Negra asaltatumbas busca trabajo
por Eden Royce
Abrí los labios del cadáver haciendo palanca; la flojera me dijo que llevaba muerta más de dos días, y utilicé la punta del dedo para rebuscar dentro de su boca. Se abrió lo suficiente para que pudiera meter a presión el embudo, la punta tintineó contra sus dientes. Incliné mi petaca revestida de porcelana (el metal era un no rotundo) para derramar el té dentro de su boca. No era necesario que tragara; la cantidad suficiente descendería para que la magia funcionara. Me incorporé alejándome del agujero poco profundo en el que yacía ella, mis articulaciones envejecidas protestaron a rabiar; después le puse el tapón a la petaca antes de ocultarla junto con el embudo en el interior de mi media. Nadie iba a mirar bajo la falda aquella.
Esta
noche era amable. La temperatura a lo largo de la bahía de Charleston había
caído, creando una niebla espesa que la luna no lograba atravesar del todo. Luz
suficiente para ver el camino de vuelta a casa, pero no suficiente para darle a
los metomentodos una imagen definida. Mi oído siembre está abierto al crujido
de pies o el sonido de cascos acercándose, solo que esta noche no tendría que
preocuparme por esquivar los carruajes: los ojos esos de los caballos no veían
nada de bien en la oscuridad. De todas formas, miré a mi alrededor mientras me
agachaba sobre la montaña de tierra recién removida junto a ella y esperaba.
Se revolvió. Una sacudida breve, como si la hubiera atravesado la descarga de un rayo. Cuando sus ojos se abrieron (lo primero que hacían todos era abrir los ojos), acababan de empezar a volverse lechosos. La cogí de la mano y la ayudé a levantarse de hoyo al que la habían tirado.
—Vamos,
cariño. Tal ven en tu próxima vida aprenderás a elegir mejor a los hombres.
El
vestido que llevaba estaba rasgado, mostrando un pecho pequeño; el dobladillo
estaba rígido por la sangre y los fluidos. Hice lo que pude arreglándole los
pequeños tirabuzones de su pelo para cubrir las feas quemaduras de la soga
alrededor de su cuello y el agujero en su cráneo, porque el té no lo arregla
todo. Le cubrí los hombros estrechos con mi capa y la apoyé contra un árbol
mientras yo cubría el hoyo. Después comenzamos a caminar, ella renqueando de
manera incómoda con unas piernas arqueadas y yo pues no mucho mejor.
Un
viento helado comenzó a soplar, despejando la manta densa de niebla, y aceleré
nuestros pasos. Una linterna para huracanes ardía en la ventana trasera de una
de las pequeñas casas de escopeta que daban a Maple Street y nos dirigimos
hacia ella, evitando los patios traseros por culpa de los perros que aullaban
divididos entre la necesidad de proteger su territorio y su miedo a los
muertos. Di golpecitos en la puerta con la pantalla cerrada con un ritmo de ragtime
y después de algo de revuelta y unos susurros acalorados, se abrió.
—Oh, gracias, Señor. —La mujer en el interior,
de aspecto joven y mirada anciana se derrumbó contra la puerta desnivelada
cuando nos vio a ambas. Su marido estaba de pie detrás de ella, grande y
silencioso y atento.
—¿Tenéis
un lugar donde pueda estar? —pregunté. El efecto del té no duraría para siempre
y tener el cadáver de ella por ahí no sería bueno para nadie, especialmente
para la gente de color.
—¿Cariño?
—preguntó la mujer.
La
niña se giró al escuchar la voz.
—Lo
siento mucho, mama. —Las palabras salieron espesas y lentas, expulsadas por la
lengua en descomposición. La mamá de la niña se derrumbó, los sollozos salieron
violentamente de su garganta mientras ella tiraba y se arrancaba el pañuelo que
le cubría la cabeza.
El
hombre se acercó a ella, cogió a la madre y a su hija cada una de un brazo y la
condujo hasta una mesa robusta de fabricación casera. Colocó un hervidor en el
fuego para calentar agua y después retiró mi capa de los hombros de la chica,
la dobló y me la devolvió. Mientras presionaba unas monedas contra la palma de
mi mano, dijo:
—Reb
Fielding consiguió un lugarcito especial para que descanse en el cementerio de
St. Matthew ahora que está de vuelta en casa —Su mirada se apartó de la mía—.
¿Cuánto tiempo tenemos?
Caminé
hacia atrás para mirar al cielo. La luna no había alcanzado su cénit todavía,
aún quedaba tiempo hasta el amanecer.
