Equilibrio ecológico
por Yadira Álvarez Betancourt
“a
cada fuerza de acción corresponde
una
fuerza de reacción igual y opuesta”
Newton
A Richard Matheson y C. M. Kornbluth.
Cuando escapé de casa no esperaba que nadie fuera a buscarme. Para alguien como yo puede ser bien sencillo desaparecer y puse todas las esperanzas en mi pequeña talla y mi aire insignificante.
Salir de la reserva es muy
peligroso. Del lado de acá de la frontera, ellos, de allá, nosotros. Pero nunca
creí que les interesara mucho mi persona: incluso mi madre había dejado claro
que yo era un fenómeno indeseable y todo el mundo me miraba con desprecio.
Hijo bastardo, no bastardo en el sentido moral, sino en todos los sentidos. No solo tenido fuera de la ley, no; bastardo de una violación contra natura: uno de ellos, una de nosotros. Que esa bestialidad embarazara a mi madre fue casi herético; se creía que existía un escollo insalvable, incompatibilidad genética total y definitiva, y para mi gente era en todo punto imposible que una humana pudiera concebir un hijo de…
En fin. Mi madre me odió,
porque todos empezaron a mirarla como a una especie de bicho asqueroso. No fue
mi culpa que sus óvulos pudieran ser fecundados por aquellos espermatozoides,
ni que su útero me dejara estar once meses dentro de él. No creo que fuera una
mujer distinta por eso, ni monstruosa. La vida juega todo tipo de bromas. Pero
díganselo a la multitud.
De la noche a la mañana
perdió a su novio, sus padres la echaron de casa, sus amistades la “olvidaron”,
tuvo que dejar el trabajo de centinela y terminar de barrendera en uno de los
sectores más solitarios y asquerosos de la reserva. Y encima tuvo que criarme a
mí, soportando a todos mirándola con esa mezcla de asco y lástima que ella
nunca ha soportado.
Podía irme con los ojos cerrados:
nadie me iba a extrañar.
Y vine al otro lado no
porque pensara encontrar al que me hizo para pedirle cuentas por la injusticia
de la vida, o por creer que el maldito sería un rey y yo, el príncipe heredero
que viene de un país remoto cuando el viejo está a punto de estirar la pata y
los rivales se afilan los colmillos. Ni siquiera buscaba que me mataran. Vine
al otro lado porque no había otro lugar a dónde yo pudiera ir.
Caminé muchos días antes de
llegar a los puntos de control. Comí la bazofia que iba encontrando en los
tachos de basura y me cubrí con la vieja gabardina del abuelo que le robé a mi
madre. Por todas partes vi lo mismo: decadencia, miedo maquillado de falsa
esperanza, y bestialidad, los males de una ciudad sitiada.
Todo el mundo solía decir
que al otro lado era peor, que la agresión y el asesinato eran la regla, que las
criaturas habían trasladado a la realidad los mismos vicios y rituales con que
la leyenda describía a todos los de su tipo. Ellos eran demonios y nosotros
olíamos a rosas. Pero la porquería que encontré por el camino nunca me olió a
otra cosa que a porquería.
Cuando llegué a la caseta
perimetral había dos centinelas de guardia. Uno de ellos me vio primero y se
acercó, pensando quizás que era un niño perdido. Pero cuando vio mi piel y mis
ojos echó mano de la pistola. El otro corrió hasta ponerse a su altura. Ambos
me encañonaron. En ese momento el que había llegado después se percató de que
me conocía.
Era el tipo que cobraba en
la oficina de apuestas. Más de una vez le llevé dinero de parte de mi madre. Ya
suponía yo que debía tener un trabajo legal en algún lugar de la reserva y que
su trasegar de billetes, cupones y monedas era solo su forma de redondear para
el diario.
Matar al hijo de un cliente
hubiera sido muy mal visto, aún cuando el hijo en cuestión fuera un engendro de
ojos de muerto. Así que bajaron las pistolas y se apartaron mirando a otro
lado: sabíamos muy bien, ellos y yo, todo el que me conociera, que más tarde o
más temprano esta criatura gravitaría hacia el otro lado de la frontera. Me
dejarían salir sin alboroto y sin una palabra. Olvidarían que me dejaron ir y
si alguna vez intentaba volver a entrar, me matarían como si yo nunca les
hubiera pertenecido, como se le hace a los monstruos de las afueras.
Me fui por la carretera
húmeda de lluvia, y ya lejos de mi hogar
sentí que respiraba mejor.
El aire olía a limpio,
lavado por el agua. La vieja calle estaba llena de grietas por las que salían
manojos de hierbas. El mantillo vegetal se deslizaba por el asfalto, avanzando
sobre los sedimentos que en años de abandono se habían derramado de los
bordillos. Parecían olas verdes cubriendo lentamente la carretera.
No miré atrás. Me gustaba
adelante. Sabía que a mis espaldas se elevaban las torres y edificios de la ciudad,
“El último refugio”, como gustaba de llamarla la gente. Para mí era una
prisión. Me gustaba mirar adelante.
Ayudaba que el sol se
estuviera poniendo. Su luz al amanecer seguramente dibujaría la sombra de la
ciudad. Me iba mejor la ilusión de que a mis espaldas no había nada, y de que
yo había caminado hacia el atardecer desde que nací, borrando el ayer pisada a
pisada.
La noche caía y el cielo se
llenaba de estrellas. Qué hermosa era la noche, qué calmada y suave en
comparación con el día.
En casa nunca pude ver
estrellas, la luz agobiante de la ciudad no me dejaba. Luz artificial, siempre
luz. Puedes llegar a odiar la luz. Más si vives con alguien que jamás la apaga.
