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El Fenghuang
por Millie Ho
Notaba la piel dolorida y febril bajo los dedos, como siempre lo estaba durante unos días después de regresar de entre los muertos. Candice deshizo las vendas alrededor de su cabeza y peló las costras que le picaban detrás de las orejas. Tembló ante el recuerdo de su regeneración: los huesos carbonizados regresando a su posición con un chasquido, la piel en carne viva extendiéndose sobre los nervios expuestos; el primer bombeo de sangre al atravesar su cuerpo renacido siempre lo sentía como si ácido ardiendo la abrasara de dentro a afuera. Miró por la ventana de la habitación del hospital y observó cómo los ferris derramaban a los trabajadores que regresaban a la isla de Hong Kong. Deseó ser uno de ellos; en realidad, cualquier otra persona.
La puerta se abrió. Su madre, todavía vestida con su uniforme de camarera, apareció en el reflejo detrás de ella. Sonrió vacilante cuando vio que Candice estaba fuera de la cama.
Comieron panceta grasienta
con arroz y hablaron de la semana que Candice se había perdido: cómo el dueño
del restaurante por fin había echado a su hijo ludópata, el éxito que había
tenido el cha siu bao que su madre había cocinado para la comida en
grupo de la iglesia y después del Solven, las nuevas pastillas supresoras de la
ira que el médico le había retado a Candice.
—Solo han pasado dos días,
así que es demasiado pronto para saber si funcionan —dijo Candice. Le frunció
el ceño a la pastilla que descansaba en la mesilla de noche, que parecía un
tic-tac de lavanda—. Puede que de todas formas sean una pérdida de dinero.
Hasta ahora nada ha detenido mis estallidos, así que ¿cómo de probable es que
las pastillas lo consigan?
—Acabas de decir que es
demasiado pronto para saberlo —dijo su madre. Había unas bolsas oscuras bajo
sus ojos, del color de los moratones viejos. Siempre había trabajado en varios
sitios a la vez, mientras Candice y su hermano pequeño, Sammy, crecían y había
doblado sus turnos ahora que Candice estaba hospitalizada en el mejor hospital
de la isla de Hong Kong, el único lugar que estaba equipado para manejar su
caso—. Dale algo de tiempo, ¿vale?
Charlaron un poco más y
antes de que su madre se marchara, le dijo a Candice que habían aceptado a
Sammy en el Colegio Internacional St. Edward’s con una beca parcial.
La culpa se enroscó
alrededor del cuello de Candice. Pensó en Sammy, encorvado sobre sus libros de
texto en la caja apretada que era su salón, cómo Sammy siempre se quedaba
despierto hasta tarde para hacer sus deberes en la cama de arriba de su litera
cuando todavía era seguro dormir en la misma habitación. Sammy era la única
esperanza que tenía su familia de tener una vida mejor, pero ahora habían
tenido que utilizar parte de los ahorros para la escolarización de Sammy en el
tratamiento de Candice.
Después de que la puerta se
cerrara con un chasquido, Candice abrió la ventana e inhaló con fuerza el aire
dulce del verano. Las lágrimas le quemaron los ojos y emborronaron el paisaje
urbano neón del Puerto de Victoria, hasta formar un resplandor repugnante.
«Soy una carga», pensó y se
imaginó a sí misma impulsándose para subir al alféizar. El polvo mancharía la
planta de sus pies y la bata de hospital se hincharía con la brisa mientras
ella se inclinaba sobre las montañas ahí abajo. «Debería morir de verdad».
Guitarras rítmicas. Voces
rasgadas en inglés.
Candice presionó la mejilla
contra la pantalla de malla hasta que pudo ver la ventana de la habitación de
al lado. Salía luz de su interior, lo que era chocante porque Candice
normalmente era la única paciente ingresada en aquel ala del hospital, que
trataba misterios médicos. Se rió cuando se dio cuenta de que su vecino estaba
escuchando «Poison» de Alice Cooper. Era una canción que Sammy ―quien,
a pesar de su inteligencia, tenía los gustos musicales más horteras del planeta―
ponía constantemente porque aseguraba que el glam metal le ayudaba a
retener la información.
La sorpresa de escuchar la
canción, o tal vez el simple descubrimiento de que no estaba sola después de
todo, fue suficiente como para sacar a Candice de sus oscuros pensamientos.
Se quedó dormida mientras la
pastilla se disolvía bajo la lengua y se prometió a sí misma que viviría otro
día más.