—Hasta
que aclare el día. Unas cinco o seis horas.
—Muchas
gracias.
Asentí
y me dirigí a casa. El frío entraba arrastrándose por el crepúsculo, y me cerré
la capa con más fuerza. Hora de una taza de té para mí misma.
***
El
chaval negro de pelo color arena me dio la señal. De forma relajada, me giré
para ver el carromato donde descansaba con su cartel pintado a mano «El
Hombre de los Cacahuetes Y el Pollo Frito» y me acerqué hasta allí.
—¿Cuánto
por una bolsa pequeña?
—Medio
centavo, Miz Prosper. —Negó levemente con la cabeza mientras lo decía y supe
que había noticias—. Pero hoy tengo pollo frito que está bien bueno.
—Pues
dame un poco.
Observé
mientras dejaba caer una gran cucharada de mollejas de pollo rebozadas con maíz
sazonado en la grasa caliente y colocaba la tapadera sobre el hervidor de
hierro forjado. El sol bendecía el día con una brisa templada, pero el calor
que desprendía la carreta le hacía bien a mis huesos. Le vendió un par de
bolsas humeantes de cacahuetes hervidos a unos estibadores, que se alejaron
andando con pasos pesados para trabajar duro cargando y descargando los barcos,
dejando unas cáscaras marrones vacías secas tras succionar el jugo salado,
ensuciando la calle. El chico pescó mi fritura, les espolvoreó sal y luego
colocó los trocitos crujientes sobre papel de periódico, plegándolo con mucho
aparente cuidado. Le entregué cinco centavos y él comenzó a rechazarlos, pero
los presioné contra la palma de su mano. Me miró con ojos húmedos y cerró los
dedos alrededor del dinero, el dorso de la mano estaba marcada con quemaduras
de grasa desperdigadas formando círculos y líneas, un código morse oscuro sobre
su piel marrón clara.
—Quédatelo.
Si tienes la oportunidad, mira por mí, ¿me escuchas?
—Sí
señora, gracias, señora.
Yo
sabía que ya lo hacía, como la mayoría de las otras personas de color de por
aquí. Si no lo hicieran, puede que me hubieran cogido hace mucho. Aunque la
mayoría de los negros que iban a la iglesia aseguraban que me tenían miedo,
diciendo que lo que yo hacía no era natural, yo aliviaba sus mentes al
devolverles a sus familiares para que pudieran descansar en tierra bendita.
Hacía años que corrían rumores sobre mí por la ciudad, en los salones y en las
fábricas de papel, en las granjas y en las forjas. Si puedes encontrar a tus
muertos, entonces lo mejor que puedes hacer después es encontrar a Mizz
Prosper.
La
mayor parte de mi trabajo era por los linchamientos; los negros que eran
arrastrados hacia su destino final por responder, por tener negocios que
comenzaban a quitarle parte al de un hombre blanco, o por tener una mente
independiente. En ocasiones un pretendiente molesto que, una vez se apagaba el
fuego de la pasión, cavaba una tumba poco profunda para ocultar su vergüenza.
Pensaríais que se hace más fácil con los años, pero no.
Aunque
mis clientes le daban la bienvenida a sus muertos cuando regresaban, yo podía
ver sus pensamientos más profundos: quienquiera que se entrometía con la vida y
la muerte no podía estar en buenos términos con Dios. Por supuesto que yo no
soy malvada, pero lo que la mayoría de las mentes no pueden entender... lo
llaman obra del demonio. Yo no trabajo para el señor Belcebú, pero creo que le
conoceré algún día, si las habladurías convierten las cosas en realidad.
Centré
mi atención en el periódico mientras me alejaba, metiendo una molleja ardiente
en la boca. La carne dura se partió cuando la mordí, soltando un chorro de
líquido delicioso que cubrió mi lengua. Buscando la línea que me hablara
directamente a mí, descubrí que el joven la había conservado justo fuera del
alcance de las salpicaduras de grasa.
«Trabajo disponible — Preferiblemente
negra
Se
requiere con urgencia la retirada de un gran número de objetos frágiles. En la
calle principal de esta ciudad, unas puertas más allá del palacio de justicia.
Las condiciones pueden conocerse una vez se solicite el trabajo.»
Las
palabras palacio de justicia estaban atravesadas por dos líneas,
tachándolas. Junto a ellas, escrita con lápiz de grafito estaba la palabra herrería.