Cierras los ojos y se filtra por tus párpados, te quema los sueños y cabeceas
sin llegar a dormir. Al despertar estás tan cansado como si nunca hubieras
dormido.
Buscaba la oscuridad desde
bebé. Me cubría la cara con cualquier cosa, me escondía debajo de la cama, en
los sótanos. Mi madre me sacaba a rastras gritándome “monstruo” y me azotaba.
No podía entender que necesitaba algo de oscuridad y tranquilidad alguna vez,
como todo el mundo.
Pero para ella cualquier
cosa que yo hiciera era una amenaza, todo apuntaba a mi “maldición”. No
importaba que todos los niños jugaran a los escondidos en lugares oscuros y apestosos,
que se taparan los ojos para dormir, que tuvieran caprichos alimenticios. Todo
eso en otros niños era cosa normal, en mí eran aberraciones propias de mi
horrorosa condición.
El camino estaba oscuro ya.
¡Yo estaba a oscuras al fin! A oscuras y solo. Me senté en el piso y lloré un
rato.
Luego seguí mi camino, tan
contento que cantaba a gritos una canción antigua. Si me hubiera escuchado la
chica de ojos verdes y pañuelo, esa que vivía en el almacén vecino y cantaba
todo el día, posiblemente me matara por destrozar la letra y la melodía. Pero
no me importaba. Tal vez se alegrara de saber que había aprendido esa canción
de ella solo para cantarla en libertad algún día. Más adelante empezaba el
bosque y yo quería que cualquiera que estuviera en él me oyera cantar.
Después de desgañitarme, ya
en silencio, escuché pasos en la carretera.
Eran pasos muy ligeros y
regulares. Nada del estúpido apisonar de la gente de la ciudad. El extraño
sabía caminar sin aplastar el piso ni arrastrar los pies.
Distinguí su silueta contra
las estrellas, y cuando estuvo cerca me sorprendí muchísimo.
No sabía cómo eran ellos.
Nunca vi imágenes y las descripciones que se hacían eran tan truculentas que
todos los creían monstruosos.
Monstruosos… ella era el
ser más lindo que había visto en mi vida. Resplandecía toda, su piel, como si
llevara estrellas debajo. Y los ojos, ojos de fuego azul. Olía a viento, a
hierba y lluvia, olía a intemperie.
Sonrió y fue como ver una flor
abrirse para mí. Me tendió los brazos y me dejé abrazar. ¿Huir? ¿Para qué huir?
El momento era perfecto y ella me esperaba. Me acarició el cuello con los
labios...
Desperté con el sol en la
cara, quemándome los ojos. Miré a mi lado, ya añorándola y seguro de que ella
se habría marchado horas atrás.
Estaba junto a mí y ya no
me lució bella. Parecía una flor marchita, con las mejillas macilentas y la
boca enrojecida abierta, roncando igual que mi madre, igual que todo el mundo
en la ciudad.
Me ardía el cuello, pero
era una sensación agradable. Por primera vez me sentía saludable y satisfecho,
sano. Me molestaba menos la luz, mi cuerpo estaba lleno de algo dulce que me
corría alegremente por las venas.
Caminé a un lado y otro, me
estiré comprobando cuán flexibles y fuertes se habían vuelto mis músculos.
¿Sería que mi cuerpo antes no era el mío? ¿o que no tenía fuerzas ni ánimos
para moverme y por ello cada movimiento era insoportablemente doloroso e
inútil?
Miré mis manos flacas. La
piel lucía menos pálida, más tibia, húmeda y suave. Toqué mi cara y me asombró
su tersura. Diría que hasta veía mejor, no tan nublado como de costumbre. Y ése
dolor bajo las costillas del que nunca me había aliviado hasta el punto de
pensar que era normal, había desaparecido, distanciado de momento por un
bienestar nuevo.
Entonces un alarido detrás
de mí me recordó su presencia.
Ella miraba al amanecer y
se arañaba la piel del rostro y los brazos. Se levantó y volvió a gritar. Se
inclinaba hacia el suelo gimiendo como si quisiera enterrarse en él. Quizás
esperaba que su piel se consumiera a la luz, que sus huesos se fundieran. Eso
es lo que dicen las leyendas que les pasa cuando los sorprende el amanecer
fuera de sus refugios.
Pero a ella no. Ya nunca
más. Ahora era como toda la gente de la ciudad: de la luz, humana. Toda su
belleza y gracia se habían desvanecido.
Su beso debió sorberme la
vida, pero la mató y a mí me dio fuerzas.
La dejé atrás llorando su
desgracia y seguí hacia adelante, hacia mi vida.
Queda solo un refugio de
gente “normal” en el mundo; todos los demás pobladores, en todas las ciudades
que han caído, en todas las aldeas, región por región, continente tras
continente, son justo lo que me conviene que sean: comida… vampiros.
Nacida en la Habana en el 1980, Yadira Álvarez Betancourt es Licenciada en Educación Especial y Doctora en Ciencias Pedagógicas de la Universidad de Ciencias Pedagógicas de la Habana. Graduada del Curso de Técnicas Narrativas del Centro Onelio Jorge Cardoso en su octava edición, fue ganadora del Concurso “Oscar Hurtado” 2009, en la modalidad de cuento de Ciencia Ficción.
Ha publicado en las antologías Vestida de mar y otros cantos de sirenas (Ediciones Unión, 2010); Axis Mundi (Editorial Gente Nueva, 2011); Hijos de Korad (Editorial Gente Nueva, 2013) y Ciencia Ricción (Editorial Gente Nueva, 2014).
Coautora junto a Dennis Betancourt Álvarez del libro Historias de Vitira (Editorial Gente Nueva; La Habana, 2015). Ganadora del premio Hydra 2021 con la novela Guadaña Universal: el códice, en coautoría con Álex Padrón.
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