toda su vida:

—Nos van a borrar, Armando.

Y esa otra: que él tenía la culpa de mi extinción.

—Armando, me siento terrible. ¿Sabes que los tlacuaches robamos el fuego para los humanos?

Tsu se acostó en un nicho de tierra y cruzó sus patitas delanteras sobre el pecho, como si el nicho fuera un diván y yo, su jaguar de cabecera, fuera su psiquiatra.

—Yo tampoco lo sabía, porque obviamente soy un tlacuache colonizado —dijo, con los ojos perdidos en el cielo—. Pero eso es lo que dicen los mitos de esta tierra. Coras, nahuas, tzotziles: la verdad está en todas partes. Fuimos nosotros. Fui yo.

No supe si bromeaba. Como muchas veces, no sabía qué decirle a Tsu ante sus verborreas informativas de tlacuache ilustrado. “Soy un tlacuache ilustrado”, solía decirme. Yo me limitaba a escucharlo a medias porque, con la otra mitad de mi cerebro, siempre le pedía paz: le rogaba al cielo que, si Tsu era la compañía a la que había sido condenado, al menos pudiéramos caminar en silencio por la selva cada vez más desertificada.

—Prometeo recibió castigo ejemplar por hacer lo mismo —divagaba Tsu—. Puede que un poco desproporcionado, pero ya sabes: los griegos y sus castigos. Aunque es muy típico de humanos creer que a los dioses se les pasó la manita con eso de que le devoraran las tripas cada noche. Pero, ¿Armando?

Tsu me volteaba a ver con sus ojos llameantes. Ya sabía que no siempre le hacía caso. Era su forma de llamar mi atención.

—¿Hmm? —Levanté la cabeza para que supiera que lo escuchaba.

—Es que, piénsalo —apeló—. A lo mejor, los dioses sabían. Ellos sabían en qué acababa todo. O sea, es que no era fuego nada más para calentar su sopita y hacer carnes asadas.

»El fuego es la industria. El humo que ahoga al planeta. El fuego es la poquita selva que nos queda, Armando. El fuego son los hijos jaguares que no tendrás—. Los ojos de Tsu suplicaban. Se apretaba el pecho con sus deditos largos—. Yo robé el fuego para que los humanos te mataran de sed.»

—Tsu… —No sabía qué decirle.

—He leído que el humano tiene una tecnología muy avanzada, pero psíquicamente es un puberto. Un adolescente que no sabe manejar, pero tiene un Ferrari. ¿Por qué? —Se cubrió la cara con las manos—. Porque un tlacuache se robó las llaves y le dijo: “Toma, primate altanero, tú conduce”.

»¡Qué gran falta de juicio, Armando! El castigo de Prometeo era justo. Los tlacuaches deberíamos ser castigados también.»

Tsu se dio la vuelta en su hoyo de tierra y yació en posición fetal, de espaldas a mí.

—No arreglaríamos nada, pero yo me sentiría mejor.

—Tsu, el castigo debería ser para los humanos —intervine, pero me ignoró.

—En cambio, ¿sabes? —me dijo—. En los mitos de acá se cuenta que los tlacuaches engañamos al viejo guardián del fuego. Mientras dormía, nos prendimos la cola y bajamos con el fuego para los humanos. Pero la única consecuencia fue que nos quedó la cola pelada. Fuera de eso, nos ponen ofrendas. Se nos concede el marsupio. Los wixaritari prohíben comer nuestra carne porque somos sagrados… Sagrados —resopló—. ¡Somos una especie maldita, Armando!

En los días subsiguientes, Tsu lo dijo sin cansarse: “Armando, eres de los últimos jaguares y es mi culpa”. Fuera de esa reiteración, Tsu caminaba conmigo en silencio por las tierras secas.

Debíamos ser una imagen extraña del fin. Siempre me lo había parecido: un jaguar y un tlacuache —otrora presa y depredador— que caminan juntos por los bordes de una selva que se encoge, en busca de agua y de la cada vez más escasa comida.

No supe darme cuenta cada vez que le pedía al cielo que Tsu se callara y me dejara pensar, porque claro, yo era un jaguar importante, tenía que pensar. Pero ¿pensar en qué? El cielo estaba teñido de humo. Las extensiones verdes cedían al color de la arena. Yo me sabía solo, sin hembras y lejos de la perduración. Un jaguar que no puede dejar un legado tampoco tiene nada en qué pensar.

En cambio, Tsu sabía que él iba a sobrevivir. La fauna pequeña sobrevive: se adapta, repta por la ciudad y aprende a rapiñar de los humanos. Tsu y los suyos lo han hecho siempre.

Él iba a sobrevivir y de todos modos ambuló conmigo por mi mundo muerto. No me di cuenta, pero tanto gris, tanto desierto sobre el que caminábamos sólo era soportable porque me enojaba con Tsu.

—Cállate. Eres irritante —le dije muchas veces.

—Y tú eres un tsundere —me decía él—. Esto es cultura otaku, así que ilústrate. Un tsundere es un personaje que se hace el insensible. “Ay, no me toquen, no me toquen. Yo no tengo sentimientos”. Pero, en el fondo, eres un sentimental. Siempre te lo he dicho, Armando: eres un oficinista melancólico atrapado en la fachada de un Bruce Wayne felino.

Sí, siempre me lo había dicho.

—¿Armando? ¿En serio te haces llamar a ti mismo Armando? —se burló de mí la primera vez que le dije mi nombre—. Mira, Armando. Lo de los nombres de por sí es una ñoñada. Muy típico de humanos eso de necesitar un nombre. Pero, ¿encima “Armando”? Es un nombre ñoñísimo, como de oficinista derrotado.

En ese entonces, Tsu agitaba sus dedos largos delante de mí, con desenfado. No creí que su energía tuviera límites.

—Si fueras humano, tú serías un señorón. Un macho alfa. Un Bruce Wayne de aire felino. Las humanas contigo… pufff. —Sonreía con picardía y ardor, como si su lengua se quemara—. Pero en el fondo eres eso: un oficinista melancólico.

Extrañaba a Tsu diciendo cosas así. Como no tenía nada en qué pensar, repasaba nuestras conversaciones desde el día uno, cuando estuve a punto de cazarlo y él se hizo el muerto sobre la hierba.

—Hacerse el muerto es el truco más viejo de un tlacuache —le espeté al verlo inmóvil, de espaldas sobre su pelaje gris—. ¿En serio crees que me la creo?

—Bueno, ¿y qué tal mi nuevo truco? —Tsu alzó su dedo índice como si alzara una antorcha, aunque el resto de su cuerpo aún aparentaba la muerte—. Mira, esta es una oportunidad única en tu vida, jaguar. Puedes comerme hoy y tener carne sólo para hoy… O puedo convertirme en…, por así decirlo, en tu vasallo.

Se puso en pie de un golpe. Su cola se agitó.

—Soy un ladrón experto y me desenvuelvo muy bien en la ciudad. En los supermercados. ¿Qué te parece si me perdonas la vida y yo te traigo bisteces frescos del súper con regularidad? Piénsalo, eh. —Tsu seguía blandiendo su dedo índice, como el animal sabio que en realidad sí era—. Apelo aquí a tu condición de apex predator porque, ¿sabes qué diferencia, a nivel neurológico, a un depredador de una presa?

Gruñí. El tlacuache me irritaba, pero era demasiado… inteligente, demasiado hablador como para que me lo pudiera comer.

—El depredador puede hacer planes a futuro. La presa sólo está ahí, vegetando. ¿Las amigas vacas? Viven en la luna. Pero tú no, jaguar. Tú sabes lo que te conviene.

Y era verdad. Si me hubiera comido a Tsu, me habría saciado una vez, pero a estas alturas tal vez ya no quedaría ni siquiera yo. Mis presas se mueren o se van porque el desierto las ahuyenta, pero Tsu me ha mantenido vivo y sano. E incluso me ha mantenido informado y me ha contado cuentos, historias de otros mundos y de otros animales que sobreviven o que pierden todo lo que aman, porque: “¿Sabes por qué sé tantas cosas? Soy un tlacuache de biblioteca: entro a las bibliotecas por las noches y robo el conocimiento de la humanidad. Yo soy un tlacuache ilustrado”.

Pero ese Tsu que me contaba historias se había ido. Tsu era un desierto también y caminaba a mi lado con los ojos asolados de fuego. Después de enterarse de su hurto cósmico, ya sólo soltaba uno que otro comentario: “¿Sabes a qué temperatura se muere el coral?” “¿Sabes cuánto bosque queda?” “Todo mi culpa, Armando… Todo mi culpa”.

Yo le insistía en que no era su culpa: que los mitos son sólo mitos. Que, en todo caso, el tlacuache que robó el fuego había sido un tlacuache muy muy anterior. No él en persona.

Pero era muy de Tsu creer que el tlacuache de los mitos era todos los tlacuaches. Tsu era escéptico respecto a la identidad personal. “Es muy típica de humanos. Y, al parecer, supongo, de felinos”. Él era tlacuache antes que ser Tsu. Dejar que lo llamase Tsu era casi una deferencia a nuestra relación de vasallaje. No. Una deferencia a nuestra amistad.

Cuando le pregunté cuál era su nombre, casi se ofendió.

—Yo no tengo eso, Armando —me dijo, cruzado de brazos.

—Si vas a estar demabulando conmigo por todas partes, de alguna forma te tengo que nombrar. El fin del mundo no se atraviesa sin nombres —le espeté—. Así que no rezongues y escoge uno.

Tsu se paró indignado sobre la tierra y, con una rama seca, dibujó una carita feliz: ツ

—Llámame así —dijo.

—¿Quieres que te llame “Emoji”? —resoplé.

—No —dijo, serio—. Es un katakana japonés, es decir, un símbolo de uno de sus silabarios. Se lee “Tsu”, me parece. Puedes llamarme así, si te complace. Aunque, cuando te acuerdes de mí, de lo que me gustaría que te acordaras es de la carita.

