Puedes ver los avisos por contenido sensible al final de este post
Amargo
De Flor Canosa
Blanca encontró las uñas de Félix olvidadas en una servilleta sobre la mesa
de luz. La crianza judía de Félix lo obligaba a arrojar las uñas al inodoro,
triste émulo del río Jordán. Blanca estaba por ocuparse de la tarea como tantas
otras veces en que Félix dejó el ritual a mitad de camino, cuando decidió abrir
la servilleta y se encontró con las veinte garras en miniatura. No era la
primera vez que veía las uñas de su novio, era la primera vez que una sombra le
cruzó la mente.
A Blanca le dio curiosidad. Las cosas por su nombre. Fue una curiosidad que
le apretó el muslo como un tentáculo eléctrico. Se cercioró de estar sola.
Inútil comprobación, un mero cliché. Blanca acercó la puntita de la lengua a la
uña cortada. Debía ser del dedo gordo, porque era grande y curva, como la garra
de un animal anti-diluviano. No tenía ningún sabor específico, tenía textura, sí;
pinchaba y era áspera. Blanca tuvo sus períodos de roer sus propias uñas, como
casi todo el mundo. Pero esto era otra cosa. Apenas cortó con los dientes el
primer fragmento, que se perdió en el interior de su boca, sintió el deleite.
Tragó y siguió royendo y tragando, con culpa, sentada en el inodoro. ¿Con
culpa? Cuando terminó con la tarea se miró al espejo. Nada había cambiado.
Blanca seguía siendo ella misma. Sin culpa.
Félix y Blanca se querían. Nada fuera de lo normal. No era un amor que
incendiara las sábanas ni que se notara en las calles. Tardaron meses en
permitirse ser un par y no dos unidades. Él bromeaba con que nunca convivirían
y una cosa llevó a la otra. Siguió bromeando acerca de que la vida juntos no
era posible aun cuando estaba abriendo las cajas de su mudanza parcial en el
departamento de Blanca. «El que se quema con leche», solía llamarse Félix
a sí mismo.
Lo de las uñas sucedió a los seis meses de convivencia en horarios
dispares. Se cruzaban algunas noches, otras debían lidiar con la realidad de
que Félix era padre de los hijos de otra. Blanca se aburría en sus noches
solitarias, cuando Félix cuidaba a sus hijos en una casa medio desmantelada,
con enseres de hotel de paso.
Pero los lunes, los miércoles y viernes de por medio, eran días propios.
Fue un lunes cuando, después del orgasmo y antes del desmayo, Blanca tomó valor
para pedirle a Félix que le permitiese mordisquear los pellejos de sus dedos.
Félix estaba aletargado y pensaba en algo de trabajo, como solía hacer después
de acabar, y acercó una mano torpe a la boca de su mujer. Blanca emprendió la
tarea con cuidado, mordisqueando con los dientes delanteros el minúsculo
pellejo del dedo anular. Félix, con el contacto tibio de los labios, se quedó
dormido.
Blanca debió contenerse. No morder de más, no engolosinarse. Pasó del
anular al índice y luego al mayor, con cuidado de no despertarlo. No tuvo
acceso a la mano derecha. Tampoco se atrevió a intentarlo.
El martes, Blanca se sintió enferma. Daba vueltas por la casa sin
propósito. En el cesto del baño encontró los hisopos de la ducha de Félix de
esa mañana. ¿Sintió culpa? No.
Blanca no tuvo un instante de titubeo. No consideró que su manía, rareza o
filia tuviese algún grado de peligrosidad. No dañaba a nadie. Seguramente
pronto encontraría algún hobby social y aceptable. O un trabajo. Algo. Por el
momento, podía seguir consumiendo el despojo de Félix, porque no era más que
eso, los fragmentos que un cuerpo no necesita, los bordes que se recortan para
la armonía de la figura, las secreciones que aceitan los engranajes.
El miércoles Blanca pidió específicamente que Félix eyaculara en su boca.
No era la primera vez, claro, pero sí lo era el pedido formal, la orden
precisa, la exigencia. Luego, mientras le rascaba la espalda, consideró que
buscar en sus uñas los restos de la piel muerta que le quitaba con cada rascada
no era suficiente y decidió que era buen momento para probar el sabor del pus
de uno de sus granos, uno hinchado y de bordes rojizos, bien relleno. Félix no supo
el destino de su contenido. Sintió el dolor agudo y el alivio.
