Veintemil últimas cenas en una estación en explosión
por Ann LeBlanc
Riles
Yalten tiene aproximadamente treinta minutos antes de morir, y es justo el
tiempo necesario para probar el sitio nuevo de gravlax del nivel dieciséis.
Pasa agachándose por la escotilla del personal y se desliza por las aguas
veloces y frías del canal de acceso de mantenimiento. Arriba, en la ingeniería
de la estación, es probable que su equipo esté empezando a entrar en pánico al
haber descubierto el fallo inminente que ella ha ocultado con tanto esmero.
Abajo,
en el nivel dieciséis, el local de gravlax tiene una pinta prometedora. El
propietario se envara cuando la ve. Sus ojos se deslizan por su cuerpo de
arriba abajo. Primero: la cabeza pelona, piel resbaladiza como el moco y la
nariz inteligente negra como el metal. Segundo: el cuello con agallas y papada,
con los tentáculos utilitarios biometálicos en el lugar de las manos. Por
último: las rodillas hacia atrás y los pies con aletas. Gotea, empapada por el
canal, arruinándole el suelo. Una pausa se extiende en ese instante, apenas un
segundo alargado por la adrenalina. Entonces se dirige al armario y saca un
asiento aumen-friendly, y lo coloca en la barra. Riles sonríe, y apunta en su
reseña que este sitio es aumen-inclusivo.
Pide
una cosa de cada, a sabiendas de que no tendrá tiempo de terminárselo todo. Con
fe, al menos podrá probar cada plato y tachar este sitio de la lista. Si no lo
hace, tendrá que volver en el siguiente bucle.
El
salmón curado, obtenido localmente de las piscifactorías de la estación: es
cremoso y salado, el acompañamiento perfecto para la textura crujiente del
knäckebröd. Este tiene un toque de salsa de mostaza y eneldo, aquel tiene un
poquito de caviar y ralladura de limón. Lo percibe todo: la textura, el sabor,
el emplatado, el ambiente y demás, en su memo-aumen.
Mientras
toma un bocado del último plato (patatas nuevas con huevas de pescado), las
luces de la estación cambian del blanco azulado calmado a un rojo asustado. Los
ojos del propietario del restaurante se agrandan, atrapados en la respuesta al
pánico, antes de comenzar a recoger su pequeña tienda; violando el protocolo:
debería evacuar inmediatamente.
—No
se moleste —dice Riles por encima del aullido de las sirenas—. El reactor de la
estación va a explotar. Un fallo en la contención de la antimateria. —Da otro
bocado—. Así que lo mismo da que disfrute de los próximos… tres minutos. La
comida es asombrosa, por cierto.
La
mirada de él salta del miedo a la ira y a la confusión. Señala al emblema en el
bañador de Rile. ¿No eres parte de los ingenieros de la estación? ¿Por qué no
estás ahí arriba, ayudando?
Ella empieza a responder, pero todo lo que sale es un farfulleo, «Oh, blarghle». La copia de seguridad de su memoria le desolla el cerebro como una membrana pestañeante de uñas que atraviesan su conciencia a arañazos. Para cuando termina, el propietario ha desaparecido.