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viernes, 28 de mayo de 2021

Capítulo #33 - Los últimos, por Premee Mohamed


Los últimos

por Premee Mohamed

Erik se balanceaba sobre uno de los menhires en la playa de guijarros negros cuando los ancianos le contaron que su padre había muerto. Ahogado, dijeron. Allí por el fiordo Sampson. Lo mató el Viejo Azul.

La oscuridad le atrapó, y se precipitó sin huesos de la piedra; le atraparon y le tumbaron sobre las algas empapadas de la línea de marea. El anciano Erde le levantó los tobillos en el aire con una mano. Los amigos de Erik se detuvieron sin curiosidad y después se alejaron.

—Quiero ver el cuerpo —dijo Erik.

—No —respondió Erde, pero Saba señaló al refugio de observación. Erik corrió torpemente sobre las piedras redondeadas por las olas y encontró a su padre aplastado y gris-azulado por el frío, como el cielo. El chico cayó de rodillas y lloró.

*

Cuando regresó a casa, su madre le habló de la otra muerte. Habló despacio, dándole vueltas a una gaviota sobre el fuego, la cara girada para apartarse del humo aceitoso. El padre de Erik había sido el primero que la marea había traído, pero Nafeez había estado con él. Los cuerpos habían regresado antes que los barcos. Las corrientes que rodaban la aldea eran precisas, regulares y crueles.

—Ahora sólo queda su hijo —dijo ella— y tú.

Él se derrumbó en el suelo y se rodeó las rodillas con los brazos, sin ser consciente de que temblaba. El norte era duro; el dolor no le era extraño, tampoco las corrientes que empujaban y tiraban de su corazón cada vez que alguien moría. Pero aquello era diferente, esta muerte de amor.

—¿Dónde estuviste esta tarde? —preguntó ella.

—Fui a que Dante me devolviera mi red —dijo él. Era una distancia larga para un chaval joven, incluso con el atajo que atravesaba el bosque atrofiado, pero había necesitado caminar y pensar. El viejo le había devuelto la red remendada sin ningún comentario ni condolencia. Erik había regresado caminando lentamente en el crepúsculo, ignorando los árboles que le llamaban, tanteando el camino con un palo roto.

*

Por la mañana, los mismos ancianos fueron a la casa portando un cuenco tallado en espinazo de ballena. Erik observó impasible mientras contaban el puñado de monedas mezcladas: una masa sinsentido de plata, cobre y bronce. Su madre recibiría ese pago durante un año, dinero manchado de sangre para compensar la pérdida del sostén de la familia, admitiendo tácitamente que su hijo era demasiado joven para trabajar con los bergs. Erik se preguntó qué harían al final del año.

—Mira esto —dijo ella después de que los ancianos bendijeran la casa y se marcharan. Él se acercó lentamente mientras ella sostenía unos cuantos de los pequeños discos contra la ventana—. Hubo un tiempo en que estas cosas significaban algo, tenían un sentido. Un sistema al completo. Ahora no tienen ningún sentido.

—Sí que tienen sentido —dijo Erik—. Son dinero.

—El dinero solía tener sentido —dijo ella de nuevo.

—¿Cuándo eras joven?

—No, bebé. Esto fue antes de mi tiempo. Antes de muchas cosas.

—Entonces, ¿cómo lo sabes?

—Se lo escuché —dijo ella— a alguien que sabe. —Sonrió—. Ahora las cosas están mejor. Más tranquilas.

*

Erik visitó la tumba de su padre unos días más tarde. El marcador de piedras apiladas ya había empezado a aplanarse. Pronto desaparecería por completo; después, tras unos cuantos años los huesos comenzarían a sobresalir entre las piedras negras y resbaladizas, rugosos y blancos por la sal, y los niños los encontrarían y los lanzarían al mar. “Pero yo no”, pensó, “Yo ya no soy un niño. Ahora soy un hombre”.

Desde el cementerio se dirigió montaña arriba, vadeando la hierba alta hasta la cintura en dirección a la casa destartalada, en busca de su nuevo mentor. El hijo de Nafeez, Jamil, se encontraba frente a la casa afilando un garfio para pendientes. Fanfarroneando, pensó Erik, y además de manera incompetente. Si Jamil no tenía cuidado, arruinaría la cuidadosa obra de Nafeez.

—Supongo que ahora eres mi aprendiz —dijo Jamil, sin levantar la mirada.

