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El hombre semilla (Fortune box, capítulo 1)
De Madeleine Swann
El primer paquete llegó a un
pequeño apartamento en el centro de la ciudad. Al contrario de lo que solía
hacer, al no responder ella a la llamada del portero automático, el cartero se
vio obligado a llamar a otra casa y a subir las escaleras para dejarlo frente a
su puerta.
Le habían mentido. Todos los
programas de televisión que le decían que bebiera cócteles, que se riera de los
chistes de los hombres, que les mirara por debajo de las pestañas, que fuera a
los sitios en los que ellos estarían, que se buscara un hobby nuevo ―una
revista antiquísima de los cincuenta
sugería la apicultura―, que pretendiera, por
completo, que no le daba vueltas a conocerlos ―mientras
obviamente pensaba en conocerlos― o lo de no ser
independiente, pero al mismo tiempo mantener el control, pero al mismo tiempo
permanecer vulnerable para ellos. Dejó de leer revistas: estaban demasiado
llenas de señales contradictorias y la dejaban con una sensación constante de
que lo estaba haciendo todo mal.
En ese momento, mientras
Meera estaba sentada frente a un hombre que discutía con ella sobre la censura,
en una cafetería ―un buen lugar para la
primera cita, neutral―, se debatía entre tirarle
el café por encima o simplemente levantarse y marcharse. Se lo imaginó
chillando mientras su cara se derretía. Por lo menos dejaría de farfullar sobre
cómo los directores deberían pensar antes de hacer algo desagradable.
—No puedes prohibirle una
película a todo el mundo solo porque un gilipollas decide tomárselo al pie de
la letra —dijo con furia. ¿Era normal enfadarse tanto en la primera cita? Le
daba igual.
—¿Y qué pasa si alguien
sensible la ve?
—Eso no es motivo por el que
el resto del mundo deba sufrir. Averígualo antes de ir a verla.
Un rato antes él había
alabado las virtudes de abandonar la vida moderna y formar una pequeña aldea
donde «alguien horneara el pan y alguien cortara madera y demás». Lo decía de
verdad, a pesar de que apareciera en las sátiras a los hippies. Fue en ese
momento en el que ella supo que no habría una segunda cita. Aquel momento caía
sobre su cabeza como una roca en cada ocasión. Cierto, no era el problema más
grande del mundo, pero no sabía cuántas veces más podría pasar por ello. Esa
roca hacía daño.
—Lo siento mucho. —Miró el
reloj. ¿Cuánto tiempo llevaban ahí sentados? Vaya, solo media hora. Bueno, daba
igual—. Tengo que volver y terminar algo de trabajo, lo he dejado para el
último minuto y mi jefe se va a cabrear. —En realidad había terminado el
trabajo ayer, no se imaginaba dejando algo para tan tarde.
—Qué pena, ok… —Se levantó
para darle un beso en la mejilla, pero ella se echó hacia atrás y salió
corriendo antes de que la conversación sobre quedar otra vez pudiera tener
lugar.
De camino a casa estaba
demasiado triste como para admirar la hermosa ciudad a la que se había mudado
apenas hacía dos años. Se sentía como un personaje de dibujos animados, viendo
parejas y señales relacionadas con el amor. Su mano agarró el teléfono en su
bolsillo, pero decidió no escribirle a su amiga. En su lugar, llamó al único
número que tenía obligación de escucharla para la eternidad:
—Hola, mamá.
—Hola, cariño. ¿Qué tal
todo?
—Bueno. No sé.
Se escuchó un suave suspiro
al otro lado de la línea.
—¿Una mala cita?
—Sí. Lo siento, debes estar
hartándote de esto.
—Claro que no. Pero ¿no crees
que te estás preocupando demasiado? —Meera frunció los labios y su madre siguió
hablando con rapidez—. Quiero decir...
que encontrarás a alguien. Cuanto más te preocupes, eso sí, más difícil
será. Tú relájate.
Meera sabía que tenía razón,
pero había tratado de relajarse y aún menos cosas habían sucedido. Ya nadie le
hablaba a nadie en los bares y desde luego que no había nadie atractivo en el
trabajo.
—Tienes razón, no es que sea
el problema más grande del mundo. Estoy sana, soy joven, todo va bien.
—Exacto. —De repente la
madre de Meera se carcajeó como una alcahueta del siglo XVIII.
—¿Mamá?
—Perdón, es tu padre.
—Alcanzó a responder entre bocanadas de aire—. Está poniendo esa cara, ya sabes
cual…
Todo lo que dijo después fue
indescifrable, así que Meera prometió volver a llamar pronto y colgó. Lo único
que quería era tener a alguien con quien ir a jugar a los bolos, al cine, a un
restaurante bonito. Alguien que pensara que era buena persona. Se suponía que
debía ser capaz de hacerse feliz a sí misma y que todo lo demás era un plus,
pero decirse aquello se había vuelto agotador. Durante la universidad todo se
le había dado bien, una perfeccionista. No entendía qué había cambiado. En
aquel momento ni siquiera sentía que fuera buena en su trabajo. Puso una cara
rara para exorcizar el recuerdo de haber redactado el archivo incorrecto y
después haber roto la fotocopiadora, con lo que atrajo la mirada confusa de
otro peatón.
—¿Qué…? —Cogió la caja de
cartón liso con «Tower LTD Paquetes Sorpresa» impreso, que había frente a su
puerta. Al menos aquella acción le hizo sentirse como una adulta de verdad. Al
principio de la mudanza, después de comprobar que no había nadie cerca, había
abierto el cerrojo, cerrado y abierto, en ocasiones hasta cinco veces seguidas,
simplemente disfrutando la sensación de tener una puerta para ella sola.
Sentada en la silla mecedora
que su madre había insistido que se llevara ―«Siempre te gustó esa silla,
te calma los nervios, hazlo por tu madre»―, Meera deslizó las tijeras
por los bordes del cartón y la abrió de un tirón: un paquete de semillas y una
regadera diminuta. Examinó el paquete de semillas: nada más que el croquis de
un hombre en una pose de superhéroe. Con una sonrisa irónica sacó un jarrón de
porcelana del armario, bajó las escaleras corriendo y lo llenó con tierra del
jardín desastroso y volvió a subir trotando, con una sensación extraña, como de
noche antes de Navidad, en el pecho. Vació la única semilla en el interior del
jarrón, la mojó con agua del grifo y esperó, mordiéndose las uñas y golpeando
el suelo con el pie. Nada.
Se tumbó en el sofá y se
puso a zapear. Debería haber sabido que era una estupidez. ¿Qué creía que iba a
pasar, que una judía mágica la haría ascender hacia un mundo sin trabajo y con
momentos felices? No podía decidirse por un canal, en vez de eso, cambió, con
la mirada vacía, de repetición a repetición de cosas que no le había interesado
ver la primera vez.
—¡Hola!
Gritó tan alto que el grito
rebotó en cada rincón de la habitación. El hombre que en aquel instante se
sacudía la tierra de encima levantó las manos a la defensiva, permitiendo que
su pene y sus pelotas colgaran libremente, los ojos agrandados por el terror.
Meera cerró la boca. El jarrón se había caído y la tierra se había esparcido
por la mesa, y una serie de manchas llevaban hasta el hombre desnudo. Era
imposible. ¿No?
—Eh, ¿no tienes frío?
Él dibujó una media sonrisa:
—Sí, un poco.
Era el tipo de persona que
ella elegiría en una tienda de hombres. Parecía un artista, delicado y atractivo.
—Hay una tienda de ropa de
segunda mano en esta calle, iré a por algo de ropa para ti.
—Estupendo, haré algo de té.
No tenía ni idea de cuál era
su talla y cogió cualquier cosa que pareciera vagamente moderno. Mientras
entraba por las puertas principales, su vecina, una mujer remilgada de mediana
edad, la detuvo:
—¿He escuchado gritos que
venían de tu habitación? ¿Debería llamar a la policía? Llamé a la puerta, pero…
—No, no, está todo bien, se
me cayó algo. —Meera salió corriendo escaleras arriba, segura de que su
visitante se había evaporado.
No lo había hecho, estaba
tomando té y ojeando una vieja revista, tan real y sólido como la silla de
segunda mano en la que estaba sentado. Ya podía verlos pidiendo pasta en aquel
italiano de lujo al que todavía no había podido ir. Le vio riéndose de lo mal
que se le daba jugar a los bolos, mientras ella pretendía enfadarse, los vio
compartiendo las palomitas en el cine ―¿podía la gente semilla
comer pasta o palomitas? A este más le valía—. Se vio a sí misma leyendo
mientras él trabajaba en algo artístico, paseos tarde por la noche en que
pasarían por delante de adolescentes haciendo botellón y mujeres achispadas
balanceándose sobre los tacones. Hablarían de política, películas y arte, y
puede que le permitiera un toqueteo de teta en la primera noche. Seguro que las
reglas eran diferentes para las criaturas mágicas, ¿no?
Él tomó agradecido un jersey
rojo y unos pantalones negros que ella sostenía.
—En realidad creo que esto
es mejor. —Ella enseñó una camisa azul.
—Esto está bien.
—No, es… hazme caso, este es
mucho mejor.
—Ya casi lo tengo —dijo él,
aunque en realidad solo tenía los brazos metidos en la tela que tenía aspecto
de picar.
—Por favor, hazlo por mí.
—Meera agarró el jersey. Los ojos de él se encontraron bruscamente con los de
ella y Meera se controló, permitiéndole terminar de vestirse a regañadientes.
Era un jersey feo de verdad. Algo le llamó la atención:
—¿Qué es eso?
Frunciendo el ceño, el
Hombre Semilla bajó la mirada al pecho, donde un líquido verde manaba
libremente sobre la alfombra.
—Me has roto la superficie.
Se tambaleó y se agarró al
borde de la mesa. Meera corrió a su lado y le llevó hasta el sofá, donde
levantó la prenda ofensiva. Su piel era suave como terciopelo y el líquido
borboteaba desde un desgarro pequeño. Ella sacudió los brazos, pegando saltitos
como un pingüino asustado.
—Iré a por una venda. —Buscó
desesperadamente por los armarios de la cocina y el baño, localizando al fin
unas tiritas que su madre había sido tan amable de obligarle a llevarse durante
la mudanza—. Te prometo que estarás bien. —Las arrancó torpemente del paquete y
las distribuyó sobre la fisura; los dedos se le mancharon de verde bajo el
torrente. Él se encontraba preocupantemente pálido.
Increíblemente, pareció
funcionar. Un poco de color regresó a la cara de él y se incorporó para sorber
algo del té azucarado. Las escenas felices en la cabeza de Meera brillaron con
fuerza una vez más, como la pantalla de un cine.
—¿Cómo te encuentras? ¿Te
apetece un paseo? Necesitas comer.
—Yo… ¿sí?
—Oh… —Meera se reclinó en el
asiento, consciente de haber metido la pata. Debería haberse callado, dejando
que él decidiera cuál era su siguiente movimiento. No pudo reprimir una oleada
de impaciencia. ¿No le había pedido que apareciera y ahora no podía hacer la
única cosa que ella quería? Inmediatamente se sintió como la peor zorra del
mundo y agradeció que él no pudiera oír aquellos pensamientos horribles.
—Tú túmbate. Pediré algo de
comida para llevar. Toma, elige un canal. —Le entregó el mando.
Él se irguió tambaleante.
—Estoy bien, en serio.
Vamos.
—No —le dio un tirón suave a
su brazo—, ya no quiero ir, por favor, siéntate.
Él suspiró como si ella
fuera una criatura que requiera mucha paciencia.
—Estoy bien. Vamos.
Se abrieron paso cogidos del
brazo a través de la gigantesca galería comercial victoriana, con Meera
señalándole todas sus partes favoritas, como las ventanas con vidrieras y las
lámparas de velas de época. Le contó que le gustaba imaginarse que era una señorita
victoriana que compraba artículos lujosos para su mansión.
—Qué adorable —dijo él, pero
las palabras sonaban forzadas, como si las estuviera diciendo porque tenía que
hacerlo.
—Podemos regresar si
quieres.
—Estoy bien —respondió él
con brusquedad, la irritación enturbiando sus facciones.
—¡Jesús! Estaba preocupada,
nada más.
—Pues no lo estés, estoy
bien, pensé que nos lo estábamos pasando bien.
El italiano estaba más lleno
y había más ruido de lo que había esperado ella, pero era elegante y estaba
limpio y se sintió especial cuando el camarero los acompañó a su mesa. Una gran
columna les bloqueaba la vista hacia el muro de cristal que ocupaba el salón,
pero una vela se derramaba en la cima de una botella y una música romántica se
filtraba por los altavoces cercanos. Meera se preguntó si debería intentar
cogerle la mano al Hombre Semilla o entablar conversación, pero entonces
levantó la mirada y él estaba observando la columna:
—Eso es un poco irritante.
—En realidad no, podemos
mirarnos el uno al otro.
—Claro. —Mostró una sonrisa
tensa— Te gusta esta ciudad, se te nota. ¿Qué hizo que quisieras mudarte aquí?
Eso estaba mejor.
Parlotearon felizmente hasta que el camarero vino y pidieron sus platos sin
problemas. Meera dio sorbos a su vino y una diminuta mota de esperanza floreció
en su estómago. Era verdaderamente atractivo y hasta intercambiaron uno o dos
chistes. No era difícil, simplemente apasionado, y era culpa de ella que las
cosas hubieran empezado con mal pie, por el amor de Dios. Estaba siendo hasta cortés,
considerando la situación. Entonces, llegó el postre.
—¿Te encuentras bien?
—Volvía a mirar la columna.
—Estoy bien. Es que… Estoy
bien. —Se metió un bocado de brownie de chocolate en la boca, pero no pareció
saborearlo.
—¿Qué?
—Bueno, qué clase de sitio
coloca una mesa a kilómetros de distancia de las demás, justo al lado de las
puertas de la cocina y escondida del resto del mundo. ¿Tratan de decirnos algo?
¿Somos la pareja elefante?
—Ok. —Meera cogió su bolso—.
Me voy a casa.
—No. —Hombre Semilla posó
una mano sobre la de ella—. Lo siento. Es que me duele tanto que me pone de mal
humor.
Meera se detuvo. Había
mencionado el dolor de pecho y ahora no podía ir a ningún sitio. Miró con
tristeza la mano de él, sus dedos delicados cubriendo los de ellas. Deseó que
lo que estaba unido a ellos le gustara más.
—¿Seguro que no quieres
volver y ya? ¿Igual debería llamar a un hospital?
—Estoy bien, de verdad
—dijo.
Meera no quería volver a oír
esa frase en la vida, pero parecía decirlo en serio.
La noche todavía podía
salvarse, estaba segura.
—Ok.
La bolera y el cine estaban
el uno frente al otro. Meera, sin pensarlo, se dirigió a la bolera, y Hombre
Semilla al cine. Los músculos de Meera se tensaron. ¿Se suponía que tenía que
demostrar que era considerada o ponerse firme? Era difícil saberlo. Sintió
alivio cuando él deslizó el brazo sobre sus hombros y la guio hacia la bolera.
Debería haber sabido que era
algo temporal. Antes de que llegaran al mostrador deberían haber sabido que no
habría pistas disponibles de inmediato, deberían haber reservado. No debería
haber intentado entablar una conversación mientras esperaban en el banco,
porque sabía que la respuesta sería irritada y cortante. Debería haberse ido a
casa y abandonarle. No, debería ser más comprensiva. No estaba segura.
Cuando el adolescente les
dijo que podían dirigirse a la línea 14, se levantó y lo siguió. Hombre Semilla
se quedó quieto.
—Creo que no estoy de humor.
¿Por qué no vemos una película, mejor?
—No puedes meterte en una
película cuando ya lleva diez minutos puesta.
—La retomaremos enseguida.
—No. Vamos… a… jugar… a… los
bolos… —Le agarró del brazo, ignorando la mueca de dolor de él, segura de que
estaba exagerando. Sonrió con educación al chico, que reculó horrorizado.
Escribió sus nombres en el
ordenador de la línea y agarró la bola. Su ira la envió escorada hacia el
lateral casi inmediatamente.
—¡Uuuuups! —chilló,
girándose hacia Hombre Semilla, que la miraba desde los asientos en silencio,
estupefacto—. Tu turno.
Él se levantó con paso
vacilante, cogiendo una bola sin comprobar su peso, con los ojos fijos en ella
mientras se cruzaban como si observara a un tigre en busca de movimientos
bruscos.
—¡Vamos, Hombre Semilla!
—Meera pegó saltitos y aplaudió, sus movimientos frenéticos atrayendo murmullos
y miradas. El Hombre Semilla columpió los brazos hacia atrás y tiró la bola,
aullando como un perro maltratado.
—¡Bien hecho! —gritó Meera
cuando la bola se detuvo a medio camino y giró geriátricamente hacia el
interior de la pista.
—Necesito ayuda. —Hombre
Semilla se dobló sobre sí mismo.
—No seas tonto, se te da muy
bien.
—No, necesito ayuda de
verdad. —Un pringue verde salpicó la pista. Él se giró para mostrarle el río
que le manaba desde el pecho, por encima de los dedos y descendía por las
piernas. Un niño pequeño gritó.
—Está bien —bufó Meera. La
familia de una anciana tuvo que sostenerla antes de que se desplomara—. Se
curará.
—Mírame. —La cara de él
estaba retorcida con una furia de primate—. Mira lo que has hecho.
Meera se le acercó a
zancadas, le agarró del brazo y tiró de él hasta la calle.
—Vamos a pasar una noche
romántica, aunque tenga que matarte para ello.
Al sentir cómo la cordura de
ella se evaporaba, Hombre Semilla obedeció. Lo arrastró hasta un camino rural
tranquilo, bordeado por flores, en el que en una ocasión se había imaginado
paseando con el hombre al que amaba, y metió la mano dentro de la de él.
—Esas begonias huelen
maravillosamente. —Inhaló profundamente—. Y esas prímulas, mmm… —Lo miró
rápidamente a los ojos—. ¿A que son preciosas? —bramó.
—Sí, sí. —Las lágrimas
salpicaban los ojos de él—. Adorables.
—¿No quieres comprarme unas?
—Hmm… —La mirada de ella se
endureció—. Sí, me encantaría.
El mejunje seguía manando y
la respiración de él se aceleró mientras se dirigían al supermercado al final
del camino.
—Esas son mis favoritas.
—Señaló un ramo de lilas orientales en la entrada y rescató un billete del
bolsillo. Hombre Semilla se tambaleó hacia ellas, lloriqueando de nuevo cuando
una cantidad particularmente cuantiosa de líquido se vertió sobre unas rosas.
Cerró con más fuerza la mano que tenía libre sobre la herida para contener el
flujo y saludó a la cajera débilmente. Ella lo estudió con desconfianza y
compuso el ramo, casi olvidando coger el dinero.
—Quédese con el cambio.
—dijo él con voz ronca.
—¿Qué?
—Quédese… da igual. —Cogió
el cambio y regresó con Meera. Ella lo cogió de la mano de nuevo y tiró de él
en dirección al apartamento. Cuando pasaron por delante de una heladería se
detuvo.
—Oh, compremos uno —dijo con
entusiasmo, las mejillas de un rojo febril—. No, estoy a dieta. Oh, qué más da,
es una ocasión especial. Yo quiero uno de vainilla.
Las lágrimas goteaban de los
ojos de Hombre Semilla mientras se apoyaba con fuerza en el mostrador.
—Un cono de vainilla, por
favor.
—¿Tú no te tomas uno?
Él se giró de nuevo hacia el
dependiente.
—Y uno de cereza. —Su frente
estaba completamente saturada de verde.
—¿Te encuentras bien? —Los
ojos del dependiente viajaron de Hombre Semilla a Meera al teléfono detrás de la
caja registradora.
—Está bien —bufó Meera.
—Bien —susurró Hombre
Semilla débilmente. El dependiente, vacilante, les sirvió los helados y se los
entregó, mirando con horror apenas disimulado cómo la pareja se marchaba.
—Qué bien sabe. —Meera
engulló el suyo y, al ver el avance lento de Hombre Semilla, también se comió
el de él.
—¡Terminado juntos! —rio
ella y apoyó la cabeza en el pecho de él, ignorando la cascada verde que empapó
su pelo—. Me lo estoy pasando tan bien.
—Mm hmmm.
Regresaron al bloque de
apartamentos y Meera cogió la llave de su bolsillo tímidamente.
—En realidad no debería
pedirte que subieras, pero puedo confiar en ti, sé que sí.
—Pero… tú me has creado.
Técnicamente vivo aquí…
—Eres diferente, eres
amable… —masculló ella, al parecer sin haberle oído—. Venga.
Él la siguió por las
escaleras. Bajó la cabeza cuando un hombre que salía miró dos veces. El mejunje
verde dejó un rastro sobre la moqueta tras ellos.
—Ésta es mi casa. —Meera
abrió la puerta de entrada, echó la llave y volvió a abrirla, graznó
ruidosamente y lo hizo pasar.
Hombre Semilla cayó al suelo
con un golpe seco, el líquido formando un charco a su alrededor. Meera se
arrodilló a su lado y le acarició el rostro.
—Tenemos vino, cerveza, ¿o
refresco de cereza?
—Creo que me muero.
—Te traeré el refresco.
Le levantó la cabeza para
verterlo en su garganta, pero estaba inconsciente.
—A mí también me gusta.
—Soltó una risita, sin darse cuenta de que el líquido rosa le chorreaba fuera y
se mezclaba con el verde—. No quiero parecer muy lanzada, pero ¿te parece bien
que te bese?
El Hombre Semilla gruñó, los
ojos desenfocados. Ella acercó los labios a los de él y los presionó
delicadamente contra su boca tibia y suave. La luz había desaparecido de los
ojos del hombre cuando ella volvió a incorporarse. Perfecto, había sido
perfecto.
La colección de relatos de Madeleine
Swann “Fortune Box” se publicó en Eraserhead Press y recibió una nominación al
premio Wonderland (otorgado por la comunidad Bizarra). Su primera novella
formó parte de la New Bizarro Author Series y la segunda se puede encontrar en Strangehouse
Books. Sus relatos han aparecido en antologías tales como “The New Flesh: A
David Cronenberg tribute” y en podcasts como The Gallery of Curiosities. Forma
parte de la comunidad Bizarra británica.
Avisos por contenido sensible: body horror.
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