Para la retirada de huéspedes indeseados
Por A.C. Wise
La bruja llegó exactamente a las 11:59 p. m., justo cuando septiembre avanzaba lentamente hacia octubre, el día que Michael Remmington se mudó a la casa de la calle Washington. Llamó a la puerta exactamente a medianoche.
La casa era todo cajas, y Michael era todo dolor por haberlas movido. Había estado sentado en un colchón inflable (la cama no llegaría hasta dentro de una semana) y mirando un crucigrama que tenía al menos cinco años. Lo había encontrado en el fondo del armario, amarillo como el hueso, y lo había despegado del suelo: un regalo involuntario del inquilino anterior.
Michael abrió la puerta y se preguntó si era algo razonable solamente después de haberlo hecho. Era medianoche en un barrio desconocido, llevaba puesta una bata y unas pantuflas y se había dejado el teléfono en el piso de arriba, así que si resultaba ser un asesino con un hacha el que esperaba en la entrada, ni siquiera podría llamar al 911.
—Hola —dijo la bruja—. Me mudo a esta casa.
Una maleta descansaba a su izquierda y un gato negro a su derecha. La cola del gato rodeaba sus pies bien colocados. Parpadeó mientas miraba a Michael, su mirada era tan impasible como la de la bruja.
Michael no sabría decir cómo supo que era una bruja, pero lo supo, hasta los huesos. La verdad del hecho yacía en el centro de su alma, tan inevitable como la aparición de la luna en el cielo nocturno o los espaguetis para cenar los martes.
—Vale —dijo, aunque no era en absoluto lo que quería decir.
Pero ya había dado un paso atrás y la bruja ya había recogido su equipaje y atravesado el umbral.
—Quiero decir… ¿qué?
El gato restregó una cola sedosa por las espinillas de Michael, siguiendo a la bruja. Lo sintió como un sello de aprobación. Un viento helado siguió al gato, formando remolinos con las hojas caídas; Michael cerró la puerta. La bruja dejó la maleta en el suelo y giró lentamente en círculo sobre el mismo sitio.
—Esta casa debería tener una bruja. —Entonces se detuvo, mirándole de frente.
Sus ojos eran verdes, como las ramas de los pinos en invierno o las sombras entre ellas.
—Una bruja debe vivir aquí —dijo olfateando el aire—. ¿No lo sientes?
Michael olfateó el aire, pero solo podía oler a la bruja. Olía a canela y cedro recién cortado. No tenía el aspecto de una bruja, pero sí lo tenía. No es que Michael supiera qué aspecto tenían las brujas. El de las personas, suponía. Sobre todo.
Vestía de negro, un jersey holgado por encima de una larga falda que parecía tener capas. Le recordaba a los pétalos, los de las flores, colgados boca abajo. Sus zapatos taconeaban cuando andaba.
Michael no habría sabido decir la edad de la bruja. Cuando cerraba el ojo izquierdo, le parecía que tenía alrededor de cuarenta, pero cuando cambiaba y cerraba el ojo derecho, le parecía que tenía cincuenta. De cualquier forma, su piel estaba lisa, exceptuando unas patas de gallo alrededor de los ojos y unas pocas líneas en las comisuras de la boca. El pelo le caía hasta la mitad de la espalda, era de un marrón oscuro como el de la melaza espesa, enhebrado con hilos de miel, más que gris, y llevaba muchas joyas: la mayoría gruesas, la mayoría de plata.
—Vale —dijo de nuevo, y luego—: ¿Por qué? —después de haberlo pensado.
—Las ventanas están del revés —señaló la bruja.
Michael no podía ver nada raro, pero consideró que no sabría diferenciar una ventana que estuviera del derecho de una que estuviera del revés.
—La tabla de ese escalón —la bruja señaló a uno que estaba a mitad de la escalera— viene de un barco pirata que naufragó frente a la costa de Cape Cod, cerca de Wellfleet.
Dio tres pasos hacia delante. Las tablas del suelo retumbaron huecas bajo sus zapatos.
—Hay un gato negro enterrado en la esquina izquierda más alejada del sótano. Lo siento. —Dirigió eso ultimo al gato a sus pies, no a Michael.
—Así que, aquí debería vivir una bruja. Me pido el ático.
—Pero es mi casa —dijo Michael—. Tengo los papeles y todo. No puedes…
La bruja levantó su maleta: una cosa pequeña, gastada en los bordes y cerrada con dos broches de latón. Se recogió la falta, y Michael se encontró a sí mismo siguiéndola mientras ella subía las escaleras.
—Ni siquiera he sacado mis cosas de las cajas —dijo Michael.
—Te ayudaré por la mañana. Me levanto a las siete. Té con miel. —Se dio la vuelta tan bruscamente que Michael casi se tropezó con sus propios tobillos.
Habían llegado al segundo tramo de escaleras, las que llevaban al ático. De cerca, los ojos de la bruja estaban moteados con oro, como fragmentos de mica en la piedra. Michael dio un paso atrás, pero le enfadó haberlo hecho. Podía seguirla por las escaleras si quería, ¿no?
—Hoop —dijo ella.
—¿Qué?
—Es la respuesta al 47 horizontal. —le echó un vistazo al crucigrama y Michael se dio cuenta de que todavía sostenía el papel amarilleado en la mano.
—Todo redondo, el amigo de Robin al revés. Cuatro letras. Es Pooh deletreado al revés. Como en Winnie the. La dieciséis vertical es Marilyn Monroe. Eso debería ser suficiente para que empieces.
—Oh. —Michael no sabía que más decir.
—Encontrarás las tazas en la tercera caja desde la izquierda en la cocina. Para el té. Te veré por la mañana. —A mitad de su ascenso se detuvo y se giró de nuevo. Sus ojos brillaban en la oscuridad—. Deberías cerrar las ventanas. Va a llover.
Michael miró fijamente hasta que la puerta en el extremo superior de las escaleras se cerró. Escuchó cómo los pies de la bruja pisaban la madera del suelo con fuerza y se preguntó dónde dormiría. No había nada en el ático a excepción de polvo y arañas muertas. Puede que se colgara del techo como un murciélago. Puede que las brujas no durmieran en absoluto.
—Vale. Buenas noches. Supongo —le dijo al silencio.
Michael regresó a su habitación. Cerró la puerta y después de pensarlo un momento, cerró la ventana también. El gato de la bruja se había instalado en el centro de su almohada. Abrió un ojo, desafiando a Michael a moverle. Este se sentó con cuidado y cuando el gato no se marchó, se arriesgó a acariciarle. El gato le recompensó con un ronroneo suave.
En el momento justo, la lluvia tamborileó contra el cristal con dedos ligeros. La casa crujió, asentando sus huesos mientras los rodeaba. No, no a ellos, a la bruja. Unos instantes más tarde, el aguacero arreció con fuerza.
La bruja bajó las escaleras a las siete en punto, con el gato siguiéndole los talones. Parecía llevar la misma ropa que la noche anterior, pero en la luz cargada de polvo que atravesaba las ventanas de la cocina parecían ser de un verde oscuro, o azul, más que negras. Michael se preguntó si anoche simplemente no se había dado cuenta de las sutilezas de los matices. Le entregó a la bruja una taza de té.
Ella inspiró el vapor, las manos llenas de anillos rodearon la taza que él había encontrado exactamente donde ella le dijo que estaría. Había encontrado el té y el hervidor de agua ahí también, junto a otras cosas de cocina que permanecían en la caja, en su mayoría intactas. Michael dio sorbitos a una taza que se había descascarillado durante la mudanza; estaba enfadado porque había dejado la taza buena para la bruja.
—No puedes quedarte aquí —dijo Michael.
Había ensayado las palabras en la luz anterior al alba, tumbado en la cama antes de bajar las escaleras para hacerle el té a la bruja. En su cabeza, la bruja las había aceptado y todo había sido perfectamente razonable. Normal. Bajo la brillante luz del sol, con la bruja mirándole por encima de la taza, dudó.
—Mira, ni siquiera sabes nada sobre mí. ¡Podría ser un asesino con un hacha!
—¿Lo eres?
—Bueno, no, pero…
El gato de la bruja saltó hasta la repisa, una corriente de tinta negra desafiando a la gravedad. Sacudió la cola con superioridad. Michael quería preguntar cuánto tiempo tenía pensado quedarse la bruja y cómo se llamaba. ¿Aceptaría dividir el pago de la hipoteca? ¿Tenía trabajo? ¿Esperaba que él ayudara con los cambios de la arena del gato? Pero la mirada de la bruja rechazó todas las preguntas antes de que él pudiera formularlas. Tal vez una bruja debería vivir aquí.
Si la noche anterior servía de ejemplo, la bruja era retraída. La verdad es que había dormido mucho mejor, esto es, había dormido, desde que ella había llegado. Era como si la casa hubiera estado manteniendo la respiración, esperándola, y cuando al fin se había relajado, él también había podido hacerlo.
—¿Hay algún problema, Michael Remmington? —preguntó la bruja.
La pregunta llegó tan de repente que Michael se atragantó con el té. Estaba seguro de que nunca le había dicho su nombre. Esta mañana, los ojos de ella eran ambarinos. Ya no olía a canela, si no a sal; le hacía pensar en tormentas y en naufragios.
—No. Sí. Quiero decir… Mira, no quiero una compañera de piso. Ni un gato. Quiero vivir una vida normal, tranquila, feliz. En mi casa. —Dejó fuera la palabra solo.
La bruja entrecerró los ojos, como si hubiera escuchado la parte que él no había pronunciado. El gato presionó su cabeza contra la mano de Michael. En lugar de ahuyentarle, le rascó detrás de las orejas. En esa ocasión, no había duda de que había un ronroneo.
Una hoja suelta, atrapada por el viento, se estampó contra la ventana, sobresaltando a Michael. No tenía motivos para sentirse culpable. Su nombre estaba en todos los documentos legales de la casa. La bruja se había estrellado contra su vida, se había autoinvitado. No le debía nada.
—Mira… —dijo Michael.
—Gracias por el té. —La bruja dejó la taza.
Sus ojos cambiaron de color de nuevo, tomando la tonalidad de la madera quemada. Michael casi podía oler el humo en el aire.
—Dame tu mano. —La bruja extendió la suya, con la palma hacia arriba. Sus brazaletes repiquetearon.
Esta mañana parecía joven, no más de treinta y cinco años, pero Michael estaba cansado de adivinar.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Para asegurarme de que no eres un asesino con un hacha —dijo la bruja. Su sonrisa sugería que podía estar riéndose de él.
Le dio la mano a la bruja. Ella siguió las líneas y sus ojos se volvieron violeta pálido, haciendo que Michael pensara, inexplicablemente, en dragones. La bruja frunció los labios. Dijo: «Hmmm». No sabía si eso era algo bueno o algo malo.
Una línea de concentración apareció como a un tercio del labio de la bruja, como una cicatriz antigua. Igual que el destello de un relámpago en la oscuridad, Michael supo cosas sobre ella, todas ciertas hasta la médula.
La bruja se había ahogado en 1717 y había ardido hasta la muerte en 1691. En el siglo XIX, había muerto con una soga rodeándole el cuello. En 1957, había sido asesinada: con un cuchillo de cocina atravesándole la tripa y un golpe con objeto contundente en la cabeza combinados.
Michael tomó aire bruscamente.
—Es todo cierto —dijo la bruja sin levantar la vista.
¿Podía sentirle dentro de su cabeza? ¿O era como una emisión y él solo se había sintonizado con su frecuencia?
—Lo siento.
—No me importa —dijo ella y después—: Me quedaré hasta Halloween por lo menos.
—¿Qué pasa en Halloween?
Ella soltó la mano de Michael y los ojos parpadeantes cambiaron al color de las calabazas. Había cierta decepción en su mirada, como si no pudiera comprender por qué él era incapaz de mantenerse al tanto de forma sistemática. La conexión se rompió, llevándose las muertes de la bruja, rebobinándose con ella. Menos mal, porque Michael sabía de alguna manera que se dirigían hacia un cuchillo hecho de piedra y a un altar cubierto de sangre, y sospechaba que había cosas en esa muerte en particular que no quería ver.
—Eso depende de ti. —La decepción en la mirada de la bruja se transformó en otra cosa, algo más profundo y más triste que hizo que la piel de Michael se erizara.
Una disculpa se formó, pero la reprimió. Nada tenía sentido con la bruja. Mantuvo los labios apretados. No estaba seguro, pero creyó oírla suspirar. Le recordó a las hojas que el viento de octubre se lleva de las ramas, a los días que se acortan, a la nieve amontonándose detrás de las nubes.
—¿Qué es lo que quieres?
Michael no se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta hasta que la bruja sonrió, breve como el ala de una polilla. Pero la tristeza no había abandonado sus ojos. Levantó una mano y fue quitando puntos.
—Quiero vivir en esta casa. Quiero té todas las mañanas a las siete, con una tostada los miércoles. Quiero no morir hasta que esté lista y preparada. —Bajó la mano—. El resto todavía estoy intentando averiguarlo.
La tinta se ovilló en el oro de sus ojos; Michael luchó contra las ganas de temblar.
Deseó que la bruja dejara de mirarle. Pero cuando ella apartó la mirada, hacia la ventana, se sintió perdido y a la deriva.
Los ojos de la bruja eran verdes de nuevo. Le recordaron al sapo que había atrapado por accidente en tercero. Se lo había dado a su profesora, que le había explicado pacientemente que los sapos eran mucho más felices viviendo afuera que en una clase y le había pedido que por favor lo volviera a soltar.
—Deberías desembalar tus cosas ahora —dijo la bruja.
Su voz sonó muy bajita, pero aun así hizo que Michael se encogiera de dolor. La observó durante un instante antes de darse cuenta de que sus palabras eran una forma de echarle. Como no se le ocurrió ninguna réplica buena, obedeció.
Michael no sabía a dónde iba la bruja durante el día y no preguntó. Podía imaginársela volando por el vecindario sentada en una escoba o transformándose en una bandada de pájaros. Podía imaginársela igualmente arrebujada en el ático leyendo libros de teoría económica.
Todavía no sabía su nombre. De hecho, no sabía nada sobre ella, y a veces se entretenía inventándose pequeñas historias sobre lo que estaría haciendo en el mismo instante en el que a él se le ocurría preguntárselo: montar a caballo, jugar a los bolos, bailando el vals con el Rey Zombi de Austria sobre un suelo hecho de dientes de cristal. Le irritaba descubrirse a sí mismo haciendo aquello. Tenía que recordarse constantemente que la bruja era una intrusa indeseada en su casa. No podía dejarse a sí mismo acostumbrarse a su presencia. No podía permitir que se asentara y simplemente tomara el control de su vida. Las cosas no funcionaban así en el mundo real.
En la Universidad había tratado de imaginarse cómo sería su vida después de graduarse. Hacía tiempo que había abandonado las fantasías del Instituto de convertirse en una estrella del rock o en un astronauta. No tenía oído y había aprobado introducción a cálculo por los pelos. No sabía exactamente qué quería hacer con su vida, pero sus planes vitales no habían incluido en ninguna parte lo de vivir con una bruja. La magia era para los cuentos de hadas. La vida real eran las facturas y las fechas de entrega, no los encantamientos y las pociones.
Y, aun así, la bruja se quedó y la vida continuó como si ella siempre hubiera estado allí, un hecho tan inevitable como las facturas y las fechas de entrega. Bautizó al gato de la bruja como Spencer, uno de varias docenas de nombres secretos que pensaba que el gato había acumulado a lo largo de sus varias vidas, algo típico de los gatos. Michael solo veía a la bruja a las siete de la mañana, y de nuevo después del atardecer, como si dejara de existir entre medias, algo que sabía que era tan probable o improbable como cualquier otro escenario que se hubiera imaginado para ella.
Un jueves por la tarde, Michael se descubrió a sí mismo a los pies de la escalera del ático, escuchando con atención. No sabía que era lo que esperaba escuchar, pero nunca llegó, así que subió las escaleras. La puerta de la bruja estaba abierta. Eran las tres pasadas.
La luz del atardecer, que ya ardía hacia un dorado profundo, atravesaba una ventana inclinada siguiendo la pendiente del techo. Lo que la luz iluminaba era algo que de seguro no había estado antes en el ático. O bien la bruja había metido los objetos a hurtadillas sin hacer ruido o los había conjurado a partir de pelusas y arañas muertas.
Una mecedora descansaba encajada bajo el ángulo del techo, junto a una cómoda pintada de blanco que sostenía un único narciso, incongruente con la estación del año, dentro de un jarrón esbelto. Una alfombra trenzada estaba extendida sobre el suelo entre la cómoda y la cama, y la cama estaba cubierta con un nórdico limpio y blanco. Había un maniquí de sastre en una esquina, un caballito de carrusel en otra, una jaula para pájaros vacía colgando del techo, un violoncello apoyado contra una pared, y siete pares de zapatos idénticos alineados bajo la segunda ventana. Había un cofre a los pies de la cama, y Spencer estaba sentado sobre él, su cola se sacudía impaciente en respuesta al asombro de Michael.
Desde el punto de vista del gato, se imaginaba Michael, todo era muy obvio. Un candelabro colgaba, sin encender, cerca de la jaula. Los cristales atrapaban la luz del atardecer y lanzaban arcoíris, y tintineaban suavemente. El único objeto que Michael no veía en la habitación era la maleta de la bruja.
Si regresaba mañana, sabía con certeza hasta la médula que la habitación sería diferente: habría un caballete de pintura, una pecera, una caja de música, un acordeón y una plétora de estanterías con libros. Spencer saltó ligero del arcón y se enredó alrededor de los tobillos de Michael. En el lugar en el que el gato había estado sentado había un libro forrado de cuero, ligeramente hinchado, como si las páginas se hubieran mojado y secado formando arrugas en forma de ola.
El gato pasó al lado de Michael y lo dejó solo en una habitación que súbitamente parecía contener menos aire que un instante antes. No debía, sabía que no debía, y aun así se vio a sí mismo extender la mano, dejarla flotar justo por encima de la portada de cuero. Sus dedos aterrizaron. Había esperado un shock eléctrico, pero no pasó nada. La cubierta era suave, como terciopelo gastado; el libro no era más que un libro.
Dejó salir el aliento. Todavía consciente de que no debería, movió la portada a un lado con un movimiento rápido. El libro se abrió cerca de la mitad, como si el lomo se hubiera doblado allí una y otra vez. Las páginas estaban escritas a mano, la letra era delgada como patas de araña, la tinta era marrón.
Para la Retirada de Huéspedes Indeseados:
Escarcha de medianoche, una taza, derretida.
Trametes Versicolor, un puñado.
Uno de cada: pluma de la cola de un cuervo grande, uno pequeño y un búho.
Seis manzanas caídas.
Tierra procedente del lecho de una calabaza madura.
Candy corn, el tipo correcto.
Michael se quedó sin aliento. Podría haberse pensado que la bruja había dejado el hechizo, la receta, lo que fuera que era aquello, allí para que él lo encontrara. Era un engaño, una trampa, tenía que serlo. Miró a su alrededor esperando encontrarse a la bruja en el umbral de la puerta, con los ojos del color del acero. Pero estaba solo. Y de alguna forma aquello lo hacía peor.
Con el pulso acelerado, Michael deslizó el teléfono fuera del bolsillo y le sacó una foto a la página. Después cerro el libro de golpe, se giró y bajó las escaleras corriendo.
El domingo fue a recoger manzanas. El lugar que eligió también tenía calabazas para elegir, lo que hacía dos de los artículos de la lista del libro de la bruja fáciles de conseguir. De camino a casa tenía pensado parar en la tienda y comprar candy corn. Eso suponía la mitad de los artículos ahí mismo. Y eso le asustaba.
Mientras conducía de camino a casa, asustadizo e inquieto, Michael no podía apartar la mirada del espejo retrovisor. Esperaba que la bruja se abalanzara sobre él en cualquier momento, todo sangre y fuego y venganza. Se la imaginó dentro de una nube tormentosa, con rayos en el pelo, sus ojos del color de la lluvia. Casi se salió de la carretera en dos ocasiones y cuando al fin aparcó frente a la casa y apagó el motor, las manos le temblaban tanto que apenas pudo sacar las llaves de la ranura de encendido.
¿Qué estaba haciendo? La bruja no le estaba molestando; apenas la veía. ¿Por qué querría deshacerse de ella? ¿Y qué le hacía pensar que un hechizo de un libro empapado podría desterrarla? Vence al fuego con fuego, a la magia con magia.
Incluso si podía reunir todos los artículos, ¿qué se supone que debía hacer con ellos? ¿Infusionarlos con el té de la bruja, como una poción, y engañarla para que lo bebiera? Y si lo hacía, después ¿qué? ¿Qué pasaba si la echaba y ella moría de nuevo? Ya la habían ahogado y hecho arder y la habían ahorcado. Todo lo que ella quería era beber té, vivir en su casa tranquilamente y no morir más. ¿Qué había de malo en aquello?