—Sí —dijo Erik—. Somos los últimos, tú y yo.

—Yo soy el último, no tú —dijo Jamil, poniendo el garfio a un lado y levantándose, un chico alto y delgado con los ojos verdes mar y el pelo negro de su padre—. Tú no eres nada. Eres un bebé. Ni siquiera eres lo suficientemente mayor como para salir al mar con los hombres.

—De acuerdo —dijo Erik ceremoniosamente y esperó mientras Jamil roía el borde de su labio con los dientes. Su silencio decía: Nadie sale a buscar un berg solo, ni siquiera los pequeños que se estrellan contra las islas alejadas de la costa. No es porque pudieras morir solo ahí fuera, es que lo harías. Hasta el vaquero más viejo y astuto preferiría estar ahí fuera con su nieto de nueve años o su abuela de noventa y nueve que solo. Con los padres muertos, para tener agua la aldea al completo dependía del fanfarrón de Jamil (que solo había participado en dos cacerías) y Erik, que nunca había cazado.

— Bueno, supongo que puedo enseñarte, si no eres demasiado estúpido —dijo Jamil—. Y si puedes trabajar duro.

—¡Puedo trabajar duro! —dijo Erik—. Lo prometo. ¿Cuándo empezamos?

—Vuelve mañana. Tengo que prepararlo todo.

*

Caminando de vuelta, Erik le echó un vistazo al berg cautivo amarrado en la Bahía de Agua Potable, y se sorprendió al ver lo pequeño que parecía hoy bajo su cubierta de heno y cañamazo. Markus el Grande estaba recogiendo agua, su masa balanceándose sobre las puntas de los pies, picando delicadamente la cara libre. Un trabajo interminable, pensó Erik. ¿Cuántos niños tenía ahora? ¿Cuatro? Debía venir aquí continuamente, día y noche.

El iceberg chilló con ira mientras Erik descendía trotando la pasarela. Qué pequeño estaba ya. Necesitarían otro, y pronto. Esta semana no, ni la siguiente. Pero antes de que él pudiera aprender la profesión.

—No es que sintamos que la tierra nos empuja —le había contado su padre una vez, no hacía mucho, mientras estaban sentados en la playa de guijarros templados—. Es que sentimos que el mar tira de nosotros. La atracción de los bergs. Nos llaman, y una vez los oímos, son como sirenas; debemos acudir a ellos. Por eso hago esto, Erik.

—¿Qué es una sirena?

Su padre se rio por lo bajo.

—Había historias en la antigüedad, antes de que todo desapareciera, sobre criaturas llamadas sirenas que vivían en el mar. Algunos dicen que sobre islas; otros que simplemente dentro del agua, como peces. Cantaban canciones que los marineros amaban. Y entonces, cuando los marineros se habían acercado para escuchar la hermosa música, ¡pum! Las sirenas los arrastraban dentro del agua, y los ahogaban y se los comían.

Erik tembló emocionado, imaginándose a las sirenas como los grandes atunes plateados que en ocasiones pescaban, maravillándose por lo diminutas que eran sus bocas para lo grandes que eran los peces. ¿Qué clase de canciones atraerían a un hombre hasta su muerte? ¿Cómo era la canción que cantaban los icebergs? ¿La canción de un depredador?

—Yo no escucho la llamada —dijo, decepcionado.

—La escucharás —dijo su padre—. Cuando seas mayor. Está en tu sangre.

*

Al día siguiente Erik se preguntó si estaba en la sangre de Jamil. Ciertamente había estado en la de su padre, que había sido uno de los mejores vaqueros que se recordara. Nafeez había trepado y atado, tendido redes y navegado como si lo hubiera hecho en una vida anterior. “Nacido con un gancho en la mano”, los ancianos solían decir cada vez que regresaba triunfante. Jamil era burdo y torpe, y lo que era peor, reticente a compartir hasta el poco conocimiento que tenía con su nuevo aprendiz. Cuando regresaron a la casa al anochecer, Erik ya no estaba perplejo, sino furioso, dispuesto a invocar los nombres de los muertos en su ira.

—¡No tienes ni idea de lo que hay hacer! —gritó, agitando la mano en dirección a las herramientas desafiladas, las sogas desenredadas, su ropa empapada—. Ni siquiera sabes hacer un nudo. ¡Ni siquiera sabes dónde queda el norte! ¡No eres el hijo de Nafeez! ¡Eres el hijo de un buscador de almejas, el hijo de un financiero!

