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jueves, 16 de enero de 2020

Capítulo #02 - Recambio, de Isa Prospero



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Recambio

de Isa Prospero


Prometió que mantendría el corazón, pero las circunstancias cambiaron. De todas formas, no era más que superstición, todo eso de que el corazón-es-dónde-habita-el-alma; no hacía falta ir al colegio para saber que es el cerebro el que da las órdenes (si no fuera así, cualquiera con un corazón bruñido sería un idiota que solo sabe gimotear o un robot sin emociones y Jô conocía a gente que lo había hecho). Era igual que vender una pierna o el hígado, solo que un poco más complicado por toda la sangre que latía atravesándolo. Pero imposible explicarle eso a su madre.

Así que no lo hace; no se lo dice. Se limita a salir de la caja de acero en la que viven sin decir palabra y, cuando ella le grita:

—¿Dónde vas?

Él miente con fluidez:

—Al desguace.

—No te acerques a la frontera —responde ella con la voz de alguien que espera ser desobedecida, pero está demasiado cansada para hacer algo al respecto.

—No lo haré —Miente de nuevo.

Después sale por la puerta y se encuentra en la favela. No es así como la llaman hoy en día la ciudad exterior, dicen en el telediario, pero antiguamente, según Marcos, su nombre era ese. Marcos estudió un tiempo, antes de que los colegios cerraran del todo, y después volvía y le contaba a Jô lo que había aprendido. Muchas cosas se le olvidaban, pero aquello se le quedó grabado: que «favela» era una planta que se convirtió en el nombre para una barriada, un arbusto espinoso con florecillas blancas que crecía en las colinas en las que las personas comenzaron a construir chabolas. Aquello sorprendió a Jô por dos motivos: primero, que algo feo pudiera recibir el nombre de algo bonito, y segundo, porque él nunca había visto una flor y no lograba imaginar una creciendo donde él vivía.

Aquí, cerca de donde corría el antiguo río antes de ser cementado, no crecía nada en los retazos de tierra que había entre las franjas de asfalto. No es que las cosas fueran mejor en otros sitios. Una ciudad con nombre de santo; vaya chiste. Solo hacía falta pasar un poco de tiempo en São Paulo para dejar de creer en Dios. En la iglesia, cuando su madre lo arrastraba hasta allí, hablaban de recompensas, campos verdes y abundancia; sin embargo, todo lo que él conocía eran cenizas, sangre y humo.

Y los curas decían que tenía que estar entero para entrar en el Cielo. Otro chiste. Era fácil para los cabrones de los ricos que compraban partes de gente como él, renovándose constantemente. Pero si la única fuente de ingresos era tu cuerpo, no te quedaban muchas opciones.

El padre de Marcos tenía un empleo, así que Marcos podía estudiar y estaba casi entero. Había recambiado su ojo cuando era pequeño su madre había enfermado y necesitaban el dinero y un pulmón algunos años después crisis del mercado; los precios subieron cuando un incendio destruyó las cosechas. La gente era reticente a vender sus miembros porque era demasiado obvio no conseguirías un empleo decente si estabas completamente recambiado―, pero les interesaban a los ricos, así que se vendían caros. Además, era mucho más seguro cambiar un brazo o una pierna más fácil de instalar, menos opciones de cagarla. Los órganos presentaban todo tipo de problemas con el tiempo, especialmente si te buscabas un médico de los bajos fondos y no uno de verdad. Pero los médicos de verdad se quedaban con un porcentaje tan alto que apenas valía la pena la visita. Sus recambios eran mejores, pero Jô conocía sitios que conseguían órganos más baratos de países lejanos, de forma que la parte del donante era mayor.

Todos sus recambios habían tenido lugar así: el brazo, la pierna, los pulmones, el riñón y los ojos. Su madre lloraba cada vez, diciendo que nunca entraría en el Cielo, pero Marcos decía que eso era una bobada. Si había un Dios, argumentaba, tenía que saber que la gente no tenía elección. Si no, ¿de qué servía?

Jô le creía. No porque le importara especialmente lo que ocurriría después de la muerte, sino porque confiaba en Marcos para todo. Nunca había conocido a nadie más inteligente. Desde que eran niños y vivían uno al lado del otro, Jô podía pasarse el día escuchándolo hablar de cosas que no entendía completamente, explicar conceptos con dibujos y letras en el polvo.

Era milagroso, la manera en que funcionaban los dedos de Marcos: creadores de escenas y mundos enteros, delicados y precisos. Una vez se enganchó la mano en chatarra y aulló al liberarla, pensando que perdería los dedos; los otros chavales se rieron y le llamaron niñita, pero Jô comenzó a llorar también. Sería una pena perder esos dedos. Unos dedos bruñidos no dibujarían tan bien.
Aquella era otra cosa que su madre desaprobaría: que esté enamorado de un chico. Tal vez lo desaprobaría aún más que lo de vender su corazón. Y definitivamente no aprobaría el motivo por el que lo iba a vender.

El pensamiento no ralentiza su paso mientras recorre los estrechos callejones hacia su destino. La doctora vive cerca de la frontera, próxima a la ciudad exterior que necesita vender y a la ciudad interior que quiere comprar. Hay una verja allí, con una puerta ancha y guardias con ametralladoras gigantes. Detrás de ella, la ciudad se yergue infinita y vertiginosa, rascacielos grises arañando un cielo del mismo color. La puerta está abierta durante el día, pero no consigues pasar si a ellos no les gusta tu cara o tu color. Marcos solía tener que enseñar sus papeles para pasar, demostrar que iba a trabajar.

Jô no se sorprendió, con aquella mente y aquellas manos, pero qué desperdicio era ponerle a limpiar lavabos y suelos. Pero a Marcos no le importaba: le había contratado una familia que vivía en un apartamento privado con jardín.

Tienen árboles, le contaba a Jô por la noche, árboles de verdad como en los antiguos bosques, aunque de especies que nunca crecerían de manera natural aquí: las semillas las traían de partes diferentes del país y se replantaban en casas particulares, explicaba, pero, aun así, era increíble. El mismo aire es diferente, decía, y hay olores que no creerías. Entonces trataba de definir esos olores, haciendo reír a Jô porque «como el cielo cuando está azul» no significaba nada.

—Ojalá hubiera vivido en aquella época —dijo Marcos una noche, cuando estaban sentados en el techo de su chabola— Antes de todo esto. —Le dio una palmada al brazo de metal de Jô, que reflejaba la luna—. Todo aquello. —Apuntó al aire, a la noche, a la ciudad que se alargaba en la distancia, millones de lucecitas en el interior de unas espirales oscuras. Entonces se calló, los ojos perdidos en algún pensamiento triste, y Jô dijo:

—Háblame de las flores otra vez. —Y recibió una sonrisa que hizo que la noche pareciera iluminarse.

No hace tanta luz ahora, a pesar de que el sol cae sobre él sin compasión y se refleja en el acero a su alrededor. La casa de la doctora es una caja como todas las demás, pero su olor es inconfundible, una mezcla de sangre y antiséptico. No es una doctora de verdad, claro, no como los enteros con sus diplomas; el mote es mitad burla, la forma en la que las cosas funcionan por aquí. De vez en cuando la arrestan, para siempre acabar soltándola, porque alguien debe hacer este trabajo.

Ella frunce el ceño cuando él entra, y aprieta los labios. Una pausa incómoda tiene lugar, durante la que él piensa que ella va a decir algo diferente, pero lo que sale es:

—Tu madre me ha dicho que no te opere.

—Da igual —dice Jô—. No lo sabrá si usted me cose bien. —Se da un golpecito en el pecho.

La mujer levanta una ceja.

—Esto es delicado. Debes entender que hay una probabilidad de que…

—Necesito volver a casa antes de cenar. ¿Podemos hacerlo ahora? ¿Tiene un comprador?

Ella duda, después suspira.

—Siempre lo hay para un corazón.

Lo hacen allí mismo. Él no va a recordar nada. Queda inconsciente por algo potente que ella consigue Dios sabe dónde y se despierta unas horas más tarde sintiendo un dolor punzante en el pecho. Baja la mirada a la cicatriz, una línea carmesí rabiosa. La doctora dice que el dolor mejorará después de unos días. Él lo duda.

Pero nada más parece diferente. Es buena.

—¿Tiene algún traje por aquí? Tengo que pasar al interior —dice él, la mano resbalándose con su propia sangre cuando se incorpora. Lo tiene: un chico de su tamaño murió hace dos días, después de que su pulmón bruñido se estropeara. Jô coge una camisa de manga larga que oculta su brazo y pantalones que disfrazan su pierna. No puede hacer mucho con los ojos, pero probablemente no lo paren por eso; hasta en la ciudad interior la gente vende un ojo o dos.

Lo dejan pasar por la puerta y toma un tren, cuatro paradas, con los ojos bajos, su mano carnosa aferrada al dinero dentro del bolsillo del pantalón. Sale. Encuentra la tienda fácilmente quedaba de camino al trabajo de Marcos y hablaba de ella todo el tiempo―, pero se detiene antes de entrar. Es la primera vez que está en un lugar como este. Es cierto que huele diferente, piensa.

Entonces el momento estalla. Lo pone nervioso estar cerca de los enteros, que lo observan como si supieran de dónde viene y echan un vistazo a los guardias en caso de que tengan que llamarlos para que cojan a Jô. Él se limita a comprar lo que ha venido a buscar y se marcha. Después regresa: las cuatro paradas, la puerta, entra en la ciudad exterior, gira a la izquierda y camina, camina, camina. Las casas se dispersan y después hay un trecho de tierra quemada llena de chatarra recuperable el desguace y al otro lado, un muro de cemento con una puerta diferente. Más pequeña. Siempre abierta.

Marcos juró que no estaba robando; sólo quería ver cómo era la textura, parecía tan suave, tan diferente al metal. Pero aprendió que las flores son frágiles. Un pétalo cayó. Le llamaron ladrón y le dijeron que los ladrones no necesitan manos.

 Lloró durante días después de que se las llevaran.

Algunas semanas después parecía estar bien, pero Jô podía ver la diferencia: sus sonrisas ya no le brillaban en los ojos, y los ojos se perdían en la distancia. Jô le pedía que hablara de las cosas que sabía, de las cosas que le gustaban, pero recordar los jardines solo le dejaba más triste así que dejó de pedir, observando con impotencia cómo Marcos cada vez estaba más silencioso, cómo aquella mirada lejana se volvía para dentro, hacia algo que solo él podía ver. No podía conseguir un trabajo con aquellas manos. Tendría que empezar a vender también.

No es culpa de la doctora, piensa al entrar. Es buena en lo suyo. Las vidas aquí afuera son cortas.


La única placa es de acero, con su nombre grabado, la primera palabra que Jô aprendió a leer, pedida en lugar de su propio nombre; la solía dibujar en el polvo cuando se encontraba solo. La lee ahora, murmurando los sonidos para sí como si fuera un rezo. En frente de la placa, la única tumba con semejantes galas, deja una flor que costó un corazón. 


Isa Prospero


Isa Prospero vive en São Paulo, desde donde traduce, corrige y colecciona libros. 

Sus trabajos de ficción han aparecido en varias publicaciones brasileñas, incluyendo Trasgo, Mafagafo y Superinteressante, así como en la revista The Fantasist, Strange Horizons y en antologías internacionales. 

Para leer más, visita su página web.



Avisos por contenido sensible: Mutilaciones, sangre, homofobia.

2 comentarios:

  1. Recambio es un cuento hermoso. Cierto que las temáticas y la perspectiva desde donde las propone no son lo más auténtico del texto, pero -y sería fabuloso poder leerlo en portugués- sí lo es la manera en que está escrito. Incluso desde la traducción -quizás por la hermandad entre nuestras lenguas- me atrevo a decir que se conserva el tono opresivo y la descripción en apariencia fría de esa sociedad (intencionalmente demasiado parecida a la nuestra en lo injusto, lo discriminatorio, lo religioso... lo inconsciente). Me mantuvo desde el principio triste, aunque no preví el final, porque por el tono se espera que sea descorazonador (no por lo literal... sino por lo que subyace en la intención revelada solo en las últimas oraciones). Esta tensión es resultado, en gran medida de ir conducides por esa primera persona mutante a tercera solo en lo gramatical (vista subjetiva como de videojuego).
    Gracias por presentarme esta autora, le tengo mucha curiosidad. La buscaré porque me ha quitado el corazón a mí, también.


    Aviso: ya he comentado pero no lo veo y me parafraseo... lo digo por si aparece muy similar dos veces 😏❤️🌻.

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  2. Mil gracias, Milena, por este comentario tan hermoso y atento. Qué alegría que te haya gustado el relato. Muchos besos para ti!

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