***
Candice conoció a su nueva
vecina en el comedor, a la mañana siguiente, cuando ambas hicieron amago de
agarrar la jarra de té al mismo tiempo. Parecía joven, apenas veinte años,
igual que Candice, aunque su espalda erguida y su mentón elevado le daban un
aire majestuoso que ni siquiera la bata de hospital holgada, que colgaba de su
complexión delgada, podía desinflar.
—Vaya, pensé que tenía este
lugar todo para mí —dijo la chica. Pero deslizó la jarra hacia Candice y
sonrió.
Su nombre era Fiona Chow.
Era la hija de un constructor y acababa de regresar de secuenciar su genoma en
Italia, lo que desafortunadamente no le dijo nada sobre su enfermedad. Se
comieron las tostadas y el arroz congee junto a una ventana con mirador
con vistas a las montañas.
—Puede que mi padre sea
bueno en los negocios, pero para todo lo demás es tonto. —Fiona mojó su tostada
en el congee hasta que estaba lo suficientemente blanda como para
enrollarla y se la metió entera en la boca. Sus uñas estaban tachonadas de lo
que parecían diamantes diminutos y Candice podía imaginarla toda arreglada,
vestida con un abrigo de visón y con un bolso de diseño colgando del brazo—.
Creía de verdad que me había inventado la enfermedad para atraer la atención.
Entonces los síntomas físicos aparecieron y eso le calló la boca rápidamente.
—¿Cuál es tu enfermedad?
—preguntó Candice.
Fiona sonrió con
suficiencia.
—Como que te lo voy a contar
—respondió y robó el último trozo de tostada del plato de Candice.
Candice volvió a mirar por
la ventana. La zona de bosques se extendía más allá de la vista y una esquirla
caliente de ira le atravesó la mente. En los últimos años, el alquiler de su
casa casi se había duplicado y claramente no se debía a la falta de
suministros. El gobierno era propietario de todo suelo y controlaba quién podía
comprarlo y urbanizarlo, lo que mantenía a la gente como Candice y su familia
en apartamentos diminutos con manchas de humedad que apenas eran lo
suficientemente altos como para permanecer de pie en su interior.
—Háblame de ti.
Candice parpadeó. Fiona se
había inclinado hacia delante con la cara entre las manos. Sus ojos eran perlas
oscuras y luminosas, y trocitos de tostada húmeda colgaban de sus labios con
forma de corazón. Candice casi no quiso arruinar tanta inocencia con su
realidad deprimente.
—A veces ardo hasta morir
—murmuró Candice—, y después vuelvo a la vida.
Esperaba que Fiona soltara
un bufido o una risotada, pero lo único que dijo Fiona fue:
—¿Cómo un fénix?
Candice se encogió de
hombros.
—Supongo.
Pensó en la primera vez que
ardió. Fue durante una época en la que Candice se estaba derrumbando lentamente
bajo las exigencias del programa de bachillerato internacional de su Instituto,
cuando se despertaba con la mandíbula dolorida porque había estado apretando
los dientes toda la noche. Cuando Candice por fin le dijo a su madre que quería
abandonar el programa, su madre le dio una bofetada. Un segundo después, algo
se partió en la mente de Candice, y entonces las llamas rodearon sus muñecas
como esposas. Para cuando su madre la salpicó con agua, ya era demasiado tarde.
Las llamas blancas habían lamido sus brazos y hombros, un infierno que creció
hasta que todo se volvió negro, como si hubieran tirado de un enchufe.
—¿Qué hay de otras cosas?
—preguntó Fiona.
—¿Otras cosas?
—Sí. Ya sabes, ¿qué otras
cosas te molan?
—Oh. —Hacía tiempo que nadie
le había preguntado a Candice sobre sí misma aparte de su enfermedad. Se miró
las manos, donde unos bucles blancos de piel muerta todavía estaban
desprendiéndose, y después las introdujo entre los muslos—. Tengo un hermano
pequeño. Va a empezar el Instituto y es muy inteligente.
—¿Sí? Cuéntame más.
Las últimas ascuas de ira en
la mente de Candice se apagaron cuanto más hablaban, cuanto más se inclinaba
hacia delante Fiona con esos grandes ojos, como si Candice realmente le
resultara interesante. Para cuando se separaron en la entrada para ir a sus
respectivas revisiones médicas, una sensación de alegría había comenzado a
titilar en el pecho de Candice.
Desayunaron todos los días
después de aquel, sentadas siempre en el mismo ventanal, con Candice siempre
hablando de sí misma mientras Fiona engullía una pila inclinada de tostadas.
Cuando Candice estaba con ella, olvidaba que estaba calva, que había partes
costrosas de sí misma que tenían que cubrirse con vendas. Fiona la aceptaba de
una forma que ni siquiera la madre de Candice ―que decidió que Sammy
debería ir a un internado para alejarse de su hermana inflamable―
hacía.
Una noche, Candice encontró
a Fiona sentada en el comedor durante la cena. Había una caja blanca sobre la
mesa, junto a dos platos y tenedores.
—Hoy es mi cumpleaños —dijo
Fiona—. ¿Quieres ayudarme a celebrar?
El padre de Fiona le había
enviado un pastel de fresa. Se conocían desde hacía dos semanas, el tiempo
suficiente para que Candice se diera cuenta de que Fiona arrugaba la nariz
cuando estaba de mal humor, como ahora mismo.
—Podría haberse tomado el
día libre para verme. —Fiona mojó una fresa en el glaseado y se la metió en la
boca. Se lamió los dedos después, algo que a Candice le pareció realmente
mono—. Un día no debería ser mucho pedir. Es como si le diera vergüenza que lo
vieran conmigo o algo.
—Puede que solo se
avergüence de sí mismo —dijo Candice. Su propio padre se había mudado a
Guangzhou para vivir con una mujer a la que había conocido en Internet y no la
había contactado ni a ella ni a Sammy desde entonces. Su madre había dicho que
aquello era porque no podía enfrentarse a sí mismo.
—Puede ser. —Fiona sacó su smartphone
y fue deslizando la pantalla por lo que parecía una lista de música de glam
rock—. De todas formas, tener mi propio espacio tiene sus ventajas. Por lo
menos sobornó al administrador del hospital para que me dejara quedarme con el
teléfono para controlarme sin estar aquí. Y pude ir al Instituto en Estados
Unidos, que es donde aprendí que existía música como esta.
Introdujo un auricular en la
oreja de Candice y reprodujo «Breathless» de Quiet Riot, que a Candice
le pareció que era bastante buena.
—Bueno, ¿y qué es lo que te
pasa? —preguntó Candice.
Era un riesgo preguntarlo de
nuevo, porque Fiona no había querido decírselo la primera vez. Pero el reflejo
en la ventana las mostraba encorvadas la una contra la otra, juntas de una
forma que parecía irreal.
Los cojines del sofá chirriaron.
Fiona se reclinó y se levantó la bata de hospital. Candice inhaló con fuerza
cuando vio el estómago desnudo de Fiona, y lo que parecía un lunar oscuro del
tamaño de un puño. Protruía del lugar donde debería estar el obligo de Fiona y
era perfectamente redondo y sólido, como una bola de billar.
—Me desperté con esto en la
tripa hace dos meses. —Fiona sacó el mentón, más desafiante que avergonzada—.
Pensé que era un lunar al principio, pero siguió creciendo. Las radiografías no
mostraban nada en su interior y los escalpelos y otro instrumental se rompía
cuando trataban de extirparlo. Y ya sabes todo sobre mi viaje inútil para
secuenciar el genoma. Como como un animal hambriento porque esta cosa me
absorbe todos los nutrientes.
Candice tragó saliva.
—Qué raro.
—Ya ves. —Fiona se cubrió de
nuevo, miró a los ojos a Candice. Sonrió—. Bueno, ¿quieres que nos liemos?
Candice la besó primero.
Había querido hacerlo desde hacía un tiempo y casi no podía creer que podía
hacerlo. Los labios de Fiona sabían a fresas y glaseado y cuando sus uñas
rozaron la nuca de Candice, unas diminutas chispas de electricidad recorrieron
la columna de Candice.
Pero las chipas se apagaron
tan pronto como aparecieron, y a lo largo de los días siguientes, murieron por
completo. Después de más besos que la dejaron vacía, Candice pidió leer los
efectos secundarios de Solven durante una de las revisiones con su médico.
«Puede causar aplanamiento
emocional».
Aquel era el principal
defecto de las pastillas, entendió. No solo adormecía los picos de ira en su
interior, sino también los estallidos de alegría.
La madre de Candice la
visitó una semana más tarde. Después de la consulta con el médico, consideraron
que Candice estaba lo suficientemente bien como para recibir el alta. Recibió
órdenes de tomar Solven diariamente y de ver al médico cada semana para vigilar
su evolución.
—Este es mi teléfono. —Fiona
le dio una servilleta a Candice el día que le dieron el alta. Candice se había
vestido con su ropa habitual, una sudadera y unos vaqueros viejos, y le
sorprendió que Fiona, que debía ser muy elegante, todavía quisiera mantener el
contacto a pesar de ver cómo iba vestida—. Más te vale llamarme, señorita
Fénix, o ya verás.
