Salvaje
por Priya Sharma
Kush me condujo al baño nuestra noche de bodas. Los azulejos blancos y los espejos me pusieron nerviosa.
Entonces ví que ya había dispuesto una bandeja de acero sobre el lavabo con jeringuillas, agujas, ampollas y paquetes de vendas. El bisturí parecía pequeño e inocuo. Mi labio se curvó, y mostró mis dientes.
Tras el funeral de Kush, regresamos a la casa que él y yo compartíamos. Este ejemplar de modernidad que él mismo había diseñado, era su sueño y estaba construido en el límite de un bosque, en contra del sentido común porque yo echaba de menos los árboles.
Lisa y yo colocamos la comida en la cocina, lista para llevarse hasta los dolientes. La cocina eran los dominios de Kush. Le encantaba cocinar.
—¿Qué te parece? —había preguntado Kush cuando la primera encimera estaba en su sitio.
Las encimeras estaban hechas de cemento muy pulido. Descansé la mejilla contra la superficie sedosa y fría. Kush me imitó, mirándome a la cara, sus ojos estaban llenos de pensamientos.
—¿Qué bandeja para las gambas? —Lisa me habla como si fuera un animal herido.
—La azul. —Me molesta que interrumpa mi tren de pensamiento.
Una hora antes del funeral Lisa me cepilló el pelo y lo ató en una coleta. Quería que mi sufrimiento superara el de ella, quería restregárselo por la cara. Cuando me recordó que me pusiera los zapatos, porque yo había intentado ir hasta el coche con los pies enfundados en las medias, me di cuenta de que lo que estaba sintiendo era real, no una afectación justificada.
—¿Dónde están los colines? —preguntó Lisa.
—En la despensa.
Kush había insistido en que hubiera una despensa. Me gusta. Un depósito para las estaciones difíciles.
—No los veo.
Me uno a ella. Rebuscamos entre las cajas y los paquetes sin mirarnos. Lo que hay entre nosotras está hecho de plomo. Me congelo cuando escucho voces en la cocina. María y Naomi.
—Pobre Ava. —Esa es Naomi—. Está destrozada.
—No estoy segura de que yo pudiera tener tanto autocontrol como el que ha mostrado hoy. —María es una de las pocas mujeres que conozco que quiere de verdad a su marido.
—Está en shock. —Naomi hace una pausa—. ¿Recuerdas la pelota de netball?
Suena afectuosa, no burlona. Yo también he aprendido a reírme de aquello. Lisa me había llevado al club. Estaban intentado enseñarme a jugar. Pocas mujeres trabajan, así que tienen que ocupar su tiempo. Yo estaba tan emocionada por la persecución que salté sobre la pelota e intenté morderla.
—Kush era tan buen hombre… —Suspira María—. ¿Qué va a hacer ella ahora?
El doctor Garston me había hablado de la menstruación, pero yo no estaba preparada, en realidad no. Para empezar, no había mencionado el dolor.
Me desperté con un calambre en la parte más baja de mi estómago, como si hubiera comido algo podrido. Había esperado que llegara la diarrea, pero no llegó nada. Me sentía incómoda. Húmeda entre las piernas. Olí el hierro, no el bueno y fresco sino viejo y descompuesto. La cantidad de sangre me sorprendió. Metí papel de váter a presión en las bragas y fui al supermercado. Saqué toda mi asignación, no estaba segura de cuanto costaba tener la regla.
Me quedé de pie frente a un muro de productos de higiene íntima. Tampones. Compresas. Salvaslips. Con alas, sin alas. Para flujo ligero, medio, abundante. Cogí un paquete con la foto de una chica montada en una bicicleta. Quería hacerlo pedazos para no tener que ver su sonrisa estúpida.
La verdad era que todo el supermercado me enfurecía. Jabón. Pan. Agua en botellas, ¡venga ya! Una docena de opciones para cada cosa y aun así sin alternativas sobre cómo vivir.
«Las mujeres son sacrosantas», había dicho el doctor Garston. «Escasas. Estáis protegidas a cualquier precio. A cambio debéis llevar a cabo vuestro deber».
Quería salir corriendo pero mi cuerpo, remodelado recientemente, no era tan rápido como lo había sido una vez.
Una pareja de mujeres que portaban cestas de la compra apareció por el pasillo y caminaron más lento según se acercaban a mí. Apestaban a flores falsas. Una de ellas ahogó una risita. Me giré bruscamente, dándole la espalda a las estanterías, justo a tiempo para ver cómo una de ellas arrugaba la nariz con asco.
Me puse roja de la vergüenza. Llevaban uniformes; vaqueros estrechos y jerséis largos, con cinturones atados en la cintura. En comparación, yo era bajita y regordeta. No tenía su pelo sedoso ni su cara pintada.
Afuera en los bosques, mis hermanas y yo las habríamos arrastrado por el suelo. Habría colocado los dientes contra sus cuellos, no para romperles la piel, sino para ponerlas a raya.
—¿Necesitas ayuda? —Una tercera mujer se aproximó. Olía a azúcar y vestía como las otras, pero las obligó a seguir su camino con una mirada llena de dentelladas y gruñidos.
—Eres Ava, ¿no?
Yo era tristemente famosa. Ava-la-chica-perro. Criada por lobos que se habían escapado de zoos, o chuchos salvajes. Era inconfundible. Ojos grandes bajo un pico de viuda marcado. Manos y pies grandes.
