A través del hielo
por Ada Hoffmann
Me ato los patines. El ritual me calma, docenas de
ojales, todos apretados. Ato mi máscara para respirar, fría contra la piel de
mi cara. Coloco mi mochila diaria sobre mis hombros acolchados por el abrigo.
Después me impulso, atravieso la compuerta y salgo del bulto achaparrado y
plateado que es el centro de investigación hacia el amplio espacio blanco.
Mis dedos se crispan, un rizo de alegría que viaja de los
meñiques a los pulgares. Me obligo a mantenerlos quietos durante un instante,
por una larga costumbre, antes de dejarme ir. El cielo negro de Europa se
extiende sobre mí, iluminado por las estrellas relucientes y la larga curva
roja de Júpiter. Un viento frío me fustiga, amortiguado por la máscara para
respirar y la capucha de seguridad. Esta luna parece llena de bultos y arrugada
desde el espacio, llena de cascadas de hielo tectónicas y cañones traicioneros,
pero entre ellos se extienden unos campos de hielo nuevos y lisos como este.
Muchísimo espacio para patinar, para girar y saltar en la dirección que une
elija. Detrás de mí se encuentra el centro de investigación: un edificio
cuadrado, marcado limpiamente con el nombre de nuestro equipo de investigación,
todo en orden y estricto. Y en sus garras, elevándose a medio quilómetro de
altura, se encuentra una pirámide azul hielo. La gigantesca y antiquísima
estructura alienígena que hemos venido a investigar. Ante mí se extiende un
camino limitado por el hielo, tan recto y nivelado como el centro de
investigación, que lleva de vuelta a los dormitorios.
Regreso patinando a pasar la noche. Tengo algo nuevo que
contarle a Sharmila, algo que me llena hasta los huesos con el ansia de saltar,
bailar, girar.
*
En la tierra, mis profesores siempre me decían que no
girara. “Siéntate recto. Mírame a los ojos. Las manos quietas”. Incluso cuando
el esfuerzo me llenaba hasta hacerme explotar, un deseo atrapado latiendo tan
fuerte que ahogaba la lección.
Sharmila dice, “Aquí no es así. Aquí fuera, solo les
importa que seas útil. No les importa que dos mujeres como tú y yo se quieran,
y no les importa si te mueves y piensas un poco diferente”. Nunca he estado
segura de que eso sea cierto, o si solo es lo que Sharmila cree. Es cierto que
menos gente nos lanza insultos cuando pasamos. Cuando bato los brazos en mitad
del trabajo, a veces nadie dice nada. Aquí fuera, solo he recibido esas miradas
desdeñosas tan familiares una o dos veces; al menos, que yo me haya dado
cuenta. Pero la forma en la que yo me muevo no es útil. Eso es lo que
siempre decían mis profesores.
Cuando estoy calibrando los instrumentos o realizando la
deconvolución de los datos de nuestro procesamiento sísmico, a veces me dejo
llevar y empiezo a aletear las manos, a canturrear. Me emociona tanto pensar en
lo que estamos estudiando. ¡Alienígenas de verdad, que estuvieron aquí una vez!
La mujer de pelo plateado que me supervisa nunca dice nada al respecto. No me
da cachetadas en las manos o me quita la tablet. Pero aun así me siento
avergonzada. Me obligo a parar, detengo las manos, trato de trabajar como
trabajan las otras personas.
Pero aquí fuera, en el hielo, no me detengo. Ese es el
acuerdo al que he llegado conmigo misma. A solas con Sharmila, o aquí afuera,
sola, puedo moverme como yo quiera.
*
Cuando la base de investigación desaparece de la vista,
salto. En la baja gravedad de Europa, un atleta entrenado puede rotar cinco,
seis, siete veces en el aire. Yo a veces logro dar dos vueltas. Despego desde
el canto interior trasero y aterrizo casi limpiamente, tambaleándome un
poquito. Lo intento una segunda vez y pierdo el equilibrio. Mi trasero golpea
el hielo. Fracasar no es algo tan malo, aquí. Me levanto, mi mochila está
intacta. No hay nadie que me recoja, que me diga “Frena, Neela, este tipo de
patinaje no es para ti. Este no es el lugar para hacer tonterías. Vamos a
llevarte a casa”.
*
Esto es lo que quiero decirle a Sharmila:
Hoy hemos terminado de escanear el interior de la
pirámide. Terminamos de interpretar nuestros datos en un mapa visual,
tridimensional, de lo que descansa en su interior: todas las estancias y los
pasillos excavados, aunque no nos atrevemos a entrar en ellos, todavía no. Mi
supervisora gesticuló con los brazos y llamó a todo el mundo.
Nos habíamos imaginado pasillos largos y rectos como los
nuestros. Nada de movimiento malgastado. Eso era lo que habíamos asumido que
sería una cultura alienígena avanzada. Pero lo que vimos, cuando la app
terminó la reconstrucción, fue un laberinto en círculos. Curvas por todas
partes, curvas y ramificaciones y círculos. Áreas circulares abiertas, con
espirales grabadas en el suelo. Espirales como cuando giro sobre mí misma
descontroladamente, fuera de control, los giros de pura exaltación que solo
Sharmila ve.
Los alienígenas se movían como yo.
Yo no soy un alienígena. Mi cuerpo, con su piel morena,
uñas planas, ojos oscuros y curvas intensas es lo más humano posible. Pero si
los alienígenas se movían como yo, entonces está bien moverse como yo. Llegaron
a esta luna con una tecnología que apenas podemos imaginar, construyeron
estructuras que deberían haber sido imposibles. Se movían como yo y eran más
avanzados de lo que somos nosotros, no menos. Significa que Sharmila tenía
razón todo este tiempo. Lo significa todo.
*
Me deslizo por el hielo, siguiendo la ruta llana y recta
a casa, hasta que los invernaderos más altos se elevan en el pequeño horizonte.
Sharmila está aquí, dentro de su grueso abrigo aislante y con su máscara de
respiración, esperándome junto a la puerta del invernadero.
Verla manda un estallido de felicidad desde los dedos de
los pies a la punta de los dedos de las manos. Mis manos se elevan, batiéndose
como alas. Quiero rodearla con los brazos y contárselo todo. Normalmente, en
este último tramo del viaje apisonaría esta respuesta, consciente de quién
estará mirando desde los barracones. Nada de aletear, nada de retorcerse, nada
de estereotipias hasta que estuviera a salvo en mi cuarto con nadie más que
ella.
Hoy, me espoleo hacia delante, y dejo que mi cuerpo se
mueva en el camino como desee. Me coloco en posición, extiendo los brazos, y
giro, y giro, y giro.
Ada Hoffmann es profesora adjunta de informática en una importante universidad canadiense. Basó sus tesis en cómo enseñar a los ordenadores a escribir poesía.
Como escritora, ha publicado una novela, The Outside, que fue nominada al Philip K. Dick Award y al Crompton Crook Award, y que pronto será traducida al catalán. También cuenta con numerosos poemas y relatos publicados en diferentes revistas y reunidos en su propia colección de textos, Monsters in my mind.
Fue diagnosticada de Síndrome de Asperger a los trece años, y es una apasionada de la defensa autónoma de las personas autistas. Su proyecto de reseñas “Autistic Book Party” está dedicado a profundizar en la representación del autismo en la ficción especulativa.
Aviso de contenido: homofobia, violencia contra una persona autista.
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