Se llevó los objetos de la lista al piso de arriba y los ocultó bajo la cama. Su corazón no parada de latir rápido y no conseguía controlar la respiración.
Cuando volvió a bajar las escaleras se encontró a la bruja organizando los utensilios de los cajones de la cocina. Bajo una luz cálida como la mantequilla, su ropa negra parecía ser de un rojo increíblemente profundo y oscuro. Las hebras color miel de su pelo destacaban. No podía ni imaginarse de qué color serían sus ojos. Spencer se frotó contra la pierna de Michael y este casi chilló.
Después de un instante, cogió al gato en brazos. Spencer ronroneó, frotando su cabeza contra el cuello de Michael.
—Tienes suerte —dijo la bruja sin girarse—. No deja que nadie la coja.
Así que Spencer era “ella”.
—Fue ella la que encontró este sitio, ¿sabes? —El tono de la bruja era conversacional, pero había un deje de melancolía por debajo, nostalgia—. Yo podía olerlo, pero no podía señalarlo con el dedo. Fue ella quien me condujo directamente hasta aquí. Tiene mejor olfato.
—¿Dónde… estabas antes?
La bruja hizo una pausa, los cuchillos, los tenedores y las cucharas todavía en las manos. Michael no estaba seguro de querer la respuesta.
—Muy lejos de aquí. —Los hombros de la bruja se pusieron rígidos.
Sus palabras olían a hogueras. Tenían la textura de la tierra y le llenaban la boca. Sabían a Halloween.
Su mente se sintonizó con la frecuencia de ella de nuevo y Michael vio a la bruja caminando descalza por la cuneta de una carretera, las luces de los faros deslizándose por su figura a través de una fuerte lluvia. Los cristales rotos de un accidente de coche le cortaban las plantas de los pies, pero a ella no parecía importarle. O bien caminaba hacia, o desde, su muerte más reciente, y esta se aferraba a ella como una sombra. Fuera la muerte que hubiera sido o que fuera a ser, no era agradable. No es que existiera una muerte agradable, suponía Michael, a excepción de morir tranquilamente mientras duermes, tal vez.
—Las brujas no mueren así —dijo la bruja, tan bajo que apenas pudo oírla. Él hizo una mueca de dolor y Spencer se escabulló de sus brazos.
Debería subir en aquel instante y tirar las manzanas, la tierra, el candy corn, hacer como que nunca había visto la lista o estado en la habitación de la bruja. Pero si hacía eso, entonces estaría admitiendo que podía quedarse. Incluso si nunca lo decía en voz alta, estaría invitándola a quedarse en su vida y nada sería normal de nuevo. La magia sería real y las brujas también. Una mujer podría ahogarse y ser estrangulada y arder y seguir estando en su cocina organizándole las cucharas.
Los cubiertos repiquetearon suavemente en las manos de la bruja. Michael miró fijamente su espalda. Si se girara, los ojos de la bruja serían del color del humo, el fantasma de un millar de muertes violentas flotaría en el negro del centro. ¿Podría él vivir con toda esa muerte acumulada detrás de los ojos de ella? ¿Podía vivir con toda su imposibilidad? Michael se alegró de que ella se quedara dándole la espalda. Mientras la bruja contaba cucharas, se giró silenciosamente y se escabulló de la estancia.
El día antes de Halloween nevó. La última vez que Michael recordaba que eso hubiera ocurrido tenía unos nueve años. Sus padres le habían enviado a un viaje con los boy scouts, en las montañas. Nevó el 30 de octubre y los líderes scout acortaron el viaje después de una noche porque hacía demasiado frío. Regresaron todos en el autobús mientras los copos seguían cayendo y el blanco espolvoreaba el suelo. La madre de Michael lo hizo ir a pedir caramelos vestido con un mono de nieve voluminoso, así que nadie podía saber qué se suponía que ese año iba de Spiderman.
Michael se quedó de pie frente a la puerta delantera, con un café en la mano, Spencer estaba a sus pies, observando como los copos caían. Las calabazas talladas a lo largo de la calle llevaban puestas gorras de encaje blanco. Todo estaba en paz, era incluso hermoso, pero Michael no podía quitarse de encima la sensación de profunda inquietud.
Se había pasado el día anterior en una reserva natural, donde había encontrado las setas y las plumas de la lista de la bruja. Al menos media hora de la excursión había consistido en Michael sentado en el coche con el calefactor puesto a todo trapo, comparando las setas y las plumas con las búsquedas en Google imágenes en su teléfono.
Todavía no había decidido lo que iba a hacer. Se dijo a sí mismo que pensara en aquello como un seguro. Solo porque hubiera reunido los ingredientes no significaba que tuviera que usarlos.
—Estás dejando que se escape el calor. —La voz de la bruja hizo que la columna de Michael se enderezara de golpe y se giró con culpa, pisando sin querer la cola de Spencer.
La gata aulló y salió disparada; la bruja lo miró con ira. Sus ojos le recordaron a las rocas mojadas por el mar, golpeadas por olas infinitas.
—Es mi factura de la luz. —Las palabras salieron más bruscas de lo que había pretendido.
La bruja presionó los labios hasta formar una línea todavía más fina, mientras respiraba a través de la nariz. También le había hablado de malas maneras la noche anterior, cuando él había sugerido que pidieran tacos para cenar. Spencer había bufado indiscriminadamente, estudiando las posturas erizadas de ambos sin tomar partido, y se marchó ofendida por la puerta cuando Michael la abrió para coger el correo.
¿Sabía ella que había encontrado el libro? Y si lo sabía, ¿por qué no lo sacaba a la luz y decía algo o le lanzaba un maleficio? O lo que fuera que hicieran las brujas cuando se enfadaban. Podía convertirlo en un sapo y la casa sería toda suya. Ni siquiera tendría que compartirla. Puede que para las brujas fuera como los vampiros y ella necesitara que la invitaran a entrar o no hubiera podido quedarse. No tenía ni idea de cuáles eran las reglas, si es que las había.
La bruja se revolvió sin moverse. La tensión se veía en su mandíbula apretada. Ahora, más que rocas mojadas por el mar, sus ojos le recordaban a los relámpagos atrapados bajo una piel de nubes negras.
Solo quedaba un día para Halloween. La bruja había dicho que se quedaría hasta Halloween al menos y que el resto dependía de él. ¿Significaba aquello que se suponía que él tenía que cocinar la poción? ¿Que estaba destinado a traicionarla?
—¿Por qué yo? —preguntó Michael.
No tenía intención de hablar en absoluto. Los ojos de la bruja se volvieron del color de ciertas serpientes que Michael había visto en un documental: el tipo que se oculta en la arena y se desenrosca al instante para atacar.
—Porque esta casa necesita una bruja. —La bruja devolvió las palabras como una bofetada—. Y yo pensé que tú también necesitabas una. Pero es posible que me equivocara.
Aunque ella no se había movido, de alguna forma había plegado el espacio entre ambos. Estaban frente a frente, la bruja se inclinaba hacia él, la nariz de ella apuntándole como si lo acusara.
—Lo único que quiero es vivir una vida normal. ¿Estoy pidiendo demasiado? —Michael dio un paso atrás. El café se derramó por los bordes de la taza, apenas esquivando los dedos de los pies de la bruja.
—Sí. —La puerta se cerró de un portazo detrás de Michael, puntuando la palabra. Sobresaltado, Michael dejó caer la taza: los trozos de cerámica salieron disparados por el suelo.
La bruja hizo un gesto de impaciencia con la mano y las esquirlas de cerámica volaron atravesando el pasillo hasta la cocina bombardeando el fregadero como granizo.
—La vida no es justa. Nadie decide si va a tener una vida normal y feliz o no. Si pudieran, ¿crees que alguien se pondría enfermo o dejaría que le rompieran el corazón? ¿Moriría alguien? No funciona así.
Las muertes de la bruja volvían a verse en sus ojos. Y los mismos ojos pasaron rápidamente de la luz de la luna a setas venenosas y de ahí a tsunamis y a llamas. Su calor, su frío, su conmoción le hicieron dar otro paso atrás. Michael abrió la boca, pero la bruja giró sobre los talones y subió las escaleras dando pisotones.
Las tablas del suelo temblaron cuando cerró la puerta de un portazo y el polvo del yeso cayó del techo. Michael parpadeó, la arenilla entró en sus ojos.
Algo en su interior se tensó y retorció. La vida de ella no era justa, pero tampoco lo era su ira. Lo único que él había hecho había sido mudarse a una casa con ventanas del revés y unas escaleras hechas de naufragios. Y no es que se le pudiera culpar por aquello.
—Mierda.
Las pantuflas de Michael golpearon sus pies desnudos mientras subía las escaleras. Dentro de su batín, el sudor se acumuló en las lumbares. Llamó a la puerta de la bruja y esta se abrió.
—Lo siento —le dijo a la habitación vacía.
Michael se quedó con la boca abierta. La cama, la cómoda, el candelabro… todo había desaparecido. Y la bruja también. Una telaraña de aspecto cansado colgaba del lugar donde había estado la jaula, revolviéndose con una corriente de aire. Las ventanas, sin cortinas, dejaban pasar una luz gris, mostrando los cuerpos disecados de arácnidos en los rincones. El polvo se hinchó, arenoso bajo sus pies.
El completo vacío de la habitación lo atravesó como un disparo, una corriente ascendió como una lanza desde las plantas de los pies y por toda su espina dorsal. Era el peor tipo de ausencia y lo lanzó a correr por las escaleras con terror irracional. La bruja se había ido tan concienzudamente que era como si nunca hubiera estado allí.
La casa se doblegaba bajo el peso insustancial de la nieve. No, estaba de luto. Hasta la médula, la casa sentía melancolía por la pérdida de la bruja. Como la presencia de fantasmas, se escuchaban sonidos y se olían aromas al límite de la percepción. Al girar una esquina, captaba un deje a mar. No se atrevía a tocar las paredes, porque sabía que llorarían con una humedad salada contra su piel. Una nota no tocada en un clavecín se habría con un suspiro y un temblor desde el tejado hasta el sótano, donde un gato negro yacía enterrado en la esquina izquierda más alejada.
Tenía que conseguir que la bruja regresara.
Michael salió una hora antes de la media noche con una taza de medir, las manos metidas en los bolsillos. Halloween esperaba al otro lado del tictac del reloj, reunido con las hojas caídas, las alas de murciélago y las nubes pasando frente a la luna. La nieve había parado, pero el frío había aumentado. Todo el año esperaba a girar sobre este punto; el mundo adelgazaba. No era solo la casa; aquella noche también necesitaba una bruja.