Lo intentó de nuevo, haciendo un gesto hacia el paquete de compresas en la mano.
—Puede ser abrumador.
Se sacó una bufanda del bolso:
—Toma, átate esto alrededor de la cintura. Tienes sangre en la falda.
Yo hice un gesto de dolor, pero ella habló con delicadeza mientras me rodeaba con los brazos y aseguraba la bufanda con un nudo habilidoso a la altura de mis caderas.
—¿Es tu primera regla, no?
Asentí.
—Vamos a conseguirte unas cuantas cosas. —Lanzó paquetes a la cesta con la confianza de una mujer versada en la menstruación.
Así fue como conocí a Lisa.
—Me quedo aquí esta noche.
Todos los dolientes se habían marchado, incluido el marido de Lisa, Paul. No me lo podía imaginar tocándola. La guardaría en una estantería como un trofeo si pudiera. No le gusto.
—No. Pero gracias por la oferta.
Mi formalidad la confunde. Es lo suficiente para hacerle daño pero no lo suficiente como para que se ofenda. La viudedad es una espada y un escudo.
—Te ayudaré a limpiar. —Lisa comienza a raspar un plato como para demostrarlo. Siempre me he negado a tener servicio. No quiero que haya desconocidos en mi territorio.
—Déjalo. —Le quito el plato y el tenedor de las manos y los dejo sobre la mesa—. Necesito mantenerme ocupada. Toma, llévate esto. No me quedan jarrones.
Le entrego a Lisa las flores rosas grandes. Peonías de uno de los solteros, entregadas como si ya fuera un pretendiente. Odio las flores cultivadas. Dame campanillas de invierno o anémonas de bosque. Dame matas de prímulas. O mejor todavía, un montón de campanillas en flor. Mis hermanas y yo nos revolcábamos en ellas y su fragancia se prendía a nosotras durante días.
Lisa coge el ramo pero se le resbala de las manos y aterriza en el suelo. Es la primera vez que la miro a la cara hoy. Sus hombros suben y bajan con sus sollozos agitados. No sé por quién llora.
Sé que debería hacer contacto físico con ella. Es lo que la gente hace en estas circunstancias.
—Lo siento. —Rebusca en sus bolsillos y saca un pañuelo arrugado con el que secarse los ojos.
—Ha sido un día difícil para ambas. Vete a casa. Descansa. Tu marido te está esperando.
La pulla encuentra su sitio. Lo sé por cómo trata de recomponerse. Está a punto de decir algo pero no quiero hacer esto con ella. Ahora no. Todavía no. La apremio con un:
—Te llamaré mañana.
—De acuerdo, Ava. Si eso es lo que quieres.
—Lo es.
La casa cae en un arrullo cuando cierro la puerta principal tras ella. Escucho sus murmullos suaves. Solían hacerme mirar por encima del hombro para ver quién estaba allí.
Kush está presente en cada detalle. La gente siempre comenta de su ojo para los detalles. Cada habitación es una selección cuidadosa de belleza. Líneas de porcelana en estanterías metidas en recovecos con iluminación inferior. Antiguas plumas de tinta en bandejas de malaquita. Libros dispuestos con cuidado en lugar de apilados en las estanterías.
Lleno el lavavajillas y limpio las superficies. Empujo la aspiradora por el salón. Algo demasiado grande para el apetito del aparato se atasca en su interior. La máquina emite un quejido que se convierte en un aullido agudo. Caigo de rodillas y respondo a su aullido con el mío.
Desde la muerte de Kush me resulta más fácil dormir con las persianas subidas porque así puedo ver la silueta de los árboles. El bosque es mi amigo. Me imagino que en sus profundidades oscuras se esconden conejos, zorros y búhos. El mundo natural se repone sin la plaga del ser humano, ahora que la población decrecida se agrupa en las ciudades.
No es que duerma bien. Permanezco tumbada despierta, dejando pasar el tiempo, y después me adormezco de forma intermitente para luego despertar de nuevo una hora más tarde.
Me lleva varios latidos de corazón darme cuenta de que Kush no está a mi lado y nunca lo volverá a estar. Ahora que se ha ido y que tengo lo que vine a buscar, debería irme.
Las luces de seguridad se encienden bruscamente. A veces algún animal en busca de alimento provoca eso. Espero a que las luces se apaguen pero no lo hacen. Me acerco a la ventana.
El mundo es de un blanco brillante bajo los focos. Desde mi perspectiva privilegiada veo un movimiento rápido en el camino bajo mis pies. Sea lo que sea, es rápido. Los focos se apagan de golpe y las luces del otro lado de la casa se encienden, su resplandor cae en diagonal por la hierba.
Estoy aquí sola en mi caja de cristal al borde del bosque.
Bajo las escaleras corriendo, mis pies golpean los escalones. Las luces siguen a quien quiera que sea mientras dan vueltas alrededor de la casa. Un zorro no haría esto.
Llego al comedor justo antes de que las luces se apaguen por completo y percibo algo que desaparece rápidamente entre los árboles.
Abro las puertas plegables de un tirón y salgo corriendo. Los focos se encienden de nuevo, esta vez por mi culpa. Con las piernas desnudas y el viento que tira del dobladillo de la camiseta vieja que llevo puesta, estoy expuesta. Están ahí fuera, observándome.