Después de leerlo, enrollé lo que quedaba de pollo en el papel marcado, dejando
que la grasa cubriera las marcas de lápiz. Después terminé mi comida y me
dirigí a casa para cocinar algo de la Vida Eterna. Big Mama me enseñó a cocinar
Vida Eterna cuando yo era una niña. Era una receta que habían traído de
Senegal, o por ahí. De la misma forma que su arroz jollof se convirtió en nuestro
arroz rojo, la receta cambió de familia a familia hasta que nadie supo ya quién
había sido la primera. La había escuchado, a ella y a mi abuela, ambas mujeres
de raíz, hablar del agua cuando infusionaban otros tés, para mantener alejados
a los tipos que las señoritas no querían, para mantener a los jefes contentos,
para ganar a las apuestas... Pero tuve que demostrar mi valía una y otra vez
hasta que me enseñaron esta mezcla.
—No
la uses a menos que sea imprescindible, ¿me oyes? —Me dijo Big Mama antes de
disponer todo lo que iba incluido en el té—. Un gluglú pequeño, Prosper... Solo
gluglús cortos hasta que estés segura de cuánto deben tomar. Y al principio,
hazlo poco cargado.
Todavía
dispongo los ingredientes para el té como ella me enseñó aquel primer día, hace
tanto tiempo. ¿Hace cuánto? ¿Noventa años o así? Me pregunté qué pensarían al
saber que uso su té para hacer que los muertos se muevan. Leches, puede que ya
supieran para lo que lo usaba.
En
la actualidad, se estaba haciendo más difícil encontrar todo lo necesario, pero
descubrí que podía hacer pequeños cambios y conseguir que el té funcionara
perfectamente. Mientras pudiera conseguir molle y raíz de oro solar, todo iría
bien. Las hojas de rooibos y las nueces de kola las cultivaba yo misma.
Dejé
infusionarse todo en mi olla de barro, ningún metal debía tocar esta mezcla, y
luego lo aparté para que se enfriara. Una vez lo colara a través de dos capas
de muselina, estaría listo. Avivé las
llamas en la chimenea para calentar la habitación y hacer que mis manos dejaran
de temblar. Tenía que llenar los jarros con delicadeza, para no desperdiciar
una sola gota de mi duro trabajo.
Alguien
llamó a mi puerta, con delicadeza como si tuviera miedo, pero con firmeza como
si se hubieran quedado sin alternativas. Si estaban frente a mi puerta, era
probable que así fuera.
Abrí
la puerta para encontrarme con un niño de ojos grandes, de no más de ocho o
diez años, en el escalón de entrada. Respiraba con dificultad, debía de haber
corrido como un murciélago huyendo de una tormenta. Sus pantalones rabicortos
sin calcetines me dijeron todo lo que tenía que saber.
—Entra
dentro, chachito.
Estaba
asustado, pero no podía culparle. Ni idea de qué clase de historias habría
escuchado sobre mí. Pero yo sabía el aspecto que tenía, más o menos unos
cuarenta o cincuenta años... Lo bastante vieja como para dar órdenes como una
mujer sabia pero lo suficiente vivaz como para llevar a cabo mi trabajo. Eso
sí, cuando el frío entraba en estos huesos, sentía todos y cada uno de mis cien
años. Nunca fui hermosa, pero esa fue una bendición concedida por mi madre. Las
mujeres bonitas atraían demasiadas miradas. Y demasiadas manos.
El
chico entró lentamente y dejó la mano sobre el pomo de la puerta. Sus ojos
miraron alrededor a toda velocidad, como moscas sobre el cadáver de un animal
atropellado.
—¿Quieres
comer algo? ¿Beber algo? —Él negó con brusquedad.
—Ya
me imaginaba. Bueno, ¿por qué has venido? Suelta la lengua, hijo.
—Han
encontrado a mi hermano.
—¿De
quién eres hijo tú?
—Francis
Station, señora.
Lancé
un silbido largo y ronco. El hijo de Francis Station llevaba años desaparecido,
desde que el alcalde Bradley había descubierto que su hija le estaba
olisqueando de cerca. No puedo decir que él no la estuviera olisqueando a ella
también, pero él debía haber sabido que nadie debía verlos juntos. Oí que un
hombre blanco le había arrastrado detrás de una de las máquinas esas en las que
solía trabajar en la fábrica de celulosa y nadie le había visto desde entonces.
—¿Dónde?
—pregunté.
—Afuera,
en la ciénaga, junto a la casa de Runnin’ Jack. Bajo ese chopo de aspecto
enfermizo. Dejé una marca como me dijeron que hiciera.
Me
volví a sentar en mi silla. Peligroso. Jack organizaba apuestas y traficaba con
alcohol, pero no permitiría que nadie entrara en su propiedad. No sabía cómo el
chico había llegado hasta allí y regresado de vuelta, porque Jack solía
disparar primero y nunca hacía preguntas. Solían decir que no te fiaras de un cracker
que vivía cerca de los negros. Tenía que tener la esperanza de entrar y salir
de allí rápido sin que me cogiera.
—Muy
bien, chachito. —El trabajo en el papel tendría que esperar. Esperaba que lo
entendieran—. Iré, pero...
El
chico extendió la mano, deteniendo mis palabras. Dos monedas Stella descansaban
en la palma de su mano.
—Mamá
dijo que sabía que no era seguro, así que te pagaría por adelantado. Y dos más
cuando le traigas.
«Dieciséis dólares en total. Por el
amor de Dios».
Cogí las monedas y le di unas palmadas en el hombro al muchacho.
—Dila
que voy a ir esta noche.
—Síseñora.
Después
de que se marchara, me quedé allí sentada una hora o así, mirando la puerta
hasta el anochecer, cuando la luna y las estrellas iluminaron mi mesa. Después
llené mi petaca, até el embudo a su cuello, cogí mi pala y salí de la casa. El
té todavía estaba caliente cuando lo presioné contra el interior de mi muslo.
Le había dado un trago antes y había eliminado el dolor de mis articulaciones,
me había dado un poco más de energía. La pala la até al interior de mi capa y
rebotó silenciosamente contra mi trasero generoso mientras caminaba hasta el
lugar donde la ciénaga se encontraba con el polvo.
Por
el rabillo del ojo podía ver la casa de Runnin’ Jack, encajada contra la
ciénaga, donde las luciérnagas bucean entre y alrededor de los juncos. Una casa
vieja y grande, pero nada atractiva de mirar, con su pintura desconchada y su
madera descascarillada. El granero no tenía mejor aspecto. Había ruedas
astilladas y carruajes rotos desperdigados por el patio trasero. Todo estaba en
silencio, excepto el coro del canto de las ranas, haciéndome creer que esto era
como cualquier otra visita al cementerio.
Siento
decir que no lo fue.
Logré
encontrar el chopo, con su marca de tiza blanca, con facilidad. Estaba enfermo,
probablemente por la podredumbre en el alma de la persona que había enterrado a
los muertos allí. Solté la pala del interior de mi capa y pronuncié un rezo
rápido porque esto fuera pan comido.
Un
pedazo de hierba se levantó de una sola pieza. Bajo él, había una capa de
tierra suelta, liberando el olor a tierra fértil. Rasqué para apartarla. En
contraste con la tierra oscura, el hueso blanco resplandecía. El chico debía
haberse detenido allí y corrido a por su mamá, porque el resto de la excavación
fue en tierra más dura, como si el terreno tuviera que compensar el barro
mullido, frío y húmedo de la ciénaga a unos centímetros de distancia. Menos mal
que no había tenido que ir por allí. Charleston era famoso por su lodo arado y
hasta los binyahs como yo habían perdido el zapato una o dos veces bajo
su agarre succionador.
Gruñí
mientras la pala rompía trocitos de tierra de apenas el tamaño de una uña cada
vez, obligándome a usar grasa de los codos, que no tenía. Acalorada y sudorosa,
me detuve un momento, aliviando la espalda al incorporarme, tomando grandes
bocanadas de aire frío procedente de la ciénaga. Contenía la dulzura de la vida
y la muerte, pantanoso y frío como el océano. Me perdí en él y no escuché los
pasos que se acercaban.
Me
atacó por detrás, agarró mis piernas juntas y me envió de cabeza a la base del
árbol donde sobresalía de la tierra compactada. Evité estrellar la cara contra
las raíces nudosas del chopo al retorcer mi cuerpo y recibiendo el golpe en el
hombro. El aire se escapó de mi interior y rodé sobre mi espalda, la pala cayó
al suelo con un ruido sordo. Escuché cómo Jack la agarraba y la tiraba a un
lado. Su peso parecía piedra en el lugar donde me tenía fija contra el suelo,
presionando sus partes masculinas contra mí como si estuviéramos jugando a
juegos nocturnos. Su cara estaba envejecida, la piel pálida tensa sobre el
cráneo. Un bigote canoso y un gorro de pescador desgastado cubrían la mayor
parte de lo que yo trataba de ver. Pero esos ojos grises de conejo me atrapan
tanto como su cuerpo.
—¿Qué
haces en mi propiedad? —gruñó la pregunta y su olor me alcanzó, nadando en
tabaco y grasa de pescado. Rebuscó en sus pantalones y contuve el aliento, pero
simplemente sacó un revólver, del tipo que los hombres del ejército tenían.
Sintiéndose satisfecho con que yo lo hubiera visto, lo apoyó contra mi tripa.
Había
algo en su cara que reconocí. No lograba identificarlo, pero ahí estaba. ¿La
forma de sus cejas, la línea de su pelo canoso que descendía por su mejilla? Lo
vi, lo sentí en mi espíritu. Lo supe como que podía respirar. Una brisa sopló
desde la ciénaga, despejando las nubes que dejaron pasar más sonrisa de la luna
para tocar la cara pálida de él, tan cerca de la mía. La respuesta me llegó en
un recuerdo de sangre.
—Eres negro —susurré.
—Y tú eres una bruja. Hechos que ninguno de los dos
queremos que se sepa. —Amartilló el arma—. ¿Dónde nos deja eso, Miss Prosper?
Miré fijamente el cañón de metal engrasado y después
fruncí el ceño.
—Contigo dejando que me levante de este frío suelo.
Pensó en ello, y después se apartó y sentó, liberando mis
piernas. Me revolví para incorporarme, alisando y bajándome la falda. No me
ayudó, se limitó a mirarme con sus ojos grises de pelo de conejo y se dio
golpecitos en la rodilla con la pistola.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó de nuevo.
—Para hacer un trabajo. Enterraste a un chiquillo aquí,
señor Jack, y yo...
—Tú no te vas a llevar nada de mi propiedad.
—¿Qué? Estoy hablando de un chiquillo. Su mamá solo
quiere enterrarlo. Nada más.
Negó con la cabeza.
—Un chiquillo que alguien linchó por mirar de lado a una
chica, nada más. Un chico negro. ¿O es que te da igual tu propia gente?
Sus ojos se fijaron en los míos y yo temblé como si
hubiera fantasmas mirándome a la cara.
—He dicho que no te vas a llevar ni una sola cosa de mi
propiedad.
Frustrada, golpeé el suelo con mis puños. No tenía nada,
ni un arma, y me sentí idiota por no haber siquiera pensado en traer una. Nunca
antes había necesitado una.
—¡Es un muerto, Jack, un muerto! ¿Por qué quieres
conserva un muerto aquí?
Pensó en mi pregunta, y después escupió un taco de grueso
de tabaco húmedo.
—Déjalo estar. Nada bueno sale de desenterrar el pasado.
Mientras permanecía sentado en el frío suelo, con la
mirada bajada hacia mí, lo entendí. Los rumores decían que eran hombres blancos
los que se llevaban a los niños a lo largo de los años hacia Dios sabía qué
destino. Y nunca se me había ocurrido que alguien usaría ese hecho para ocultar
sus propios pecados.
Un miedo real me invadió entonces, y temblé con él.
—Fuiste tú. Todo este tiempo. —Cuando él no dijo nada, yo
grité—. ¿Verdad?
—Los blancos matan a los de color todo el tiempo. —Jack
rebuscó con un dedo en su oído, escarbando. Lo limpió en su peto—. Todo el
mundo lo sabe. Lo único que tuve que hacer es asegurarme de que elegía a los
correctos: los que habrían sido descubiertos con el tiempo. Solo hacía falta
era que me mantuviera aislado y que cavara rápido.
Sentí como las lágrimas me ardían en los ojos, como
descendían por mi cara formando senderos calientes.
—¿Por qué? —Me ahogué con las palabras. La hierba de la
ciénaga susurró en el aire inmóvil. Él se encogió de hombros.
—No puedo evitar matar. Lo necesito, como respirar.
Mi corazón dio un vuelco en mi pecho. Busqué en el suelo
algo, cualquier cosa que pudiera salvarme la vida. El té que corría por mi
sistema me haría ganar tiempo, pero no me curaría de una herida de bala. Un
parpadeo atrajo mi atención y vi el borde afilado de la pala durante un
instante mientras una nube pasaba. Recogida entre los juncos de la ciénaga,
fuera de mi alcance.
Jack se puso de pie, alzándose sobre el lugar en el que
yo estaba sentada, junto al hueco a medio cavar. Probablemente terminaría de
cavarlo y me colocaría junto a los muertos.