Y yo le decía “Tsu”, pero sí me acordaba de la carita. ツ: la sonrisa pícara, petulante. La noción de ser el ladrón más hábil de América. La conciencia de ser el vasallo, pero, ¿en realidad quién era el vasallo? Yo dependía de él. Yo era el vasallo de su alegría y de sus datos aleatorios. Tsu alegraba mis últimos días, que son todos, porque cargo los últimos días de mi especie. Y no supe darme cuenta.

Después de lo del robo cósmico, ya no sabía cómo hacer que Tsu volviera a ser ese ツ dibujado en la tierra y no sólo mi fonética vacía.

Un día, volvió de sus excursiones silenciosas a la ciudad y me dijo algo que lo empeoró todo:

—Nos van a borrar, Armando.

Tsu lo había visto en las bibliotecas, pero también estaba pasando en los acervos digitales: en todos los repositorios de conocimiento.

Antes, cuando había un poco más de verde y yo todavía me encontraba por ahí a algunos de los míos, solíamos hablar de que, si los humanos no ponían de su parte, pronto sus científicos no se darían abasto con los obituarios:

“Último rinoceronte negro”. “Lobo mexicano desaparece”. “León africano: extinto”. “Extinto. Extinto. Extinto”.

Pero extinto es una palabra fuerte para los humanos. Supongo que ellos también preferirían no tener que mencionarla. Así que eso es lo que hacen, no la mencionan.

“Nada en la tierra se puede extinguir si nunca hubo nada, ¿no?”. “En este planeta estéril nunca ha habido otra cosa que desierto”, dirá su nueva versión de la historia. “Nunca ha habido otra cosa que fábricas y combustión y nubes de humo. Nunca ha habido jaguares. ¿Qué son los jaguares? Nosotros, los humanos, estamos solos”.

Tsu me dijo que los humanos reescriben su soledad. Se están reinventando como los únicos en el planeta.

Por eso, cuando una especie se extingue, no escriben obituarios. Borran los registros históricos, queman nuestros nombres en el fuego. Hacen un voto de silencio y los presidentes decretan olvido nacional. Tsu dice que no es olvido para nosotros. Es olvido para ellos, porque son ellos quienes no soportan la vergüenza.

—Son criaturas sensibles, en el fondo —me dijo—. No soportan sus crímenes. Los entiendo. Yo tampoco soporto los míos.

Con esas palabras, Tsu se me terminó de apagar porque ya sabía que su robo, su fuego, no sólo me había borrado en cuerpo. Ahora también borraría cualquier noción de nuestra existencia.

—Yo sí te voy a recordar, Armando —dijo—. Mis hijos sabrán que me perdonaste la vida y te deben todo. Aunque, ¿sabes?, los animales no somos buenos para recordar a lo largo del tiempo. Nosotros no escribimos mitos.

Después de eso, Tsu ya no caminó conmigo. Se acurrucó sobre un montoncito de hierba marchita y pensé que yo, que era el condenado, tendría que verlo morir a él. Y después moriría yo, solo, porque los jaguares no tenemos esperanza.

—Tsu… ¿Cómo arreglamos esto, Tsu? —musité mientras vagaba solo por el borde del desierto.

A los pocos días, encontré el búnker. Un agujero de metal, de origen humano, que esos criminales habían ocultado entre la vegetación tupida, pero ya no debía servir como un gran escondite.

Volví al montoncito de hierba en el que se había quedado el tlacuache y le ordené:

—Tsu, levántate ahora mismo. Voy a llevarte a ver algo.

—Déjame morir, Armando—. Tsu entreabrió los ojos—. Nuestro vasallaje terminó. Puedes comerme, si quieres. Debes estar hambriento.

—No te permito que me insultes así, yo no me como a mis amigos —rugí—. Y te estoy diciendo que te levantes. Ladrón del fuego: tienes una misión.

—No cumplo más misiones.

—Pues entonces es tu castigo. ¿No dijiste que debían castigar a los tlacuaches? Anda, levántate, que dejar que te mueras es ponértela muy fácil.

De mala gana y débil, Tsu me siguió por la selva mermada. Entonces lo conduje hasta el borde de ese agujero de metal, que era perfecto para los fines que se me habían ocurrido. Contemplamos el borde, juntos. Tsu no entendía nada.

—Tsu, tú robaste el conocimiento para los humanos. Ahora robarás el conocimiento de los humanos. Y aquí, Tsu: justo aquí vamos a guardarlo.

Yo no tendría hijos y el linaje de Tsu no tendría una memoria tan larga. Pero, sellada dentro del metal, preservaríamos nuestra memoria a través del tiempo. No quería que preserváramos el crimen ni a los culpables. Los humanos son criaturas que no entienden y está bien. No los odio. Sólo quiero desafiar su olvido. Quiero que, si las circunstancias cambian y la supervivencia se vuelve difícil para él, alguien recuerde también a Tsu.

Quiero que lo recuerden como el gran ladrón. No el ladrón del fuego. No el que bajó la industria y los incendios y la manía de combustionarlo todo para la humanidad. Quiero que lo recuerden como el ladrón que se colaba en las bibliotecas, el que asaltaba los carritos en los que transportaban libros etiquetados para desaparición; el que jaló con sus dedos rosados pilas de libros: tratados de biología, libros infantiles en los que aparecíamos dibujados, los libros de cuentos sobre animales que tantas veces me contó y también esos compendios de mitología mesoamericana en los que se consumaba Tsu como el antiguo ladrón del fuego.

Tsu se robó todos los libros que nos mencionaban. Construyó para nosotros, dentro del búnker, el templo que salvó nuestros nombres del olvido.

Si hemos de desaparecer, está bien. Ya no existiremos. Pero existiremos aquí, en el papel. Existiremos en los mitos que alguien desenterrará, dentro de un largo futuro. Seremos reales para quien encuentre nuestras historias.

Después de sellar la tapa del búnker, cubrimos el espacio con tierra. Y, sobre el montículo, Tsu la dibujó como aquel día, con una rama seca: ツ

Mientras yo viva, mientras al jaguar le queden horas en la tierra, no voy a dejar que se borre la carita del Prometeo animal sobre el desierto.


Daniela L. Guzmán (Guadalajara, Jalisco, 1991) es narradora. Ha sido beneficiaria del PECDA Jalisco (2016-2017) y del FONCA (2020-2021) en la disciplina de cuento. Es autora de los libros de cuento Un tlacuache salvó este libro del fuego (Odo Ediciones, 2021) y Noche de pizza con mi villano (Editorial Dreamers, 2019). En 2019, recibió el Premio Nacional de Cuento Jesús Amaro Gamboa por la obra Santa Teresa nunca fue fan de Pokémon. Se graduó del taller internacional de escritura Clarion West Writers Workshop en 2021 y fue coeditora de la Revista Primero Sueño.

lunes, 11 de diciembre de 2023

Capítulo #79 - Una castaña, un caqui, una mentira ingeniosa, de Michelle M. Denham

Una castaña, un caqui, una mentira ingeniosa

Por Michelle M. Denham

 

Si vas a luchar contra un tigre, querida mía, necesitarás tres cosas: una castaña, un caqui y una mentira ingeniosa.

La omoni de Haewon trajo a casa a la chica del corazón de tigre y dijo:

—Esta es tu hermana, Hyojin. Ha renacido para nosotras, ¿no es maravilloso?

La chica del corazón del tigre tenía ojos color ámbar que ardían, unas líneas rojas en la cara y unos dientes largos y blancos que resplandecían en la oscuridad. Omoni miró a Haewon como si esperaba que ella hiciera algo. (Una castaña, un caqui, una mentira ingeniosa). Así que Haewon rodeó a la chica del corazón del tigre con los brazos y dijo:

—¡Hyojin-ah! Pensé que nunca volvería a verte. Te he echado mucho de menos.

En respuesta a sus esfuerzos, Haewon recibió un mordisco brusco en el hombro. Fue como si le clavaran cuatro agujas en la piel de golpe. Haewon soltó un grito, pero no soltó a la chica tigre.

—¡Hyojin-ah! ¿Cómo te atreves a morder a tu unni? Deberías mostrarle más respeto a tu hermana mayor.

Se apartó para mirar fijamente a la chica del corazón del tigre. Le dio un golpecito en la nariz, solo uno.

—Siempre has sido así. Hasta renacida, eres la misma. Ven, te enseñaré tu antigua habitación.

Haewon cogió a la chica tigre de la mano y Hyojin la siguió, súbitamente mansa.

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—Nos deshicimos de tu cama —dijo Haewon—. Para que otra niña pudiera usarla. Pero nos quedamos con algunas de tus cosas. Este era tu conejito, lo llamaste Banchan. —Le enseñó el conejo de tela harapiento y casi esperaba que la tigre lo hiciera jirones. Pero Hyojin olisqueó el conejo y después lo arrancó de los brazos de Haewon como si pensara que la niña fuera a quitárselo.

—Huele a ti —dijo Hyojin, y aquello fue lo primero que Haewon la oyó decir.

—¡Pues claro! ¿Te crees que no eché de menos a mi hermanita? Solía abrazarlo por las noche, y pensar en ti. Hace muchos años que moriste, así que es normal que todo huela a mí.

Hyojin caminó de un lado a otro por la habitación, oliéndolo todo, como si estuviera intentando encontrar pruebas de la niña que había sido antes de renacer como una tigre.

—¿Cómo morí?

—¡Qué preguntas más tristes haces! —dijo Haewon—. Te pusiste enferma. Muy enferma. Los médicos y los chamanes no pudieron hacer nada por ti. Omoni te cocinó sopa de algas, pero llegó un momento en que no podías ni comer. Yo trataba de alimentarte, pero tú apartabas la cabeza. Te cepillé el pelo, te canté canciones. ¿Recuerdas las canciones que te cantaba?

Hyojin negó con la cabeza.

—Me las inventaba todas —dijo Haewon, sacudiendo la cabeza. Las lágrimas le escocían en los ojos, mientras pensaba en cantar canciones a su hermanita moribunda—. Aaah, Hyojin-ah, no me hagas recordar cosas tristes. Ya no, ahora que has vuelto a nosotras.

Hyojin dejó caer la cabeza.

—Lo siento, unni. Siento haberte mordido.

—¡Pide perdón por ponerme triste! —la reprendió Haewon—. Pero ahora has vuelto, y somos hermanas de nuevo.

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Omoni preparaba tteok, su famoso pastel de arroz, y lo llevaba al mercado para venderlo. La noche que trajo a Hyojin a casa, nunca llegó al mercado y por eso no trajo dinero a casa.

—Estaba muy emocionada por ver a mi hija de nuevo, así que le di todo el tteok que llevaba —explicó omoni—. No pasa nada, puedo hacer más.

—¿Te comiste todos los pasteles de arroz? —gritó Haewon.

—Tenía hambre —respondió Hyojin.

—Pero necesitamos…

—Haewon-ah —dijo omoni—. Sé amable con tu hermana, acabamos de recuperarla. Vosotras dos: en este mundo, lo único que tenéis es la una a la otra, ¿entendéis? Podéis ir a jugar mientras hago más pasteles de arroz.

Haewon cogió la mano de su hermana tigre de nuevo y dejaron que su madre trabajara en la cocina.

—¿No debería haberme comido todo el tteok? —preguntó Hyojin—. Unni, ¿os vais a morir de hambre?

Haewon se encogió de hombros porque no confiaba en sí misma si hablaba. De todas formas, ¿cuánto come un tigre? El tteok que Omoni vendía apenas era suficiente para alimentarlas a ellas dos. Pero aquí estaba su hermanita. Omoni contaba con que Haewon quisiera a su hermanita.

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Aunque tu hermanita se haya reencarnado en una chica de corazón de tigre, eso no es motivo para llevarla al mercado, donde la gente solo verá un tigre.

—Debes tener cuidado, Hyojin-ah —dijo Haewon—. Los demás no te reconocerán, no como omoni y yo. Podrían intentar capturarte con sus redes.

Hyojin pensó en aquel consejo reflexionando cuidadosamente.

—Podría comérmelos.

—Pero entonces te cazarán —dijo Haewon—. Y volveré a perder a mi hermanita.

—Podría comérmelos a todos —dijo Hyojin.

—¿Después de todo ese tteok que te has comido? ¿Cómo de grande es tu estómago?

—Gigantesco. Puedo comerme cualquier cosa. Siempre tengo hambre.

Haewon trató de no temblar. Los dientes de Hyojin eran muy afilados y brillaban mucho. Era difícil ver a la niña pequeña en ese momento, cuando se parecía tanto a las personas con corazón de tigre de acechan en la noche.

—Si tienes hambre, puedes comer esto —dijo Haewon, y sacó uno de sus caquis deshidratados del bolsillo. Hyojin se encogió y se apartó al ver el gojgam, y Haewon recordó tarde que las personas con corazón de tigre pensaban que esos regalos del invierno eran peligrosos—. ¡Te gustaban muchísimo! Los comparto contigo hoy porque es un día especial, pero no los compartiré de nuevo. Están deliciosos, y son míos.

Los ojos de Hyojin no abandonaron el caqui deshidratado. Dijo:

—Más peligrosos que yo.

—Puede, puede… —dijo Haewon. Amenazarle con un oso hambriento no hará que un bebé deje de llorar; amenazarle con lobos no hará que deje de llorar; amenazarle con los tigres no hará que deje de llorar. Pero un bebé dejará de llorar ante la imagen de un caqui, así que los caquis deben ser más peligrosos que los tigres. La reacción de Hyojin hizo que Haewon pensara que todas las historias que se contaban sobre los tigres debían ser reales.

—Si no lo quieres, me lo como yo —dijo, y le dio un mordisco a la gojgam y masticó. Sabía dulce y se le pegaba a los dientes. Hyojin le quitó el gojgam a Haewon de las manos, sus garras arañaron la parte suave de la palma de la mano de Haewon como un corte de papel. Haewon no gritó, porque sabía que lo único que conseguiría sería alterar a Hyojin. La chica de corazón de tigre olfateó el caqui antes de meterse la fruta entera en la boca.

—Glotona —la reprendió Haewon—. Está rico, ¿verdad? ¿No te lo había dicho?

Hyojin asintió.

—Gracias, unni.

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No podías mantener a una persona con corazón de tigre dentro de casa, aunque fuera tu hermana. Hyojin se negaba a dormir en la habitación desaparecía en el bosque que rodeaba la casa.

—¿Regresará? —preguntó Haewon. Miró fijamente a la oscuridad y pensó en que no había nada tan negro como un bosque por la noche. Deseó que el bosque fuera tan silencioso como oscuro, pero crujía, piaba y croaba con todo viviendo y creciendo en su interior.

—Es tu hermana —dijo omoni, rodeando con el brazo los hombros de Haewon, agarrándola con fuerza—. Regresará.

Omoni, ¿cómo ocurrió? —preguntó Haewon, bajando la voz.

—Shhh, Haewon-ah. Recuerda lo que te conté sobre los tigres. —Omoni tiró de Haewon, dirigiéndola hacia el interior de la casa. Era hora de dormir, pero dormir era imposible. Haewon dio vueltas toda la noche, pensando en su hermanita con corazón de tigre.

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Las personas con corazón de tigre se veían con frecuencia: no temían demasiado a la gente, y entraban en los poblados tranquilamente sin que nadie los detuviera (¿Quién se atrevería a hacerlo?).

Eran grandes y toscos y tenían hambre. Siempre tenían hambre. Los comerciantes se desesperaban cuando veían a un tigre rondando por ahí, porque un persona con corazón de tigre no tenía problema en exigir toda la comida que tenían para vender. Una persona con corazón de tigre se comería todo el tteok que tuvieras, y cuando no quedara tteok, te comería a ti.

A veces se vestían con ropa humana, y hacían cosas de humanos. En ocasiones, se comían a la madre de alguien, se vestían con su ropa y se unían a la casa. Todo el mundo conocía a alguien a quien algo así le había pasado: una madre, una abuela, una vecina amable. La persona con corazón de tigre se ponía la ropa de la persona devorada e infiltraba la casa de las personas de luto, y cuando llegaba el momento correcto, se comían al resto de la familia.

La gente había dejado de intentar entender a las personas con corazón de tigre. No podías razonar con ellos, no podías hacer que empatizaran contigo. Simplemente tomaban, tomaban y tomaban.

Había muchas formar de ser devorado, y las personas con corazón de tigre las practicaban todas.

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Hyojin regresaba dos veces al mes, y en cada ocasión traía un jabalí muerto.

La primera vez, dejó caer el cadáver ensangrentado en el suelo y sonrió con todos esos dientes. Haewon pensó que aquello era algún tipo de amenaza, pero omoni lo entendió al instante.

—¡Ay, qué chica más inteligente es mi Hyojin! —dijo, dándole palmaditas en la cabeza a Hyojin—. Qué hija tan maravillosa eres.

A Hyojin claramente le gustaba recibir elogios. Se engrandeció y miró furtivamente a Haewon para ver si reaccionaba al ser desplazada como la hija más obediente. Pero una vez había comprendido lo que estaba ocurriendo, Haewon se sintió demasiado emocionada por el jabalí como para sentir celos.

Omoni, podemos hacer meun doeji bulgogi para cenar. ¿Podemos?

—Sí, Haewon-ah. Juega con tu hermana, voy a cocinarnos un banquete.

—Podríamos comernos el jabalí ahora —protestó Hyojin, mientras Haewon la agarraba de la mano.

—Estará más rico marinado y picante. ¡Y con arroz! —Haewon hizo una pausa, y después añadió con seguridad—. Meun doeji bulgogi era tu comida favorita. Seguro que ahora también te gustará. Incluso reencarnada, eres la misma Hyojin.

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De forma inevitable, los otros habitantes de la aldea lo descubrieron. Se convirtieron en una familia con un tigre en casa, igual que en esas otras historias.

Los vecinos de Haewon le lanzaban miradas cuando ella pasaba por delante de ellos: miradas de pena, de terror. Le cerraban las puertas en las narices. Los niños la espiaban por la ventana para luego desaparecer de la vista, muy probablemente arrastrados por sus padres ansiosos.

—Haewon-ah —le dijo la señora Kim, que venía huevos en el mercado—. ¿No sabes que…?

—No es lo mismo —dijo rápidamente Haewon—. Hyojin es mi hermana pequeña, reencarnada. No lleva la cara de mi hermana y pretende ser ella. Es mi hermana de verdad.

—Pero, Haewon-ah…

—No le hará daño a nadie. Se lo dirá a todo el mundo, ¿verdad? No va a hacerle daño a nadie. —Haewon pagó rápidamente por los huevos y se marchó corriendo, antes de que la señora Kim pudiera señalar lo que todo el mundo sabía.

No era lo mismo, se dijo a sí misma Haewon. Pero en algunas cosas sí era lo mismo. La presencia de una persona con corazón de tigre significaba que debías tener cuidado con lo que decías y lo que hacías. Atraer la atención de un tigre implicaba atraer la ira de un tigre. Tenías que adaptarte. Te quedabas en el interior de la casa, no expresabas tus pensamientos, te pasabas mucho tiempo pretendiendo que todo era normal.

Había muchas formas de ser devorado, y en ocasiones era una violencia que ejercías contra ti mismo. Tu existencia menguaba silenciosamente hasta que no quedaba nada más.

Pero no con Hyojin, pensó rápidamente Haewon; se reprendió a sí misma por su lógica de pensamiento. Hyojin era su hermana pequeña, que había regresado con ellas. Y puede que hubiera regresado como una persona con corazón de tigre, pero seguía siendo Hyojin.

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En ocasiones, después de que Hyojin trajera el jabalí, se quedaba un tiempo. Omoni montaba un escándalo todas y cada una de las veces:

—Mira tu ropa, Hyojin-ah. ¡Estás sucísima! ¿Cuándo fue la última vez que te lavaste la cara? —Omoni balanceó la cabeza de Hyojin levantándole la cara por la barbilla, lo que a Haewon le pareció muy valiente teniendo en cuenta lo que a Hyojin le gustaba morder todavía. Pero Hyojin se limitó a cerrar los ojos y suspirar.

Omoni cogió una toalla mojada y un cepillo y comenzó el proceso de acicalar a su hija de corazón de tigre.

—¿Cómo era antes? —preguntó Hyojin, con los ojos cerrados todavía mientras omoni le cepillaba el pelo. Por encima de su cabeza, omoni miró a Haewon.

—Muy parecida a como eres ahora, ¡salvaje e indisciplinada! —dijo Haewon.

—Pero contadme una historia. ¿Cómo era yo en mi vida pasada?

—Siempre fuiste mi amable Hyojin —dijo omoni—. Siempre tan atenta.

Haewon se dio cuenta de que aquello no sería suficiente. Hyojin quería una historia.

—En una ocasión fuimos a dar un paseo por las montañas —comenzó—. Hace mucho tiempo. Yo era más pequeña de lo que eres tú ahora, y tú eras prácticamente un bebé. Me seguías a todas partes desde que aprendiste a caminar.

»No deberíamos haber ido a las montañas, no sin omoni. Pronto se hizo de noche y nos perdimos…

—Yo jamás me perdería —respondió Hyojin con ira.

—Ahora no, pero entonces eras un bebé, ¿recuerdas? Una bebé pequeña y rechoncha que no podía caminar muy lejos. Tuve que llevarte en brazos, y pesabas mucho. Yo me cansé…

—Porque tus brazos eran débiles.

—Vale, sí, porque mis brazos eran débiles. Pronto se hizo de noche, así que subimos a un árbol para dormir. Pero ¡creo que yo no dormí nada esa noche! Oímos a los fantasmas y a los duendes hablar sobre cómo nos comerían si tocábamos tierra. Te abracé toda la noche y cuando llegó la mañana, omoni nos encontró y nos llevó a casa.

Hyojin había abierto los ojos durante aquel discurso. Miró a Haewon y parpadeó lentamente.

—Yo me comería a cualquier duende.

—Sí, ahora —asintió Haewon—. Creo que por eso has regresado como una chica con corazón de tigre. Para no tener que sentir miedo nunca más.

—Para que no sientas miedo nunca más —dijo Hyojin.

—Yo… —Haewon se interrumpió y miró fijamente a su hermana con corazón de tigre—. Sí. Tienes razón. Ya no le tengo miedo a nada.

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No haces muchos amigos cuando tienes una hermana con corazón de tigre, y nadie te quiere como esposa o nuera. Haewon lo entendía, pero era algo a lo que omoni le daba vueltas.

—Ya tienes dieciséis años, Haewon-ah. Me preocupa que no encuentres otra casa…

—No necesito un marido —respondió Haewon.

—No es porque no tengas opciones —dijo omoni. Omoni era famosa por su tteok, y ahora también por su carne de jabalí. Al tener un suministro constante de jabalí dos veces al mes, omoni lo compartía astutamente con los vecinos cuando podía, para que no sintieran envidia. O peor, miedo. Omoni y Haewon no caían bien, pero se las respetaba.

—Pero no lo necesito.

Era algo en lo que Haewon había pensado mucho desde aquel día en que había vuelto a casa con Eunjoo, una de las pocas chicas que todavía soportaba pasear con Haewon.

Habían cogido un atajo por el bosque de Hyojin, y Eunjoo se había aferrado al brazo de Haewon todo el camino.

—¿Estás segura de que no…?

—Hyojin no le hará daño a nadie —dijo Haewon, impaciente por tener que decir aquello por tercera vez. Pero entonces ambas escucharon un gruñido grave, y Haewon tiró de Eunjoo hacia un lado y comenzó a empujarla para que subiera a un árbol.

—Acabas de decir que ella no…

—Ese no es Hyojin —respondió Haewon, mientras subía a toda prisa al árbol, deteniéndose a veces para ayudar y asegurar a Eunjoo.

Conocía los sonidos que hacía Hyojin: desde el tono de su gruñido, hasta la velocidad de sus pisadas. Y efectivamente, un gran hombre con corazón de tigre apareció, levantó la mirada hacia el árbol y sonrió.

Hacía mucho tiempo que Haewon veía una persona con corazón de tigre que no fuera su hermana. El hombre era muy grande, en corpulencia y en altura, y sus dientes parecían mucho más largos que los de Hyojin, y eran mucho más amarillos. Sus ojos eran rojos, estaban rodeados de un círculo oscuro, y las rayas en su cara eran serradas, lo que hacía parecer que siempre estaba gruñendo incluso cuando no lo hacía.

—Bajad, pequeñas —dijo, y sacudió el árbol. Un hombre de corazón de tigre puede talar un árbol para alcanzar su presa, pero todo el mundo sabía que de todas formas lo mejor era trepar a uno.

—Haewon —gimoteó Eunjoo.

Haewon pensó que odiaría ser tan inútil. En su bolsillo guardaba las bolas espinosas de las castañas, exactamente como su madre le había dicho que hiciera, y las dejó caer al suelo delante del hombre de corazón de tigre.

El hombre de corazón de tigre pegó un salto ante aquella presencia súbita. Las olfateó, pero se alejó bruscamente.

—Tenga cuidado con los erizos, ajusshi —gritó desde arriba Haewon. El tigre retrocedió, incapaz de ver la diferencia entre un erizo que pinchaba las patas y una castaña con espinas, que pinchaba menos. Le lanzó una mirada iracunda a las castañas y luego miró hacia el árbol.

Fue suficiente. Una distracción lo suficientemente larga, y entonces Hyojin salió a toda velocidad de entre los arbustos y se lanzó contra el hombre de corazón de tigre que había en su territorio.

Hyojin era más pequeña, pero también más feroz, y el hombre salió huyendo. A las personas con corazón de tigre lo que más les importa es que sus comidas sean fáciles de conseguir, y aquella estaba demostrando dar muchos problemas. Salió corriendo, y Hyojin corrió detrás de él. Haewon comenzó a descender, haciendo lo que podía por calmar su cuerpo tembloroso.

En tierra, comenzó a recoger las castañas.

—¿Por qué haces eso? Déjalas ahí —dijo Eunjoo.

—No quiero que Hyojin las vea y se asuste. —Dijo Haewon, mientras volvía a meterse las castañas en el bolsillo.

—¡Déjala! Que se asuste, antes de que se coma…

—Es mi hermana pequeña —respondió Haewon.

—Estás loca —dijo Eunjoo, y se marchó corriendo, sin querer arriesgarse a encontrar a otra persona con corazón de tigre que pudiera regresar.

Mientras Haewon esperaba a que su hermana regresara decidió que estaba mejor sola. Su madre le había contado las únicas cosas que iba a necesitar: una castaña, un caqui y una mentira ingeniosa, y eso era la único que jamás necesitaría.

Si podías luchar contra una persona con un corazón de tigre, podrías luchar contra cualquier cosa que intentara devorarte.

--

Sí que hubo alguien que le pidió matrimonio a Haewon. La madre de Minho vino a hablar con la madre de Haewon y conversaron sobre el tema durante horas. Las madres habían llegado a un acuerdo entre ellas, pero Haewon tenía otra opinión. Le dijo a Minho directamente que estaba perdiendo el tiempo.

—No voy a abandonar a mi familia —explicó brevemente.

—Y por familia te refieres a tu madre y a esa criatura con corazón de tigre que finges que es tu hermana —respondió Minho.

Haewon deseó darle un puñetazo en la cara.

—Es mi hermana.

—Vale —dijo Minho, y sonrió de tal forma que hizo que tuviera más ganas de golpearle.

—¿Por qué quieres casarte conmigo? —exigió saber ella—. Cásate con Eunjoo. A ella le gusta tu cara.

—Pero tú y yo tenemos mucha confianza. Nos conocemos desde que éramos niños —dijo Minho.

—Y en todo ese tiempo nunca nos hemos gustado.

—No te dan miedo los tigres y se te da bien mentir. Creo que esas cualidades hacen una buena esposa.

—Estás loco —dijo Haewon. Por dentro se sentía muy alagada. Más que si él hubiera intentado elogiar su belleza o su elegancia.

—No me rendiré —dijo Minho. Él y su madre se marcharon de mejor humor del que ella consideraba justificado.

—Podría comérmelo —dijo Hyojin más tarde.

—No comes gente, Hyojin-ah —le recordó Haewon.

Hyojin cambió su peso de un pie a otro y miró fijamente a un punto alejado.

—¡Hyojin! ¿Te has comido a alguien?

—A un vendedor ambulante —murmuró—. Y a un hombre con corazón de tigre. Los dos mintieron y me enfadaron.

Haewon no sabía que las personas con corazón de tigre se comían entre sí.

—¿Qué mentira dijeron?

—Dijeron que yo no soy tu hermana. Pero sí que lo soy. Así que me enfadé y me los comí.

Aquella parecía una buena razón para comerse a alguien, según Haewon.

—No se lo digas a omoni.

—No lo haré.

—Y no te comas a Minho. —Hyojin no respondió, así que Haewon le dio un empujón con el pie—. No voy a casarme con él, pero no te lo comas. ¿Lo prometes?

—Vale. Si no te marchas. Entonces vale.

--

Omoni empezó a enfermar cuando Haewon cumplió los veintiuno, y entonces empezaron a mentirse la una a la otra todos los días.

—Pues claro que me pondré mejor —decía omoni.

—Sí, cada vez te ves más sana —respondía Haewon.

Hyojin se quedó cerca de la casa. En alguna ocasión hasta dormía dentro de la casa, apoyada contra la pared bajo la ventana. Eso demostraba que hay algunas mentiras que hasta los tontos con corazón de tigre no se creen.

En su último día, omoni se dirigió a Haewon y le dijo:

—Deberías casarte con Minho.

—¡Omoni! ¡No malgastes tus energías en esto!

—Haewon, vas a necesitar una familia.

—Tengo una familia —respondió Haewon.

Pero omoni la miró sin decir nada, y luego levantó la mano para darle unas palmaditas a la mejilla de Haewon.

—Una castaña, un caqui y una mentira ingeniosa. Escuchaste las historias que te conté.

Omoni

—A veces, a veces no es suficiente. El mundo lo devora todo. Cuida de tu hermanita.

Al final, Haewon pensó que tal vez hasta omoni se creyó sus propias mentiras.

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Hyojin no podía parar de llorar. Se hizo una bola y aulló. Era un sonido lastimero y le rompió el corazón a Haewon. Rodeó los hombros de Hyojin con los brazos, pero Hyojin la apartó de un empujón y lloró más fuerte. A lo largo de los años, Hyojin había crecido como lo hacían las personas con corazón de tigre: alta, ancha y poderosa. Fue muy extraño ver que su hermanita ahora era más grande que ella.

—La echo de menos —dijo Hyojin—. Echo de menos a omoni. Quiero que vuelva.

—Lo sé, lo sé. —Haewon se dijo a sí misma que ella sería la fuerte, como debería serlo la hermana mayor. Pero las lágrimas de Hyojin la desarmaron por completo, así que empezó a llorar también. Solo entonces Hyojin la rodeó con los brazos y lloró en su regazo. Haewon acarició el pelo de Hyojin y lloró y lloró.

--

Hyojin no estaba comiendo. No salía al bosque, y no iba de caza, y no comía ni dormía. Haewon hirvió arroz para hacer chuk y espolvoreó unas semillas de sésamo encima, como solía hacer omoni. Cunado el arroz formó una sopa cremosa, tomó una cucharada de chuk y sopló tres veces, como solía hacer omoni. La levantó y se la acercó a Hyojin a la boca y obligó a la tigre a comer. Pero Hyojin solo permitió aquello durante tres cucharadas antes de apartar la mano de Haewon sacudiendo las manos.

—Hyojin, tienes que comer. Tienes que escucharme. Soy tu hermana mayor, y tienes que escucharme —suplicó Haewon. Dio tirones a los brazos de Hyojin, la sacudió con toda la fuerza que le quedaba.

Miró a los ojos a su hermana. Había algo pesado en la forma en la que Hyojin la miraba: algo antiguo, cargado de un recuerdo ancestral entre depredador y presa. Pero no había peligro allí. Solo una tristeza profunda y una inevitabilidad trágica.

--

El día que Haewon se despertó y la casa estaba vacía, comenzó a procesar el duelo por su hermana.

Sabía, en lo más profundo de su ser, que Hyojin estaba muerta. En ese momento, quiso que el dolor también se la llevara a ella. Sin madre ni hermana, ¿qué sentido tenía seguir adelante?

La mañana pasó en una bruma iracunda. Sin otra cosa que hacer, Haewon comenzó a limpiar la casa, pero no le estaba prestando atención a sus actos. Todos sus pensamientos eran una letanía de rabia, repetida una y otra vez.

«¡Yo también la quería, Hyojin! ¡Era mi madre antes de ser la tuya! Y yo sigo adelante, porque tengo que seguir adelante, igual que tú deberías haberlo hecho. ¿No me quieres a lo suficiente? ¿No podrías haberte quedado por mí? ¡Eras lo único que me quedaba! Cómo has podido, cómo has podido, cómo has podido».

Hasta que lo único que pudo hacer fue derrumbarse, plegarse sobre sí misma como una grulla de origami que alguien hubiera pisado, y permanecer en el suelo durante horas.

--

Para cuando pudo incorporarse de nuevo, era una criatura vaciada y nada podía hacerle daño ya. Así que la llamada a la puerta llegó en el momento justo, porque ya no podía hacer nada por ella. Aun así, no era bien recibido, pero Haewon se movió para responder de todas formas, al darse cuenta de que en algún momento tendría que recomponer los fragmentos de sí misma.

Era Minho. Estaba serio, y sus ojos mostraban lástima, y antes de que dijera nada, lo supo.

—Hyojin —dijo ella. Miró detrás de Minho y vio a unos cuantos de los aldeanos, y una camilla cubierta con una tela blanca, con una forma indiscutible bajo ella. Ya había llorado y se había derrumbado, y por eso no lloró y se derrumbó en ese momento—. ¿Qué ha pasado?

No cabía duda en su cabeza de que Hyojin había huido al bosque para morir, así que no lograba entender por qué la tendrían ellos ahora, por qué la habían traído de vuelta.

—Un grupo de personas con corazón de tigre —dijo brevemente Minho—. Estaban destruyendo la aldea. Perdimos a la familia Park y al verdulero.

—Hyojin —dijo Haewon, porque en aquel momento no podía sentir lástima por la familia Park o por el verdulero.

Minho habló como si estuviera eligiendo cada palabra en el mercado y las estuviera inspeccionando antes de adquirirlas.

—Nos salvó a todos. Nadie esperaba que lo hiciera, nunca antes le habíamos importado. Creo que debía de estar pensando solo en ti.

--

Se celebró un funeral, algo que Haewon no esperaba, y asistió mucha gente, lo que le hizo pensar a Haewon que Minho había dicho la verdad. Solo la gratitud o la culpa podían arrastrar a la gente al funeral de una persona con corazón de tigre.

—Lo siento —dijo Minho, una vez había terminado todo.

Haewon tenía dificultades para expresar lo que quería decir. Parte de ella no podía pensar en Minho y en nada de lo que él decía, porque seguía pensando en Hyojin. «¿Moriste para salvarme? ¿O los aldeanos ya no se fiaban de ti porque omoni ya no estaba? ¿Estabas buscando una forma de morir? Si morirías por mí, ¿por qué no podías vivir por mí? ¿Era tu dolor más importante que el mío? ¿Qué se supone que debo hacer con todo este dolor que siento?».

—Regresó a nosotras una vez. Puede que vuelva a hacerlo —dijo Haewon.

Minho se sobresaltó. Miró su cara con detenimiento y después dijo con delicadeza:

—¿De verdad crees que…?

No le ayudó a terminar aquella frase. Quería saber si se atrevería a terminarla.

—Te conozco desde que éramos pequeños, Haewon. Hemos crecido juntos —dijo Minho al fin, y sonó desafiante—. Sé que nunca tuviste una hermana pequeña.

Ah. Así que así se sentía escuchar las palabras en voz alta. No le hicieron tanto daño como había pensado que le harían. No tanto como enterrar a omoni. No tanto como incinerar a Hyojin.

—Una castaña, un caqui, una mentira ingeniosa —dijo Haewon, pero no importaba de ninguna forma si Minho estaba allí para escucharla—. Así es como luchas contra una persona con corazón de tigre. Omoni salió a vender sus pasteles de arroz, pero se le olvidó llevar castañas o caquis, y cuando el tigre la atacó, se conformó con la mentira ingeniosa. «Eres mi hija, que murió hace poco. Has renacido como una persona con corazón de tigre, me alegro tantísimo de verte de nuevo». Los tigres son tan estúpidos, se creen cualquier cosa…

La voz de Haewon se quebró en esa última palabra mientras asfixiaba un sollozo. No habló durante unos minutos, asegurándose de que no volvería a romper a llorar.

—Entiendes entonces que seguía siendo un monstruo que comía gente. Una de esas criaturas que devoran nuestra tierra, nuestra cultura, nuestra gente. —La voz de Minho sonaba contenida y firme. Realizaba afirmaciones y dibujaba líneas a su alrededor como si eso pudiera mantener el mundo en cajas ordenadas. Los hechos de Minho colocaban a la verdad en una caja y las mentiras en otra como si eso significara que nunca se mezclan.

—Sí, era todas esas cosas —respondió Haewon—. Pero no lo entiendes. Era una hermanita maravillosa. Era una hija maravillosa.

jueves, 21 de septiembre de 2023

Capítulo #78 - Los multipatópodos (Selección), de Yosa Vidal

Los multipatópodos (Selección)

por Yosa Vidal


Breve introducción a los multipatópodos 

Los multipatópodos (del latín multi poda, muchas patas) son especies mamíferas y cordadas que habitan el continente americano desde hace cuatro siglos. Principalmente heterótrofos, gustan de todo tipo de alimentos vivos como insectos, plantas, animales y a veces sus propias uñas, cueros y costras, razón por la que se les ha descrito como autótrofos o autófagos atrofiados. El más desarrollado no supera el metro de diámetro con todos sus pies y el más pequeño no es visible para el ojo humano. Los multipatópodos nacieron en los lupanares químicos de las costas del Pacífico: ríos, pantanos y humedales que, convertidos en casas de citas, permitieron a las antiguas clases biológicas una abundancia orgánica propicia para la reproducción. A punta de contaminación y descontrol, y muy en contra de cualquier pronóstico apocalíptico, la vida sobrevivió y se multiplicó. En vez de rechazar el azufre, esta familia fue hospitalaria y se abrió a él y a los ácidos vertidos en el agua; los ejemplares se fortalecieron y nadaron, caminaron o volaron hacia los ríos que desembocaban en el océano, se encontraron unos con otros y se mezclaron hasta que los hijos fueron distintos a sus padres, y sus especies no compitieron sino que se adaptaron a las circunstancias y formaron así nuevas familias genéticas. Los multipatópodos han privilegiado el apareamiento, aunque en estadios específicos de su evolución también han presentado formas de reproducción esporófita. Algunos ejemplares provienen de ancestros muy distintos, lo que demuestra su natural propensión al fornicio, sin dar importancia al tipo, la especie e incluso el reino de los que provengan. Esto ha imposibilitado la identificación de un gen primario que dé cuenta de un patrón evolutivo más o menos estable; por el contrario, no se sabe si originariamente fue una cruza de lobo de mar con nutria, cuya cría se cruzó a su vez con un pelícano informe, o si a la inversa fue un ovíparo cruzado con un guarén, cuya cría se reprodujo a su vez con una lontra felina o chungungo. Cualquier hipótesis sería invalidada inmediatamente, toda vez que se ha demostrado que, desde cierto punto en la cadena evolutiva, los ejemplares comenzaron una fiesta reproductiva sin parangón, dando pie a numerosas especies nuevas. En el presente volumen se incluyen solo algunas de las más insignes. Finalmente, cabe señalar que se ha registrado una progresiva aceleración en los procesos adaptativos: si tuvieron que pasar dos millones de años para que al lobo de mar le aparecieran dos pequeñas prolongaciones cartilaginosas 9 bajo su vientre, que facilitaron de manera tímida su salida del océano para posarse sobre una roca, su descendencia moderna, el Otario Pincoy o Guapo de Bolsa (ver pág. 33), tardó menos de cien años en desarrollar un buche de almacenamiento de agua con el que soporta el peso del océano cuando se desplaza por zonas abisales. 



Cantón Suicida (Avis aranae perniciosa) 

Fue la científica venezolana, Dra. Sara Ruiz Labra, quien aprovechó de manera notable una flaqueza relativa de las fuerzas regulares del imperialismo y se atrevió a experimentar con la elaboración de un material prácticamente indestructible, además de invisible para los detectores de metales. Mejor que cualquier aleación, la seda de araña produjo arsenal de guerra tan firme como el acero pero blando, lo que permitía proteger a los combatientes en el 17 enfrentamiento cuerpo a cuerpo. La idea del desarrollo militar de la seda de araña era antigua, pero a las grandes potencias les había sido imposible simular en un laboratorio la constitución del material en su versión sintética. La seda de araña es un compuesto formado por cadenas de proteínas constituidas por elementos básicos de la química orgánica —oxígeno, carbono, nitrógeno e hidrógeno—. La Dra. Ruiz Labra, hasta entonces mujer sin descendencia viva y con un innegable instinto maternal, desechó la idea de la imitación plástica y se propuso engendrar un animal que la produjera orgánicamente: el Cantón, uno de los pocos multipatópodos que puede considerarse fruto pleno de la creación humana y, en este caso en particular, un hijo íntegro de la revolución. El Cantón parece pájaro pero es una araña; no tiene plumas sino pelillos sensoriales que le permiten estar alerta ante cualquier presencia ajena a su familia. Su quelícero tomó forma de pico, conservando una pequeña boca en la parte inferior del cráneo con la que inocula un veneno mortífero a sus enemigos y que le permite realizar una primera etapa digestiva fuera del cuerpo —carnívoro exótrofo—. A pesar de tener más de cuatro pares de patas se emparenta con los arácnidos y también con los artrópodos, pues para tejer mueve con destreza la articulación en sus extremidades. Es un animal muy poderoso y a la vez dócil. Durante décadas, el Cantón produjo enormes cantidades de tela de araña con la que se fabricaron indumentarias de guerrilla, que permitieron a los combatientes 18 blindar hasta sus córneas. Preparados para todo tipo de operaciones de insurgencia, como tomas de bases militares, secuestros, robos a bancos y otras —legítimas para una guerra considerada justa por pueblos colonizados—, hicieron tambalear a potencias ocupantes en muchos puntos del globo. El corazón de la selva centroamericana sirvió de hogar a familias de cantones que, desde grandes alturas, pendían sobre abismos fabricando sus telas. Los guerrilleros, a su vez, levantaron precarios galpones donde criaban ganado para alimentarlos y construían armas como granadas inflables, toallas misiles y papelillos antipersonales, largamente utilizados en acciones bélicas durante la segunda mitad del siglo xxi. La Dra. Ruiz Labra, conociendo desde un comienzo la importancia del animal y el apetito que despertaría en el enemigo, encontró la forma de que su engendro no pudiera volverse jamás en contra de su causa. El Cantón, fiel a su familia revolucionaria y amante de su madre más que cualquier especie, sufre de un shock emocional irreversible cuando es sacado de su hogar, lo que le provoca un gasto desmedido de proteínas básicas para la subsistencia. Así, en una inmensa fábrica de seda situada en el estado de California, los norteamericanos vieron cómo familias de cantones que colgaban de cintas larguísimas, se comían su propia tela y caían al vacío en un acto suicida, antes de trabajar para el enemigo. Y como los imperios han sido los que históricamente se han encargado de 19 nombrar a las especies, el animal es conocido ahora como Cantón Suicida, aunque en su medio natural jamás atente contra su propia existencia. 



Perro Apaec (Genus museum) 

La historia de los museos ha sido, desde su origen en el siglo xvi, apacible y regulada, para incomodidad de los historiadores modernos que gustan de encontrar inflexiones y retrocesos en el devenir de las cosas y enjuiciar cada adjetivo en los libros: muy a su pesar, los museos nacieron, se multiplicaron exponencialmente y, salvo la casualidad de algún bombardeo, su vida ha sido pacífica y su objetivo contener obras que se consideran artísticas, en distintos Perro Apaec (Genus museum) 21 formatos y para un público que ingresa voluntariamente. A ello se suma que siempre, sin excepciones, son considerablemente fríos y cierran los días lunes. Estas últimas características son las responsables de que el Perro Apaec sea hoy una especie fuerte y que cuente con un número creciente de ejemplares. El Perro Apaec (Genus museum) fue visto por primera vez por el científico Archibald Bloom, antiguo joven viajero que se dedicó al estudio de la naturaleza a partir del famoso avistamiento. Bloom paseaba por el museo Larco en Lima, asombrado ante las piezas de arte precolombino que allí se conservan. “Lo recuerdo como si fuese ayer, entre el mortero Pacopampa y una vasija de libación, un bicho se paseaba lamiendo con una delgada lengua todas las pelusillas posadas sobre las antiquísimas esculturas, hasta que se dio cuenta de mi presencia y huyó para esconderse bajo una enorme figura de Ai Apaec”, dice Bloom en su Long Place Animalia (p. 47). El científico quedó seducido por su rareza, pensando en un principio que era la aparición del mismo dios prehispánico que acompañaba los vestigios. Largas investigaciones y años de observación le indicaron que su primera hipótesis era equivocada: el Perro Apaec —nombrado así por el lugar del hallazgo— es una especie que se puede encontrar en la mayor parte de los museos de América, incluyendo la Pinacoteca de Sao Paulo, el Museo de Bellas Artes en Santiago de Chile y el Museo Napoleónico en La Habana, entre muchos otros. Enemigo del calor y la humedad, delicado comensal de 22 basura particulada, no encuentra mejor lugar que los templos del arte. Se especula que su dispersión se debe a que ha viajado entre museos dentro de las valijas que transportan las exposiciones itinerantes (el mayor ejemplar no supera los 17 cm desde la cola hasta el pico), acomodado entre pelotitas de plumavit, papel picado y aserrín. El Perro Apaec no es excepción sino regla; ha ayudado a que la historia del museo permanezca llana y progresiva, con normas inviolables como la temperatura y el horario de atención. Si se lo quiere conocer es mejor irrumpir un día lunes después de almuerzo: es el momento en que los empleados de limpieza toman una larga siesta mientras el animal termina de lamer cada pelusa aposada en el borde de los marcos. 



Iconoclastópodo 

Puede ser debido a un trauma incrustado en su perfil genético o a alguna reacción alérgica al aura de trascendencia residual en ciertos objetos, que el Iconoclastópodo destruye pinturas sagradas, íconos religiosos y todo tipo de monumentos, sean estos de la antigüedad más primitiva o de la última post-des-neo-a-modernidad actual. Como cualquier mamífero urbano, se alimenta de basuras y de la caridad de los vecinos de los barrios donde se establece, 24 pero una vez que detecta un monumento, se abalanza sobre él para orinarlo, morderlo, rasguñarlo y escupirlo con una rabia ancestral. Desde la estatua de John Lennon en La Habana, hasta el Cristo Redentor en Río, los moais en la Isla de Pascua y los murales de Rivera y Siqueiros en Ciudad de México, todas las imágenes que tengan alguna pretensión de sacralidad son susceptibles de ser destruidas por el patópodo. Fuera de los principales museos se ubican especialistas en la detección de estos iconoclastas quienes, al primer descuido, corren entre sus piernas para internarse en las galerías y destruir las obras que parecieran serles infinitamente ofensivas. El Iconoclastópodo es especialmente amigo de artistas sin aspiraciones de trascendencia; los protege tanto de inclinaciones autodestructivas como de posibles tentaciones de gloria. Tan fino es su olfato a la susceptibilidad monumental, que se le ha visto en ánimo beligerante frente a ciertos seres humanos, principalmente poetas y músicos. 