Candice la llamó. Llamó a
Fiona esa noche, envuelta en mantas para proteger su voz de su madre, al otro
lado de la pared de papel. Sammy ya estaba en St. Edward’s, pero no le echaba
de menos tanto como pensaba que lo haría. Tampoco sentía esa alegría en el
pecho, ni siquiera cuando Fiona decía «te quiero» antes de colgar.
***
Candice visitaba a Fiona con
regularidad. Le decía a su madre que iba a la isla de Hong Kong para entregar
currículums en tiendas de ropa y durante unos cuantos días lo hizo. Pero cuando
las pesadillas de unas llamas blancas serpenteando por las estanterías de
granos de café comenzaron a despertarla con un sobresalto y con dolor de
mandíbula, algo que no había experimentado desde que había dejado el Instituto,
dejó sus esfuerzos por encontrar trabajo.
—Tuve una discusión con un
cliente cuando ocurrió —dijo Candice, cuando Fiona le preguntó por las
pesadillas—. Me enfadó tanto que me aparté a un lado para tomarme un descanso.
Me apoyé contra la estantería de café y antes de que me diera cuenta, estaba
ardiendo. Eso fue lo que me hizo acabar en el hospital la última vez.
Candice vertió más del cha
siu bao de su madre en el plato de Fiona. Fiona había perdido cinco quilos
desde que le habían dado el alta a Candice hacía un mes. Sus pómulos
sobresalían claramente de su piel y su cuero cabelludo, ceroso como una cebolla
pelada, empezaba a verse por la pérdida de pelo.
Fiona cogió la botella
recién rellenada de Solven de Candice y la hizo botar en la palma de la mano.
—¿Alguna vez te preguntas si
en realidad no tienes ningún problema? —preguntó Fiona—. ¿Qué si en realidad
son estos sitios los que están mal, diciéndote lo que deberías ser o no?
—Yo ardo hasta morir, diría
que eso está mal —dijo Candice. Le quitó fácilmente la botella a Fiona de las
manos y la inclinó de izquierda a derecha. Observó las pastillas de color
lavanda chocarse y deslizarse las unas contra las otras y pensó en que Fiona no
tenía algo similar para tratar su enfermedad.
—Ya, ardes hasta morir, pero
también vuelves a la vida. Hay cierto equilibro ahí, ¿no crees? —Fiona sacó su
teléfono y le enseñó a Candice una página web inglesa. Mostraba el dibujo de un
fénix, sus alas de extremos rojos estaban extendidas por encima de su cabeza en
llamas, su pico se elevaba hacia el sol—. He estado leyendo cosas sobre los
fénix. ¿Sabías que hay un fénix chino? Un, eh.. Fengnosequé.
—Fenghuang —dijo Candice.
Había comenzado a darse cuenta de aquellas diferencias entre ambas, cómo en
ocasiones Fiona pronunciaba mal las palabras en cantonés cuando hablaba
demasiado rápido o escuchaba exclusivamente canciones en inglés.
—Sí, un fenghuang. —Unas
arrugas nuevas se formaron alrededor de la boca de Fiona cuando sonreía—. Tú
eres mi fenghuang, ¿sabes? Me traes suerte.
Candice apartó la mirada.
Fiona, con su conocimiento limitado de la cultura local, como una niña rica que
había crecido en el extranjero, no sabía que en realidad el fenghuang no era un
fénix. Simplemente era un pájaro que nunca moría, una criatura que Candice, que
había muerto varias veces, jamás podría ser.
Era una cosa pequeña, pero
hizo más profunda la fractura en la convicción de Candice de que nunca podrían
entenderse. Esperó unos días antes de volver a visitar a Fiona y después una
semana entera. Cuando visitaba, era principalmente para hablar con su médico o
recoger el Solven. Sus conversaciones con Fiona se volvieron entrecortadas y
planas y finalmente dejó de responder por completo a los mensajes de Fiona. El
médico subió la dosis de Candice cuando esta le contó de los leves parpadeos de
irritación que todavía experimentaba; al menos parecía haber eliminado sus
incineraciones del todo.
Pero el día que descubrió
que St. Edwards había mejorado la beca de Sammy de parcial a completa, Candice
rompió su silencio y llamó a Fiona para contarle las buenas noticias. Fiona se
había ofrecido en una ocasión para pagar el resto de los gastos escolares de
Sammy si la familia de Candice no podía permitírselo, y la noticia resolvería
el problema del todo.
Fiona no respondió. Ni el
primer día que Candice llamó, ni el segundo. Después de que Fiona no
respondiera durante tres días seguidos, Candice cogió el ferri hasta el
hospital para verla.
La recepcionista le dijo a
Candice que Fiona se había ido de alta la semana anterior. No podían darle
información confidencial de un paciente a Candice, así que se marchó del
hospital sin saber dónde vivía Fiona o siquiera si seguía viva.
***
Los días se fusionaron entre
sí después de aquello. Las llamadas de Candice continuaron yendo directamente
al buzón de voz. Las búsquedas en internet de «Fiona Chow» mostraban perfiles
de desconocidas y había demasiados hombres de negocios con el nombre de «Chow»
en Hong Kong como para contarlos.
Cuando los árboles se
iluminaron con las luces de navidad y la nieve mojada salpicó el pavimento,
Solven había aplanado los nervios de Candice lo suficiente como para que
volviera a buscar trabajo. Miró en Louis Vuitton y Hermès, pero paró cuando se
dio cuenta de que era posible que Fiona no comprara en esas tiendas. ¿O sí lo
hacía? Candice no lo sabía. Siempre había hablado ella mientras Fiona
escuchaba, e incluso cuando Fiona lanzaba el comentario ocasional sobre su
vida, se limitaban a quejas sobre su padre o sus opiniones sobre música, como
por ejemplo si Kiss era más innovador que Mötley Crüe. Candice se maldijo por
no haber preguntado más sobre Fiona, como el nombre de la empresa inmobiliaria
de su padre.
«Al menos puedo ponerme
morada sin preocuparme por ganar peso», dijo Fiona, en un sueño que hizo que
Candice se despertara parpadeando entre las lágrimas la mañana de Navidad. «Por
lo menos tengo eso».
Candice no había llorado en
mucho tiempo y el hecho de que todavía pudiera hacerlo la asustó. Subió a la
antigua litera de Sammy, enchufó su reproductor de CD y escuchó «Poison»
de Alice Cooper en bucle. Su madre estaba al teléfono en la cocina, diciéndole
a alguien lo trabajador que era Sammy, que había elegido quedarse estudiando en
St. Edwards en vez de regresar a casa por Navidad. Candice subió el volumen y
se enroscó de lado. Observó fijamente las ecuaciones matemáticas amarilleadas
que Sammy había pegado con celo a la pared y se esforzó y se esforzó, pero sus
ojos permanecieron secos, apenas un gorgoteo hueco escapó de su garganta.
Después de más intentos
fallidos por intentar llorar, reír, generar cualquier emoción que la hiciera
sentirse viva, Candice entró en Internet. Su búsqueda le dijo que el Solven no
funcionaba igual para todo el mundo, que algunos acababan con cansancio en vez
de entumecidos emocionalmente, o necesitaban dosis mayores para lograr los
mismos resultados. Pero la fuente más útil que encontró fue un foro donde la
gente de la ciudad comentaba sus experiencias personales con el Solven.
«Para mí no es suficiente
con tomar las pastillas», escribía un usuario. «Necesito practicar yoga para
manejar mis niveles de estrés diarios».
«Estoy de acuerdo»,
comentaba otro. «Yo escribo en un diario para hacer un seguimiento de las cosas
que me detonan las crisis y así puedo hacer planes para enfrentarme a ellas la
próxima vez».
Cuando Candice preguntó en
el foro qué debería hacer para sentirse humana de nuevo, recibió la siguiente
respuesta: «Deberías hablar con un profesional en lugar de preguntarnos a
nosotros. Si no puedes permitirte uno, ven a nuestras reuniones de los jueves.
Hay un terapeuta que dona su tiempo a nuestro grupo».
Candice fue. La reunión
tenía lugar en un Starbucks en el centro comercial de Harbour City, que olía a
avellana y vainilla y le hizo echar de menos trabajar como barista. Dio sorbos
a su café tostado y escuchó a la doctora Lam, la terapeuta, hablar de técnicas
para interrumpir los patrones de pensamiento negativo. Los miembros del grupo
compartieron entonces sus victorias y fracasos de la última semana, todos los
desafíos a los que se habían enfrentado o que manejarían mejor la próxima vez.
Pero cuanto más escuchaba Candice, más se imaginaba las estanterías de granos
de café a su alrededor ardiendo con llamas blancas.
No era como los demás del
grupo. Ella era diferente, maldecida con una condición que ellos no podían
comprender. No debía haber ido.
Pero cuando se levantó para
marcharse, la doctora Lam preguntó:
—¿Fuiste tú quién preguntó
sobre cómo sentirse humana de nuevo?
Los ojos de la doctora Lam
eran tan cálidos y perceptivos que Candice se sentó de nuevo. Se tensó bajo el
escrutinio del grupo, pero la doctora Lam asintió en su dirección, como dándole
permiso a Candice para que se desfogara.
No fue tan malo como Candice
había pensado. Les habló de los incendios y de las hospitalizaciones y ninguno
de los miembros del grupo se apartó de ella ni la acusó de mentir. Algunos
hasta le dieron palmadas en el hombro y ofrecieron palabras de ánimo.
—Ven a mi consulta este fin
de semana —dijo la doctora Lam y le entregó a Candice la tarjeta de visita
cuando era hora de marcharse—. Hablaremos en privado y crearemos un plan que
funcione para ti.
Candice regresó a casa
aturdida, sintiéndose más esperanzada de lo que se había sentido en el medio
año desde que empezó a tomar Solven.
***
Fue a la oficina de la
doctora Lam ese fin de semana y el finde semana siguiente. Hablaron con
el médico de Candice del hospital y crearon un plan de tratamiento que dependía
menos de las altas dosis de Solven y más de recursos para manejar el día al día
y otras cosas que Candice había ido abandonando, como comer mejor y dormir lo
suficiente. La doctora Lam no podía explicar cómo la irascibilidad de Candice
llevaba a sus estallidos, pero era más importante ayudarla a manejar su
enfermedad que diseccionar interminablemente la causa.
—¿Qué pasa si este plan no
funciona? —le preguntó Candice a la doctora Lam una tarde en su oficina, que
daba a la orilla sur de la isla de Hong Kong. Candice podía ver el hospital
desde aquel ángulo, incluyendo el ventanal desde el que ella y Fiona
desayunaban cada mañana.
—Entonces seguiremos
ajustándonos hasta que lo haga —dijo la doctora Lam.
La parte más difícil no era
seguir el nuevo plan de tratamiento, sino convencer a la madre de Candice de
que el nuevo plan de tratamiento era necesario. Cuando Candice le habló a su
madre de él, su madre tiró el cuchillo de carnicero con el que había estado
cortando col.
—No has ardido una sola vez
desde que empezaste el plan actual, ¿y ahora quieres poner en peligro todo tu
progreso con algo nuevo? —Su madre le frunció el ceño a Candice y le dolió ver
esas oscuras ojeras y entender que su madre las tenía porque trabajaba duro por
sus hijos—. ¿Quién es esta terapeuta, de todas formas? ¿De verdad te está
ayudando gratis?
—Es una de las mejores
terapeutas que hay —dijo Candice, pensando en los títulos y los premios que
cubrían la oficina de la doctora Lam—. Estoy anestesiada todo el rato, mamá. Ya
no siento nada.
—Tampoco te quemas viva. —Su
madre pasó junto a ella apartándola de un empujón y se dirigió al baño. Abrió
el grifo y se salpicó la cara con agua, algo que siempre hacía para ocultar las
lágrimas—. El entumecimiento que sientes compensa si implica que puedes
mantenerte con vida.
—Ya ni siquiera puedo llorar
—dijo Candice—. Me mantiene viva, pero me está robando razones para vivir...
—¿Cómo puedes ser tan
egoísta? —Su madre levantó la vista tan rápido que unas gotas de agua (o
lágrimas) salpicaron las mejillas de Candice—. ¿Sabes lo que se siente al
recoger los restos de tu hija? ¿Ver las cenizas de tu hija burbujear en la
cámara hiperbárica, preguntándote si esta será la vez que pueda regresar? Ni
siquiera puedo hablar de esto en la iglesia. ¿Sabes lo que es pretender que tu
hija es normal todo el tiempo, cuando claramente no lo es?
Las palabras cortaron
profundo, pero Candice estiró la espalda como Fiona lo habría hecho y se
mantuvo firme. Su madre continuó enumerando razones por las que el nuevo plan
de tratamiento no funcionaría, pero lo único que Candice podía oír eran las
palabras de Fiona: «¿Nunca te preguntas si en realidad no te ocurre nada
malo?».
Candice apartó a su madre de
un empujón. Entró en la habitación, metió a presión su ropa y su plan de
tratamiento en la mochila y se marchó de casa aquella misma noche.
***
Se dirigió a la escuela
internacional St. Edward’s donde quedó con Sammy en el camino de adoquines
frente a las puertas principales.
—Por supuesto que apoyo tu
decisión —dijo Sammy, después de Candice le contara lo que había pasado—. Hemos
estado aprendiendo los beneficios de la meditación en la clase de psicología.
Al parecer, puede ayudar a gestionar los síntomas de depresión y otros
trastornos. Yo también empecé a meditar para manejar el estrés de los exámenes,
y me ha ayudado un montón. Si solo tomar Solven no te funciona, tienes el
derecho a probar otras soluciones.
Candice lo miró fijamente.
Sammy había crecido tres centímetros desde la última vez que se habían visto y
la barba incipiente en su mentón lo hacía más parecer más adulto que nunca.
Había una pequeña estatua de Buda en su escritorio y una esterilla de yoga
enrollada bajo la cama. Parecía imposible, pero Sammy, el niño prodigio que era
su hermano pequeño, al que se le daba todo bien, probablemente también tenía
sus propios problemas con los que lidiar.
—¿Qué? —Sam frunció el ceño.
Como ella, estaba condicionado a interpretar todas las miradas en su dirección
como críticas.
—Estoy orgullosa de ti —dijo
Candice. Estaba orgullosa de sí misma también, al ver que su hermano y ella no
eran tan diferentes después de todo y por reclamar las partes de sí misma que
había perdido.
Candice durmió en el suelo
del dormitorio de Sammy y comenzó el nuevo plan de tratamiento. La doctora Lam
le enseñó cómo prestar atención a su respiración y a utilizar técnicas de
terapia cognitivo-conductual para manejar situaciones desagradables, como la
llamada de teléfono con su madre sobre por qué necesitaba espacio para llevar a
cabo el nuevo tratamiento y por lo tanto no volvería a casa.
Candice siguió asistiendo a
las reuniones de los jueves. Uno de los miembros del grupo era el gerente de un
hotel de lujo en Tsim Sha Tsui y le dio trabajo a Candice como camarera en el
restaurante. Era un trabajo duro y agotador: no solo atendía los pedidos,
también limpiaba las mesas y fregaba el suelo, pero el trabajo tenía un ritmo
que la calmaba. A veces, cuando doblaba las servilletas de tela en forma de
cisne, sentía que estaba plegando sus propias emociones desbocadas, que todavía
la acechaban de vez en cuando.
Hasta aprendió a controlar
las llamas. En lugar de luchar contra ellas o sofocarlas como hacía antes, les
permitía fluir a través de ella y salir antes de que aumentaran y se
convirtieran en algo escandaloso y caótico.
—Mira —le susurró Candice a
Sammy una noche. Una llama parpadeó en su dedo índice y lanzó un brillo suave
anaranjado a través del oscuro dormitorio. Crecía o se encogía en función de
cuánto se concentraba—. Soy una fuente de luz, Sammy.
Sammy se rio y aplaudió, y
en ese momento, Candice sintió que su enfermedad no era algo que necesitara
seguir ocultando.
Para cuando la nieve se
derritió y nuevas hojas comenzaron a crecer en los árboles, Candice había
aprendido suficientes técnicas para que la dosis de Solven se redujera de forma
segura.
Fue alrededor de ese momento
cuando se encontró con Fiona de nuevo.
Fiona entró al restaurante
en el que trabajaba Candice. Ahora estaba esquelética y tenía un aspecto
infantil con su peluca ondulada y una chaqueta que le quedaba grande. La
alegría que atravesó latiendo a Candice fue suficiente como para tumbarla, y
tuvo que agarrarse a los bordes de la mesa de recepción para estabilizarse.
Cuando sus ojos se encontraron, Candice le sonrió... y fue un milagro cuando
Fiona le devolvió la sonrisa.
—No respondí a tus llamadas
porque no quería que me vieras —dijo Fiona, una vez se reunieron en un
Starbucks después del turno de Candice. Candice quiso pagar por el latte con
vainilla de Fiona, pero en vez de eso Fiona pago ambas bebidas, bromeando con
que necesitaba ayudar a la millenial que vivía mes a mes. La antigua
Candice se habría irritado ante semejante reconocimiento descarado de sus
diferencias socioeconómicas, pero ahora le resultaba fácil dejar ir las
emociones negativas.
—Tengo un aspecto horrible,
¿verdad? —preguntó Fiona, después de que hubiera pasado suficiente silencio.
Candice la abrazó. Fue un
alivio cuando las lágrimas acudieron y mientras respiraba el perfume de flores
de Fiona, pensó en el verano que se acercaba y cómo casi iba a cumplirse un año
desde que se conocieron en el hospital.
—¿Dónde recibes tratamiento
ahora? —preguntó Candice cuando se separaron.
Fiona evitó la mirada de
Candice.
—No me estoy tratando.
Le contó a Candice que había
dejado de tratarse el otoño pasado, cuando los médicos y especialistas le
dijeron que el lunar estaba fuera de su control. A diferencia de la enfermedad
de Candice, la situación de Fiona no podía manejarse de ninguna forma. Su lunar
estaba enraizado en todos los sistemas de su cuerpo y continuaría creciendo y
alimentándose de ella hasta que no quedara nada.
Fiona desabrochó su pesada
chaqueta y le enseñó el lunar a Candice, que ahora tenía el tamaño de una
pelota de baloncesto.
La imagen fue una cuchillada
fría en el pecho de Candice. Apoyó la cara en las manos y se preguntó a dónde
iba el tiempo.
***
No podía ocurrir de otra
forma. Decidieron hacerlo y el momento era ahora. El sol ardía con fuerza sobre
las montañas cuando se bajaron del ascensor. Todo era verde a este lado de la
isla de Hong Kong, nada de hospitales caros o paisajes urbanos congestionados a
la vista. Todo olía a pino y fresco, tan cerca de la cima, y mientras Candice
ayudaba a Fiona a subir las escaleras, pensó que así debía ser como se sentía
renacer sin tener que morir para ello.
—¿Por qué hemos tenido que
subir hasta aquí arriba? —La voz de Fiona, pequeña, pero el viento la arrastró
hasta Candice. Ya era otoño, aunque parecía más verano porque Candice las
rodeaba con unas llamas blancas para mantenerlas calientes.
—Para que te despidas con
estilo, obvio. —Candice se inclinó y ayudó a Fiona a que se le subiera a la
espalda. Fiona apenas pesaba nada ahora, y la mayor parte de su peso venía del
lunar que se había expandido por su pecho y que raspaba incómodamente la
espalda de Candice mientras subían la montaña. Fiona presionó los labios
agrietados contra la oreja de Candice.
—Sé cuándo te enamoraste de
mí —dijo Fiona con una sonrisa en la voz.
Candice sonrió ampliamente.
—Ah, ¿sí?
—Sí. —Fiona se rió, un
silbido que rompió el corazón de Candice—. Fue cuando te enseñé mis abdominales
de infarto.
A Candice le llevó un rato
darse cuenta de que Fiona se refería a la noche en la que habían estado tiradas
juntas en el sofá, cuando Fiona le había enseñado por primera vez su lunar. Era
fácil de ver por qué Fiona había elegido ese momento, puesto que se habían
besado poco después, así que Candice no la contradijo. Apenas se estaba dando
cuenta ahora de que era probable que quisiera a Fiona desde aquella noche en
que escuchó la canción de Alice Cooper sonar desde la habitación de al lado,
que era posible que quisiera a Fiona antes incluso de conocerla.
Para cuando alcanzaron la
cima, el sudor picaba en los ojos de Candice y sus rodillas temblequeaban por
llevar a Fiona a cuestas. Pero mereció la pena cuando contempló las vistas: un
cielo azul profundo, montañas boscosas infinitas, una niebla espesa
enroscándose sobre el caparazón brillante de agua. Aquella era la montaña más
alta de la isla de Hong Kong, lo máximo que podían acercarse al cielo desde el
suelo.
«¿Podrá regresar Fiona como
lo hago yo?».
Candice no tenía una
respuesta. Se quitó los guantes y sostuvo la cara huesuda de Fiona entre las
manos. Pensó en su vista hasta ese momento: su hermano pequeño, que siempre
estaría a años luz por delante, su madre, que al fin había asimilado el nuevo
plan de tratamiento pero que ahora criticaba el trabajo de camarera de Candice,
porque creía que Candice debería volver a los estudios.
Y después pensó en Fiona.
Candice miró a Fiona a los
ojos, como si todo lo que deseaba decir pudiera comunicarse con esa sola
mirada. Como, por ejemplo, que la mitología no importaba una mierda más allá
del significado que le dieras. Que puedes ser un fenghuang y resurgir de tus cenizas,
si eso eliges. Que, en esta versión del mito del fénix, la versión de ellas
dos, las cenizas no solo devolvían al fénix, sino también a aquellos
importantes para él.
Candice cogió la mano de
Fiona. Las llamas blancas daban vueltas sobre ellas, listas para engullirlas
bajo las órdenes de Candice.
—¿Lista, emperatriz?
Fiona asintió y le apretó la
mano.
Juntas, ardieron.
Los relatos cortos y los poemas de Millie Ho han aparecido en Lightspeed Magazine, Nightmare Magazine, PRISM international, Strange Horizons, y otras revistas. Su poema “3D-Printed Brother” ("El hermano impreso en 3D") fue finalista del premio Rhysling en 2019. Encuentra más información en www.millieho.net.
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