—¡Venga! —grito— ¡Venid a por mí!
Pero no hay nada, excepto la oscuridad y la amenaza de lluvia.
El hábito nos arrastra cuando el corazón se rinde.
Me levanto y me ducho. Kush y yo teníamos baños separados. Él decía que no le importaba compartir, pero a mí sí.
«Me paso una eternidad ahí dentro». Traté de bromear con ello.
«Eso es porque eres una mujer».
Abro el armario que contiene mi ritual diario. Las cosas que no quería que Kush viera. A pesar de los viales de hormonas, las jeringuillas y las cajas de pastillas que hay ahí, sigo necesitando las cremas depilatorias, las cuchillas y el aceite depilatorio. Las pinzas curvas y las de punta para el pelo más rebelde.
En la naturaleza no hay espejos. La vergüenza es una cualidad humana. Mi reflejo es el de una mujer rozando la treintena, su cintura comienza a engordar y sus nalgas pesan un poco más. Sus pechos, aunque livianos, caen.
Mi cuerpo está contraatacando desde la muerte de Kush, mi naturaleza trata de reafirmarse. Una cantidad alarmante de pelo nuevo cubre mi pecho y tripa a pesar del cóctel de químicos que tomo para mantenerlo a raya.
Recojo todo lo que hay en los estantes y lo tiro a la basura.
El teléfono lleva sonando toda la mañana, pero puedo elegir con quién hablar. Salve el identificador de llamadas.
Es Jaime.
—¿Es esta una llamada profesional? —El auricular de aluminio cepillado se siente frío contra mi oreja.
—Claro que no. Dejé de ser tu terapeuta hace mucho tiempo. Apenas tuve tiempo de hablar contigo ayer. Quería ver qué tal lo llevabas.
—Estoy todo lo bien que puedo estar.
—Pienso mucho en ti. Mucho. Quiero que sepas cuánto admiraba a Kush. Lo que le ocurrió fue terrible. No deberías haberlo visto.
La memoria es cruel. Después de todos nuestros años juntos, el primer recuerdo de Kush que se me viene a la cabeza es el de la sangre fresca que salía de su boca en oleadas cada vez que vomitaba. Los paramédicos le pusieron un suero de goteo para sustituir la sangre perdida por la úlcera de estómago, pero finalmente comenzó a vomitar aquello también porque no le quedaba sangre propia.
Grité llamando a mis hermanas, en algún lugar de la profundidad de mi mente.
—Ava, ¿sigues ahí?
Jamie me enseñó a hablar. Puedo imaginarme su expresión ahora, la misma que entonces, cuando trataba de atraer mi atención.
—Sí.
Parece reticente a colgar.
—¿Te puedes creer la desfachatez de algunos de esos hombres? —Se refiere a los del funeral, con sus flores y sus insinuaciones.
—Uno de los colegas de Kush ya me ha dejado un mensaje para ir a cenar.
—No te conocen, ni saben nada de ti. ¿Cómo se atreven? —Jamie suena enfadado.
Estos hombres solteros están lo suficientemente desesperados como para ir a funerales para coquetear con parejas potenciales. El periodo de gracia de una viuda es corto. «Tienes que elegir o elegirán por ti».
—¿Te puedo ayudar en algo?
—Ahora mismo no.
—Vale. Hablamos pronto. —El dolor en su voz me sorprende—. Pero llámame si necesitas algo.
El comienzo de un dolor de cabeza cubre mi ojo derecho. Subo las escaleras de nuevo y me hago un ovillo. Me doy cuenta de que mi cabeza no es lo único que me duele. Es gracioso cómo no te das cuenta de cuánto necesitas a alguien hasta que ya no está.
El doctor Garston siempre me miraba con el ceño fruncido. No creo que se diera cuenta de que lo hacía.
—Soy especialista en la salud de las mujeres. ¿Me recuerdas? Vine a verte con el doctor Phipps cuando llegaste.
—Entonces llevabas puesta la misma pajarita roja.
Eso le sorprendió. Cuando me vio por primera vez yo estaba haciendo pis en un montón de paja porque el baño de porcelana me daba miedo.
—Aprendes rápido.
—Eso no suena a un cumplido.
Jamie Phipps soltó una risita. El doctor Garston no le veía la gracia.
—Su capacidad para el lenguaje es sobrenatural.
Le sonreí a Jamie, aunque no sabía qué significaba «sobrenatural».
La boca del doctor Garston se crispó.
—Entonces estuvo más tiempo con gente de lo que recuerda.
—Puede que sí. Puede que no.
Ambos me miraron como para resolver la discusión.
—Ya os lo he dicho, no lo recuerdo.
—No importa. —El doctor Garston se levantó y salió de detrás de su escritorio—. ¿Puede salir, doctor Phipps?
La palabra «doctor» estaba cargada de desprecio. Jamie solo era médico de palabras. Me apretó el hombro antes de salir.
—Quítate la ropa. La enfermera te ayudará.
—No necesito ayuda.
—Soy Carol. Ven por aquí. —La enfermera, de pelo blanco y delgada, me cogió del codo.
Me desvestí en el cubículo. No reaccionó ante mis anormalidades. Mis pechos eran planos y el clítoris estaba agrandado con unas proporciones masculinas. El pelo oscuro me cubría en cantidades variables. Mientras me ataba los cordones de la fina bata azul, se inclinó hacia mi oído.
