Durante nuestra campaña de Verkami para financiar el segundo año del protecto realizamos la lectura de este relato inédito de una de nuestras autoras, Gabriela Damián, en compañía de un grupo de mujeres talentosas en nuestro canal de You Tube. Aquí ponemos a vuestra disposición el texto del relato.
Mujeres soñando con el amor, mientras son observadas por un ser inmortal
por Gabriela Damián
Miro a la que soy dibujada en el interior de mis párpados con tanta claridad que no pareciera un sueño. Me veo sentarme sobre la esterilla y desnudarme, capa por capa caen al suelo las doce mangas de las doce túnicas de seda colorida, producen un suave bisbiseo. La luz de la luna se filtra por los muros de bambú y papel que me guardan del resto de la casa, soy una figura de porcelana líquida. Me tiendo, duermo. Todo está en silencio, excepto mi rostro. En sus expresiones adivino los placeres que recibo de mi amante, una danza invisible en el misterioso paraje del sueño: la boca entreabierta y húmeda, la nariz frunciéndose con un mohín de gozo, las cejas arqueadas en un gesto dulce. Mis manos quieren asir las manos ausentes. Quizá los diez dedos logran entrelazarse en el sueño, pero yo sólo me veo apretar mi propia carne. Cuando amanece y el cielo se tiñe de rosa, las dos pinceladas negras que son mis párpados se abren. Por un instante veo a quien me ve dormir. Me veo a mí. Y entonces despierto, esta vez de verdad. La visión me asusta, me confunde. ¿Será alguna clase de mensaje? ¿Un presagio de muerte? Resuelvo convertir mi angustia en un objeto que pueda observar, estudiar, comprender. Un jarrón, pintado por la mejor artista, para contemplarlo. Lo podría romper, de ser necesario, si resulta que esto es un maleficio. Lirio, mi más querida, entra a la habitación para vestirme y cepillar mi pelo. Cuando termina de acicalarme pienso que el miedo se ha disipado, pero al poner el espejo de bronce delante de mí, cierro los ojos para no ver mi reflejo.
Abro los ojos.
El mundo desaparece cuando los cierro, pero si dejo de apretar los párpados,
sigue aquí. Los guijarros a la orilla del río son bonitos, coloridos, a gatas
recojo los que más me gustan. Me asomo por encima de la superficie del agua, ahí
estoy. Tengo la cara ancha, los ojos pequeños, el pelo como nido de alondra, la
boca abierta. Una nube oculta el sol y me pierdo. Al volver la luz, reaparezco,
junto con el rostro del becerro que mi mamá me dejó cuidar. Hace frío, los
pelos cortos y ralos de mis brazos se erizan como los de los silenciosos, los
que tienen más pelo que yo, los que no cantan pero calientan con su aliento la
cueva en que dormimos. Abrazo al becerro, presiono la piel de mi cuerpo contra
su pelambre tibia. Bebemos agua del río; nuestras lenguas rosadas rompen la
superficie, que se agita, ya no podemos vernos en ella. La voz de mi mamá dice
una palabra. Es mi nombre. Miro al becerro, el becerro me mira. Podría tener su
propia palabra también.
Soy un cuerpo
que ha hecho, como tejiendo a ciegas, otro cuerpo más pequeño. No sé si es su
voluntad o la mía, o un deseo de ambas partes, pero estamos por separarnos: su
cuerpo va a salir del mío. Soy dolor vivo, la fuerza misma que empuja los
límites de la carne, los huesos, la sangre, mi voz. Soy madre, soy dolor vivo. Me
agacho. Las otras mujeres me escuchan gritar y vienen a acompañarme. Mi
respiración empuja hacia abajo la cabecita que se asoma entre mis muslos. Yo
quisiera estar sola, y luego no. La partera me da un mecate para que lo muerda,
me frota los brazos. Siento que mi cadera se abre como una fruta, escucho su
chasquido, su tronar de relámpago en el cielo, serpiente de la vida que muerde
el aire. Veo mi rostro reflejado en el espejo de obsidiana que pende de la
pared, me veo gritar. Luego ya no me veo porque el espejo va de un lado a otro,
la tierra se está moviendo, dicen las otras, está temblando. El cuerpo chiquito
se escurre fuera mío como un pez rojo, apurado. Yo descanso. El placer que
siento es tan grande como el dolor que se ha ido. La tierra se mueve, no hubo anuncio,
no es presagio, pero las otras se van, nos dejan solas. Nos miro: ahora somos
dos. Alzo a mi niña en brazos, la beso. Está temblando, sí, pero aquí la tierra
es así, inquieta, grita que está viva, a veces también se pone de parto y da
luz a piedras ardientes sobre las que un día crecerá la hierba. ¿Cómo caminará
mi niña sobre la nueva tierra? Si acerco su rostro al vaivén del espejo, ¿podré
ver su porvenir?
La música me
llena el cuerpo. Mientras dura, el ritmo de mi corazón es reemplazado por su
sonido, son sus pulsaciones las que llevan la sangre resonante a mis músculos. Este
lugar huele a sudor, a cigarro, a cebolla frita, al perfume de la crema que me unté
al salir del baño. Ya me arden las piernas. Alzo los brazos sobre mi cabeza
como las ramas de un árbol, las luces eléctricas son los relámpagos de una
tormenta nocturna. Veo mis pies hambrientos de espacio, felices, apretujados en
mis zapatos. Mi pelo mojado por el sudor es una espuma ligera color ceniza que
se me pega en la nuca, lo levanto para dejar pasar el aire. Tengo el rostro
caliente, caliente. Puedo ver el rubor escarlata en mi piel lustrosa, oscura
que da gusto, en el espejito que saco de mi bolsa. Me reconozco y hasta me
sonrío. Bebo un largo trago de cerveza hasta que me punza la cabeza, está
helada. Mi carne es templo de la alegría. Deseo que esta noche dure para
siempre.
Me he perdido
en el bosque. Tengo frío, mis pies están ateridos. ¿Cómo pude perderme? Qué
tonta. Al menos no paso hambre. He picado aquí y allá hierbas, frutos, hongos
que mi abuela me enseñó que no habrían de hacerme daño, los que, recuerdo, dijo
que un día comeríamos juntas. Descanso un poco bajo la sombra de un árbol
altísimo. Al cabo de un rato siento su edad, su presencia. Escucho su voz,
lenta, vieja, se mezcla con todas las voces del bosque. Poco a poco veo el
rostro de sus habitantes. Algunos son animales, otros no: es la gente verde, la
gente escondida que cuida la vida y la tierra. Percibo un zumbido, pero no hay
abejas, zumban el olor del musgo y las hojas, la hierba, las cortezas. La gente
escondida me dice que esa es la canción que el mundo canta. Un pedruzco me
llama, lo reconozco, nos hemos visto antes: guarda en un costado la entrada a
una cueva. Me dice que viene la lluvia, me da refugio. El agua cae y su canto
cristalino me llena de alegría. Sobre una piedra lisa se acumula el agua del
cielo. Me asomo en ella: tengo los ojos muy grandes, muy abiertos.
Mi reflejo ondula
sobre la superficie tranquila de este mar. Nací con dos piernas no aptas para
caminar sobre el concreto de las ciudades. Dediqué mucho tiempo a pensar en
articulaciones, circuitos eléctricos, aleaciones antioxidantes. Observé
mecanismos e imaginé posibilidades, aprendí de las ranas, los peces, los
caballos. Tomé inspiración de las sirenas. ¿A quién agradecerle esos dibujos en
los libros viejos que me hicieron soñar con un cuerpo antiguo para el futuro?
En la soledad de mi taller, durante madrugadas demasiado cortas, me construí un
par de ancas, y un par de patas, y unas piernas para correr, y una cola con
aletas para nadar. Es hora de poner a prueba la invención, la apuesta de mi
vida. Antes de sumergirme coloco la boquilla y el visor sobre mi rostro. Respiro.
El impulso me lleva hasta el fondo del suelo marino. Lo veo todo, el arrecife,
los peces, las algas. El mecanismo funciona: ¡puedo nadar! Soy un animal de
acero y cartílago, una máquina de carne que sueña y construye. Una de mi
especie.
Me preparo para
decir la verdad, la palabra divina. Mi cabeza está perfumada con aceite,
coronada con laureles, el cabello negro y trenzado enmarca mi rostro, anguloso
y solemne, según se aprecia en el bronce pulido en que me observo. Derramo el
vino sobre la tierra, ofrezco mi carne y entendimiento para ser habitado por
los mensajes. Mis brazos, aunque fuertes, tiemblan por la emoción al hacer los
movimientos de la danza. Por una grieta de la tierra escapa el vapor sagrado.
Mis hermanas y yo aspiramos con fuerza su potente espíritu. Lo divino no huele muy
bien, he de decirlo, pero me permite conocer las cosas vedadas a los mortales.
Subimos al templo, llenas ya de la divinidad. Sonrío, asombrada de la fuerza
que nuestros cuerpos tienen para resistir su presencia, el conocimiento y el
misterio. Velaré el sueño de los fieles, y les diré qué habrán de buscar en el
otro reino.
Siento una
presión en el pecho, un dolor que pesa exactamente lo que esa persona ausente,
su forma y volumen gravitan como un fantasma compacto sobre mí. Me llevo la
mano ahí donde duele, presiono gentilmente y mis dedos acarician la piel
huérfana, piel mía, pese a todo. Afuera se escuchan, incesantes, los aullidos
de las sirenas: ambulancias, patrullas, bomberos. Si mi dolor no se compara con
el dolor del mundo, no me importa. El llanto es un espasmo cálido pero también
un alivio fresco sobre mi rostro enrojecido. Tomo aire, impulso, aprieto los
párpados: el llanto es una música del cuerpo. Exhalo, abro los ojos. Me
encuentro conmigo en el espejo. Palpo mi pelo negro, mis brazos mullidos
terminados en huesudas muñecas; tengo la nariz roja como un jitomate, tengo los
ojos hinchados... Me tengo. Me sostengo a mí. Quizá un día agradezca al dolor la
posibilidad de percatarme de que estoy viva, de que he amado.
Sé del dolor.
Veo como una sombra de luz mi vaga silueta reflejada en las paredes heladas de
mi casa, donde el hielo es azul de tan blanco. Me duelen los huesos, la
espalda, la inflexión diaria a la hora de sentarme a comer. Mi piel me queda
grande, como la ropa que se le pone a las criaturas con la esperanza de que
vivan lo suficiente para llenarla. Mi piel vieja ahora podría ser materia prima
para una capa o unas botas, como las pieles animales que visto, que llevo
encima. Extraño mis dientes, pero valoro mi memoria. Cada cosa que he vivido la
siento pulsar en el mapa de mi cuerpo. Me duelen las manos pero aún puedo
trenzarme el pelo. Mis dedos de anciana saben hacer tanto: han criado, han
cocinado pescado, han tejido las mantas, han amado partes concretas de algunos
hombres, han acariciado el pelaje del caribú. También le han dado la muerte, y mi
sangre se ha mezclado con la suya. Ojalá pudiera heredar lo más valioso que
tengo como si fuera una herramienta, una propiedad: mis dedos, mi memoria. Las
cosas que hice mejor que nadie.
Escribo con
caligrafía ordenada lo que mi corazón anhela. Nadie más debe ver estas
palabras. Cierro con llave la cortina que oculta mi escritorio. En el aguamanil
las manchas de tinta se van diluyendo conforme las enjuago. Alzo la mirada de
mis dedos aún renegridos y hallo mi rostro en el espejo. Me sorprende cómo me
veo. No parezco yo. ¿Quién es esa que me ve? Miro esos ojos largamente,
tratando de reconocer como mías, y no de otra, las pecas y lunares, la forma de
las cejas y el color violáceo de los labios. Pero no puedo. Por un momento
siento miedo. Es como si otra, mucho más vieja y sabia que yo, viniera a
responder las demandas de mi escrito, y me dijera, con piedad y pena, que el
asunto trata de otra cosa. Que el amor con el que sueño es este que siento
cuando nadie está conmigo; la simpatía que me provoca saber de cuánto soy
capaz; la melancolía ante la idea de que este rostro será muchos rostros
distintos antes de morir, el miedo de que quizá nunca llegue a saberlo todo de
mí misma. Pero ella dice también que no tema porque hoy, en esta hora, me
conocí. Toco mi rostro con la mano izquierda, mi cara en el azogue se toca con
la mano derecha. La otra que soy y yo formamos un círculo mágico.
Hoy es la
primera vez que me veo en el espejo. O sea: hoy es la primera vez en toda mi
vida que veo a la misma persona que el ojo de mi mente ve cuando protagonizo
mis fantasías sacadas de un dorama. Ni falta hace que me pinte, ni que me vista,
ni que me esconda el pito en mis calzones color turquesa: así solita ya soy. Por la ventana entra el sol de las
cinco de la tarde. Me toma del brazo y me dan ganas de chillar; no es el
subidón de estrógenos, es la plenitud de haber llegado por fin a mí, el orgullo
de haberme procurado un lugar dentro de un cuerpo y un planeta. No era vanidad
lo que recrearon los señores cuando pintaron sus Venus mirándose al espejo, era
esto: el reconocimiento, el Sí existo después de tanta pinche insistencia con
que No existo. Estoy aquí y estoy viva, ¿cómo la ves? Respiro y siento. Voy a
salir a la calle y voy a vivir.
Veo mi cara reflejada sobre la porcelana lustrosa del jarrón cuyo diseño yo misma dibujé. Pero también me veo en él, trazada con tinta y fijada con el calor del fuego en los hornos del taller. Tal vez Jade note, o tal vez no, que la cara de la mujer del jarrón es más la mía que la suya, pues al pintar siempre uso los rasgos que mejor conozco. Lirio, su más querida, vino a decirme qué deseaba Jade que pintara en su pieza: un sueño que tuvo, en el que se vio a sí misma soñar. Dibujé la escena sobre el jarrón hecho con arcilla de Kao-Ling shan, carne de la tierra. Cuando salió del horno, tomé el pincel para darle vida con el verde, el amarillo, el rojo, los humores pulverizados del mundo. Al terminar supe que no habría otro jarrón más bello que éste. Llena de orgullo lo entregué a Lirio, quien lo estudió con deleite y asombro. Me dijo:
–Yo no sé de tu arte, maestra, sé que con tu pincel y tus colores vuelves visible lo invisible. Pero cuando mi señora Jade narró su sueño, y encomendó que yo te lo contara a ti, imaginé que en el jarrón estaría ella tendida, en reposo, viéndose a sí misma, sentada a un lado. Confieso que habría querido ver a su amante rebosando apostura. En su lugar, tú te has dibujado a ti, pero adornada con su largo pelo negro y sus ropas. La has dibujado mirándose a un espejo, y has puesto el rostro de un dragón en el reflejo. Mi corazón se emociona aunque no comprenda del todo por qué lo has hecho así. ¿Cómo sabes tú que desde aquel sueño mi señora Jade teme asomarse al espejo? ¡Ayúdame a entender!
Dije:
–Yo no sé de tu arte tampoco, Lirio, de saber escuchar confidencias mientras cepillas los cabellos de otra con dulzura, poco sé de la generosidad de guardar anhelos y secretos que no me pertenecen. Otro día me compartirás tu sabiduría. Responderé a tu pregunta con una historia que me contó mi abuela, que a su vez recibió de su abuela: de entre las criaturas sagradas hechas de tiempo, existe un ser inmortal que de vez en cuando se escapa de sus obligaciones, deja de cantar la canción del mundo y se aparece en las superficies donde nosotras, simples mortales, contemplamos nuestro reflejo. A causa de esta travesura, por un instante vemos su cara en lugar de la nuestra. El tiempo nos separa de nosotras mismas como una cortina de lluvia separa a dos personas que intentan cruzar al otro lado de un camino, y la distancia nos permite reconocer la llama de la vida, única, eterna, arder dentro de nuestra carne. El regalo del dragón es sabernos muchas y una, todo y nada, fugaces e inextinguibles. Es un obsequio temible, pero poderoso, conocerse.
Lirio me dijo:
–Maestra, ¡ven conmigo! Entrega tú ese regalo a mi señora Jade. Ayúdala a no temer.
Acepto la petición de Lirio. Caminamos juntas por la calle empedrada, a la sombra de Kao-Ling shan. Algo aletea entre las nubes. Las puertas se abren a nuestro paso, cruzamos los jardines fragantes hasta llegar a la señora Jade. Yo no agacho la cabeza: la miro, ella me devuelve la mirada. Y como si fuéramos inmortales, hallamos en los ojos de la otra nuestro propio rostro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario