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viernes, 22 de octubre de 2021

Capítulo #41 - Puede darse de alta cuando quiera, de Rhonda Eikamp

 

Puede darse de alta cuando quiera

por Rhonda Eikamp

La paciente ha olvidado lo que le pasa.

El papel de pared, blanco hueso, que refleja la luz mugrienta del sol que entra por la ventana que no se abre. Una televisión que está desenchufada y cuyo cable cuelga flojo. El dolor que siente Beth es difuso, más parecido a humo dentro de su piel que a una queja. Lleva demasiado tiempo en la habitación del hospital, la luz y la oscuridad se alternan cada vez más rápido, hasta convertirse en una descarga estroboscópica de días.

Los médicos hincan el dedo, pinchan y cosas peores. Algunos días (después de un tratamiento especialmente malo) el dolor es reemplazado por una energía le empuja a Beth a ponerse de pie y buscar su ropa. Se marchará, se dará por vencida, ¿o es al revés? Quedarse es rendirse. Eso lo tuvo ayer. La visión del suelo de azulejos, su practicidad blanca bajo sus pies desnudos, la empujó de nuevo a tumbarse en la cama. «Hechos mara mostrar la sangre, todos ellos. Los suelos, el techo».

Un timbre suena dos veces y el cuerpo de Beth responde como un perro condicionado, temblando en lugar de salivar. Dos timbrazos significan el doctor Sutherland.

Pero el médico que entra es uno que ella nunca ha visto.

Es joven, con un andar distinguido que le hace detenerse junto a la cama como si estuviera en un escenario. Beth supone que lo está. El nombre en su bata dice “Doctor Sandler”. La bata es blanca y tiene una diminuta mancha azul en la solapa y Beth trata de sacar una regla nemotécnica de ahí.

Él le cuenta que se ha unido al grupo que la está diagnosticando.

—Estamos probando un nuevo sistema rotatorio así que... ¡Sorpresa, señorita Harding, eso significa que es usted mía durante las próximas dos horas! ¿Puedo llamarla Beth?

—¿Puedo adivinar? Tiene una teoría sobre mí.

—No es una teoría. Es una hipótesis. —Odia desde ya la sonrisa de este médico, el dedo levantado. El “una”. Él se acomoda en el sillón junto a la cama—. Mi especialidad es la medicina espacial.

Beth piensa que ha oído mal.

—¿Se refiere a astronautas?

—Tenemos que hablar de su entorno. Muchos de los cambios que les ocurren a los astronautas en la microgravedad (la distribución de microfluidos, los problemas gastrointestinales, los cambios óseos)… bueno, cuando vi su historia clínica lo recordó. Ah, lo siento. Pero de verdad. Es como si su cuerpo no sea el correcto, para el entorno en el que se encuentra. —Las ideas de Beth ya se arremolinan como galaxias—. Como si necesitara espacio. —Hace una pausa dramática. Un rey del drama, como había sospechado—. Es usted demasiado pesada para este mundo.

Beth puede sentir su culo delgado contra la sábana en el lugar en el que la bata se abre en la espalda. Estira el cuello para bajar la mirada hacia su cuerpo. Treinta y cinco, delgada siguiendo la moda. No. Cadavérica es la única palabra.

—Demasiado densa —se corrige él.

—¿Qué me va a clavar para curar eso? —Ya se está viendo a sí misma como un globo, con Sandler inclinándose sobre ella con un alfiler.

—Nada de clavar nada, le alegrará escuchar. Una pastilla.

Lo que pasa es lo siguiente. A Beth la han diagnosticado demasiadas veces. Espera al timbre, el patrón en ocasiones complejo que le dice quién la tendrá durante la próxima hora, y ella espera el dictamen. El mismo médico puede tener una nueva idea. Un médico nuevo intentará algo que ya se hizo antes. Dos veces. No puede hacer una lista de las teorías, los nombres absurdos. Es un dolor de cabeza sexual, un hidrocéfalo comunicante. Uno de los hombres, especialista en hongos, le explicó que tenía algo cándido creciendo en su interior. Tiene crisis de ausencia, o una malformación cavernosa. Los tratamientos, invariablemente dolorosos, nunca dan ningún resultado. Ha acabado por sospechar, después de tanto tiempo, que a los médicos les gusta la experimentación, que para ellos ella es una plantilla, tabula rasa. No está vacía, más bien está llena de todas las cosas que desconocen, pero quieren conocer.

En ocasiones ha llegado a respirar ira. ¿Cómo es el dicho? Demasiados médicos estropean el… bueno, todo. No está segura de qué es lo que estropean. El aire. Su misma sangre.

—He tomado muchas pastillas, doctor Sandler.

—Los otros no lo han comprendido bien. Yo lo que tiene usted mal.

Beth puede sentir la hostilidad arrastrarse como un film por su mirada. Él la ve y se reclina en la silla. Ahora sí que la ha liado.

—¿Sabe?, tiene que poner algo de su parte en esto, Beth. Tiene que aportar algo. Un poco de fe. Todos tratamos de ayudarla, aunque nos peleemos por el cómo.

—Estoy segura de que sí.

Es un mantra que ha oído con la misma frecuencia con la que suena el timbre. «Tiene que querer mejorar. La batalla interna es parte del asunto». Está en guerra (no declarada) con su cuerpo. Siempre se le olvida.

Una más y te marchas.

La pastilla que le entrega el doctor Sandler es pequeña y azul, como las manchas en el cuello de la bata. Ahora le recordará. Se la traga, obediente, y después de unos minutos se siente más ligera.

—¿Qué está ocurriendo?

—Trate de levantarse.

Sus pies sienten el suelo frío, pero cuando baja la mirada su pie y pantorrilla derechas han desaparecido. 

No queda nada por debajo de la rodilla. 

«Esto es una locura», gimotea alguien en su interior. El pánico hace que la atraviesen chispas, la hace más ligera, y su mano derecha desaparece. Puede sentir el anillo que lleva puesto ahí y que compró hace años en un mercadillo de segunda mano, una piedra lunar sencilla engastada en plata que ha dejado que se deslustre hasta ennegrecerse. Beth ama el anillo por ningún motivo en particular, porque no representa nada, y ahora lo han hecho invisible. 

Un grito le arde en la garganta, pero eso es todo lo que hacer porque el sonido no puede salir, la han vuelto incompatible con el oxígeno, demasiado grande, demasiado pequeña, ahora el fuego está en sus pulmones, donde unos agujeros negros lo succionan todo. Su cuerpo con su último oxígeno es una hoguera. Frenética, buscando aire, se clava las uñas en la garganta. Ya está, han conseguido matarla al fin. 

Sandler está frunciendo el ceño, después sonríe como si una bombilla se le encendiera sobre su cabeza.  

—Ah, claro, las moléculas de aire... 

Con las últimas fuerzas que le quedan, Beth mueve su puño invisible y hace estallar la bombilla. La oscuridad la atrapa. 

Se despierta dentro de la cámara hiperbárica. Ya ha estado ahí antes. Un vistazo rápido... el anillo sigue allí. Su cuerpo ha regresado, pero no gracias a los médicos. Después de la alucinación, se deleita en sí misma, su piel son pétalos de flores que la sostienen. Huele la ira. El dolor solo es un recuerdo doloroso. Una mujer joven la ayuda a salir de la cámara, demasiado joven para ser una enfermera, una niña en realidad. Una voluntaria adolescente, una pela-dulces... ¿todavía las llaman así? 

—No quiero seguir aquí —le dice Beth. Su propia voz suena como la de una desconocida. 

—Vamos a llevarte de vuelta a la habitación. —En la etiqueta de su nombre pone “Beth”. La guía hasta una silla de ruedas. 

En su habitación, Beth la niña se mueve de aquí a allá limpiando. Algo se rompió antes. Por una vez la sensación es hogareña, y Beth, adormilada en la cama, siente como el sueño la arrastra. 

Suena el timbre: dos largas, tres cortas. El doctor Sondlund. 

El doctor Sondlund tiene una nueva teoría y el tratamiento es muy doloroso. 

*** 

La mujer de Beth viene a visitarla.  

—Madre mía, ¿qué le ha pasado a tu pelo? ¿La mili?  

Simone ha traído nectarinas y ginebra, aunque ambas están prohibidas. Nunca se guarda nada; las preguntas le salen a chorro mientras llena a escondidas un vaso de chupito para Beth y se inclina para besarla, un beso como la vida y los cielos azules. Hace que Beth abrace a Simone más tiempo, casi vertiendo su ginebra. 

—Oh, no puedo recordar cuál era la teoría. Dame más de eso, por favor. —Con la otra mano Beth toca su cabeza vagamente calva—. Vasoconstricción. No, síndrome de la cabeza explosiva. —Le habían enseñado las correas que rodearían sus tobillos y la atravesaron con una descarga de electricidad baja, y después le afeitaron la cabeza, aunque por mucho que lo intentara no veía qué tenía que ver aquello con lo anterior. Beth siembre había amado su pelo, la única cosa brillante de sí misma. Cuando se lo afeitaron quiso llorar, pero no lo hizo. En lugar de eso gritó dentro de su cabeza, algo que se le da bien.  

La expresión de Simone dice que ya ha adivinado lo desagradable que ha sido. 

—No te preocupes, crecerá de nuevo. —Entrelaza sus dedos con los de Beth en el cuero cabelludo de ésta—. Pelusa de bebé. Tuve una muñeca heredada que era como tú. Me encantaba. —Durante un momento guardan silencio, contemplando sus manos y la una a la otra. 

De cierta forma, Beth sabe que le ceden este tiempo. El timbre invisible nunca suena durante estas visitas. El sonido fuera de la ventana sucia –un rugido amortiguado que podría ser tráfico o una multitud— parece amplificarse, de alguna forma se vuelve más real, como si aproximara de golpe. Puede coger la mano de Simone y tomarse un respiro y decirse a sí misma que su pelo crecerá exactamente igual. Nunca está segura de si estos alivios temporales son una bendición o una tortura porque tendrá que volver a todo eso después. De si hay alguien esperando junto al timbre, soltando una risita. 

Hoy Simone está preocupada. Beth se da cuenta. Puede que sea por el pelo. Su mujer siempre ha sido la rebelde de las dos, pero Simone casi parece temer pronunciar sus siguientes palabras.  

—Escucha Beth, ¿qué piensas de...? —Simone se toma el chupito de ginebra de un trago—. ¿De... no hacer nada de esto? 

«No confieses cuántas veces has pensado en eso. No le cuentes que has buscado tu ropa». Beth ve su puño atravesando y haciendo añicos la bombilla alucinatoria. Un poco más bajo y podría haber sido el globo ocular médico de Sandler. El humor vítreo estallando contra el hueso.  

—Oh, Simone, no quiero ser así. —Y realmente no quiere serlo. Es importante para Beth: las reglas y las realidades. Puede actuar con lógica, aceptar que hay algo en ella que no está bien. ¿Sería justo, de todas formas, dejarlos en la oscuridad cuando es su caso misterioso?— Quiero decir, fui yo la que les pidió ayuda, ¿no? 

Simone se inclina hacia ella. 

—¿Lo hiciste? —Durante un instante todo se oscurece, los ojos negros de Simone sinceros y de alguna forma locos de miedo, la habitación súbitamente es una cueva, las sábanas son cadenas—. Beth, ¿recuerdas haber pedido ayuda? 

Beth niega con la cabeza, un movimiento que reza porque sea demasiado pequeño para reflejarse en la televisión apagada o el cristal transparente de la puerta. ¿Y qué pasaría si no pidió ayuda? 

Simone se reclina. Igual de súbitamente el momento pasa, la habitación se ilumina, regresa a su blanco estéril. 

—Simplemente desearía que se dieran prisa y averiguaran qué es lo que tienes mal. Estoy agotada de ahuecarme yo la almohada por las noches. 

—Regresaré pronto a casa. Te la ahuecaré entonces. —Beth la quiere por estas cosas, por aceptar las necesidades. Sonríe, aunque es difícil hacerlo, mirando hacia el techo, imaginándose la cueva—. Tantas veces como puedas soportarlo. 

El siguiente médico, el doctor Sollender, dos largos y uno corto, le cuenta que sangra por su espacio subaracnoideo, y que de todos los diagnósticos es el que tiene más lógica, todos los médicos que ha visto parecen arañas bañadas en blanco que se encorvan sobre ella. 

*** 

 El marido de Beth viene a visitarla. Su marido se llama Simon, pero todo el mundo le llama Sy, algo que él mismo empezó cuando se acercaba a los treinta porque odiaba las connotaciones del juego infantil Simon dice. Sy tiene el pelo más rojo que ha visto nunca, casi bermellón. Nada en el natatorio tres veces a la semana; su olor característico se ha convertido en cloro, un tatuaje oloroso. 

—Los niños te echan de menos. 

Beth todavía se está recuperando del tratamiento de esa mañana, un tal doctor Sanderlin, que sonrió con tristeza mientras le contaba que Beth era demasiado ligera para este mundo y después procedió a llenarla de gas a través de un catéter. Se le infló la tripa hasta que le desapareció el ombligo. Inerte, comenzó a hundirse a través de la cama, un agujero se abrió para ella en dirección al centro de la tierra. El doctor Sanderlin solo se detuvo cuando ella chilló y la pela-dulces metió la cabeza por la puerta, alarmada. Las extremidades de Beth todavía están esponjosas, la carne inflada parece un bizcocho que sisea, desgasificándose, cuando la presiona. Puede que después se la coman.  Entonces será cuando se levante y se marche. 

—No puedo pensar con claridad ahora mismo –le dice a Sy. 

—La casa te echa de menos.  

—Tú puedes encargarte de esas cosas, Sy, lo sé. —«Confío en ti». De verdad que lo hace. Un recuerdo asciende clavando sus uñas, un centro comercial en Diciembre: se separaron para encontrar los juguetes que los niños querían más rápidamente y la multitud había agotado a Beth, hasta el punto de odiarlo todo, hasta que captó la imagen de Sy esperándola en el punto de encuentro. Alto, competente. En aquel momento le había parecido un flamante pilar de fortaleza, flamante al menos en su extremo superior. 

Sy suspira.  

—El perro te echa de menos. —Mira alrededor de la habitación, como si algún detalle fuera a revelarle qué es lo que ha ido mal, por qué está llevando tanto tiempo. Mira a todas partes menos a Beth. Como si no hubiera sido su cuerpo el causante de todo—. ¿Haces todo lo que te dicen? 

—¿Alguna vez he sido desobediente, que tú sepas? 

La mirada de él está tan llena de amor que la aterroriza. 

*** 

Va a decirlo, lo ha decidido, «dejad de experimentar», pero se limita a mirar porque es una mujer médico la que entra en la habitación en esta ocasión. La tarjeta con su nombre dice Dr. Norte. La doctora Norte tiene el pelo barrido y unos ojos castaños de mirada inteligente y amable con unas arrugas en los ojos de alguien de unos cuarenta años. A parte de una diminuta mancha azul en su solapa, de tinta o de metilo, la doctora Norte es perfecta, el tipo de perfecto del que Beth se enamoraría si no estuviera demasiado agotada para poder pensar. 

Durante largo tiempo se limitan a hablar. 

—Sé que has sido un campo de juego, Beth. —La voz de la doctora Norte es melodiosa—. Y me gustaría pedirte disculpas por ello, en nombre de todos. Es importante descartar algunas cosas, pero tienden a pasarse. 

—Soy una persona comprensiva. 

—Lo sé. 

—No. No lo sabe. —A Beth le gusta Norte, pero es un punto importante. “Internista” no significa que puedan ver en tu interior—. No guardo rencor. 

North guarda silencio un instante, admitiéndolo.  

—Tu mente está limpia, cariño. Tu cuerpo no lo está tanto. Déjame explicarte lo que va a hacerte mi tratamiento. Se llama quelación. —Del bolsillo de su bata, la doctora Norte saca una pastilla. Otra vez una pastilla. Es una pastilla preciosa, mucho más grande que la del doctor Sandler, del mismísimo color que el pelo castaño rosado de la doctora Norte. Beth quiere sentirse entusiasmada, pero es una pastilla, otra vez—. La quelación eliminará de tu cuerpo los tóxicos de más que ha acumulado. Y créeme, hay muchísimos. 

—¿Cómo sabe la pastilla qué es un tóxico? 

—El quelador lo sabe. —Con una uña de manicura la doctora Norte localiza una bisagra en la pastilla que Beth no había notado antes y la abre en dos mitades. Un gusano gris, tan delgado como un hilo de coser, comienza a escalar el lateral y Norte lo vuelve a meter y cierra la pastilla. Durante un instante Beth no puede respirar, imaginándose al quelador paseándose y masticando en su interior, pero es necesario. La cosa es confiar. 

—El quelador rastreará y arrastrará cualquier cosa que no deba estar en tu interior. Si funciona, entonces deberíamos ver una reducción de la carga corporal en varias áreas.  

A Beth le gusta cómo suena eso. 

—¿Así de fácil es? 

—Libérate de cargas, querida. 

Beth se traga la pastilla y a los cinco minutos el dolor comienza. Como si sus huesos hubieran liberado astillas y estuvieran perforando sus poros, el dolor la rebana desde dentro. Cuando levanta los brazos para mirar, gimiendo, espera ver puntos blancos como el hueso emergiéndole de la piel, pero en su lugar cada poro supura rojo. 

—Esto es... ¿sangre? ¿Estoy sudando sangre? 

—No pasa nada. Esto es lo que debería pasar. 

Beth se pone de pie con dificultad. Su bata de hospital se ha vuelto rosa, está empapada y pegajosa, y se la quita dejándola caer. Todas sus extremidades están cubiertas de hilillos rojos, su piel suda unos charcos escarlatas sobre el suelo blanco. «Hechos para mostrar la sangre, todos ellos». 

—¡Esto no puede estar bien! 

El quelador se ha arrastrado de vuelta a su garganta. Beth siente cómo se retuerce. La piedra de luna de su anillo es una luna de sangre en la que se derraman sus manos y sus dedos. Sus pezones rezuman óxido. 

Los ojos de la doctora North están brillantes de asombro. 

—Funciona. 

—¿Cuánto cree que puedo perder...? ¿Eh...?— «Estúpida. Charlatana». Ninguna palabra es lo suficientemente buena. El dolor mordisquea cada centímetro de su cuerpo. El gusano está ahora en la boca de Beth y escupe el hilo gris sobre la bata de la doctora Norte, antes de que la niebla nocturna por la pérdida de sangre avanza como una tromba y la decapita. 

*** 

—Tiene dos bazos. 

El doctor Sundaberg es un hombre minúsculo con un bigote descomunal. Beth puede ver por encima de su cabeza hasta la puerta. El mundo entero. No habrá fin hasta que ella lo cree, ahora lo entiende, pero el agotamiento la ha avinagrado. Y no quiere ser así. La que huya. Yace exhausta, el goteo conectado al dorso de su mano le absorbe la energía más que dársela.  

—Uno de los bazos tiene que sacarse. Hemos programado la cirugía. Muy rutinaria. —Sundaberg niega con la cabeza—. Oh, y dos corazones ¿lo he mencionado ya? No tan rutinario. Eso no lo he visto antes. Sí que nos lo pone difícil, señora Harding. Pero le sacaremos el corazón también y después... 

No oye lo demás. Es demasiado. 

—No puede hacer eso. —Una voz fría, nada que ver con la suya; el borde de un lago helado, con grietas expandiéndose por todas partes. 

—Sí que puedo. Soy cirujano cardiaco.  

—No le dejaré. —Se ha portado muy bien; no ha odiado, pero no dejará que le quiten el corazón a cortes y cómo van a saber cuál es el original, cuál se va y cuál se queda. 

—Nadie necesita dos corazones, señorita Harding. 

«Tal vez si amas en más de una dirección». En múltiples direcciones. Infinitas. 

Con un movimiento fluido, Beth se pone de pie. «No te mires los pies». En el dorso de la mano, el goteo es arrancado y la sangre salpica. Hora de darse de alta. Empuja a un lado al doctor Sundaberg y corre. 

Al otro lado de la puerta los pasillos son infinitos, de un blanco imposible, un mejunje de huesos huecos. No recuerda haberlos visto nunca. Corre por uno, zigzaguea por otro. Desierto. Cada final es un pasillo sin salida. No hay puertas. En la distancia alguien grita. Encontrará una salida de emergencia, tiene que haber alguna. «Esto es una emergencia». 

Parándose para tomar aliento en una intersección, capta el sonido de pasos.  

Puede identificar cada uno de ellos, esos tamborileos y taconeos, los pasos de los experimentadores. Desde el norte, el sur, el este y el oeste se aproximan y sus voces discuten. 

—Demasiado pesada... 

—Demasiado ligera... 

—Demasiado fría... 

—Demasiado caliente... 

—Algo está creciendo en su interior... 

—Algo está muriendo en su interior... 

«Corre». No hay puertas. 

Doblando la esquina se acerca la pela-dulces Beth. Parece confusa al ver a la paciente fuera de la cama, demasiado joven para no creer en las reglas que otros establecen. 

—¿Puedo ayudarla? 

Las voces ya están cerca. 

Beth saca deslizándolo el anillo con la piedra de luna. 

—Sí. Llévate esto. —Lo presiona contra la palma de la chica—. Quiero que lo tengas. 

—Oh, vaya... gracias. ¿Significa algo? 

—Nada en absoluto. 

Cuando los médicos llegan para llevársela, la paciente lucha. Los brazos y las piernas se sacuden, pistones anguilas, pero no sirve de nada. El aullido es inhumano. La chica no lo ve todo. Había terminado de trabajar después de todo, se dirigía a la salida. El sol entra de golpe por la puerta cuando la abre. La mujer fue muy amable al entregarle el anillo, pero le pasaba algo, algo deprimente. Espera que no esté muy enferma. El anillo, bañado con la luz del sol, tiene un tacto agradable en su dedo. No es un símbolo de nada, y por eso le gusta. 

 

Rhonda Eikamp creció en Texas y ahora vive en Alemania. Es, principalmente, una escritora de ficción corta, y sus historias han aparecido en Lackington's, Lady Churchill's Rosebud Wristlet, y Nightscript, con nuevas historas por venir en Phantom Drift y The Fantastic Other. Cuando no está escribiendo ficción, traduce para un bufete de abogados alemán. Puedes encontrar una lista de historias disponibles online en https://writinginthestrangeloop.wordpress.com/stories/. No cree que los médicos de verdad hagan experimentos con nosotros.


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