—Cuidado con lo que dices, cerebro de sebo de ballena —replicó Jamil, dándole un empujón a Erik lo suficientemente fuerte como tumbar al chico más pequeño sobre la hierba—. Eres mi aprendiz. ¿Qué sabes tú? ¿Quién dice que tú puedas decir nada?

—¡Tengo que decirlo! ¡Vas a lograr que nos maten! Y ni hablemos de conseguir el próximo berg. Vamos a morir, todos los demás pasarán sed, la aldea tendrá que marcharse, ¡y será culpa tuya!

—Así que es culpa mía tener un aprendiz estúpido, ¿eh? ¿Un niñato estúpido que no es capaz de aprender?

—¡Es culpa tuya no saber hacer nada! ¡Casi has hundido el barco de tu padre!

—¡Cállate! ¡O te callaré yo!

Erik se puso de pie con dificultad, obligándose a no llorar. Al principio había pensado que lo que pasaba es que Jamil estaba nervioso por tener que enseñar, nada más, pero según había avanzado el día, Erik había observado cómo lanzaba su cuerpo en la dirección equivocada cuando el barco era golpeado por una ola, cómo ataba nudos chapuceros que se deshacían en el agua, cómo enredaba sus garfios de tal forma que les tiraban de los tobillos. El miedo a morir navegaba con ellos, meciéndose en el agua como un resto de madera, siempre visible por el rabillo del ojo. ¿Era ese el débil sonido de la llamada de Jamil? ¿La llamada de su sangre con talento, ahogada por ese miedo? Erik levantó la mirada hacia los ojos verdes de Jamil, sorprendiéndose al darse cuenta de que hervían con lágrimas.

—De acuerdo —dijo Erik—. Pero somos... somos un aprendiz enseñando a un aprendiz. Sé que no conseguiste tus propios garfios. No estabas preparado, cuando murió Nafeez. Yo tampoco lo estaba. No somos adultos y somos todo lo que tenemos. Quiero decir que somos todo lo que la aldea tiene. Y no hay nadie para ayudarnos.

Jamil se sentó y cogió distraídamente su piedra de afilar, mirando fijamente la pila de garfios a sus pies.

—Vete a casa.

Erik se fue.

*

De regreso en la casa, su madre y la amiga de esta, Gumma, cantaban mientras limpiaban las agallas de unas caballas resplandecientes tan firmes y gordas que el estómago de Erik gruñó una bienvenida.

—Dos para ti esta noche —dijo su madre, mientras él iba a cambiarse de ropa—. Porque hoy has trabajado duro, mi pequeño vaquero.

—¡No me llames eso!

Estaba lleno después del primer pescado, pero terminó el segundo tercamente simplemente para demostrar que se lo había ganado. Después tiraron los huesos y la piel al fuego medio apagado y observaron cómo se encendía al comerse los aceites.

—Cuando estuve en la casa de correos hoy, dijeron que un volcán en el sur acababa de erupcionar —dijo Gumma, removiendo las cenizas con la punta de su cuchillo.

—¡Terrible! —dijo la madre de Erik—. ¿Cuántos muertos?

—Oh, no conoces este volcán —rio Gumma—. Alertó a los aldeanos, y pudieron evacuar. Todas las ovejas y el ganado y todo.

—Oí hablar de uno en las Américas que aprendió código morse y también alertó a todo el mundo —dijo la madre de Erik—. Casi fue demasiado tarde. Creo que murieron veinte o treinta personas. ¿Cuánta gente sabe código morse en estos tiempos?

—Este aprendió a hacer ruidos a través de sus respiraderos —dijo Gumma —. Sólo podía decir una palabra, y esa palabra era “Huid”. Apolo dijo que llevaba dos semanas diciéndolo antes de que alguien se diera cuenta.

—Todos deberían averiguar cómo hablar —dijo Erik—. No es difícil.

—Tonterías —dijo Gumma—. ¿Alguna vez has oído hablar a un caballo? ¿O a un perro?

—Claro que no, pero eso es diferente.

Ella sonrió, y le alisó el pelo rizado detrás de las orejas.

—¿Sabías que en la antigüedad solo eran rocas muertas, los volcanes? ¿Y que los icebergs no eran más que hielo?

—¿Qué?