—Me calma. Me ayuda a dormir. —Apuntando con el arma
hacia mí, se arremangó primero una manga y después otra—. Esta noche planeo
dormir bien.
—Seguro que sí, señor Jack. —La voz llegó desde detrás de
él y cuando se giró, el estallido de un rifle le siguió.
La cabeza de Jack salió disparada hacia atrás como si
fuera a ofrecer un rezo, pero supe que no podía ser, porque podía ver el cielo
a través de su cráneo. Se bamboleó y se estrelló contra el suelo.
Lentamente, su cuerpo cayó hacia atrás, encontrándose con
el tronco del chopo.
Giré la cabeza para ver cómo Francis Station bajaba el
rifle de su marido y el aire salió de mis pulmones. Su chiquillo, el que había
acudido a mí antes, estaba de pie tras ella. Ambos iban descalzos, sus pies
estaban cubiertos del lodo arado marrón y brillante de la ciénaga hasta los
tobillos.
—Mi chico me dijo que venías esta noche. Yo solo...
quería verlo.
No pregunté por qué había pensado que necesitaba traer un
arma, pero le estaba agradecida y se lo dije.
—Me alegro de que hayas venido. Lo aprecio.
Cavamos ambas, yo con la pala y ella con la azada que el
chico había traído consigo. Pronto desenterramos lo que quedaba de un joven
delgado como un junco, una vez atractivo por la forma en la que sus huesos y lo
que quedaba de su piel oscura confluían. Traté de cubrir la mayor parte de la
podredumbre con mi capa, pero ella me detuvo.
—No quiero verlo. Su padre... no va a querer.
—Muy bien. —No hacía falta apartar los labios; habían
desaparecido casi por completo. Vertí el té a través de los dientes expuestos,
desde donde avanzó y descendió por el espacio justo antes del punto en el que
la mandíbula se unía al resto del cráneo.
Mientras esperábamos, preguntó:
—¿Puedes completarlo? ¿Solo durante un rato? Ha pasado...
—se aclaró la garganta—. Mucho tiempo.
—No, no puedo —dije, agradecida de que el té no pudiera
arreglarlo todo. No quería ese tipo de magia—. Pasa con él este ratito
que tienes con él, y después déjale marchar. Ese es siempre mi consejo.
Ella
apretó los labios, pero asintió y estaba segura de que me haría caso. Me giré
hacia los crujidos que venían de la tumba improvisada.
—Venga, vamos. Hora de que te vayas a casa.
Me separé de la familia Station en el extremo de su
calle, prometiendo que me pasaría por el funeral si podía. Me tragué el resto
de la Vida Eterna mientras me dirigía a casa, esperando que aliviara mis
dolores y moratones. Mientras arrastraba los pies hacia casa, comencé a
preguntarme si me apetecía hacer lo que fuera que me ofrecía el herrero. ¿Cómo
se suponía que iba a retirar más objetos frágiles si yo misma me sentía uno?
Me froté los dedos, el calor breve luchó contra el frío
insidioso de la tranquila noche. Y cuántos eran un gran número, ¿eh? ¿Diez?
¿Veinte? Claro que podía infusionar suficiente té, pero ¿qué había del coste sobre
mí misma? Ver a mi gente rota y apaleada, rasgada y hecha jirones, me agotaba. Mucho
tiempo después, me preguntaría cuántos de ellos había matado Jack, después de
haber cedido ante la fiebre rabiosa de su cabeza. Nunca había sido tan feliz de
ver mi pequeña casa, pero me hizo seguir dándole vueltas a la cabeza sobre
cuántos más estaban ahí fuera, esperando a ser encontrados para poder darle a
sus últimos restos un hogar.
Una vez dentro, me hice una taza de té de Cuarenta
Parpadeos para ayudarme a dormir. Algo que me calmara la mente, que me ayudara
a dejar de pensar en este último encargo, lo que significaba para la mi
tranquilidad y para mi futuro en esta ciudad. Inhalé el aroma a corteza de
magnolio y mulungu, y tomé un sorbito. Me sacudí ante el sabor, como perfume
sobre raíces secas, y pronuncié un pequeño rezo para que Dios guiara mi mente.
Todo el tiempo, sabiendo que aceptaría ese trabajo, sin importar lo peligroso
que fuera. Permanecí toda la noche bebiendo aquella infusión y mirando hacia la
oscuridad ahí fuera, porque el té no lo arregla todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario