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viernes, 9 de abril de 2021

Capítulo #30 - Trato hecho, por Pamela Rojas Núñez

 


Trato hecho 

por Pamela Rojas Núñez

Los codos no se apoyan en la mesa para comer. ¡Hombre! ¡Qué te he dicho tantas veces! No te limpies las manos en la ropa ni en el mantel, para eso puse las servilletas. Eleuterio los bajó. Luego, tomó varias servilletas para usar, pero tras la mirada furiosa de Candelaria, sacó solo una y se limpió las manos y la boca con delicadeza. Liliana, su nieta, lo imitó antes de recibir la misma reprimenda, mientras acariciaba el último lugar de su cuerpo que alcanzó su furia. Hacía quince años que vivía con sus abuelos en esa casa en Mal Paso y cada día Candelaria repetía la misma tanda de sermones. Chiquilla, no estás de adorno en esta casa. Muévete. Siguió a su abuela a la cocina. Siempre esperaba a que le diera la instrucción. Si se atrevía a tener iniciativa propia, nunca estaba conforme. No es la forma correcta de poner los platos. Esa taza no es la favorita de tu abuelo. No herviste el agua a la temperatura perfecta —poco sabía y le importaba que el punto de ebullición del agua fuera el mismo. Los trozos de queso de cabra son muy gruesos, en esta casa no abunda la plata. El terreno se lo come todo.

Cada desayuno y onces eran iguales. Solo cambiaba el relleno del pan amasado: algunos días mermelada o mantequilla; otros, huevo; a veces —muy pocas— palta; siempre queso de cabra. Era el trueque establecido con el vecino: frutas del huerto a cambio de piezas de ese delicioso queso de «cabra soltera» cordillerano. Liliana tenía serias dudas sobre si, realmente, el sabor cambiaba cuando la cabra tenía otro estado civil, pero nunca preguntó. Preguntar era pecado en esa casa, a pesar de que a ella le encantaban las preguntas.

Tomaban el té de hojas en absoluto silencio, hasta que Candelaria hacía las preguntas permitidas a Eleuterio y él respondía igual que siempre. ¿Cómo está el vecino Humilde? Bien, la cosecha no se perdió con la última helada. ¿Los animales de la Inés aparecieron? Sí. ¿Cuándo vendrá el Anselmo a ayudarte con el gallinero? Lo que termine de construir la pieza pa’ su hermano que se instalará pronto en la casa. ¿Fracasó su matrimonio que se devuelve ese hombre? No sé, mujer, no sé. ¡Pero cómo no averiguas más! Anda y pregúntale tú entonces. Y luego, silencio.

Cuando Liliana terminaba de comer comenzaba la cantinela cotidiana: con permiso, decía ella, adelante, respondía siempre Candelaria. Muchas gracias. De nada. Estuvo muy rica la once. Me alegro. Una palabra de más o una menos y debería soportar la mirada de reproche de su abuela. La autorización para retirarse antes de la mesa la consiguió solo luego de comprometerse a recoger la loza sucia y lavarla. Así que, con sumo cuidado, Liliana tomaba las tazas, platos y cubiertos. Solo después de eso podía gozar de cierta libertad. Iba hasta la pieza que alguna vez fuera de su madre, tomaba la guitarra y partía a perderse entre las higueras poco antes de llegar al río Limarí que pasaba cerca de los terrenos de sus abuelos. Se iba lejos de la triste casa de adobe para que Candelaria no se quejara de cada uno de los acordes equivocados, para encontrar la paz y tocar las canciones que le recordaban esa infancia un poco más agradable y, quizás, solo quizás, para encontrarse con Lucía Fernanda.

Hacía casi un año, una noche seca de invierno, la conoció. Se encontró con ella de casualidad cerca de la higuera más grande del terreno. Andaba con botas de montar y pantalones negros y una chaqueta corta, del mismo color, sobre una camisa roja, acompañada de tres perros negros enormes, todos quiltros, y caminaba como si todo ese lugar fuera suyo. No se sorprendió cuando Liliana le habló y le advirtió que no debía estar en ese lugar. Es propiedad privada. Mi abuelo dispara antes y pregunta después. Es peligroso. Una señorita como usted no debe andar tan tarde, de noche, sola por ahí. Los hombres no perdonan. Si su hacienda queda del otro lado del río, tenga cuidado al cruzarlo. Lucía Fernanda se rio con gracia y aceptó su sermón. ¿Puedo acompañarte un rato? Las estrellas son más hermosas en compañía. Los perros están cansados de tanto caminar. Toca una canción para mí. Entonces, pasaron las horas juntas, bajo la gran higuera, en silencio, mientras Liliana tocaba la canción que mejor se sabía y Lucía Fernanda cerró los ojos complacida, mientras acariciaba a sus perros. ¿Quieres algo?, preguntó, de pronto, a medianoche. Nada, dijo. No quería nada. Aunque en realidad, no entendió bien la pregunta. ¿Lucía tendría entre sus ropas alguna comida para compartir? ¿Sacaría algunos higos de los árboles cercanos? ¿O le preguntaba por sus sueños y anhelos? No, no entendió y se había acostumbrado a no preguntar nada, así que calló sus inquietudes. Lucía Fernanda se encogió de hombros. Si algún día quieres algo, pídemelo, estaría feliz de complacer a mi nueva amiga. Acarició su cabeza de la misma manera en que acariciaba a sus perros, aunque Liliana creyó ver un poco más de ternura en sus ojos dirigida especialmente para ella.

Tocó una canción más para complacerla y se atrevió a tararear mientras lo hacía, pero un grito las interrumpió. ¡Chiquilla de mierda! ¡Dónde estás! ¡Mira la hora que es! Liliana miró a su nueva amiga entristecida y esta asintió comprensiva. Nos vemos, se despidió y comenzó su carrera hasta la casa. Su abuelo la esperaba afuera, con la vara ansiosa en las manos. Endureció su cuerpo para no sentirla. Bajó la mirada para que no creyera que lo desafiaba. No fue suficiente. No se libró del zamarreo de Candelaria que la empujó a punta de manotazos y amenazas hasta su habitación. No te mandai sola, cabra de mierda. Qué te creís. Yo soy la dueña de casa, acá se hace lo que yo digo. Me debes respeto. Estas no son horas. La próxima vez la guitarra será el fuego de la salamandra. Lloró como cada vez que cometía un error, lloró y se frotó los brazos, las piernas y allí donde la varilla alcanzó a golpear.

Desde entonces, se encontraban a escondidas. Se arrancaba por la baja ventana de su habitación cuando escuchaba los ronquidos de Candelaria y, en la oscuridad, buscaba la higuera y su refugio. Lucía Fernanda le contaba historias sobre sus viajes y la gente que conocía, gente con la que negociaba —familia de empresarios, infirió Liliana, pues tenía la nariz aguileña, pecas en las mejillas y ese rubio medio colorín típico de las cuicas, debía serlo, cómo no. A veces me toca salir a cobrar. No siempre me gusta, aunque en ocasiones resulta placentero. Estoy aburrida de la ambición de la gente, de que traten de engañarme con excusas ridículas. Ojalá la gente se deje de pedir hue’as para tener un poco de paz. Y si no es mucho pedir, dijo mirando al cielo, un poco de compañía, al fin.

Liliana era buena oyente. Asentía de vez en cuando y acompañaba las quejas de su compañera tocando la misma canción de siempre —la única que se sabía completa y bien— en la guitarra. Si le hubiera preguntado, ella habría dicho que solo quería un lugar donde la quisieran de verdad.

Ese día, después de la cantinela del con permiso, adelante, muchas gracias, de nada, estaba muy rico el desayuno, me alegro, Candelaria le advirtió que tendrían una visita. Alamiro, el hermano menor del abuelo andaba en la zona y se quedaría allí esa noche. Ni se te ocurra salir. No te ha visto desde que eras una guagua. Necesita de alguien que le ayude en la casa, si le caes bien, te dará trabajo en la ciudad. Tu abuelo tiene la otra pieza hecha un desastre, así que le cederás tu cama y dormirás en el suelo. A ver si dejas de creerte el hoyo del queque. No tienes na’ los dedos crespos. ¿O querís terminar igual que tu mamá?

Ojalá supiera algo más de ella. Murió, no sabía cómo, cuando tenía siete años. Tampoco sabía a qué se dedicó. Solo tenía la certeza de que ni Candelaria ni Eleuterio la quisieron. Y a ella menos, pero el temor al qué dirán fue más fuerte que el deseo de abandonarla a su suerte.

Alamiro llegó justo para tomar once y Liliana se movió en la cocina ayudando a su abuela al compás de las instrucciones que sonaban más a gritos. Pon el pan en el horno. Pica la palta, porque es una ocasión especial. ¡Así no pue! ¡Ya te dije! Entierra el cuchillo en el cuesco, lo sacai así, mira, tonta, luego con la cuchara, la sacas de la cáscara y la mueles en el plato con el tenedor. Con el tenedor po. Ya lo sabía, pero si dudaba un momento, si hacía algo que a Candelaria no le gustaba, la lluvia de críticas no cesaba. El queso de cabra, ponlo en ese plato. Coloca un poco de cedrón en el té. Fíjate en la leña de la salamandra, porque hace frío. Rápido, chiquilla, rápido.

El hombre era bastante más joven que su abuelo. Según recordaba, era el menor de los doce hermanos y Eleuterio se encontraba entre los mayores. Tenía esposa, hijos varios, un almacén en un buen barrio de Ovalle y necesitaban ayuda. Llévatela si quieres. Le será útil a la Gladys con tantos cabros chicos que tienen ustedes. Acá esta niña sobra. Yo soy suficiente. Es un poco lenta, pero nada que un buen charchazo no arregle. Si te la llevas, intervino Eleuterio, procura traerla pa’ sacar la fruta de vez en cuando. Anselmo puede ayudarme, prestándome a alguno de sus cabros, pero esta es más dócil y no me robará. No se atreve.

Esa noche no dijo la cantinela de siempre, no había autorización para salir. Fue enviada a preparar vino navegado, porque Alamiro quería, porque el pisco que trajo de Cochiguaz se había acabado y hacía frío. Después tuvo que hervir agua para el guatero de la cama de su visita. Chiquilla, atiéndelo como corresponde que estoy cansada y tu abuelo ya se curó de nuevo. Alamiro la siguió a la cocina sin decir nada, mientras ella llenaba el guatero en silencio. Esa agua está muy fría. Acaba de hervir la tetera. No, hiérvela de nuevo. Y lo hizo.

Luego, el hombre siguió sus pasos hasta la habitación tambaleándose. Le incomodaba tener que compartir su habitación con un extraño, así que tomaría unas colchas y dormiría en el andrajoso sofá, cerca de las cenizas de la salamandra. Pero cuando cruzó la puerta, Alamiro se abalanzó sobre ella. Tengo que comprobar la mercadería, dijo, mientras Liliana intentaba zafarse, sin gritar, por supuesto, porque despertar a Candelaria sería horrible. La mano callosa levantó su polera y vio los moretones en las costillas. Ya te adiestró el Eleuterio. Suélteme. Ah, saliste chúcara. Quiso recorrer su pierna, pero Liliana vio la guitarra. Se escuchó la queja del borracho, el sonido hueco del instrumento, las cuerdas sonando de manera estridente en esa noche terrible y silenciosa, pero ella no se volteó a verlo.

No. Así no iba a vivir. No más.

Saltó por la ventana de su habitación y corrió entre los árboles. No sintió el frío de la noche, no sintió las ramas cortar su piel, tampoco se detuvo cuando escuchó los gritos de su abuela llamándola a punta de amenazas, hasta llegar a la higuera más grande cerca del río. Allí, Veltesta, Tretesta y Drittesta salieron a recibirla moviendo sus colas, dando saltos y giros felices. Lucía Fernanda la esperaba de pie, seria, junto al árbol. Ya era medianoche. ¿Y tu guitarra? ¿Qué pasa? No pudo hablar. El aire le faltaba, el llanto se agolpaba en su garganta. Dime qué quieres y te lo daré, le dijo, mientras la abrazaba, dándole consuelo sin dejar de mirar en dirección a la casa. Sácame de acá y llévame contigo, te haré compañía. Trato hecho. Pero antes, iré a cobrar. Lucía Fernanda besó su frente y la tomó de la mano.

Regresaron a la triste casa de adobe desde donde Candelaria, y ahora también Eleuterio, gritaban a Liliana enfurecidos entre los árboles. Mientras más cerca estaban de la casa, más secos y apestados le parecían. ¿Quién estaba haciendo huevos duros a esa hora? Liliana no sabía del azufre. Apretó la mano de Lucía Fernanda cuando quedaron a la vista de sus abuelos. Allí estás, mocosa insolente. Alamiro se asomó, le gritó no supo qué.

Los perros aullaron y los tres cesaron el escándalo. Pálidos, observaron a Liliana y luego a su compañera. Chiquilla de mierda, mal agradecida, qué hiciste, cómo se te ocurre. Vine a cobrarme. No, respondieron los tres. Sí. Todavía no es tiempo, dijo Alamiro. Lucía Fernanda sonrió. Yo pongo las condiciones. Nos engañaste, el terreno no dio los frutos que prometiste. Que ustedes no supieran aprovecharlo no es mi problema. Por cierto, la salamandra…

No quisieron escuchar su advertencia. La increpaban. Ándate de acá, maldita.

Vade retro.

El fuego comenzó a arder en su mirada.

Susurró unas palabras que nadie más que Liliana escuchó.

Tú, siempre con tus trucos, dijo Candelaria. Vete de acá, mandinga.

Una chispa de la salamandra está quemando todo adentro.

Maligna. Demonio. Cachuda.

Sale de acá, conchetumare.

¡Dios mío! Padre nuestro, que estás en el cielo…

Veltesta aulló cada vez más fuerte.

Tretesta gruñó con furia.

Drittesta ladró sin cesar.

El fuego creció. Sus familiares se callaron y se lanzaron a apagarlo todo, pero ya era demasiado tarde. Las llamas danzaban en los ojos de Lucía Fernanda y en su sonrisa. Crecieron hasta el techo que cedió y cayó sobre ellos. Liliana apretó con fuerza la mano de su compañera.

¿Quieres que haga algo por ellos? Sí, pero espera un poco más.

Los alaridos se confundían con el aullido de Veltesta y el ardor de los leños. Ambas observaban sonrientes.

Ya está. Apágalo. Quedaron bien cocidos. A mis perros les encantará. ¿Qué hacemos ahora? Nada. Un lamentable accidente. Además, son mis terrenos. ¿Podemos construir una casa a mi gusto? Sí. Quiero manzanos y una terraza con vistas al valle. ¿Con quincho? Me parece buena idea. ¿Puedo tener otra guitarra? Claro. ¿Y te puedo decir Luci? ¿Fer no? Liliana movió la cabeza. No, para ella Luci sonaba más bonito.

Trato hecho.


Pamela Rojas es licenciada en lengua y literatura hispánica con mención en lingüística de la Universidad de Chile, Profesora de la Universidad Andrés Bello y diplomada de Edición y publicaciones en la Pontificia Universidad Católica. Ha trabajado en proyectos de fomento lector como la Biblioteca Libre, además de la industria del libro como editora de textos escolares.

Colabora en La Ventana del Sur, iniciativa de visibilización de escritoras de ciencia ficción, fantasía y terror, y en La Otra LIJ, que reúne puntos de vistas sobre la producción cultural y literaria pensada y/o destinada para niños y jóvenes. En la actualidad, es docente de Lenguaje y Comunicación de Duoc UC. 

Cuenta con dos publicaciones en antologías: “Los polvos del Orinoco” en Imaginarias. Antología de mundos peligrosos (Tríada Ediciones, 2019), “La cacería” en Mundos. Antología de fantasía, ciencia ficción y terror (Editorial Fénix Dorado, 2019), “Estación Libertad” en Revista Grifo de la Universidad Diego Portales (UDP, 2020).

Se interesa por la literatura de fantasía y ciencia ficción, principalmente en la escrita por mujeres y aquella elaborada con perspectiva de género.

 

Aviso de contenido: intento de violación.


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