Metanón 

Para entender la historia del Metanón es necesario imaginar el siguiente escenario: un hombre vive a orillas del río Desaguadero, cuenca fronteriza entre Perú y Bolivia que recibe los excedentes del lago Titicaca. El hombre es ciego de nacimiento y conoce su ciudad mejor que los videntes. El centro tiene una bulla cosmopolita por ser lugar de paso entre dos países: braman el comercio entre uno y otro lado del puente, las orquestas y la challa en 26 períodos de fiesta —que es una buena porción del año—, las jugueras con batidos de fruta y cereales, el sistema de alcantarillado que lleva literalmente siglos en construcción, los gritos en español, las quejas en quichua, las confesiones en aimara, el crepitar de los bloqueos y, a veces, un silencio de resaca que deja entrar un silbido lejano, procedente de las montañas y pampas vecinas. El pueblo es una frontera que se escucha fuerte y también se huele. Desde pequeño el hombre ha sentido la mezcla de mango y leche, fresca por la mañana y por la noche descompuesta, los perros que nacen y que mueren, las sobras de comidas, orines y restos de fiesta, todo alojado en el cauce del río Desaguadero y en la orilla frente a su casa. El hombre nunca ve las sobras de papeles de aduana que se estancan en el pantano, pero sí siente el fuerte olor que deja el descuido de los habitantes y quienes transitan de un país a otro. Imagina entonces la inmundicia del pueblo, la corrupción de la gente y lo compara con la imagen limpia y pura de lo que está más allá, en la llanura, en el cerro. De pronto los días comienzan a cambiar, se despejan poco a poco y se deja sentir un olor fresco y limpio. Las tardes son más livianas, las madrugadas más suaves. El viento ya no trae leche agria, perro muerto, orín, flato frío del trasnoche, el dulce olor de la descomposición que se impregna en la lana y en el sombrero de los cholos. En poco tiempo el paisaje es otro, aparece el olor de la yerba, la tierra, el olor de pluma mojada de un pichón, el jabón que esconde una trenza apretada. El hombre decide 27 averiguar qué pasa y camina un día hacia la ciudad, esta vez sin cubrirse la cara con el antebrazo derecho. Puede ahora tomar con ambas manos la quila que le sirve de guía. Imagina que la pampa le ha ganado a la ciudad, es feliz imaginando a su pueblo limpio, vencedor de su nombre vergonzoso, la liviandad del agua que corre, la sonrisa clara de los niños que chapotean en las pozas. Logra incluso imaginar lo que significa la palabra transparente. El hombre decide sentarse en una cocinería que está del lado de acá del puente, la que suele ser la más descuidada, pues ahora siente el delicioso olor a guisos que humean en las ollas. Pide una sopa de maní y decide comentar el fenómeno con la cocinera: —ps ustéstalóco ps, aquí todo sigue de inmundo ps —le responde la vieja. El hombre se paraliza; no es que haya perdido el olfato, al contrario, huele mejor y con más fuerza, el río está limpio, lo sabe, le es imposible imaginar que no haya cambiado. Pregunta una y otra vez y llega siempre a lo mismo: todo sigue igual, la inmundicia está a pedir de boca, se ve, aunque alguien le concede que quizás huele menos. El hombre no puede comer, camina de vuelta a su casa desconfiando de sus sentidos, de su cuerpo, de la quila que arrastra, aguanta la respiración. Se sienta a la orilla del río sintiendo su correr espeso y, al fin, llega a una respuesta que le parece convincente: la gente y él han sufrido del mismo mal; unos dominados por lo que ven, no huelen lo que cambia, y él, dominado por lo que huele, 28 no ve lo que permanece. Se dirige hacia la zona que sabe es la más nauseabunda del río, y aunque no siente su repelencia, con su antebrazo derecho se tapa la nariz y echa en un frasco una porción de porquería. El resultado es el Metanón, un multipatópodo que procesa la fermentación en gas metano inodoro. Al Metanón se le ha confundido muchas veces con alguna bacteria o arquea por ser tan diminuto, pero es un organismo eucarionte pluricelular de estructura muy compleja. El hombre ciego vendió su descubrimiento y kilos de Metanón a una compañía cosmética y con la riqueza que obtuvo limpió el río, terminó los trabajos de alcantarillado y logró que coincidiera su imagen de la realidad con la realidad misma. Exterminó al pequeño multipatópodo de la zona pues consideró el mayor de los peligros que lo podrido no huela. Actualmente el Metanón vive en el tracto digestivo de muchos animales, incluyendo el humano. Procesa la fibra alimentaria o los polímeros indigeribles, como los porotos o la fibra vegetal que, antiguamente, producían gas metano liberado en meteorismo y flatulencias. El Metanón se puede consumir en pastillas o lácteos y se lo puede encontrar en cualquier cadena de mercados. 



Juya (del aimara tierno) 

Animal famoso por su docilidad, la Juya vive desperdigada en los puertos de las costas del Océano Pacífico, el Golfo de México y el Mar Caribe. Con hábitos domésticos pero de espíritu libre, suele acompañar a algún pescador que adopta como amo y esperarlo en la orilla, la mirada perdida en el horizonte durante horas hasta que éste regresa con su barca sano y salvo. Siempre un gesto bondadoso, compasivo hasta 37 con especies de otros órdenes, de otros reinos, se ha especulado que filogenéticamente estaría emparentado con el perro por algunas características estructurales, pero principalmente por su fidelidad y natural disposición al juego y al cariño. Son famosos los registros en que aparece ayudando a un lobo de mar aplastado por otros lobos, salvando a una gaviota liada entre redes o hilos de pesca, dando un golpecito en la espalda a un pelícano atorado, adoptando crías de otras especies o defendiendo a una perrita en celo. Aunque la Juya ladra, no lo hace en horarios en que la mayoría duerme, es carnívora de nacimiento pero herbívora por convicción y entierra sus deposiciones cada vez que puede. Biólogos y antropólogos se han preguntado las causas de este comportamiento —“casi humano” según los optimistas de nuestra especie— y han llegado a la asombrosa conclusión de que la Juya es un animal de costumbres. No es una repetición genética la de la propensión a la bondad, sino que se transmite generacionalmente, desde que nacen, en sucesivos rituales edificantes para luego crecer sabiendo que no podrán dejar de enseñar esas buenas costumbres a sus crías (naturales o adoptadas). La manifestación de la regla se debió a su excepción. En Tumaco, región de Narino, Colombia, se encontró un ejemplar degradado al extremo de la defección, que es la traición o abandono absoluto a quien se le debe lealtad. Pues bien, esta Juya se arrimaba a los vagabundos borrachos para 38 tender una de sus patas y luego, una vez ganada su confianza, aprovecharse de la debilidad, robar el licor y luego tomarlo sola, lejos, sin convidar a nadie. Esto trascendió, pues el pueblo, que se daba naturalmente a la fiesta, se sintió amenazado y contactó, autoridades mediante, a los biólogos y antropólogos antes mencionados. La conclusión llegó rápido: la Juya envilecida fue alejada de sus padres a temprana edad y no “aprendió” sus hábitos. Los hermanos del ejemplar, en cambio, encontrados a unos caseríos de distancia, se hallaban alejados del vicio al punto de la idiotez. La segunda conclusión de los expertos llegó también por descontado y fue que solo un hábito en la Juya es innato: el hábito de aprender. En una simple y hermosa ceremonia la Juya corrompida fue devuelta a su hogar para felicidad de los habitantes de Tumaco. Tras haber llevado una vida desapegada, frívola e individualista, se incorporó a la manada y pudo, luego de varias correcciones, actuar loable y generosamente con sus pares, que son todos. 



Epílogo 
Estolones de Pikaia 

Pikaia es el nombre del antepasado más antiguo del que se tiene conocimiento; un abuelo tan viejo que necesitaríamos una enciclopedia completa para nombrar todos los tátaras que su historia merece. El pequeño fósil fue descubierto en las montañas rocosas de Canadá. En ese momento —principios del siglo xx— y por su edad —más de quinientos millones de años—, los arqueólogos pensaron que era un gusano del período Cámbrico, una versión prehistórica de los caracoles que vemos hoy en nuestro jardín, tan primitivo y simple en su estructura como una babosa. Décadas más tarde un paleontólogo descubrió que tenía una pequeña columna, un cordón nervioso y algunos músculos que le servían para estirarse, enroscarse y nadar, lo que demostró que Pikaia avanzó a través del agua de los océanos y también a través de los océanos del tiempo para mutar y convertirse en un céfalo cordado como nosotros. La anterior evidencia es asombrosa porque ahora todos tenemos la certeza de que venimos de un gusano de menos de cuatro centímetros, parecido a una diminuta y 72 resbaladiza anguila. Y sabemos además que esa anguila no se ahogó ni fue abrasada por el fuego de un volcán, devorada por algún monstruo o virus como tantas otras miles de especies extintas de las que hoy se tiene conocimiento. La existencia de Pikaia nos demuestra que la vida se ha mantenido no por voluntad o designio de algún ser superior, sino por el azar y el esfuerzo que cada una de las especies hace para sobrevivir durante cientos y miles de años; si no hubiese sido por su destreza no existiríamos, o hablaríamos quizás en un lenguaje similar al de los lobos marinos. Este abuelo primitivo se adaptó con una fascinante plasticidad y se reprodujo en distintas familias, que a su vez tomaron luego un rumbo propio, tan distinto uno del otro como los rumbos del oso, el loro o el puercoespín. Los multipatópodos, joven especie del reino animal y uno de los tantos estolones o tallos en la descendencia genealógica de Pikaia, han sobrevivido y se han desarrollado de manera tan fortuita y hábil como el antepasado común que nos entregó a la sentencia ineludible de la mutación. 



Yosa Vidal nació en Santiago de Chile de 1981.  
Publicó el libro infantil Erase otra vez (Feroces Editores, Chile 2011), la novela El tarambana (Tajamar, Chile 2013 y Mármara, Madrid 2016), el libro de relatos Los Multipatópodos (Overol, 2016). Su novela más reciente Vals Chilote, fue publicada en Bolivia por Mantis y en Chile por el Fondo de Cultura Económica (2022).  
Es profesora de literatura, cocinera y Doctora en Lenguas Romances por la Universidad de Oregón.

viernes, 8 de septiembre de 2023

Capítulo #77 - La Hija de la Alquimista Genética, de Elaine Cuyegkeng

La hija de la alquimista genética

por Elaine Cuyegkeng

Sueña con morir y renacer en la mesa de su madre.

El olor a antiséptico: sustancias químicas, cerezas artificiales y otras frutas. El espécimen sobre la mesa. Ella misma, introduciendo una aguja debajo de la piel con la que obtendrá muestras para la reconstrucción. Y, al fin, la eliminación del cuerpo mientras el nuevo crece en su óvulo carmesí, pataleando con sus piececitos anfibios. Más tarde, una matriz telepática imparte una biblioteca (revisada) de los recuerdos de la pródiga. Esto consolida los rasgos deseados, entretejidos con cuidado en el genoma.

Dentro de doce días y doce noches, habrá un único ser perfeccionado que se despertará en la vieja habitación del espécimen con tan solo una sensación vaga e incómoda de tiempo perdido. No perdurará ni un registro oficial ni rastro del original (excepto por los perfiles genéticos, bien escondidos en la biblioteca de su madre).

Todo el mundo tiene esos sueños extraños y mundanos en los que se ven haciendo cosas cotidianas. La hija de la alquimista genética no es diferente; ¿por qué debería serlo? Y, aun así, Leto Alicia Chua Mercado se despierta como si fuera una niña que acabara de tener una pesadilla. Leto piensa que hay fragmentos de hueso y médula en su pijama, en las sábanas, en la cama. Durante un instante, sus manos están viscosas de un rojo rubí.

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viernes, 11 de agosto de 2023

Capítulo #76 - Madre de leche, de Michelle Roche Rodríguez

 

Madre de leche

por Michelle Roche Rodríguez


Un llanto agudo, desordenado e hiriente, capaz de tragarse la algarabía habitual de los mercaderes levantando sus tiendas en las inmediaciones de la Plaza Bolívar subía desde el cuarto de servicio de la cercana casa de la familia Gutiérrez aquella madrugada del ocho de agosto de 1907. Allí vivía una criada india bautizada con el nombre de Teresa. Acababa de instalar a la hija lactante de su patrona, nacida la tarde anterior. Como no había parado de llorar en nueve horas, la señora Cecilia le exigió que se la llevara. ¡Cómo le habría gustado cumplir ese deseo, de verdad! Llevársela de la casa, incluso de la ciudad de Caracas, para esconderla en la selva, donde la criaría como una pequeña guahibo. La madre nunca se lo reprocharía, el problema era el padre, el coronel Evaristo Gutiérrez, que no dejaría un árbol del Amazonas sin sacudir hasta encontrarlas. A Teresa, que no anhelaba otra cosa más en el mundo que un hijo, le dolía que el destino concediera la dicha de una niña a quien solo la quería para ganarse el respeto de la comunidad, para convertirse en un «hombre de familia».

domingo, 6 de agosto de 2023

Capítulo #75 - Apolépisi: Un descamamiento, de Suzan Palumbo

Apolépisi: Un Desescamamiento

por Suzan Palumbo


Encuentro la escama de Aleda, pegajosa por el icor, encajada entre los tentáculos de nuestra cama de anémonas rosas. La extraigo de los apéndices ondulantes con el pulgar y el índice y nado luchando contra los latidos acelerados de mi corazón. 

Aleda se revuelve de aquí para allá, preparándose para trabajar cerca de la entrada a nuestra cueva. Es hora de que tome la corriente hasta el colegio donde enseña a les pequeñes sirenes el susurro del mar.

«Adoro a esas cabezas de mejillón», dirá cuando regrese y descanse sus manos en mi hombro esta noche. Yo me giraré y la apretujaré tanto que un deseo florecerá en mi pecho. Pero esta vez la necesidad no se apagará con la noche menguante. Se hará profunda como una caverna y me devorará.

Debería gritar su nombre; mostrarle la pieza errante de su cuerpo que indica el final de nuestros días juntas antes de que desaparezca en las corrientes.

«Disfrutemos de un último día sin preocupaciones».

El pensamiento forma una cresta y sella mi boca como un molusco. Cuando se marcha, finjo que es el momento helado en el que ha desaparecido para siempre y dejo que el desconsuelo avance y me cubra como la sombra de un tiburón.

viernes, 28 de julio de 2023

Capítulo #74 - La Cueva, de Liliana Colanzi

La cueva

por Liliana Colanzi


1.

Cayó de bruces y se golpeó la panza hinchada. No había visto la piedra. La carne del conejo se desparramó en la nieve, salpicándola de manchitas carmesí. La joven se arrastró hasta la cueva. Algo se había reventado en su interior y se le escapaba entre las piernas. Aulló su dolor: los murciélagos pasaron en tropel por encima de su cabeza. 

Había empezado a hincharse hacía varias lunas después de unas fiestas a las que invitaron a los hombres de otro clan. No sabía quién la había preñado y tampoco importaba. Lo que importaba era ser hábil para cazar y ágil para correr, y se conocía que las hembras que cargaban bulto eran más lentas y se quedaban rezagadas, por lo cual debían permanecer en el asentamiento hasta que les llegara el momento de parir. 

El dolor la tiró de espaldas. Trató de recordar qué hacían las mujeres en esas circunstancias. Con los ojos de la mente vio a su madre de cuclillas, expulsando en el suelo crías flacas y azuladas que invariablemente morían a los pocos días. Solo ella y su hermana habían sobrevivido y eran fuertes y tenían destreza para seguir agarradas a la vida. Se puso de cuclillas y sintió de inmediato el impulso de pujar. No debió haberse alejado del asentamiento estando hinchada, pero le aburría quedarse con las viejas mientras las hembras jóvenes iban en grupo tras el rastro de los bisontes. De modo que salió sin que la vieran y fue a revisar una trampa que ella misma había armado tiempo atrás con ramas de pino: encontró al conejo temblando, atrapado entre las ramas, y sintió una alegría inocente al degollarlo. 

Satisfecha de sí misma, no reparó en la piedra… Y por ese estúpido descuido estaba echando bulto antes de tiempo y sin ayuda. Por suerte la cría ya resbalaba entre sus piernas, una salamandra húmeda. La buscó a tientas, pero un estremecimiento le partió en dos el espinazo. ¡Otro bulto..! La segunda cría cayó al lado de la primera. Ella se tumbó sobre los codos, exhausta, y cortó con el cuchillo las tripas moradas que la conectaban a las criaturas recién nacidas.  

viernes, 30 de junio de 2023

Capítulo #73 - Deja que recolecten tu #hugot en esta cafetería regentada por una diwata, por Vida Cruz


Deja que recolecten tu #hugot en esta cafetería regentada por una diwata

por Vida Cruz



Deja que recolecten tu #hugot en esta cafetería regentada por una diwata

Mª Rosario P. Herrea, The Archipielago Daily


Es una de las dos “millas gastronómicas” de Ciudad Quezon; la calle Maginhawa es el lugar ideal par encontrar pequeñas y eclécticas cafetería y restaurantes únicos para saciar al foodie aventurero que hay en tu interior. Y a pesar de la variedad existente en Maginhawa, nunca antes ha incluido un establecimiento que o bien sirviera comida mítica, o sus dueños fueran míticos, o ambos.

Durante los próximos seis meses, la cafetería efímera de Maria Makiling cambiará este dato.

¿Por qué debería un verdadero amante de la buena comida acudir a la cafetería de la diwata, habiendo tantas otras opciones? ¿Por qué debería alguien probar la deliciosa, aunque sencilla, cocina híbrida filipino-española de esta cafetería, cuando históricamente los humanos han sido incapaces de tolerar la comida mítica sin consecuencias físicas, psicológicas, morales o mágicas?

Muy sencillo.

El ingrediente más valioso de María, el de primerísima calidad; el que permite que, después de todo, los humanos puedan digerir la comida, es el sufrimiento humano. Y en estos momentos la diwata acepta solicitudes para aquellos dispuestos a permitir que cosechen el suyo. 

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miércoles, 19 de abril de 2023

Capítulo #72 - Su nombre es Ceres, de Solange Rodríguez Pappe

Su nombre es Ceres

por Solange Rodríguez Pappe


Yo estoy libre de cualquier responsabilidad porque a la muchacha la eligió Sofía. Nos pusimos de acuerdo en pagar a medias un cuidador para la mamá desde la Navidad definitiva en que confundió la maicena con bicarbonato al momento de hacer la salsa de mostaza para las guarniciones. Después de ese incidente convinimos en que la mamá ya no podía estar a su aire, que ya mucho aislamiento había tenido en ese lustro de viuda en que pasaba sus días alimentando a los animales del vecindario que venían a tener vida salvaje en el jardín. A demás, nos dio miedo de que se envenenara sola mezclando sazones y luego nos culparan de su asesinato. Creíamos que requería ayuda porque con el tiempo la casa parecía haber duplicado su tamaño, ya no era una villa reluciente con un porche florecido y un espacioso patio en un barrio residencial, ahora era una casona con habitaciones deshabitadas en medio de edificios que parecían titanes. Debíamos de reconocer que con nuestros respectivos rumbos adultos, ambos no le prestábamos atención ni al hogar del que habíamos venido ni a la madre.

domingo, 2 de abril de 2023

Capítulo #71 - Bordado de un corazón de pájaro, de Nelly Geraldine García-Rosas

 

Bordado de un corazón de pájaro

Por Nelly Geraldine García-Rosas

 

La abuela murió el año pasado, pero viene a verme todos los sábados y almuerza conmigo.

Cuando todavía estaba viva, le encantaba decirle a todo el mundo que éramos compañeras de piso. Le contaba a su grupo de amigas de bordado que su compi de piso había conseguido un trabajo muy chulo en la ciudad porque no quería confesarles que me había mudado para cuidar de ella, que nuestra familia había llegado a la decisión de que no debería (no podía) seguir viviendo sola. Estaba delicada y transparente. Su piel era papel vitela. Su corazón era como el de uno de esos pájaros que le encantaba bordar: rojo y pequeño y apenas vivo.