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viernes, 12 de marzo de 2021

Capítulo #28 - Ojos de cocodrilo, de Malena Salazar Maciá

 

Ojos de cocodrilo

por Malena Salazar Maciá

El retorno a las raíces comenzó cuando el ojo derecho del cocodrilo se abrió sobre mi seno. En ese instante, no fue más que el falso beso de la punta afilada de una caña de bambú. Un escozor paliado por el frío de las aguas de un río que existió, en algún momento, en la extinta Tierra. Mis dientes rumiaron el sabor amargo de una hierba sin nombre para el dolor. La sangre, en cambio, no fluyó nunca.

Así estaban programados los nanobots de memoria. No nos permitían olvidar las tradiciones que nuestros antepasados, miles de años antes, llevaron con orgullo. Los rituales de la humanidad que perseveraron sin importar el hambre de la tecnología.

Descubrí el ojo cuando me desnudé para bañarme. La protuberancia todavía estaba inflamada, sentible al tacto. Me observaba con el pezón negro por pupila, abrazado sobre mi seno derecho. El ojo izquierdo todavía no había sido escarificado. Era cuestión de tiempo. Años atrás me hubiese alegrado de haber adquirido, de casualidad, nanobots modeladores. Significaba que la historia de mi raza iba a convivir conmigo y tenía permitido presumir de ello. Más, si los nanos tallaran en mi piel un dibujo geométrico que exaltase mis atributos femeninos. Sin embargo, tenía un ojo del cocodrilo y eso estaba mal. El ritual era para hombres. Y se había convertido en los últimos años en una anunciación nefasta.

Porque los nanobots que supuestamente debían velar por la exigua humanidad, ya no se inclinaban ante sus creadores.

Por eso, cuando vi el ojo del cocodrilo en mi seno derecho, supe que el Universo me condenó con la punta afilada de una caña de bambú, y puso hierbas amargas bajo mi lengua para soportar el dolor. Mi esposo, Chioke, fue un hombre cocodrilo. Sucedió cuando huíamos al refugio. Salvo que, cuando se completó el ritual de escarificación, falleció desangrado.

Violé las normas. Se me hizo injusto que los demás volteasen los rostros, se mordieran los labios, con los brazos apretados a cada lado del cuerpo. Que nadie intentara restringir la sangre que brotaba de las marcas corporales. Coloqué a Chioke en mi regazo y canté para él hasta que desapareció todo rastro del calor de la vida.  

Al día siguiente, se abrió el ojo izquierdo del cocodrilo. Tampoco corrió sangre. La inflamación del derecho había remitido. La coloración era más oscura, muestra de la muerte del tejido. No marcaban mi piel tan rápido como lo hicieran con Chioke. Los nanos parecían despertar de un período de hibernación, quizás a causa de las radiaciones del refugio.

Vestí un traje hermético y abandoné la construcción de lo que por un tiempo llamé hogar. Ya no iba a necesitarlo más. Hice pública mi sentencia y desaté el pánico.

—¡Tu sentimentalismo nos matará a todos!

—Pudiste despedir a Chioke sin tocarlo. 

—No me fío de ese traje, ¡puede tener una fuga!

—¿Quién más ha tenido contacto físico contigo, Mandisa?

—¡Sacrificio! ¡Antes de que sea tarde! ¡Sacrificio! ¡Por la supervivencia de la mayoría!

—Eso tendrán —declaré, mientras los infrarrojos revelaban las acumulaciones de nanobots trabajando bajo mi piel. Comenzaban a tallar las escamas de los hombros—. Abandonaré el refugio antes de que creen un código que les permita traspasar el traje. Denme un aerodeslizador e iré al Árbol. A fin de cuentas, ya estoy condenada.

—Si tienes éxito, sobrevivirás. Pero quedarás marcada, no podrás deshacerte de los nanos. ¿Y si todo comienza de nuevo? ¡Caminarás entre nosotros con esa maldición dormida! ¡Portadora de muerte! —gritó una mujer con la boca deformada por el desprecio.

—En la Tierra, el ritual era considerado el honor más alto que podía recibir un guerrero —alcé las manos, como las madres diosas que se conservaban en los archivos que salvamos durante la huida—. ¡Será una marca de triunfo! Y encontraré la forma de extraer los nanos de mi cuerpo. El Árbol hará el trabajo.

No tuve necesidad de insistir. Me querían lejos del refugio, donde nadie pudiera tocarme por error. Donde nadie pudiera verme y recordar la caída de los sobrevivientes. Sentía los pinchazos de los nanos sobre mis hombros, tan sutiles como puntas de alfiler. Tocaban las fibras nerviosas apenas una fracción de segundo, lo suficiente para extender un manto de entumecimiento. Ninguno había roto la dermis. Perfeccionaban la técnica después de hacerlo mal con mi amado Chioke.   

En un hangar ubicado en los límites del refugio dejaron todo cuanto pedí: desde provisiones, un aerodeslizador, hasta un chip que contenía la nueva programación para el Árbol. Solo cuando los sensores confirmaron que no existía ninguna forma biológica cerca de los límites de las cúpulas, me permitieron abandonar el refugio. No miré atrás, pero escuché las compuertas cerrarse tras de mí.

Me adentraba en la otra mitad del planeta abandonado a su suerte, pasto de nanobots médicos descontrolados. Los huesos de seres biológicos, clonados desde reservas de ADN terrestre, poblaban el yermo en cantidad y variedad. Resultaba un bosque blanquecino de estructuras rígidas. La tierra comenzaba a quebrarse, afectada por la toxicidad de la mala manipulación química de los nano. Las bocanadas de polvo se alzaban bajo los suspensores del aerodeslizador.   

El cataclismo que llevó al planeta a la ruina se desató porque las alarmas no saltaron hasta que fue tarde. El Árbol estaba corrupto y no detectaba el peligro de la autonomía de los nano. Errantes en el torrente sanguíneo, arrancaban pequeñas trazas genéticas, bebían cantidades ínfimas de los alimentos que se desechaban. Construían, en aras de perpetuarse, copias de sí mismos. Y en cada copia, una o varias líneas corruptas, aberraciones de su programación original.

Se rebelaron los que controlaban la gripe. Después, los generadores de insulina. Luego, los proveedores de psicofármacos. Liberaban, con efecto inmediato, más medicina de la necesaria, sin atenerse a límites. Lo que debía ser salvación, se convirtió en muerte. Se inoculó el antivirus tarde. Los nanos se habían reescrito para volverse inmunes. La única forma de erradicarlos del cuerpo humano, era someterse a una arriesgada sesión de electrochoque para freírles los circuitos.

Recuerdo cómo la calma cubrió a los sobrevivientes. Por poco tiempo. Los nanobots se escondieron en otras formas biológicas. Analizaron. Reescribieron. Y comenzaron a invadir de nuevo a sus hospederos originales. Espantados, los humanos cedimos terreno. Perdimos contacto con los animales. Las interacciones sociales prohibieron el contacto físico. Los nanos no se propagaban por aire, ni por tierra. Solo cuerpo a cuerpo, fluido a fluido. En cierto modo, era un respiro que todavía no encontraran la forma de subsistir fuera de un organismo.  

Cuando la estrella sobre la que orbitaba el planeta se perdió en el horizonte, llegó el frío de la noche. Me golpeó el agotamiento de tanto tiempo en tensión. Sin embargo, me embriagó la idea de volver a dormir bajo la libertad del cielo abierto y no en cúpulas estériles. Detuve el aerodeslizador y bajé a tierra, sobre un nido de huesos que debió pertenecer a una manada de mamíferos.

Me deshice del traje hermético y quedé desnuda. La brisa me acarició los muslos, endureció los pezones, pupilas de cocodrilo. Los nanos dormidos sobre los restos óseos despertaron. Serpentearon por miles, millones, entre los dedos de los pies, se introdujeron con una sensación de calambre que duró lo mismo que una picadura de mosquito.

El escalofrío me estremeció, súbito. Estaba viva. Mi interior vibraba. Respiré profundo y estiré los brazos hacia la inmensidad que nos estaba vetada, porque salir del planeta significaba expandir la enfermedad al resto del Universo. Nosotros, los escarificados, estábamos condenados a resolver el problema desde el interior.

Los nanos de memoria despertaron. Inyectaron una mezcla de rituales en mi mente, en mi boca. Murmuré, canté. ¡Omi omo Yemayá! Mi cuerpo se sacudió, torciéndose en gestos elegantes, pérfidos, altaneros. Observé por encima del hombro, volteé la cabeza, imité el flujo del agua. De los ríos, de los mares. De la Tierra, esa que dicen, una vez fue el hogar de mis ancestros, tan perdidos en el tiempo.

Acaricié las olas con las manos. Sentí en la punta de los dedos la humedad, la espuma. Moví el vientre para regar fertilidad sobre los huesos, sobre lo que se convirtió en polvo sobre polvo. Lo que una vez fue y quedó perdido por la ambición desbocada del conocimiento.

¡Odò Ìyá! Cambié el ritmo de la danza, presa del éxtasis, de la euforia, de ser otros miles antes que yo. De llenarme la boca con millones de voces que luchaban por perdurar. Quebré retazos blancos, los dejé enterrados en el sustrato gris. Remé un bote. Alcé los brazos. Los sacudí como si los tuviese llenos de pulseras de cobre. Casi puedo escuchar el repiqueteo. ¡Ore Yèyé o! Soy tapiz de la historia. Bordado sobre mi piel en la forma de las escamas de cocodrilo, que observa al planeta moribundo con los ojos que descansan sobre mis pechos.  

Desperté al día siguiente porque tiritaba de frío. Estaba acurrucada sobre un montón de huesos aplastados. Me incorporé y sentí el ardor en las articulaciones. También, cómo los nano proseguían en su faena de tallarme la espalda. Faltaba poco para que se completara la escarificación. No quería saber qué tan cerca estaban de cometer un error. De abrirme las escamas, de hacerme sangrar, como sucedió con Chioke. Tampoco estaba segura acerca de los nanos nuevos que, ávidos de un organismo biológico, habían entrado a través de mis pies.

Me abrigué con el traje hermético solo porque descubrí que la fiebre comenzaba a enroscarse en mi cabeza. Regresé al aerodeslizador y continué camino, hacia el Árbol, porque era la única forma de detenerlo todo. Cuando huimos a los refugios, se crearon comisiones de programadores para que encontraran la forma de detener la escritura de códigos corruptos. Lo hicieron. Participé en la creación de la vacuna. La misma que llevo en el chip.

La ciudad se perfiló gris bajo el cielo despejado, erizada, decadente. Fragmentos de edificaciones suponían obstáculos más serios que los retazos de alfombra de huesos sobre el yermo. La terraformación, al estar desatendida, quedaba consumida por el ambiente natural del planeta. Recuperaba, poco a poco, lo que una vez fue suyo. Esparcía el musgo gris donde quiera que proliferase una brizna verde.

Abandoné el aerodeslizador cuando el camino resultó clausurado. Los nano se afanaban en mi espalda, tejedores incansables. Por algunos minutos me olvidaba de ellos y pensaba en puntas de cañas de bambú. El engaño de los nanobots de memoria, la farsa que tramaban junto a sus congéneres. El calambre en la región lumbar era síntoma suficiente para saber qué tan cerca estaban de culminar la obra. Qué tan cerca estaba mi muerte. Y sentí el miedo alojado en mi pecho hasta obstruirme la respiración.

Avancé entre los restos de la ciudad a paso rápido. Debía alcanzar el Árbol, colocar el chip. Salvarlos. Salvarme. Callarles la boca. Convertirme en una mujer cocodrilo en memoria de mi Chioke. Demostrar que nosotras también llevamos con orgullo el peso de las escamas. Cargar la historia en la piel por los dos, por el futuro de la raza humana, tan dispersa en el Universo Conocido.

El edificio que albergaba al Árbol sobresalía en medio de la ciudad. Era el único que no presentaba signos de degradación. Como si contase con su propio enjambre de nanobots que lo mantuviesen impoluto. Lucía anacrónico entre el caos circundante.

Las puertas estaban cerradas y pensé que iba a tener que derribarlas, pero el hormigueo se concentró en la yema de mis dedos que se apoyaban en la estructura. Los cristales, silenciosos, se apartaron. Cuando entré al recibidor abandonado, escuché el zumbido de los generadores auxiliares fotovoltaicos. El Árbol debía estar en hibernación, tal y como estuvieron los nanos modeladores en mi sangre.

Los elevadores no funcionaban. Cuando subía las escaleras, sentí cómo la primera escama se rasgaba y la sangre se deslizó dentro del traje hermético. Le sucedió lo mismo a Chioke. A pesar de los calambres, la ansiedad, el sudor y la sensación de nauseas que amenazaban con derrumbarme, me obligué a pisar escalón tras escalón hasta llegar al Árbol.

Estaba plantado en medio de la habitación. El tronco se erigía como una columna de cristal gris ahumado. Las ramas, cuyo grosor variaba desde la pata de un elefante hasta un cabello, se incrustaban en el techo, lo sostenían, se enterraban y proliferaban a través de toda la ciudad, venas de tecnología dormida.

Mi espalda me robaba el aliento. Sangraba entre el hormigueo que provocaban puntas de bambú que laceraban sin parar. El amargor de las hierbas inexistentes no era suficiente para paliar el dolor. El líquido espeso se acumulaba en los pantalones, dentro de las botas de hule. Chapoteaba en cada paso. Los nanos se sentirían restringidos. Aplastados. Iban a crear la línea de código adecuada para escapar de las limitaciones. Serían llevados por el viento, agarrados a motas de polvo, incrustados en granos de arena. Hasta las cúpulas. Y anunciarían la muerte a través de los ojos de un cocodrilo.  

En el panel de control, con el aliento empañando el plástico de la máscara, activé los generadores auxiliares y redirigí la energía. El Árbol comenzó a despertar con zumbidos, luces erráticas que marcaban el procesamiento cada vez más acelerado. Saqué el chip del contendor estéril y lo introduje en la ranura de procesamiento antes de que el cuerpo se rebelara en una convulsión.  

Los nanos de memoria, enloquecidos, estimularon mi mente con un aluvión de imágenes inconexas cuando caía al suelo. Estaba dentro de la boca de una serpiente mística, junto a un ser que no era ni mujer ni hombre. Cargué a un niño y lo escondí junto a una ceiba. Blandí un hacha doble, llamé a los rayos, sané a un padre. Fui una mujer que nació de un huevo de avestruz. Quebré contra el suelo una vasija y de ella nació un río que me llevó al mar. Junto a mis miles de aspectos que comenzaban a sumergirme en las tinieblas, un árbol orgulloso proclamó llegar hasta el cielo, y fue castigado por los dioses a tener las raíces arriba y las ramas bajo tierra.

Cuando la oscuridad abandonó mi mente, tenía sabor a hierro en la boca. Temí que me quedara poco. Que el cocodrilo me hubiese devorado, reventado mi espalda en decenas de laceraciones sangrantes, justo como a mi Chioke. Sin embargo, estaba viva. Levanté la cabeza, miré al Árbol, al baobab artificial. Estaba plagado de caminos de neón. Pulsaban al ritmo del procesamiento de datos.

Los calambres provocados por las puntas de bambú se habían detenido. Sentía el sedante, la dosis correcta de medicina me recorría el cuerpo. También, la rigidez sobre la piel, entre los dedos, sobre mis mejillas.

Me deshice del traje hermético. Los ojos del cocodrilo, convertidos en implantes metálicos, me observaron desde su posición privilegiada en los senos. Examiné los dedos de uñas de hierro. Deslicé las yemas sobre las escarificaciones de los muslos, recubiertas de plata, coraza fabricada desde el interior de mi ser. Con cada movimiento era capaz de sentir las incrustaciones rígidas sobre la espalda. El código transmitido a los nanos los había reprogramado de una forma extraña. Los humanos debían perdurar, ser salvados. No daño. No destruir. No matar. Servir. Proteger. Preservar.

La sangre se había secado dentro de las botas de hule. Me arranqué lo último del traje hermético y abandoné el Árbol no como Mandisa, la esposa de Chioke. La humana que necesitaba a los nanos de memoria para que le recordaran de dónde vino. Sino que salí del edificio como la mujer cocodrilo.

Esa que había regresado a sus raíces.

Malena Salazar Maciá (Cuba, La Habana, 1988). Graduada del Centro de Formación Literaria «Onelio Jorge Cardoso» en el 2008. Ganadora del Premio David 2015 de Ciencia Ficción convocado por la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba. Ganadora del premio Calendario 2017 categoría Ciencia-Ficción, convocado por la Asociación Hermanos Saiz. Ganadora del premio de novela HYDRA 2019, convocado por la revista «Juventud Técnica», (Ed. Abril, 2019). Ganadora del premio Luis Rogelio Nogueras 2019, en la categoría de literatura infantil, convocado por el Instituto Provincial del Libro de La Habana. Ganadora del concurso de cuento de Ciencia Ficción convocado por la revista «Juventud Técnica», (Ed. Abril, 2015). Ganadora del concurso Oscar Hurtado 2018 en la categoría de ciencia ficción, convocado por el Taller Espacio Abierto y Centro de Formación Literaria «Onelio Jorge Cardoso». Ha ganado en diferentes categorías el concurso «Los Juegos Florales» 2013, 2014 y 2015, además de mención en el concurso «La Edad de Oro» 2016, en categoría Ciencia Ficción y Fantasía.

Ha publicado la novela de ciencia ficción Nade (Ed. Unión, Cuba; 2016, Ed. Guantanamera, España, 2016) y la cuentinovela Las peregrinaciones de los dioses (Ed. Abril, Cuba, 2018). Ha publicado cuentos en las antologías Quimera Vespertina (Ed. Camino, Cuba, 2015), Órbita Juracán (Ed. Voces de Hoy, USA, 2016), Los Mil y un Zombies, cuentos cubanos sobre monstruos (Ed. Ácana, Cuba, 2016), La poesía de la vida (Alemania, 2016), Republika (Croacia, 2018) y Ecos de la Tundra (Ed. Islas de Papel y Tinta, España, 2019).

Ha publicado textos en revistas como Cosmocápsula (Colombia), Elipse (Colombia), MiNatura (España), Papeles de la Mancuspia (México), Axxón (Argentina), Selene Quarterly Magazine (USA), 4Star Stories (USA), Speculative Fiction in Traslation (USA), The Future Fire (USA), Mithila Review (USA), Alternia (Japón), Hametuha (Japón), Sci-Fire (Japón), El Caimán Barbudo (Cuba), Cubaliteraria (Cuba), La Jiribilla (Cuba), La Gaveta (Cuba), Korad (Cuba) y La Isliada (Cuba).

Varios de sus textos han sido traducidos al alemán, inglés, croata y al japonés.

 

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