Félix estaba conforme con ver a Blanca contenta. La mujer ya no se quejaba
tanto de sus ausencias o su agotamiento. Lo acariciaba con parsimonia, le lamía
los pies con fruición, se detenía largo rato con la lengua en el interior de
sus orejas, le quitaba las lagañas todas las mañanas. Fue adoptando nuevos
intereses sexuales a velocidad diaria. Aprendiendo. Un viernes pidió que Félix
orinara sobre ella. Él no era muy afín a esa práctica, pero quiso darle el
gusto. El gusto, sí. Luego de concentrarse, orinó sobre sus tetas pero Blanca
colocó su rostro bajo el chorro. Él no quiso mirar y no miró. Tuvieron sexo.
Ella le mordió la lengua con tanta energía que Félix acabó sangrando. Mirándose
al espejo, juraría que le faltaba un pedazo, pero debía ser simplemente la
hinchazón. Eso.
El sábado Félix cenó tallarines y durmió con sus hijos. El sábado Blanca
cenó tallarines rociados con el pelo de la barba que Félix se había afeitado
esa mañana. Durmió con la almohada.
El domingo les tocaba estar juntos. Blanca lo observó entrar al
departamento y enseguida supo que no había apéndices ni accesorios en el cuerpo
de su hombre. No había uñas, cera, pus ni pellejos. O, si lo había, ya no era
suficiente. Lo supo en las entrañas. En la queja de su estómago. Félix no tenía
nada más para entregarle.
Blanca se echó a llorar y Félix intentó comprender el motivo, le rogó que
le contara, que todo estaría bien, que él estaba allí para ayudarla. Blanca se
lo dijo. Sin culpa. Le narró los pormenores de la última semana, desde las uñas
hasta los cabellos. Le confesó que lloraba porque sabía que eso no podía
continuar, que él debía irse porque si no… Si no, ¿qué?
Félix no comprendió el relato. Mejor dicho, utilizó esa habilidad inherente
al ser humano de adaptar el cuento al deseo. Interpretó que Blanca lo deseaba
con ansia caníbal, que devorarle las partes menos nobles era una suerte de
metáfora, que Blanca necesitaba asir lo inasible, quedarse con sus pedazos. No
entendió la urgencia física que trascendía lo espiritual, porque en verdad
Blanca buscaba devorarlo entero, de afuera hacia adentro, crudo y sangrante y
no había metáfora en ello.
Al ver la sonrisa en el rostro de Félix, Blanca supo que el próximo paso
era matar o morir. Mientras pensaba qué hacer, se mordió los labios hasta
arrancarse la piel. ¿A qué sabía ella misma? Mientras se lo preguntaba y
paladeaba tratando de definir si era dulce o amargo, le dijo a Félix que no
quería volver a verlo.
Nació en Buenos Aires,
el 11 de octubre de 1978.
Egresada de la Escuela
Nacional de Cine (INCAA) en las especialidades de Guion y Montaje, es Jefa de
trabajos prácticos en Universidad de Bs. As. hace casi 15 años.
Fue la ganadora del
Premio Equis de Novela Contemporánea 2015 con su libro «Lolas» (El Cuervo -
Bolivia y Suburbano y Specimens Mag - EEUU) y es autora de Non Fiction para
Ediciones Continente. En 2017 publicó su novela «Bolas» con la editorial Zona
Borde.
Sus cuentos han sido
publicados en varios blogs y revistas digitales, así como en antologías.
Es la editora del blog
«Conurbano Profundo» (www.elconurbanoprofundo.blogspot.com) donde diversos
autores colaboran con sus cuentos fantásticos y de ciencia ficción, ambientados
en el conurbano bonaerense, y del blog «Raros Aires» (www.rarosaires.blogspot.com),
también un colectivo de género fantástico.
Como guionista, es
autora de la multipremiada película «Daemonium» y es colaboradora autoral de
los hermanos Slavich para TV mundial.
Avisos por contenido sensible: Canibalismo (sugerido), autofagia.
Avisos por contenido sensible: Canibalismo (sugerido), autofagia.
Que mal cuerpo me ha dejado esto, lo he disfrutado peor se me ha quitado el apetito xD
ResponderEliminarEsto despierta el hambre... a qué sabrán los ojos después de haber mirado el cielo y, las manos inquietas a qué tendrán sabor? Una curiosidad enorme, que late como la sangre. 😍
ResponderEliminar