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miércoles, 19 de abril de 2023

Capítulo #72 - Su nombre es Ceres, de Solange Rodríguez Pappe

Su nombre es Ceres

por Solange Rodríguez Pappe


Yo estoy libre de cualquier responsabilidad porque a la muchacha la eligió Sofía. Nos pusimos de acuerdo en pagar a medias un cuidador para la mamá desde la Navidad definitiva en que confundió la maicena con bicarbonato al momento de hacer la salsa de mostaza para las guarniciones. Después de ese incidente convinimos en que la mamá ya no podía estar a su aire, que ya mucho aislamiento había tenido en ese lustro de viuda en que pasaba sus días alimentando a los animales del vecindario que venían a tener vida salvaje en el jardín. A demás, nos dio miedo de que se envenenara sola mezclando sazones y luego nos culparan de su asesinato. Creíamos que requería ayuda porque con el tiempo la casa parecía haber duplicado su tamaño, ya no era una villa reluciente con un porche florecido y un espacioso patio en un barrio residencial, ahora era una casona con habitaciones deshabitadas en medio de edificios que parecían titanes. Debíamos de reconocer que con nuestros respectivos rumbos adultos, ambos no le prestábamos atención ni al hogar del que habíamos venido ni a la madre.

La reja frontal que siempre me había parecido preciosa porque en la curva de sus puntas imitaba una cornamenta de un reno, se había oxidado y había tomado la forma de un ramaje calcinado por el sol;  los dormitorios posteriores que colindaban con el patio de tierra sufrían de una persistente invasión de termitas. Había cucarachas que salían por la rejilla de las duchas y cada cierto tiempo, con un buen chaparrón saltaban los fusibles de luz. Sofia se reía de mis ambiciones de poner a la mamá en un cuarto y rentar el resto de la casa a universitarios. Necesitamos un mediador, dijo Sofia, alguien que la convenza de poner el bien en venta; entonces la idea de buscar a quien nos ayudaría en alguna congregación fue suya. Esos sitios parecen estar llenos de personas con muchas necesidades económicas, argumentó, aceptarían cualquier oferta. Sonó como una buena idea, yo empecé a ir a misa para buscar muchachas con pinta de ser mansas y Sofía se fue a las reuniones de los carismáticos porque ella los había tratado de las épocas en tuvo dudas de fe y empezó a hacer cosas extrañas. Casi la perdemos, pero esa es otra historia.

Llegó un domingo por la tarde con una maletita de ruedas y un bolsón de tela a rebosar donde tenía libros, religiosos, pensé, seguramente carga esas biblias ilustradas con hojas enchapadas en dorado. Me daba vergüenza volvernos de esas familias que tienen a la entraba las escrituras abiertas en el salmo 91, el que dice “Él me invocará, y yo le responderé”. Me dijo como se llamaba y yo inmediatamente olvidé su nombre. Sobria, con esos faldones que usaba tenía trazas de monja o de campesina. Su rostro corriente no era agradable de mirar. Tal vez lo más llamativo era su pelo cobrizo, con algunos mechones canos. Una mata sucia que llevaba sujeta en una trenzan rematada en lazo, una coquetería obsoleta, infantil, pero fuera de ello nada en particular. Una chica para barrer, lavar, preparan comida, con las caderas anchas de una madre. 

Le reproché a Sofía no haber encontrado a alguien más joven. Para lo que le pagamos, contestó y no es tan vieja, no debe tener ni 30 años, creo que como se viste le suma edad. Tiene algo que inspira calma, ¿no crees? Tampoco es que había opciones. No sé, le dije, es demasiado apacible, parece sordomuda. Que se acoplen primero y luego la instruimos para que vaya convenciendo a la mamá de que acepte los arreglos para a venta. Creo que el mayor problema va a ser el jardín, eso no tiene solución, conseguimos a alguien que arranque las plantas muertas, espantamos los bichos, embaldosamos y ya. Yo creo que, con una mano de pintura y fumigación, podrían darnos unos cien mil dólares y si sacamos los mangos, la granada y otras plantas grandes tal vez hasta podamos hacer un departamento horizontal y alcanzar otros veinte mil diciendo que es una casa rentera. Todo esto lo conversábamos en susurros los fines de semana cuando coincidíamos en los almuerzos. Ni la mamá ni el papá tuvieron visión, pero nosotros sí aspirábamos. 

La mamá tenía la costumbre de llamarme por las noches antes de irse a dormir. Se tomaba sus pastillas y en pleno delirio narcótico me timbraba para reportar su día: la hora en que se despertaba con los pájaros trinando, los platos con sobras que ponía en pórtico, las conversaciones con amigas decrépitas con las que intercambiaba síntomas, el dolor en la ciática que se había movido de lugar hacia el centro de su espalda. Usualmente, el tema de conversación era Dimas, el gato blanco que alguna vez había aparecido para ahuyentar a los demás machos y declararse dueño de todos los territorios de esa cuadra. Era intratable. Solo ella podía aproximarse un poco cuando le daba las sobras y pasarle la mano por el lomo. El momento en que ya no tenía de qué hablar con la mamá, conversábamos sobre lo que Dimas había hecho y lo que no, como si se tratara de hazañas interesantísimas. Cumplida mi cuota de interés, con cualquier pretexto la cortaba, le decía que debía preparar una presentación para la empresa, que iba a ir al cine con una amiga nueva o, lo que fuera. El reciente divorcio me había abierto una nueva vida privada a la que no le daba ningún pase. No obstante, siempre me pareció una muestra de cariño que prefiriera hablarme a mí en lugar de a Sofía, creo que todavía no le perdonaba algunos pecados de su juventud.

Pero con la llegada de la muchacha las cosas cambiaron. Sofía realizó un par de visitas intempestivas para constatar cómo se estaban llevando y quedó agradablemente sorprendida. Ahora mamá, va con los pelos aplacados, como corresponde, me contó entusiasmada, ha vuelto a los juegos de mesa, come con apetito lo que la chica cocina y pasa más tiempo haciendo jardinería. Juntas están removiendo la tierra que ya estaba cascaruda, preparándola para sembrar. Me ha pedido semillas de pimiento y de tomates. Seguramente por las costumbres de esta chica que viene del campo, van a entretenerse con un pequeño huerto y ya han plantado un árbol de aguacates, aunque me parece que esa no es una planta de este clima, tremendo chasco se van a llevar cuando lo les brote nada.  

Por mi parte, las llamadas diarias se espaciaron, ahora era ella la que parecía sin tiempo para conversar. Cuéntame cómo está Dimas, mamá. Ya lo sabes, me decía con la voz amodorrada, entra y sale. Ahora le hace más caso a la que le da de comer que a mí, contaba antes de lanzar una risita borracha de sueño. A veces, trae pataleando palomas todavía vivas y se las come en el patio frontal mientras gritan. Empieza por el centro, por las tripas. Jamás había visto a nadie devorar. Luego del almuerzo de ese domingo Sofía barrió los despojos de lo que había merendado Dimas y que la mamá no había tenido tiempo de limpiar:  un par de patas tiesas y una cabeza con el pico entreabierto. Ahora sí somos la casa Usher, bromeo con su característico humor macabro.

Un viernes en que mi cita canceló a último minuto, tal vez por nostalgia, la llamé sin esperar que ella lo hiciera y me contestó esa chica. Jamás recuerdo cómo nos referíamos a ella en ese entonces.  La muchacha, jamás la doméstica, como les decían algunas matronas que tenían personal a su servició que caminaban unos pasos atrás de ellas en los supermercados con la mirada baja. La señora Rita no puede ponerse ahora, dijo una voz de ángel, está haciendo sus ejercicios espirituales. Alejé el auricular de mi oreja porque pensé que había marcado a otra residencia; la manera delicada de quien me atendía no calzaba con el aspecto duro con el que la asociaba, esta criatura que me hablaba era dulcísima. Y tras esa declaración, un coro destemplado de voces acompañado instrumentos imprecisos se vino por la línea telefónica y llegó hasta mi lado, desconcertándome. Alababan y lloriqueaban. Entre el barullo de los panderos, lo que decían era indistinguible, una mezcla de maullidos con lamentaciones. Cuando termine, dígale que me llame de vuelta, pedí con igual cortesía y luego colgué. Hay cosas sobre las que no tengo claridad y que se han ido despintando con los años, pero lo que sí evoco bien es que me tuve que sentar en el piso del departamento, que apenas tenía muebles, y que me quedé largo rato con la mano sobre el mentón, pensando en lo que acababa de escuchar.

El teléfono no volvió a timbrar esa noche. Por supuesto, Sofía tomó a mal que la culpara. Todos los viejos se vuelven religiosos con la edad, vociferó, les da esperanza. Por supuesto contesté, pero te has puesto a pensar en que algunos les dejan las propiedades a las iglesias. No sabemos qué trabajo está haciendo esa mujer con la mamá ni a que personas están metiendo a la casa, te digo que escuche un bullicio de locos, deberías volver a vivir con ella. Claro, me confrontó, porque los cuidados de los viejos nos corresponden siempre a las mujeres solteras. Sin tan preocupado estás por nuestro patrimonio, Emilio, a ver si te haces un poco más presente y vas a visitarla, que la madre es de los dos.

El domingo en que pasó el acontecimiento, Sofía y yo seguíamos evitándonos, así que el plan era llegar cerca de las doce y permanecer hasta las tres y luego ella llegaría a las cuatro y se quedaría hasta las ocho. Como se acercaba el cumpleaños de la mamá, llevaba como postre una torta de frutas en el asiento junto al conductor y pensaba traerme a casa lo que sobrara, a casa a manera de ajuste de cuentas, porque Sofía amaba los dulces; de haber sido otra la circunstancia hubiera conducido sereno por la ciudad semi desierta, aprovechando la falta de tráfico, pero salí de casa con fastidio, presintiendo la posibilidad de una confrontación. Cuando tomé la esquina para voltear a la derecha de la cuadra, vi el bulto blanco sobre el pavimento y lo tomé por una envoltura suelta. Ya le iba a pasar por encima cuando, atravesado por una claridad que me partió con su caja me percaté de que se trataba de Dimas. Me detuve en seco, la tarta salió disparada con su envoltura y fue a dar contra la guantera. Bajé guardando la esperanza de que se tratara de un error de mi vista, pero al parecer la fatalidad había sido certera y rápida. A Dimas no se lo veía muy estropeado. Inmediatamente pensé en la mamá, en su corazón acongojado, llamando a un gato que jamás acudiría por su comida nocturna. Determiné que ninguna circunstancia debía ver el cadáver así que, actuando rápido, lo cubrí con el parasol del coche mientras otros conductores me pasaban con dificultad por los lados y me pitaban por obstruir el tráfico. 

Corrí hasta la casa y ya iba a llamar al timbre cuando encontré a la muchacha haciendo una cosa extrañísima que con la alteración que traía encima, pasé por alto. Estaba sentada en el jardincillo de la entrada limpiando con trapo las inmensas hojas de una planta a la que llaman Costilla de Adán, se notaba a cuáles había dejado reluciente y cuáles faltaban por lustrar. ¡Ayuda!, le grité. Me quedó mirando boquiabierta como si estuviera viendo un loco. Necesito que ella no se entere, fue lo primero que dije, mataron a Dimas, quiero que me consigas una bolsa. 

Un rato que se me hizo eterno me contempló con esa mirada bobalicona que yo había notado en la primera impresión. Esa está bien, le dije señalando el plástico en el que ella venía recogiendo la basura de la jardinería. Si me ayudas trayendo esa funda negra lo agradecería mucho, pero no tienes que mirar como lo hago, si no deseas. Su rostro hinchado por el sol era inexpresivo y vago, pudo haber tenido tres décadas o sesenta. Silenciosa, me siguió, no tuvo problema en ir por Dimas. Tampoco evito la impresión de su cadáver con la mandíbula fracturada. Era corpulento y de lana áspera, una fierecilla a la que se le había acabado la suerte. Lo puse en el fondo de la bolsa y lo cubrí con las hojas secas. Voy a buscar un vertedero donde dejarlo, ya vuelvo a casa. No, me dijo ella con su voz de flores, acá dentro hay un lugar. Y entró a la casa cargando la bolsa rumbo al jardín profundo. La perdí de vista un rato mientras con una botella de agua yo terminaba de lavar la sangre de la calzada. Sabía que el canicular haría el resto y allí no habría pasado nada.

El hueco que ya tenía cavado no era muy profundo, iba a ser para un rosal. La mamá había adquirido crotos multicolores y un arbusto de peregrinas que aún permanecían en sus respectivas fundas. Me pareció que mientras lo cubría con tierra usando una pala de jardinería, a veces sus manos, la chica cantaba bajito, algo vago, inentendible, el sonido del arrullo de quien conducía a un niño hacia el sueño. Ponía yerbas, ponía puñados de hojas, se acababa el canto y volvía empezar. Tampoco recuerdo bien esa parte y tampoco logro explicarme porque me pareció tan natural que ella cavara y yo me quedara en la sombra sobrecogido, a punto de llorar, cediéndole todo el terreno, si ese había sido mi jardín toda la vida aunque ahora no reconociera toda su frondosidad. Incomprensible, porque apenas unos meses antes el suelo estaba rajado de lo seco. Entonces no sé si fue el sol, a veces, demasiado sol confunde las cosas; la chica recogió su falda para tener mejor equilibrio con las sandalias y pude ver sus tobillos blanquísimos cubiertos de un vello oscuro, como un lanugo. Ella alzó la vista y me miró como si supiera todo lo que venía pensando sobre su estupidez. Y pude ver en esos ojos, que ahora recuerdo imprecisos, una combinación de desprecio y de piedad.

La mamá nos descubrió antes de que ella y yo tuviéramos que empezar un diálogo incomodísimo. Estamos trasplantando, le expliqué, qué hermosas tienes ahora a las plantas. Después añadí nervioso, te traje un postre y lo recordé desparramado en el auto, pero se me quedó en casa. Entra ya, me dijo la mamá, sin paciencia, siempre fuiste un bobo. Por suerte la muchacha ya había acabado su ceremonia y se limpió las manos en el delantal. No recuerdo qué almorzamos, pero lo acompañamos con ensalada de aguacates. La chica se volvió una sombra que comió en la cocina y no volvió a aparecer el resto de mi visita. Parloteé, mi diálogo fue una cagadera verbal en la que hablé de todas las mujeres con las que había salido en los últimos meses, de mis enfermedades imaginarias, de mis miedos económicos y la hice reír. La noté saludable entre cucharada y cucharada y solo de imaginarla llorando en la noche por Dimas me provocaba darme de bofetones yo mismo, pero negarlo, negarlo a veces era lo mejor para el corazón.

Esperé la llamada de la noche en la ventana con el primer cigarrillo que encendía en semanas. Si me estiraba lo suficiente y pasaba por alto los cables telefónicos que se enredaban sobre los techos, podía alcanzar a mirar un pedazo del río alumbrado por la luna que justificaba el precio de la pieza fea, pero cerca de la naturaleza. No sé porque puedo traer al presente esas cosas y no otras, si dicen que recordamos solo lo que nos emociona. Fumé, pensé y fumé. Coloqué en dimensión las situaciones de esa tarde, mintiéndome, diciéndome para mi tranquilidad que era falsa esa sensación de que la muerte de Dimas provocaría en la mamá algo irreversible. Cuando el teléfono sonó cerca de las doce, lo tomé tan rápido que la base casi se estrella contra la cerámica. Era Sofía. ¿Sigues molesta conmigo? Me preguntó ¿Cómo está la mamá? La interrumpí. ¿Cómo lo lleva? ¿Está bien? Está perfecta, la acabo de dejar. Se quejó porque olvidaste la tarta de frutas que le habías prometido para celebrar su cumpleaños. Cuando me fui, la dejé junto con la muchacha dándole de comer al gato ese que se zampa medio pájaro y deja las cabezas como regalo. Me dijo que ambas estaban determinadas a revivir el jardín y luego acondicionarían la casa para recibir visitas porque ahora atendía en el patio a las amigas del culto, me invitaron. Está gordita. Hasta más joven la vi. No sé Emilio, a este paso la mamá nos va a enterrar, habrá que ir pensando quién va a cuidarnos cuando estemos viejos. 


Solange Rodríguez Pappe. Guayaquil, (1976). Es una escritora interesada en todas las formas narrativas del relato tanto clásico como contemporáneo y en las historias de corte fantástico y prospectivo.  Publicó siete libros de relato en Ecuador antes de llegar a España por medio de la editorial Candaya con " La primera vez que vi un fantasma" (2018) y  con "De un mundo raro" ( 2021) , por la también editoral española In limbo. En la actualidad es docente de la Universidad de las Artes de Guayaquil y dirige las jornadas Es país para cuentistas donde explora y difunde este género que tanto le entusiasma.


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