Prometeo con carita feliz ツ
Por Daniela L. Guzmán
—Soy un tlacuache y tengo la culpa de tu extinción, Armando.
Con su trompa respingada, su cuerpo peludo y sus orejitas redondas de tlacuache, Tsu me dijo dos cosas serias en toda su vida:
—Nos van a borrar, Armando.
Y esa otra: que él tenía la culpa de mi extinción.
—Armando, me siento terrible. ¿Sabes que los tlacuaches robamos el fuego para los humanos?
Tsu se acostó en un nicho de tierra y cruzó sus patitas delanteras sobre el pecho, como si el nicho fuera un diván y yo, su jaguar de cabecera, fuera su psiquiatra.
—Yo tampoco lo sabía, porque obviamente soy un tlacuache colonizado —dijo, con los ojos perdidos en el cielo—. Pero eso es lo que dicen los mitos de esta tierra. Coras, nahuas, tzotziles: la verdad está en todas partes. Fuimos nosotros. Fui yo.
No supe si bromeaba. Como muchas veces, no sabía qué decirle a Tsu ante sus verborreas informativas de tlacuache ilustrado. “Soy un tlacuache ilustrado”, solía decirme. Yo me limitaba a escucharlo a medias porque, con la otra mitad de mi cerebro, siempre le pedía paz: le rogaba al cielo que, si Tsu era la compañía a la que había sido condenado, al menos pudiéramos caminar en silencio por la selva cada vez más desertificada.
—Prometeo recibió castigo ejemplar por hacer lo mismo —divagaba Tsu—. Puede que un poco desproporcionado, pero ya sabes: los griegos y sus castigos. Aunque es muy típico de humanos creer que a los dioses se les pasó la manita con eso de que le devoraran las tripas cada noche. Pero, ¿Armando?
Tsu me volteaba a ver con sus ojos llameantes. Ya sabía que no siempre le hacía caso. Era su forma de llamar mi atención.
—¿Hmm? —Levanté la cabeza para que supiera que lo escuchaba.
—Es que, piénsalo —apeló—. A lo mejor, los dioses sabían. Ellos sabían en qué acababa todo. O sea, es que no era fuego nada más para calentar su sopita y hacer carnes asadas.
»El fuego es la industria. El humo que ahoga al planeta. El fuego es la poquita selva que nos queda, Armando. El fuego son los hijos jaguares que no tendrás—. Los ojos de Tsu suplicaban. Se apretaba el pecho con sus deditos largos—. Yo robé el fuego para que los humanos te mataran de sed.»
—Tsu… —No sabía qué decirle.
—He leído que el humano tiene una tecnología muy avanzada, pero psíquicamente es un puberto. Un adolescente que no sabe manejar, pero tiene un Ferrari. ¿Por qué? —Se cubrió la cara con las manos—. Porque un tlacuache se robó las llaves y le dijo: “Toma, primate altanero, tú conduce”.
»¡Qué gran falta de juicio, Armando! El castigo de Prometeo era justo. Los tlacuaches deberíamos ser castigados también.»
Tsu se dio la vuelta en su hoyo de tierra y yació en posición fetal, de espaldas a mí.
—No arreglaríamos nada, pero yo me sentiría mejor.
—Tsu, el castigo debería ser para los humanos —intervine, pero me ignoró.
—En cambio, ¿sabes? —me dijo—. En los mitos de acá se cuenta que los tlacuaches engañamos al viejo guardián del fuego. Mientras dormía, nos prendimos la cola y bajamos con el fuego para los humanos. Pero la única consecuencia fue que nos quedó la cola pelada. Fuera de eso, nos ponen ofrendas. Se nos concede el marsupio. Los wixaritari prohíben comer nuestra carne porque somos sagrados… Sagrados —resopló—. ¡Somos una especie maldita, Armando!
En los días subsiguientes, Tsu lo dijo sin cansarse: “Armando, eres de los últimos jaguares y es mi culpa”. Fuera de esa reiteración, Tsu caminaba conmigo en silencio por las tierras secas.
Debíamos ser una imagen extraña del fin. Siempre me lo había parecido: un jaguar y un tlacuache —otrora presa y depredador— que caminan juntos por los bordes de una selva que se encoge, en busca de agua y de la cada vez más escasa comida.
No supe darme cuenta cada vez que le pedía al cielo que Tsu se callara y me dejara pensar, porque claro, yo era un jaguar importante, tenía que pensar. Pero ¿pensar en qué? El cielo estaba teñido de humo. Las extensiones verdes cedían al color de la arena. Yo me sabía solo, sin hembras y lejos de la perduración. Un jaguar que no puede dejar un legado tampoco tiene nada en qué pensar.
En cambio, Tsu sabía que él iba a sobrevivir. La fauna pequeña sobrevive: se adapta, repta por la ciudad y aprende a rapiñar de los humanos. Tsu y los suyos lo han hecho siempre.
Él iba a sobrevivir y de todos modos ambuló conmigo por mi mundo muerto. No me di cuenta, pero tanto gris, tanto desierto sobre el que caminábamos sólo era soportable porque me enojaba con Tsu.
—Cállate. Eres irritante —le dije muchas veces.
—Y tú eres un tsundere —me decía él—. Esto es cultura otaku, así que ilústrate. Un tsundere es un personaje que se hace el insensible. “Ay, no me toquen, no me toquen. Yo no tengo sentimientos”. Pero, en el fondo, eres un sentimental. Siempre te lo he dicho, Armando: eres un oficinista melancólico atrapado en la fachada de un Bruce Wayne felino.
Sí, siempre me lo había dicho.
—¿Armando? ¿En serio te haces llamar a ti mismo Armando? —se burló de mí la primera vez que le dije mi nombre—. Mira, Armando. Lo de los nombres de por sí es una ñoñada. Muy típico de humanos eso de necesitar un nombre. Pero, ¿encima “Armando”? Es un nombre ñoñísimo, como de oficinista derrotado.
En ese entonces, Tsu agitaba sus dedos largos delante de mí, con desenfado. No creí que su energía tuviera límites.
—Si fueras humano, tú serías un señorón. Un macho alfa. Un Bruce Wayne de aire felino. Las humanas contigo… pufff. —Sonreía con picardía y ardor, como si su lengua se quemara—. Pero en el fondo eres eso: un oficinista melancólico.
Extrañaba a Tsu diciendo cosas así. Como no tenía nada en qué pensar, repasaba nuestras conversaciones desde el día uno, cuando estuve a punto de cazarlo y él se hizo el muerto sobre la hierba.
—Hacerse el muerto es el truco más viejo de un tlacuache —le espeté al verlo inmóvil, de espaldas sobre su pelaje gris—. ¿En serio crees que me la creo?
—Bueno, ¿y qué tal mi nuevo truco? —Tsu alzó su dedo índice como si alzara una antorcha, aunque el resto de su cuerpo aún aparentaba la muerte—. Mira, esta es una oportunidad única en tu vida, jaguar. Puedes comerme hoy y tener carne sólo para hoy… O puedo convertirme en…, por así decirlo, en tu vasallo.
Se puso en pie de un golpe. Su cola se agitó.
—Soy un ladrón experto y me desenvuelvo muy bien en la ciudad. En los supermercados. ¿Qué te parece si me perdonas la vida y yo te traigo bisteces frescos del súper con regularidad? Piénsalo, eh. —Tsu seguía blandiendo su dedo índice, como el animal sabio que en realidad sí era—. Apelo aquí a tu condición de apex predator porque, ¿sabes qué diferencia, a nivel neurológico, a un depredador de una presa?
Gruñí. El tlacuache me irritaba, pero era demasiado… inteligente, demasiado hablador como para que me lo pudiera comer.
—El depredador puede hacer planes a futuro. La presa sólo está ahí, vegetando. ¿Las amigas vacas? Viven en la luna. Pero tú no, jaguar. Tú sabes lo que te conviene.
Y era verdad. Si me hubiera comido a Tsu, me habría saciado una vez, pero a estas alturas tal vez ya no quedaría ni siquiera yo. Mis presas se mueren o se van porque el desierto las ahuyenta, pero Tsu me ha mantenido vivo y sano. E incluso me ha mantenido informado y me ha contado cuentos, historias de otros mundos y de otros animales que sobreviven o que pierden todo lo que aman, porque: “¿Sabes por qué sé tantas cosas? Soy un tlacuache de biblioteca: entro a las bibliotecas por las noches y robo el conocimiento de la humanidad. Yo soy un tlacuache ilustrado”.
Pero ese Tsu que me contaba historias se había ido. Tsu era un desierto también y caminaba a mi lado con los ojos asolados de fuego. Después de enterarse de su hurto cósmico, ya sólo soltaba uno que otro comentario: “¿Sabes a qué temperatura se muere el coral?” “¿Sabes cuánto bosque queda?” “Todo mi culpa, Armando… Todo mi culpa”.
Yo le insistía en que no era su culpa: que los mitos son sólo mitos. Que, en todo caso, el tlacuache que robó el fuego había sido un tlacuache muy muy anterior. No él en persona.
Pero era muy de Tsu creer que el tlacuache de los mitos era todos los tlacuaches. Tsu era escéptico respecto a la identidad personal. “Es muy típica de humanos. Y, al parecer, supongo, de felinos”. Él era tlacuache antes que ser Tsu. Dejar que lo llamase Tsu era casi una deferencia a nuestra relación de vasallaje. No. Una deferencia a nuestra amistad.
Cuando le pregunté cuál era su nombre, casi se ofendió.
—Yo no tengo eso, Armando —me dijo, cruzado de brazos.
—Si vas a estar demabulando conmigo por todas partes, de alguna forma te tengo que nombrar. El fin del mundo no se atraviesa sin nombres —le espeté—. Así que no rezongues y escoge uno.
Tsu se paró indignado sobre la tierra y, con una rama seca, dibujó una carita feliz: ツ
—Llámame así —dijo.
—¿Quieres que te llame “Emoji”? —resoplé.
—No —dijo, serio—. Es un katakana japonés, es decir, un símbolo de uno de sus silabarios. Se lee “Tsu”, me parece. Puedes llamarme así, si te complace. Aunque, cuando te acuerdes de mí, de lo que me gustaría que te acordaras es de la carita.
Y yo le decía “Tsu”, pero sí me acordaba de la carita. ツ: la sonrisa pícara, petulante. La noción de ser el ladrón más hábil de América. La conciencia de ser el vasallo, pero, ¿en realidad quién era el vasallo? Yo dependía de él. Yo era el vasallo de su alegría y de sus datos aleatorios. Tsu alegraba mis últimos días, que son todos, porque cargo los últimos días de mi especie. Y no supe darme cuenta.
Después de lo del robo cósmico, ya no sabía cómo hacer que Tsu volviera a ser ese ツ dibujado en la tierra y no sólo mi fonética vacía.
Un día, volvió de sus excursiones silenciosas a la ciudad y me dijo algo que lo empeoró todo:
—Nos van a borrar, Armando.
Tsu lo había visto en las bibliotecas, pero también estaba pasando en los acervos digitales: en todos los repositorios de conocimiento.
Antes, cuando había un poco más de verde y yo todavía me encontraba por ahí a algunos de los míos, solíamos hablar de que, si los humanos no ponían de su parte, pronto sus científicos no se darían abasto con los obituarios:
“Último rinoceronte negro”. “Lobo mexicano desaparece”. “León africano: extinto”. “Extinto. Extinto. Extinto”.
Pero extinto es una palabra fuerte para los humanos. Supongo que ellos también preferirían no tener que mencionarla. Así que eso es lo que hacen, no la mencionan.
“Nada en la tierra se puede extinguir si nunca hubo nada, ¿no?”. “En este planeta estéril nunca ha habido otra cosa que desierto”, dirá su nueva versión de la historia. “Nunca ha habido otra cosa que fábricas y combustión y nubes de humo. Nunca ha habido jaguares. ¿Qué son los jaguares? Nosotros, los humanos, estamos solos”.
Tsu me dijo que los humanos reescriben su soledad. Se están reinventando como los únicos en el planeta.
Por eso, cuando una especie se extingue, no escriben obituarios. Borran los registros históricos, queman nuestros nombres en el fuego. Hacen un voto de silencio y los presidentes decretan olvido nacional. Tsu dice que no es olvido para nosotros. Es olvido para ellos, porque son ellos quienes no soportan la vergüenza.
—Son criaturas sensibles, en el fondo —me dijo—. No soportan sus crímenes. Los entiendo. Yo tampoco soporto los míos.
Con esas palabras, Tsu se me terminó de apagar porque ya sabía que su robo, su fuego, no sólo me había borrado en cuerpo. Ahora también borraría cualquier noción de nuestra existencia.
—Yo sí te voy a recordar, Armando —dijo—. Mis hijos sabrán que me perdonaste la vida y te deben todo. Aunque, ¿sabes?, los animales no somos buenos para recordar a lo largo del tiempo. Nosotros no escribimos mitos.
Después de eso, Tsu ya no caminó conmigo. Se acurrucó sobre un montoncito de hierba marchita y pensé que yo, que era el condenado, tendría que verlo morir a él. Y después moriría yo, solo, porque los jaguares no tenemos esperanza.
—Tsu… ¿Cómo arreglamos esto, Tsu? —musité mientras vagaba solo por el borde del desierto.
A los pocos días, encontré el búnker. Un agujero de metal, de origen humano, que esos criminales habían ocultado entre la vegetación tupida, pero ya no debía servir como un gran escondite.
Volví al montoncito de hierba en el que se había quedado el tlacuache y le ordené:
—Tsu, levántate ahora mismo. Voy a llevarte a ver algo.
—Déjame morir, Armando—. Tsu entreabrió los ojos—. Nuestro vasallaje terminó. Puedes comerme, si quieres. Debes estar hambriento.
—No te permito que me insultes así, yo no me como a mis amigos —rugí—. Y te estoy diciendo que te levantes. Ladrón del fuego: tienes una misión.
—No cumplo más misiones.
—Pues entonces es tu castigo. ¿No dijiste que debían castigar a los tlacuaches? Anda, levántate, que dejar que te mueras es ponértela muy fácil.
De mala gana y débil, Tsu me siguió por la selva mermada. Entonces lo conduje hasta el borde de ese agujero de metal, que era perfecto para los fines que se me habían ocurrido. Contemplamos el borde, juntos. Tsu no entendía nada.
—Tsu, tú robaste el conocimiento para los humanos. Ahora robarás el conocimiento de los humanos. Y aquí, Tsu: justo aquí vamos a guardarlo.
Yo no tendría hijos y el linaje de Tsu no tendría una memoria tan larga. Pero, sellada dentro del metal, preservaríamos nuestra memoria a través del tiempo. No quería que preserváramos el crimen ni a los culpables. Los humanos son criaturas que no entienden y está bien. No los odio. Sólo quiero desafiar su olvido. Quiero que, si las circunstancias cambian y la supervivencia se vuelve difícil para él, alguien recuerde también a Tsu.
Quiero que lo recuerden como el gran ladrón. No el ladrón del fuego. No el que bajó la industria y los incendios y la manía de combustionarlo todo para la humanidad. Quiero que lo recuerden como el ladrón que se colaba en las bibliotecas, el que asaltaba los carritos en los que transportaban libros etiquetados para desaparición; el que jaló con sus dedos rosados pilas de libros: tratados de biología, libros infantiles en los que aparecíamos dibujados, los libros de cuentos sobre animales que tantas veces me contó y también esos compendios de mitología mesoamericana en los que se consumaba Tsu como el antiguo ladrón del fuego.
Tsu se robó todos los libros que nos mencionaban. Construyó para nosotros, dentro del búnker, el templo que salvó nuestros nombres del olvido.
Si hemos de desaparecer, está bien. Ya no existiremos. Pero existiremos aquí, en el papel. Existiremos en los mitos que alguien desenterrará, dentro de un largo futuro. Seremos reales para quien encuentre nuestras historias.
Después de sellar la tapa del búnker, cubrimos el espacio con tierra. Y, sobre el montículo, Tsu la dibujó como aquel día, con una rama seca: ツ
Mientras yo viva, mientras al jaguar le queden horas en la tierra, no voy a dejar que se borre la carita del Prometeo animal sobre el desierto.
Daniela L. Guzmán (Guadalajara, Jalisco, 1991) es narradora. Ha sido beneficiaria del PECDA Jalisco (2016-2017) y del FONCA (2020-2021) en la disciplina de cuento. Es autora de los libros de cuento Un tlacuache salvó este libro del fuego (Odo Ediciones, 2021) y Noche de pizza con mi villano (Editorial Dreamers, 2019). En 2019, recibió el Premio Nacional de Cuento Jesús Amaro Gamboa por la obra Santa Teresa nunca fue fan de Pokémon. Se graduó del taller internacional de escritura Clarion West Writers Workshop en 2021 y fue coeditora de la Revista Primero Sueño.