—No hace mucho, tampoco —dijo ella—. Y los árboles nunca hablaban. Nada nos hablaba. Fue solo después de que el día ocurriera, y que todo el mundo desapareciera. Fue entonces cuando las cosas despertaron y comenzaron a entender.

Erik sonrió para demostrar que era lo suficientemente mayor como para reconocer un chiste cuando oía uno.

—Y la gente que desapareció, solía beber agua que fluía sobre la tierra, también, dijiste.

—En efecto, eso hacían —dijo Gumma—. Tenían agua de la tierra, no necesitaban capturar icebergs en la antigüedad.

A Erik se le revolvió el estómago. ¡Agua espantosa, turbia, reptando sobre la superficie de la tierra y saliendo a borbotones de ella como vómito, llena de barro y piedras y gusanos y ramas! Suponía que un río de lodo estaría bien para jugar en él, pero no podría beber algo así. La gente se moriría de sed antes. Seguro que era peor que beber agua de mar. ¿Y los icebergs nada más que hielo? Había habido vaqueros de icebergs durante generaciones y generaciones, que encorralaban los bloques semi-conscientes y tiraban de ellos hasta el interior; ¿de qué otra forma si no tendría la gente algo que beber? Erik se preguntó cómo de difícil habría sido capturarlos en la antigüedad, si alguien había muerto intentándolo. Los buenos tiempos, pensó, triste por la envidia.

*

Al día siguiente, en el mar, Erik le habló de ello a Jamil, esperando su respuesta burlona habitual.

—Bueno, no sé —dijo Jami lentamente—. Mi padre dijo lo mismo. Exactamente lo mismo. Casi utilizó las mismas palabras, creo.

—¿De verdad? ¿Qué la gente bebía agua de la tierra?

—Sí. Nuestra gente lleva aquí desde hace mucho tiempo, casi tanto como vuestra gente. Casi desde el día. Y mi padre dijo que nosotros somos los que lo dejamos todo escrito. Dijo que teníamos un libro que lo enseñaba todo. Pero nunca lo encontré entre sus cosas.

“Bueno, cómo ibas a encontrar nada en esa casa” casi dijo Erik, pero le distrajo rápidamente el tener que dar un tirón para plegar la vela mayor cuando el viento cambió. Respiró un extraño viento dulzón durante un instante, y después la brisa desapareció.

—Creo que hay un berg cerca —dijo.

—Saca los remos —dijo Jamil, mirando a su alrededor en la niebla con inquietud—. Y baja la vela.

—No puedo hacer las dos cosas.

Refunfuñando, Jamil se peleó con las sogas mientras Erik descendía bajo cubierta en busca de los remos y finalmente ascendía arrastrando el pesado bulto. Jamil y él levantaron la mirada al mismo tiempo para ver al berg pasar navegando en la neblinosa distancia, apenas una mancha blanca.

—¡Ve tras él!

Erik se hundió en su lado de los remos y Jamil se arrastró hasta su posición, y lucharon para abrirse paso a través de la contracorriente, utilizando el gran espejo para comprobar la posición del berg. Dio un bandazo detrás de la Isla del Oso y desapareció. Erik levantó su remo y gritó mientras el bote daba vueltas en círculos hasta que Jamil logró levantar el suyo.

—¡Aquí hay rocas bajo el agua! ¿Es que quieres matarnos? —Erik miró a través de la niebla con los ojos entrecerrados—. El imbécil sabía dónde esconderse.

—No, no lo sabía. Son más tontos que las ovejas. Ha sido suerte, nada más. Podemos acercarnos por detrás —dijo Jamil—. Fue por ahí la última vez, cuando fuimos de caza.

Erik asintió con incertidumbre, y escuchó mientras Jamil trataba de describir la ruta, el tamaño y la forma de los árboles de referencia. No era un berg grande, lo primero, pensó. Era de los pequeños. Se acabaría en poco tiempo y tendrían que buscar otro dentro de un mes. Y ese no era el que quería, de todas formas. Quería al Viejo Azul, el monstruo facetado. El iceberg se había cobrado la sangre de su padre; él se cobraría su agua. Había pensado en aquello durante días.

A Jamil no le gustó la idea, incluso cuando Erik argumentó que él también había perdido a su padre por culpa del berg de color extraño.

—De ninguna manera —replicó Jamil—. No vamos a perseguir al Viejo Azul. No me importa lo grande que sea. ¿Sabes por qué esa cosa es el único iceberg que tiene nombre?

—Yo... porque... porque es azul.

—Porque es viejo, idiota. Porque es tan viejo que probablemente fue el primero que comenzó a alertar a los bergs de que se alejaran de la costa. Esa cosa es el motivo por el que tenemos que perseguirlos. Es el más grande y el más infame y el más viejo. Por eso... por eso...

“Mató a las personas que queríamos”, pensó Erik. “Así que tiene un nombre, ¿y qué? La criatura que más odio ¿por qué debería perdonarle la vida? Ese berg nunca ha tratado de respetarnos”. Giró la cara para ocultar sus lágrimas.

—Está bien —dijo—. Vayamos tras el que hemos visto. Por el camino secreto. Como has dicho.

—Muy bien. ¡Abajo los remos!

*

El agua estaba más en calma al otro lado de la isla, apagada por las rocas sumergidas. Aquí era más fácil verlas; varias tenían bordes blancos y rotos, como dientes de pedernal, y estaban alarmantemente cerca del casco del barco en el agua turbia.

—¿Dónde está el catalejo? Amarra aquí.

Erik atracó el bote a una aguja delgada de roca que sobresalía de la isla, y después sacó el catalejo de latón de su agujero acolchado y se lo entregó.

—Lo veo —murmuró Jamil; sus nudillos se veían blancos a través de la piel de un dorado oscuro mientras agarraban con fuerza el pesado tubo—. No... no se mueve.

—Nos está observando.

—No nos está observando.

Erik se sentó en el bote y automáticamente comenzó a desenredar los garfios y a colocarlos de vuelta en sus ganchos, asegurándolos con un único nudo corredizo, como se supone que hay que hacerlo. “Uno, dos, tres, cuatro...” El Viejo Azul era demasiado grande, pensó. Necesitarías muchos garfios para someterlo y hacer que nadara tras ellos en su pequeño bote. Eso sí, sí que tenían suficientes garfios para el otro berg. “Ocho, nueve...” Suficientes para perforar más de la mitad de sus cerebros primitivo. No sobraban suficientes garfios, pensó incómodo. “Doce”. Podría cazar al Viejo Azul otro día. Hoy se trataba del agua, se prometió a sí mismo. Tenían suficientes garfios. El bote no estaba embarcando demasiado agua. Podían conseguirlo. Enseñarle a la aldea que no hacía falta tener miedo.

Mientras pensaba, Jamil bajó el catalejo enredado en cuerda y se inclinó sobre la regala. Su voz perdió su insolencia durante un momento, el antiguo raspar del matón de infancia se convirtió súbitamente en la voz del mismo niño pequeño que les había prestado a sus compañeros de clase libros de la biblioteca de su padre y le había leído en voz alta a los ancianos en la playa. Erik levantó la mirada con esperanza.

—¿Qué te hace pensar que nos está observando? —dijo Jamil—. No tienen ojos.

—No, ya lo sé, pero... —“Pero parece que siempre saben dónde estamos, ¿no? Puede que no sean más listos que las ovejas, pero no parecen ser tan idiotas como el hielo, ¿no?”.

Dijo:

—Bueno, creo que la mayor parte de sus cerebros está de nuestro lado. ¿No estabas contando?

—Cállate. Vamos.

*

Con la vela desplegada, se movieron lentamente a través de las olas, mientras los remos salpicaban. “Doce garfios de pendiente” pensó Erik. “Dos garfios de mesa. Tenemos suficientes. Si no golpeamos una roca, si el berg no acelera y se aleja demasiado, o se acerca demasiado a otra isla...”

El casco del barco golpeó y se deslizó sobre una piedra oculta; ambos chicos bufaron de miedo, pero entonces pasaron por encima y se bajaron deslizándose por su espina dorsal en silencio. El berg era apenas visible entre la niebla de nuevo, blanco nieve como un faro diminuto, haciéndose más grande y después más pequeño, y más grande de nuevo mientras los chicos lo seguían. Se movía a trompicones, en línea recta hacia el norte y aguas tranquilas.

Erik pensó: “pintamos nuestros barcos de azul para ocultarlos de criaturas que ni siquiera pueden vernos. ¿Qué te dice eso?”.

Ellos pintan los barcos de guerra de rojo. No les importa quién los ve. ¿O sí? Pero no creo que tengan menos miedo que nosotros. O que nosotros seamos menos valientes.

La brisa que soplaba desde el iceberg llegaba ahora con mayor frecuencia, atravesando la sal. A estribor, una de las ballenas de color blanco y negro resplandecientes que los antiguos llamaban horkas se detuvo para observarlos y luego continuó su camino. Erik levantó su remo para dejar que el grupo de animales pasara, cada uno de ellos echándoles la misma mirada breve. Las orcas traían mala suerte. Volteaban los botes por diversión, había dicho Papá. Se acercaba a la costa para comerse a los niños.

Como si hubiera hablado en voz alta, Jamil dijo:

—No seas supersticioso. ¿Te crees todas las historias que te contaron cuando colgabas de la teta?

—Claro que no. —Mantuvo la mirada fija en el berg blanco. Estaban ganando terreno sin tregua, ayudados por la corriente rápida e invisible que las ballenas también estaban usando, tan pequeña que ni siquiera creaba ondas en el agua oscura. Las ballenas cantan, pensó. ¿Les cantarían las sirenas? ¿O sería al revés?

Olfateó y frunció el ceño. Dulce, agua dulce. Y entonces estaba gateando para agarrar mejor su remo, esquivando una vela que se balanceaba, porque el Viejo Azul se alzaba sobre ellos. Ni siquiera tuvieron tiempo de gritar.

*

El Viejo Azul, el más viejo y grande de los grandes y viejos bergs, con su borde único con forma de cabeza de hacha, se estaba moviendo más rápido de lo que ninguno de los chicos había visto moverse a un berg jamás cuando se estrelló contra el lado de babor del bote. En medio del caos de agua congelada y madera astillada Erik se aferró a su remo, pero Jamil salió volando, justo por la borda como una gaviota. El bote dio un bandazo casi hasta la popa antes de atrapar la corriente invisible y caer de plano sobre el agua con un crujido. Pero el berg seguía embistiendo, rebanando la madera, utilizando el océano como un yunque. Eril chilló cuando el agua le alcanzó la cintura y después todo se volvió negro y frío.

En la oscuridad ensordecedora vio una forma blanca y diminuta y extendió la mano para cogerla, los dedos recordando los días en la Cala de los Niños, el colgante de madera que su madre le había tallado flotando hacia arriba en su cuerda, hacia el aire. Braceó tras él y de inmediato se golpeó un lado de la cabeza con un pedazo del bote, lo que casi lo hundió de nuevo. De alguna forma agarró una soga y se subió al trozo de bote, luchando contra el arrastre de mil kilos de sus ropas mojadas. Un muro de azules se alzaba frente a él: los turquesas de los días estivales, los grises de los cadáveres, esquirlas de negro y el blanco más puro y lila y cobalto en las facetas. Se encogió alejándose de la mirada iracunda y ciega del berg gigantesco, sin estar seguro de si ahora sentía su presencia. Había muchísima madera en el agua, se percató con un sobresalto. “Ha hecho trizas nuestro bote. Jamás regresaremos a tierra”.

—¡Jamil! —gritó; la voz se vio amortiguada por el muro de hielo. Examinó el agua agitada y salpicada de espuma en busca de piezas de madera grandes entre la metralla más pequeña que las monedas. Un brillo en las profundidades, que se hundía rápidamente, mostró el lugar donde la cuerda con los garfios se había liberado de los raíles. Agarró rápidamente los últimos centímetros de cuerda y casi se resbaló fuera de su balsa provisional, jadeando. Los dedos se le estaban adormeciendo dentro de las manoplas, pero los temblores de la muerte no habían comenzado todavía. Le quedaban unos cuantos minutos para pensar... o vivir, suponía.

 Sin darse cuenta comenzó a sollozar, y tiró de la cuerda de los garfios; vio como los garfios subían uno a uno como peces plateados y esmirriados, con las espaldas arqueadas. Uno de ellos atravesó rasgando sus pantalones bombachos y le dejó una fina línea roja en el muslo. A través de sus rizos empapados y colgantes, observó cómo las lágrimas salpicaban el corte.

—¡Jamil! ¡Jamil!

—¡Erik!

Giró la cabeza bruscamente; Jamil se aferraba a un trozo de casco a unos treinta metros de distancia, escupiendo agua y sangre.

—¿Qué vamos a hacer? —gritó Erik— ¡No sé qué hacer!

Sus oídos se destaponaron y súbitamente lo único que pudo oír fue el silencio inmenso y amenazador del berg y el lamido siniestro de las olas en su balsa. Como si le hubiera oido y pretendiera contestarle, el Viejo Azul comenzó a moverse inexorablemente en dirección al chico mayor.

—¡Jamil! ¡Nada! ¡Rápido!

Una gran masa de agua casi lo arrastró de su balsa mientras que la cabeza oscura de Jamil se desvaneció, permaneciendo fuera de la vista durante unos minutos infinitos y aterradores. Erik chilló de nuevo cuando las dos manos amarrillas y agarrotadas aferraron la madera a sus pies; sintió cómo su vejiga se relajaba, una sacudida de calor.

Jamil no podía subirse a bordo; Erik no podía subirlo. Bajó la mirada hacia la cara macilenta de Jamil, como una calavera cubierta de pintura dorada.

—El más pequeño —dijo Erik, con un nudo en el pecho—. Estaba pescándonos, atrayéndonos hasta aquí.

—Una trampa —dijo Jamil. Se escuchó un crujido suave tras ellos cuando el Viejo Azul golpeó el trozo de madera en el que había estado. Pronto los percibiría de nuevo y se giraría otra vez para golpearlos. “Se girará” pensó Erik. “Sabe que tiene un borde afilado; no sé cómo, no me importa; y no sabe utilizar otra cosa.

El agua comenzó a burbujear entre sus piernas mientras la balsa se inclinaba hacia el peso muerto de Jamil. En el agua espesa, Erik podía ver las piernas de Jamil chapotear como en un sueño, demasiado lentas como para mantenerle a flote.

—¿Qué vamos a hacer? ¿¿Qué vamos a hacer??

Jamil le sonrió, los dientes ya no le castañeaban, una sonrisa adormilada y terrible.

—Erik... Te llamaron así... por un valiente...

—¡No te sueltes! —gritó Erik, apuñalándose con los bordes de los garfios al lanzarse hacia Jamil. Lo único peor que morir ahí fuera sería morir solo, loco por la culpa y el terror, todavía aferrado al cuerpo congelado de Jamil. Agarró la manga de Jamil y tiró con todas sus fuerzas, tratando de mantener la cabeza de Jamil fuera del agua.

—Se acerca de nuevo.

—¡No mires! —espetó Erik. Tomó aire y lo dejó escapar lentamente; los brazos le temblaban. Su balsa se hundía. La mitad de los garfios había vuelto a desaparecer en el agua. “Nos atrajo aquí afuera y trató de matarnos” pensó. “Le hizo lo mismo a nuestros padres, a cuya sombra vivíamos orgullosos, pero ellos no eran los últimos; nosotros somos los últimos. Somos los últimos.

Los últimos de verdad.

Liberó uno de los garfios y lo hundió en la manga de Jamil, se enganchó a otro y saltó fuera de la balsa, arrastrando el resto de los garfios como una cola. Cada brazada hacia el muro azul era como nadar atravesando piedra, como si el agua también conociera su nombre, como si le quisiera muerto. Su cabeza se había hundido cuando su mano acarició el hielo, y casi como por reflejo, incrustó un garfio en su interior; sintió que mordía lo suficiente profundo como para aguantar su peso.

No podía ver si Jamil seguía enganchado y no podía permitirse el movimiento. Sentía el cuello demasiado congelado como para siquiera girarlo. El berg aulló cuando los garfios penetraron, agudizándose en un chillido cuando comenzó a trepar. Cinco. Seis. “Mira qué bonitos, mis nudos”, pensó distraídamente Erik. Temblaba tanto que no podía ver; todo era una neblina de grises y azules, salpicaduras de rojo de su lengua mordida. Sus manos ardían; se imaginó presionándolas contra la cara en busca de su calor. Once. Doce. Centímetro a centímetro alzó a Jamil de las garras del océano, trepó hacia la cima. Los garfios de mesa, inútiles, se deslizaron inmediatamente y salpicaron el agua allá abajo.

Y se sentó en la cima del berg, mientras escuchaba su canción iracunda.

“Doce no son suficientes para llevarlo de vuelta”, pensó, “Lo he escalado para nada”. Bajó la mirada. Jamil colgaba de la cuerda anclada con garfios contra el escarpado muro de hielo, tan desinflado como una pintura en una cueva. Puede que muerto. Quién sabía.

No puedo llevarlo de vuelta, pero hay islas ahí fuera... Podríamos armar una fogata... A menos que esté demasiado débil para caminar... A menos que muramos...

Estaba a punto de llamar a Jamil lde nuevo cuando vio el punto oscuro en el agua, acercándose a tirones, a pequeños pasos de costado, como un cuervo pidiendo comida. Sus ojos se enfocaron súbitamente. ¡Una barca! Conocía ese casco gris azulado, esa vela gris azulada. Nafeez había mezclado el mismo las pinturas. Era famoso por aquello. Los cuerpos habían sido arrastrados a la costa, pensó salvajemente, pero ¡la barca jamás volvió! Si los garfios seguían a bordo, tal vez...

—¡Jamil! —gritó, y después se dio cuenta de que ni los oídos de una ballena podrían oirle por encima del ruido del berg enfurecido. Descendió hasta el tercer garfio y tiró con fuera de la cuerda—. ¡La barca de tu padre está ahí fuera! ¡Tenemos que ir a por los garfios! ¡Es la única forma de regresar! ¿Me oyes?

—El aprendiz estúpido de un estúpido —murmuró Jamil—. ¿Qué sabes tú? Moriremos. Jamás lo alcanzaremos.

—Vamos a morir de todas formas —dijo Erik, y lo decía en serio. Pero era obvio que Jamil no estaba en condiciones de nadar hasta la barca. ¿Qué podía hacer ahora? Había ganado algo de tiempo, y sus dientes habían dejado de castañetear al entrar en calor durante la subida. “Tendré que hacerlo yo”, pensó, “pero ¿hacer qué?”.

Temblaba de nuevo mientras desataba la cuerda del antepenúltimo garfio y volvía a ascender, lentamente, retirándola de los ojales.

—¡No! —gritó Jamil, pero era demasiado tarde y Erik ya se había descolgado de la punta del hacha; aterrizó con un golpe plano y definitivo sobre el océano cerca de la barca de Nafeez. Fue mucho peor que la primera vez; sintió que se quedaba sin fuerzas, simplemente observó cómo las burbujas ascendían desde su boca y atravesaban el agua oscura, observó al cielo retroceder, vio la forma en la que flotaba su colgante.

Erik subió poco a poco el lateral del barco, como un cangrejo, preguntándose si Jamil todavía podía verle. Tan pronto como la vela se izó, Erik se tensó con miedo; sabía que el Viejo Azul te atacaría. Pero los garfios habían aguantado, y el berg se quedó quieto y gritó mientras el bote avanzaba a sacudidas hacia él con el viento arreciante.

*

Una multitud se había reunido en la playa, una oscuridad aglomerada ya vestida de luto entre las líneas de secado del pescado ahumado mientras el sol se ponía. Sin el catalejo, Erik solo pudo adivinar que su madre también había acudido; aturdida, caminando sobre a estopa y los maderos astillados de su barco, consolada por las manos revoloteantes de los ancianos. La gente seguía acudiendo, siguiendo la cresta de la colina, diminutas y negras como hormigas.

El sol poniente yacía a sus espaldas, pensó Erik. Nadie podría verle, solo al berg. Pero saludó con el brazo de todas formas, saludó y gritó hasta que se le quebró la voz, hasta que los aldeanos comenzaron a llorar y le devolvieron el saludo, hasta que Jamil levantó la cabeza aturdida ante el ruido, mientras la gran montaña azul y los últimos vaqueros de icebergs navegaban triunfantes de regreso a su hogar.


Premee Mohamed es una científica y escritora de ficción especulativa indo-caribeña localizada en Edmonton, Alberta. Es la community manager y editora asociada del podcast de ciencia ficción en formato corto Escape Pod, y fue una de las escritoras destacadas de la Capital City Press en 2019/2020 junto con la Edmonton Public Library. Su ficción corta ha aparecido impresa y en formato audio en múltiples revistas, incluyendo Analog, Escape pod, Augur, Nightmare magazine, Shoreline of Infinity, PodCastle, y otras. Su novela debut, "Beneath the Rising", se publicó en 2020 por Solaris Books y su segunda parte, "A Broken Darkness", ya está disponible en la misma editorial. En su tiempo libre pinta y ocasionalmente realiza ilustraciones con boli y tinta. Puedes encontrarla en Twitter y en Instagram y en su página web.


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