—No le dejes ver que le tienes miedo.
—Me mira como si fuera un animal.
—Mira a todas las mujeres de la misma forma.
La infertilidad general de las mujeres. Todas eran un problema para él.
Después de que el doctor Garston me inspeccionara, me mantuvo de pie mientras me hablaba del régimen que había planificado para hacerme «más normal».
—Sangrarás por la vagina cada mes. Eso se llama menstruación. Es algo bueno.
Mis hermanas del bosque y yo ya conocíamos aquello, pero no era algo que ocurriera mensualmente. Manchas de sangre que goteaban por nuestros muslos mientras caminábamos. Las afectadas se retiraban hasta que las otras la encontraban y lamían la herida imaginaria hasta limpiarla.
—Para el caso, te podría chipar ahora.
—¿Chipar?
—Un dispositivo de seguimiento. Para que siempre sepamos dónde estás. Todas las mujeres lo tienen. —Se regodeó en mi incomodidad ante aquel comentario—. Es por tu bien.
—¿Por qué?
—Los hombres son civilizados. Tratan a las mujeres como joyas. Un hombre que ataca a una mujer se arriesga a ser ejecutado. —No dijo «Las mujeres son solo para los ricos»—. Hay lugares en los que los hombres viven sin mujeres. Si te secuestraran, te mantendrían encadenada como un perro y te violarían regularmente.
La única vez que vi cómo el doctor Garston me sonreía fue cuando dijo las palabras «como un perro».
El gorgojeo del teléfono me despierta.
—Dijiste que llamarías. —Es Lisa.
—¿Qué hora es? —Limpio la corteza de sueño de mis ojos.
—Las cinco.
—Me he quedado dormida.
—Prometiste que me llamarías.
—Pareces enfadada.
—Preocupada, no enfadada.
—Tu preocupación no me ayudará, así que deja de preocuparte.
—No seas ridícula. Eres mi amiga.
Deja una fracción de un latido antes de decir la palabra «amiga». No respondo.
—Somos amigas, ¿no?
—Sí. —Utilizo mi tono de voz más ambiguo.
—No lo parece, ya no. Es más que el shock por lo de Kush. ¿Por qué…?
—No puedo hacer esto ahora.
Eso la detiene en seco. Su respiración es irregular.
—Vale.
Quiero llorar después de hablar con Lisa pero no puedo, así que arranco el teléfono de su enchufe y lo estrello contra la pared. No se rompe, solo destroza el papel de la pared, lo que me frustra todavía más.
Ojalá Kush estuviera aquí. Le haría lo mismo a él. En vez de eso, ha dejado que sea Lisa la que tenga que aguantar el embate de todo.
Me siento y abrazo mi entumecimiento hasta que es de noche.
No me asusto cuando la luz de seguridad se enciende en esta ocasión. Lo que me hace saltar es el golpe mojado que se oye cuando algo golpea el cristal de la ventana. Suena una vez y después otra. Plaf. Plaf. Plaf.
Todas las ventanas y las puertas de la planta baja están cerradas. Las luces de seguridad lo empeoran. Crean halos alrededor de los parches oscuros en el cristal. Me envuelvo en la colcha de tal forma que estoy cubierta por completo, como si aquello pudiera bloquearlo todo.
«Marchaos, marchaos, marchaos».
Mi bravuconería de anoche ha desaparecido. Si mirara afuera podría ver quién es con una gloria resplandeciente, lo que me asusta todavía más que la oscuridad. Todavía no estoy lista para eso. Todavía no.
El problema es que puedo saber por los golpes que hay más de ellas ahí abajo lanzando bolas de barro. Hay una manada entera.
Se detienen cuando la luz del sol entra, y duermo durante una hora o así. Las ventanas de la habitación están completamente embarradas, secándose en parches de marrón claro.
Han estado ocupadas ahí fuera. Todas las ventanas de la planta baja también han sido bombardeadas. Han destrozado el revestimiento de madera que Kush había elegido porque envejecía con un color gris plateado. Es una fachada para hacer que la casa se sintiera más en casa con los alrededores.
El estanque que corría por debajo del camino elevado ha sido contaminado con heces. La mayoría de los peces han sido sacados a manotazos hasta el camino, sus colores brillantes se han apagado.
Rechino los dientes y saco la manguera a presión y retiro tanto fango como puedo, dejando el cristal veteado pero más limpio.
Un motor lejano se va acercando. Ruge mientras se aproxima. Es Jaime, subido en su moto.
—¿Qué cojones ha pasado aquí?
Me sigue hacia el interior de la casa con el casco en la mano.
—No lo sé. —Estoy a punto de preguntarle por qué ha venido pero me interrumpe.
—No deberías estar sola. No aquí fuera. Es peligroso. —Se quita la chaqueta y la deja estirada sobre el brazo del sofá.
—Para mí no. Y me estoy acostumbrando a estar sola.
—Sí, aprendes rápido. Las palabras caen de tu boca como flores.
—Tienes memoria selectiva. Durante las primeras semanas, me meaba en las esquinas y comía la comida tirándola del cuenco al suelo.
Mordía a quien se acercara demasiado y finalmente me tranquilizaron con un dardo. Me desperté para descubrir que me habían afeitado el pelaje, me habían cortado las uñas y me habían envuelto en ropa. Cómo aullé.
—No llores.
—¿Estoy llorando? —Mis propias lágrimas me confunden. Estoy más cansada de lo que soy consciente.
—Shh, estoy aquí, está bien.
Jaime me rodea con los brazos. Presiona su frente contra la mía y su voz es tranquilizadora. Huele a sándalo y a cuero. La suavidad de su nariz empuja la mía, la presión cierra la distancia entre nuestras bocas.
Me escabullo retrocediendo. Él me sigue.
—Déjate sentir esto. Déjate llevar. —Presiona su cuerpo contra el mío.
Tal vez piensa que está creando tensión sexual. Le golpeo el pecho con la parte baja de la mano como una advertencia. Es un gesto impotente.
—Nunca te haría daño, Ava.
Su boca busca la mía de nuevo. Sacudo la cabeza fuera de su alcance.
—No importa cuánto dinero te haya dejado Kush. Si no eliges un marido, lo elegirán por ti. Es la ley. Eres lo suficientemente rica como para elegir por ti misma. ¿Por qué no yo?
La mano de Jamie está apoyada en mi nuca. Está decidido.
—No puedes decir que no. No para siempre.
—Estoy diciendo no ahora.
—¿Quién te conoce mejor que yo? Yo no puedo permitirme tenerte pero tú te puedes permitir tenerme.
La excitación sale de él en olas.
—Te quiero, Ava.
Introduce su mano en mi pelo y lo agarra por las raíces. Presiona su cara contra mi cuello, la otra mano tira de los botones de mi camisa. Se está arriesgando muchísimo, teniendo en cuenta el castigo que recibe la violación fuera del matrimonio. Puede que piense que nadie va a creer a Ava-la-mujer-perro, o que esto es una seducción a la fuerza más que una agresión. Jaime no va a detenerse.
Y pensar que cuando me encontraron al principio estaba preparada para someterme a semejantes invasiones violentas por el bien de mis hermanas.
Ya no.
La incredulidad provoca parálisis, impidiendo una respuesta de lucha o huida. Tienes una serie de instantes en los que actuar, después de los cuales estás perdida.
—Espera.
Se detiene y extiendo las manos para cogerle la cabeza, inclinándola. Él separa los labios con anticipación. Entonces hago un giro, una sacudida fuerte hacia la derecha y cae como si todos los huesos de su cuerpo lo hubieran abandonado.
Hace años que no mato nada.
Dejé los cubiertos. Quería lamer mi plato para llegar hasta los últimos jugos del filete y los cristales de sal, así que me distraje mirando por la ventana hacia los árboles. La sal. Qué maravilla.
—¿Lo echas de menos? —preguntó Kush.
El dolor de aquella pregunta hizo que me girara hacia él. Nunca antes me lo había preguntado, ni siquiera en nuestro momentos más íntimos y expuestos.
—Construiste una casa en este hermoso lugar para ambos. Puedo salir cuando quiera.
—Pero no es igual que vivir ahí fuera, ¿no? Cuéntame cómo era.
No había forma de describirle cómo era vivir allí. Los cerdos que se escapaban crecían hasta alcanzar el tamaño de jabalíes, armados con colmillos. Los caballos que avanzaban tronando por los lechos de los ríos secos, demasiado salvajes como para ser cabalgados jamás. No son solo los mamíferos. Hay retoños de olmos en la profundidad del bosque. Hay ciudades abandonadas en el gran bosque. Los cimientos han sido destruidos por las raíces. Las carreteras rotas no conducen a ningún lado.
Así crece de nuevo el mundo real.
—Déjame enseñártelo.
Abrí las puertas deslizándolas. El aire fresco me energizó después del aire acondicionado del interior. Corrí. Kush me seguía.
—¡Vamos!
Corrí entre los robles y los troncos de las hayas, siguiendo una línea irregular de abedules plateados jóvenes. Me quité los zapatos y los arrojé. Me detuve para desabotonarme la falda y dejar que cayera. Me quité la camiseta y la tiré. El aire frío heló mi piel. Me reí.
—¡Ten cuidado! —me gritó Kush a mis espaldas.
Reí con júbilo mientras corría imprudentemente, como si fuera a morir si me detenía. Sentía el musgo húmedo y los helechos bajo mis pies, interrumpidos por el crujido de las ramitas muertas. Podía oler el moho de las hojas. Trepé por troncos caídos y sentí el barro entre los dedos de los pies. El olor fecundo de mi hogar.
Seguí corriendo pero no tan rápido como había podido hacerlo antes. Mi corazón latía con fuerza. La luz que atravesaba las hojas encontraba mi piel con patrones veteados.
—¡Ava, detente!
Me giré para ver a Kush tratando de seguirme el ritmo. Se agarraba al flato en su flanco, mostrando una mueca de dolor.
—No te muevas.
Estaba tan eufórica que no había visto el peligro frente a mí. Había corrido a ciegas. Los árboles se detenían en un precipicio. El bosque no continuaba. La caída era implacable.
En el pasado habría sabido que estaba allí a medio quilómetro de distancia de los troncos que comenzaban a escasear, la inclinación del terreno, el cambio en la luz natural y por consiguiente el crecimiento del liquen en la corteza. Lo habría sentido en la brisa contra mi cara. Cómo me había olvidado a mí misma.
Kush redujo la distancia entre ambos caminando, jadeando y sudoroso.
—Creía que ibas a caer.
—Sabía que estaba ahí.
Kush siempre sabía cuándo estaba mintiendo.
—Te has hecho daño.
Ambos pies me sangraban. Me hizo sentarme y me sacó las espinas. Había olvidado que las plantas de mis pies ya no eran gruesas y callosas. Mis brazos y mis piernas estaban llenas de arañazos.
Kush me lanzó una mirada como si viera algo en mí por primera vez, algo que interpretó como un tipo de locura. Me hizo sentirme triste, porque los hombres también habían sido libres y salvajes, una vez.
Llevar a Jaime hasta el borde del acantilado es trabajo duro. No soy capaz de mirarlo. Cae como una muñeca rota.
Su moto es pesada y engorrosa y me pregunto si vale la pena. Finalmente la dejo tirada en la maleza y la cubro lo mejor que puedo.
Hay una furgoneta frente a la casa cuando regreso. El repartidor sale cuando me ve y empuja el portapapeles hacia mí para que firme. Está enfadado porque le he hecho esperar. No pido disculpas.
—No quería dejar esto en el escalón.
Suena a reproche. Le devuelvo el boli sin pronunciar palabra.
El paquete es del crematorio. Me devuelven a Kush en una urna de plástico. Habría odiado aquello. Era un hombre grande pero no esperaba que sus cenizas pesaran tanto.
Pongo la mayor parte de sus restos en su querido jarrón de jengibre. Lo trajo a casa un día con los ojos redondos por la fascinación.
—Esto tiene cientos de años. Se fabricó en el otro lado del mundo. Este color se llama celadón.
—Celadón. —Hago rodar la palabra en mi boca con la lengua. Era un verde pálido precioso, que contenía gris y azul. Recorrí con el dedo la vena de oro que surcaba la porcelana como un rayo serrado—. Lo han roto.
—En Japón, los objetos rotos en ocasiones son reparados con oro. Se llama Kintsugi. El defecto lo hace más valioso.
—¿Coleccionas cosas defectuosas?
El jarrón es el lugar de descanso más apropiado para Kush, pero quiero que una parte de él también esté fuera, que sea libre. Que alimente la tierra y los árboles para que pueda saborearlo en la lluvia que cae de las ramas y olerlo en las castañas dulces.
Pongo unas cuantas cenizas en un viejo tarro de mermelada y salgo.
Nuestros invitados de fin de semana solían admirar el bosque desde las ventanas panorámicas, como si los árboles fueran animales peligrosos. La raza humana está muriendo gradualmente en enclaves de cemento, solo que no lo saben.
Para mí los árboles son compañía. Cada tipo tiene su propio discurso. Sus hojas hablan de forma diferente. Cuando Kush trabajaba yo venía hasta aquí y me tumbaba entre las raíces de los robles gigantes. Me imaginaba a mi manada rodeándome, nuestros torsos elevándose y cayendo al unísono. Todas soñábamos los mismos sueños de la carne del conejo y la oscura pata trasera del ciervo. De las raicillas abriéndose paso por la tierra y los helechos desenroscándose. Nudos de amor hechos por las víboras y la hiedra, enredadera y escaladora. Moras gordas y bruñidas y castañas de indias marrones.
Me siento en un tronco caído cuando alcanzo mi claro favorito. Ha sido colonizado por escarabajos de la madera y políporos. Un ciempiés sale arrastrándose de entre la corteza podrida y después sobre mi mano. Cómo sobrevive la vida.
Es la hora. Las cenizas de Kush son suaves en mi puño. Dejo que el viento se lo lleve.
Camino de regreso lentamente y me quedo de pie en el límite del bosque mirando a la casa. Un escalofrío me recorre.
Las ventanas gigantescas reflejan las nubes en movimiento. La casa en sí misma es una obra de arte. Tanto en su interior, que es como una galería de arte, como la casa en sí misma. No me puedo imaginar un futuro allí sin Kush.
Entonces me doy cuenta de que la puerta principal está abierta de par en par.
Me quedo de pie en el umbral de la puerta, escuchando. Silencio.
Han estado ocupadas. Los lienzos en la entrada han sido rasgados con líneas paralelas. De ellos cuelgan tiras de tela. Hay ropa desparramada por las escaleras, reducidas a andrajos.
El olor que viene del salón es tan intenso que mis ojos escuecen. Los asientos del sofá están desgarrados y el relleno está desperdigado. Los esqueletos de los sofás apestan a orina y otras firmas almizcleñas. Las revistas y los tomos ilustrados son confeti. Hay moco embadurnando los espejos y las ventanas, como si alguien hubiera presionado su cara contra ellos.
Han tirado la colección de porcelana de Kush de las estanterías con una falta de respeto total por su origen.
A excepción de la urna de Kush. Descansa en el centro de la mesa baja, ha sido depositada con cuidado entre los escombros. La rodeo con los brazos.
«Lo siento, lo siento, lo siento. Siento haberme enfadado contigo. No importa que estuvieras enamorado de Lisa. Todo fue culpa mía. Odiaba quererte. Cada mañana pensaba: hoy es el día que me marcho. Me iré a casa. Pero después veía tu cara y lo único que podía hacer era quedarme, un día más».
Cuando Kush me propuso casarnos, le expliqué que el doctor Garston me había hablado de mis «anormalidades». Mis óvulos eran escasos y mi útero era deforme. Contenía una bolsa que no podía retirar, y esta interferiría con la inseminación artificial.
Kush mantuvo la cabeza baja mientras yo hablaba; solo levantó la mirada para mirarme cuando terminé de hablar.
—Eso a mí no me importa.
Creía que le tenía tomada la medida entonces. Hasta las mujeres sin útero eran deseadas para obtener placer.
—Pero, ¿estás segura de que no te importa a ti? —Indicó con un gesto a mi estantería, llena de libros sobre anatomía reproductiva, fisiología y teorías sobre nuestra lamentable infertilidad.
Esperé desnuda en el borde de nuestra cama de matrimonio. Mi ropa estaba extendida en el respaldo de una silla. Kush estaba de pie en el umbral de la puerta, congelado. Nos miramos. Su mirada se mantuvo en mi cara. Me costó toda mi fuerza de voluntad no dejarme caer en cuclillas y enseñar los dientes, aunque hubiera accedido a este arreglo.
«Unas pocas veces, hermana, eso es todo lo que necesitamos. Quédate tumbada y sométete. Luego podrás regresar a casa».
Fui consciente de todo lo que era Kush mientras él atravesaba la habitación. El movimiento de su nuez. Las pestañas que enmarcaban aquellos ojos oscuros. Los olores confusos de excitación y contención. Nunca había sido tan consciente de la ropa que le cubría. La seguridad de esas segundas pieles ya no me parecía tan falsa.
Extendió la mano hacia la silla y cogió mis braguitas. Se arrodilló frente a mí y me las metió por un pie primero y luego por el otro.
—Ponte de pie.
Las subió como si yo fuera una niña que necesitara ayuda. Deslizó los tirantes de mi sujetador por mis brazos y extendió las manos para cerrar el broche a mi espalda.
Después vino el vestido. Levanté mis brazos y la tela flexible se deslizó sobre mí como una caricia. Temblé.
—Soy tuya para que me tomes cuando quieras.
—Te deseo. —Nunca le había visto tan feroz—. Pero quiero que tú también me desees.
No podía moverme. No podía hablar.
—Ava, hay algo que tengo que hacer.
Kush me condujo hasta el baño. Los azulejos blancos y los espejos me ponían nerviosa.
Entonces vi que ya había preparado una bandeja de acero sobre el lavabo de mármol que contenía las jeringas, agujas, ampollas y paquetes de vendas. El escalpelo parecía pequeño e inocuo. Mi labio se curvó, enseñando mis dientes.
—Por favor, Ava. Es importante para mí.
No comprendía qué era lo que quería. Colocó una mano sombre mi hombro; la nueva alianza brilló bajo la luz brillante y fría. Colocó la otra mano en mi nuca y me hizo bajar la cabeza.
—Intentaré no hacerte daño, prometido.
Se escucha el crujido de alguien caminando sobre porcelana de cáscara de huevo a mis espaldas. Debería estar de pie, preparada para luchar, pero lo único que puedo hacer es abrazar el jarrón de jengibre más fuerte.
—¿Qué ha pasado aquí? ¿Estás bien?
—Sí. Llegué y lo me encontré así.
—Haz una maleta. Te vienes conmigo.
Esta es la Lisa que yo conozco. Maternal, tranquila, al mando. Sería fácil dejar que me recoja y me saque de aquí.
—No. Olvídalo. No es importante. Hay algo de lo que tenemos que hablar. —Tengo que decirlo ahora, mientras tengo la oportunidad—. Sé lo que tenías con Kush. Os perdono a ambos.
Su boca formó un círculo de sorpresa.
—Siempre hubo una parte de mí que se contuvo frente a Kush. No le culpo por acudir a ti. Y sé cómo son las cosas entre tú y Paul.
—Kush te quería por completo. Siempre fuiste la única.
—Lo sé, Lisa. Os volvisteis torpes cuando estabais juntos, como si no supierais cómo comportaros el uno con el otro.
La risa ronca y grave de Lisa está obstruida por las lágrimas.
—No es que tuviéramos una aventura. Es porque se dio cuenta de que yo estaba enamorada de ti.
Enamorada. ¿Cuánto amor he recibido durante esta vida? Amor que deseaba. Algo que creía que era amor pero no lo era. Y esto, amor sin identificar.
—Di algo. Por favor.
Lisa. Amiga. Hermana. Me inclino hacia delante, ignoro su inhalación brusca cuando toco sus labios con los míos. Un beso indefinido. Sabe a desamor.
—No puedo quedarme aquí más tiempo.
El color aparece en sus mejillas.
—Puedo ir contigo.
—No sobrevivirás ahí fuera.
—Te encontrarán.
Me quito el largo collar que siempre llevo puesto. El vial que cuelga de él contiene el chip que el dotor Garston me colocó bajo la piel.
—¿Kush? —pregunta Lisa.
—Sí. —¿Qué mejor regalo de boda podría haberme dado que la libertad?
Levanto la tapa del jarrón de jengibre y dejo caer el colgante dentro. Que descanse ahí, al menos durante un tiempo.
—Estarás sola ahí fuera.
—No estaré sola —No soy una niña abandonada. Nací en el bosque.
—¿Qué eres?
Lisa duda. Quiere saber pero le da miedo preguntar. Es una pregunta que a nadie se le ocurrió hacer antes.
—Soy una mujer.
—Pero no como yo. No como ninguna otra mujer que conozca.
—No, tienes razón. Soy diferente.
—¿Cómo?
—Te lo enseñaré. Ven fuera.
Me sigue. La tierra no es la única cosa que crece cuando se la deja en barbecho. Fuera, en el bosque, las mujeres han florecido también. Hemos encontrado otra respuesta a nuestra fertilidad fallida.
Me quito la ropa y me quedo de pie como cuando mi madre me expulsó, chillando y lanzando zarpazos en la tierra oscura. Me yergo tanto como puedo y espero.
Mis hermanas me oyeron llorar cuando Kush murió. Vinieron de lejos. Nuestro extraño don nos permite cazar como una y someter a nuestros enemigos. Las palabras son superfluas. No sé si es algo primitivo en nuestros genes o no.
Salen de entre los árboles, algunas sobre sus patas traseras, algunas a cuatro patas. Todas son bajas y rechonchas, como yo. Sonríen y hacen gestos a modo de sonrisa. Nuestros pensamientos zumban. Oh, vosotros, hombres y mujeres, con vuestro lenguaje limitado que es tan torpe y velado.
Nuestra comunicación es instantánea. Está llena de visiones y tonalidades. Tiro de los hilos de sus pensamientos.
«Te has vuelto gorda y vieja, hermana».
«Te hemos echado de menos».
«Estás muy desnuda».
En verdad lo estoy, a pesar de todo el pelo recién crecido. No les da vergüenza la desnudez y esa es una habilidad que debo reaprender. Levanto la cabeza, a pesar de la falta de pelaje.
«Hemos estado esperándote. Años. ¿Por qué has tardado tanto?».
«Tenemos que ir al Norte antes del invierno».
Sus pelajes están espesándose, preparándose para la nieve. Antes de que el frío se instale, encontraremos las grietas en la tierra y exploraremos las fisuras y los recovecos. Nos arrastraremos sobre nuestros vientres para atravesar los pasajes estrechos que llevan a grandes cavernas que el agua clara atraviesa manando a raudales. Dormiremos en los brazos seguros de la oscuridad.
«¿Qué es eso?». Todas están mirando a Lisa, que está detrás de mí.
Lisa nos está observando a todas, incapaz de escuchar el diálogo silencioso.
«Hermana», digo.
«¿Podemos confiar en ella?».
«Sí». Un atisbo de duda en mi olor y le rasgarán la garganta.
«Hmm». Les desconcierta su palidez, su altura, su olor. «¿Puede correr?».
«No como nosotras».
«¿Puedes tú correr?».
Una de ellas baja la cabeza mientras se acerca, olisqueándome. Su cara se parece a la mía, con su pico de viuda, su mentón puntiagudo y sus cejas espesas.
«Me meé por todo tu cubil».
Le doy un coscorrón y ambas sonreímos.
«¿Estás llena de semilla para nosotras?»
«Sí».
Si tienes una reserva limitada de óvulos, es un malgasto derrochar uno al mes con la esperanza de que sea fertilizado. Es más eficiente salvarlos para cuando las condiciones sean óptimas.
Ese es el motivo por el que vine aquí. De vez en cuando habíamos encontrado a algún hombre viviendo en una casa tan ruinosa como su mente, en algún lugar en la profundidad de los bosques. Fuimos amables con él, incluso si no podía concebir hijos. Cuando nos quedamos sin ellos, tuvimos que llevarnos hombres de los márgenes, lo que era peligroso. Ninguna de nosotras quería que la atraparan y la obligaran a vivir en la ciudad, incluso si eso significaba que hubiera muchas parejas.
Todas queríamos ser libres para correr.
Yo había sido elegida por mi fuerza, mi velocidad y mi capacidad de supervivencia. Mi saco vestigial, motivo de queja para el doctor Garston, se da la vuelta para convertirse en un espiráculo.
La cautividad me ha convertido en una teórica de la reproducción. Aunque hace calor en mi útero, los diminutos nadadores pueden sobrevivir durante varios meses, mediante lo que me imagino son mecanismos químicos.
Compartiré las reservas de Kush con mis hermanas. Había esperado encontrar un recipiente de esperma, no encontrar el amor. No había esperado a un hombre que fuera lo suficientemente hombre como para dejarme ser libre, elegir por mí misma.
Lisa quiere saber lo que somos. Evolución asombrosa. Somos el futuro, no el pasado. El mundo será nuestro cuando todos vosotros hayáis desaparecido.
Echaré de menos a Kush. Echaré de menos a Lisa. Echaré de menos vuestras palabras hermosas y arcanas. Pero cuando echo a correr, no miro atrás.
¡Me encantó el relato! : D Y me trajo a la memoria otras creaciones que tienen ciertas similitudes y que también me gustaron mucho. Por un lado, un par de libros: uno infantil 'Salvaje', de Emily Hughes; y otro cómic de Mireia Pérez, 'La muchacha salvaje'. Ambos me encantaron. Y por otro, la serie de animación 'Exception', en la que plantean precisamente lo que comentabais sobre cómo en este relato la humanidad languidece y no pasa nada si no se salva porque el mundo natural sigue. De hecho la serie plantea también el temazo de la colonización y el dilema ético que podría suponer para salvar a la humanidad. Tengo que decir que en dicha serie, estoy a favor del personaje "traidor" y lo que defiende : )
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