Un gato negro pasó como un rayo frente a él. Podría haber sido Spencer o un gato callejero cualquiera, no sabría decirlo. El gato no se detuvo. Michael miró furtivamente a ambos lados. Cuando estuvo seguro de que se encontraba a solas, utilizó la cuchilla de afeitar que se había metido en la chaqueta para rasurar la escarcha de la calabaza del vecino.
Se sentía idiota. Era la noche del Demonio. Los polis estarían en alerta. ¿Qué pensarían de un hombre con una cuchilla (aunque fuera una Bic desechable) que acechaba frente a las casas de sus vecinos, prestando demasiada atención a sus calabazas?
Pero no tenía alternativa. Tendría que hacer la poción y beberla el mismo. Él era el huésped indeseado al que había que echar. Entonces la bruja regresaría a casa y todo iría como se suponía que debía ir. No era algo racional, nada en relación con la bruja lo era. Lo sabía en la médula de sus huesos, conocía la verdad. Tenía que hacerla volver, porque si no lo hacía… Porque si no lo hacía, no habría una bruja allí.
La lógica fallaba tanto como la lógica de las brujas en general. Así que parecía lógico que su plan fuera a funcionar. Tenía que funcionar.
Se trasladó a la siguiente casa, la siguiente calabaza. Cuando llegó al final de la manzana, la taza estaba un cuarto llena. Para cuando había rodeado otra manzana, la taza de medir estaba medio llena.
Su vida había sido normal y aburrida hasta que la bruja había aparecido. Entonces fue y tuvo que oler a humo, al mar, a canela, y hacerle ver que la vida era terrible e injusta. Y hermosa, también.
Porque la casa se acomodó alrededor de la bruja y sus pisadas fuertes sobre las tablas de madera del suelo lo reconfortaban. Dormía mejor con ella en la casa y Spencer, hecha un ovillo sobre su pecho, mantenía alejadas a las pesadillas. Y porque la bruja regresaba siempre, sin importar lo horribles que fueran sus muertes. La fuerza de la misma vida o el deseo de ella de intentarlo de nuevo, de vivir en sus propios términos, no la dejaba abandonar. Era innegable e inexorable. Como la aparición de la luna en el cielo nocturno y cenar espaguetis los martes. Como las brujas y los gatos negros. Y eso era algo. Eso era magia.
La taza estaba llena. Michael la sostuvo en alto y observó cómo la escarcha se derretía bajo la luz de la luna. Tal vez, solo una vez, la vida podría seguirle la corriente y pretender ser justa después de todo. Si las brujas eran reales, ¿no era posible cualquier cosa?
En Halloween, Michael infusionó los ingredientes de la lista de la bruja como si fueran té. Los vertió en un tarro de mermelada y dejó que se enfriaran. El líquido resultante era de un dorado rojizo, el color del ámbar en los museos.
Michael sostuvo el tarro entre las manos. Había esperado que bullera con poder, pero solo chapoteó cuando lo movió de un lado a otro. El contenido dejó lágrimas en el cristal, como el alcohol del bueno. Quería decir que lo sentía. Quería que regresara y le dijera su nombre. Quería que pudiera explicarse y quería tener la oportunidad de hacerlo él también. Y echaba de menos a Spencer.
Michael olfateó la poción. Después de todas las cosas a las que la bruja olía, el humo y el océano, la cuerda mojada y los coches estrellados, el líquido en el tarro de mermelada olía a nada. Ni al candy corn ni a las manzanas blandas, medio podridas. Enroscó la tapa y se metió el tarro en el bolsillo.
Aunque apenas habían pasado las doce de la mañana, Michael Remmington decidió que ya iba siendo hora de que se emborrachara hasta las trancas.
En algún momento después de la puesta del sol, comenzó a llover.
¿Habría niños pidiendo caramelos bajo aquel diluvio? En vez de Spiderman, irían todos disfrazados de niño-en-chubasquero. Soltó una risita, pero en realidad era muy deprimente. Sacó el tarro de mermelada, observó cómo la luz se deslizaba a través del líquido mientras lo hacía girar y girar. Tenía que encontrar a la bruja. Tenía que verle beberse la poción. Tenía que saber que lo sentía.
Apartó la silla de la mesa. La puerta de entrada estaba a kilómetros de distancia, pero consiguió alcanzarla de alguna forma, y dando un paso se adentró en la lluvia torrencial.
Un Jack-o-lantern tallado de una calabaza que no recordaba haber comprado descansaba al final de los escalones del porche. La tapa se había movido y la lluvia había ahogado la vela. A lo largo de la calle, otras casas sufrían del mismo modo.
—Feliz Halloween de mierda —le dijo a la nada.
Ni siquiera podía gritar el nombre de la bruja. El líquido chapoteaba incómodo en su estómago y en su bolsillo: el alcohol y el preparado de la bruja. Unos pocos padres valientes con paraguas conducían con rapidez a los chavales de una casa a otra. Nadie parecía feliz.
Michael se abrió paso hasta la calle principal y el zumbido de los coches. Podía imaginarse a la bruja pasando por delante de la biblioteca y la tienda de alimentación; habría llegado al final de la acera, pero siguió andando. No estaría descalza, pero tendría la maleta agarrada con una mano y no llevaría paraguas. Spencer, empapada y deprimida, la seguiría pegada a sus talones.
La localizó un poco más adelante.
Michael se detuvo, parpadeando para quitarse el agua de los ojos. La bruja tenía exactamente el mismo aspecto que se había imaginado, lo que le hizo sospechar que era una ilusión. O que el alcohol lo había vencido. Rompió a correr.
Una súbita corriente de aire arrancó hojas de los árboles y las depositó suavemente sobre la acera. El agua cayó de lado. Michael resbaló y casi se torció el tobillo.
—¡Eh! —El diluvio le robó la voz.
La bruja no se giró. Incluso a través de la lluvia podía oír el taconeo regular de sus pasos. Agarraba la maleta con ambas manos y su falda negra se le pegaba a las piernas, la tinta sangraba contra su piel, sangraba sobre la acera, sangraba hacia la oscuridad.
Si alcanzaba el final de la acera, se perdería para siempre. Michael sentía que aquello era cierto en la médula de sus huesos. Cualesquiera que fueran las reglas que gobernaban a las brujas lo marcaban así; ahora esas reglas también lo gobernaban a él.
Siguió caminando, medio corriendo medio cojeando. Extendió la mano hacia su hombro. La bruja se giró hacia él y gritó algo, pero el viento lo arrastró.
Unos rizos empapados se le pegaban a la bruja a las mejillas. Giró la maleta como un arma, y Michael se agachó. Se resbaló de nuevo, raspándose la palma de la mano.
La bruja bajó la acera dando un paso.
El corazón de Michael se sacudió.
Una sombra negra pasó a toda velocidad por su lado. Spencer.
Unos faros barrieron la curva de la carretera, cerniéndose sobre la bruja. Michael salió disparado, cegado por la lluvia, borracho.
Es posible que gritara mientras bajaba de la acera, siguiendo a la bruja, persiguiendo a la gata. La bruja se giró, con la boca abierta, pero no podía oírla. Los faros la destiñeron y volvieron sus ojos del mismo color que la tormenta.
Colisionaron en pleno vuelo.
Ella le apartó de un empujón o él la apartó. O se apartaron mutuamente. Unos frenos rechinaron y por encima del ruido, un sonido como de alas y todo octubre levantando el vuelo llenó el aire. Contra todo sentido común, escuchó cómo el tarro de mermelada se deslizaba fuera de su bolsillo y se convertía en astillas diminutas de cristal y cómo la poción mágica desaparecía limpiada por la lluvia.
Un montón de agua le golpeó en la cara. Michael subió un brazo para protegerse los ojos y el parachoques de un viejo Oldsmobile del 67 se detuvo a milímetros de su pierna.
—Virgen santa, ¿estás bien? —La mujer, empapada al instante de bajar del coche, dejó el coche atravesado en el centro de la carretera, la puerta abierta.
Algo le dio un empujoncito a Michael en la pierna. Spencer se enredó alrededor de sus tobillos, arrastrando su cola calada por encima de la pierna de su pantalón. No había rastro de la bruja.
—Mi gato —dijo Michael.
Se dobló y cogió a Spencer en brazos. El bulto de pelos mojado ronroneó más alto de lo que la había oído ronronear jamás.
—¿Qué?
—Está bien —dijo él.
La mujer lo miró fijamente. Después de un instante asintió, parecía más asustada que preocupada. Volvió a subirse al coche y cerró la puerta. Michael sostuvo a la gata mientras escuchaba su ronroneo, mientras escuchaba el ronroneo del motor de la mujer. La lluvia aflojó, todavía cayendo en diagonal frente a los faros que cortaban la noche. Se dio cuenta de que estaba de pie en medio de la carretera y cojeó hasta la acera. La mujer, desdibujada tras las ventanas del coche, sacudió la cabeza, confusa, mientras se alejaba.
Una sombra yacía al otro extremo de la carretera, algo que podría ser la maleta de la bruja. No estaba seguro. Pero no veía a la bruja. El coche no la había golpeado, ni a él, ni a Spencer. Achuchó a la gata más fuerte hasta que ella se retorció protestando; hundió la cara en su pelo.
—Venga, vámonos a casa.
La bruja estaría esperándoles con una taza de té. O no. Pero era posible. Y no había muerto. En aquella ocasión, al menos, la vida había decidido ser justa. La bruja podría seguir viviendo en sus propios términos. Todo era posible en Halloween.
—Gracias —le dijo Michael a la noche y al año que cambiaba.
Detrás de la lluvia y de las nubes densas, podía sentir la tajada fina de una luna creciente, luchando por liberarse. Parecía una sonrisa.
Los relatos de A.C. Wise han aparecido en publicaciones como Uncanny, Tor.com, and Clarkesworld, entre otras. Ha publicado dos colecciones con Lethe Press, y una novella con Eye Books. Su primera novela, Wendy, Darling, se publicó en Titan Books en junio de 2021, y una nueva colección, The Ghost Sequences (Las Secuencias Fantasma), se publicó en Undertow Books en octubre de 2021. Su trabajo ha ganado el premio Sunburst a la excelencia en la literature fantástica canadiense y ha sido finalista para los premios Nebula, Sunburst, Aurora y Lambda. Además de su obra de ficción, contribuye con columnas de crítica literaria en la revista Apex y en The Book Smugglers. Puedes encontrarla en www.acwise.net.
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