La Matina
por Marilinda Guerrero
Gracias Gatito
Mi abuelo era un ser híbrido. A veces lo recuerdo alto, otras bajo, ni alegre ni amargado. Su mirada estaba marcada por unos ojos delgados, pequeños y oscuros que me hacían tartamudear. Sus manos largas con venas marcadas simulaban ser garras. Intimidaban mucho cuando las empuñaba. Su rostro y orejas alargadas, arrugas en la frente, pocos dientes al reír. Me recordaba a un coyote enfermo, de andar lento. La joroba (no la vida) lo había hecho agachar la mirada. No tengo recuerdos de salidas con el abuelo. Los que tengo son recuerdos ajenos que me contaron.
Recuerdo la pequeña casa de esquina de mi abuela, sus muros rajados y pintura cubierta de smog por los buses que pasan por el sector. Tenía su encanto a pesar de sus puertas a medio terminar, montones de periódicos en el suelo, olor a café, grasa de carro, la oscuridad que me envolvía cada vez que entraba de la calle. Una pequeña luz que iluminaba la entrada al patio central marcaba el camino al patio donde mi abuela improvisó un pequeño cuarto hecho a base de pedazos de madera y, ahí dentro, llegaba a dormir a veces el abuelo. Cuando sabía mi abuela que él llegaría, desde la mañana se iba al mercado y se dedicaba a preparar con tiempo su comida habitual: frijoles, arroz y plátanos fritos. Todo giraba en torno a su llegada, el silencio, el orden. Cuando él entraba, me veía, se acercaba con una sonrisa forzada y me daba unos pequeños pero dolorosos toques con sus dedos pulgar y anular ¡No se queje patojo, esto no es duro, aprenda a aguantar el dolor, sea hombre! Luego se echaba a reír.
Mi abuela era la tercera mujer de mi abuelo. Pasaba la noche en casa de ella porque quedaba de camino la casa de la señora Constanza, la otra mujer de mi abuelo. A mi tía Matilde no le molestaba la situación de convivencia de mis abuelos, parecía no importarle muchas cosas. A mi mamá y a mí nos encabronaba ver a mi abuela correr para atender a un señor que nunca estaba, sobre todo porque no intentaba interactuar, solo entraba, comía y se encerraba en ese cuarto improvisado de madera. Muchas veces, sin que nadie lo notara, me acercaba al cuarto para espiarlo desde unas estrechas rendijas que se formaban entre los trozos de madera. A veces se echaba solo a dormir. Pero la mayoría del tiempo lo veía sacar un baúl oculto bajo su cama que, al abrirlo, parecía sacar zapatos, ropa, un machete, muñecos pequeños. Algunas veces los olía o leía un pequeño cuaderno. Luego guardaba todo de nuevo, lo cerraba y metía debajo de su cama, se ponía su traje de policía, su casco y se veía frente al espejo con una sonrisa de coyote viejo orgulloso.
Mi tía Matilde usaba una pierna falsa y cada vez que llegaba de visita, en el comedor, se la quitaba para recostarla sobre la refrigeradora mientras ventilaba lo que le había quedado de muslo. Le había puesto . Mi tía creía que la Matina tenía sentido del humor. Yo, la veía contarle chistes y reírse frente al aparato ortopédico. Al morir la enterraron sin ella y mi abuela guardó a la Matina sobre el ropero de cedro que alguna vez fue propiedad de mi bisabuela, cosa que a mi abuelo le disgustó. Con gritos notificó que no le gustaba que anduviera en la casa la pierna de una muerta que podía molestarlo por las noches. Mi abuela por primera vez le alzó la voz. Respondió que ahora ya sabía lo que ella sentía con la presencia de ese baúl que guardaba bajo su cama.
Esa misma noche, en el sueño, creí escuchar una risa. Al abrir los ojos me percaté que parecía la risa de mi tía. Tomé la linterna que estaba sobre mi mesita de noche (seguido cortaban la luz en el sector) y bajé de la cama. Vi a la Matina en el patio, frente a la puerta del cuarto de mi abuelo. Ella, volteó a verme y comenzó a dar pequeños brincos hacía mí. Me tiré al suelo protegiéndome con las manos. Sentía a la Matina respirar, reír, sus dedos rozaron mi piel. Me oriné sobre el pantalón de dormir. Entonces mi abuela gritó y me sacudió “mijo qué pasa, te orinaste”. Abrí los ojos y vi que no era la Matina la que me tocaba sino mi abuela asustada. De nuevo en el cuarto, me dije que la Matina no era más que una pierna de muñeca que le había pertenecido a una mujer que era mi tía, que no me podía asustar porque que yo recordara no le había hecho nada malo, a excepción de un par de veces que no la saludé. Pero si había sido real lo que había visto, algo había en el cuarto del abuelo que la había hecho querer entrar.
Al día siguiente mi mamá descubrió el cuerpo de mi abuelo muerto. Hizo los arreglos necesarios para que se lo llevaran lo más pronto posible. No quiero a este señor más en la casa, dijo. En la funeraria se sintió un ambiente de alivio, llegaron las mujeres de mi abuelo. Lucían relajadas, como si les hubieran quitado un gran peso de encima. Mi abuela estuvo un par de horas y se marchó a casa a vaciar el cuarto improvisado de madera. Guardó el baúl debajo de su cama, dijo que no sabía dónde poner esa cosa, que por ella lo tiraba pero no podía hacerlo.
Las conversaciones en casa trataron de no girar alrededor de la muerte, el único que no lo entendía era mi tío que se empeñaba en incluirlo cada vez que hablaba de sus épocas de gloria de policía. Mi abuela le decía “vos porque no sabes qué era vivir con tu papá es que lo vives recordando”. Mi tío no hacía caso y continuaba hablando de lo elegante que se veía cada vez que usaba su uniforme de policía, que “antes sí se respetaba la ley, no como ahora que todo está contaminado, los policías son unos huevos tibios, ya no se hacen las cosas como antes”.
Después del incidente con la Matina me subí con un banco al ropero, la bajé, saludé y creí ver cómo los pliegues en las rodillas esbozaron una sonrisa de agradecimiento por bajarla de ese sitio lleno de polvo y bolsas con ropa vieja. Mi abuela al verme dijo que ya estaba igual que mi tía Matilde y río. Una tarde que mi mamá y abuela me dejaron en la casa y se fueron al mercado como costumbre, bajé a la Matina del ropero y la llevé al comedor mientras comía una manzana. Me dijo que era el momento de abrir el baúl de mi abuelo. Pude ver en ella unos ojos muy serios, mientras lo decía. Ambos sabíamos que había tiempo para intentar abrir ese candado. La Matina señaló con su dedo pulgar mientras los pliegues de su rodilla decían “Jalá ese alicate”. Mi papá me había enseñado muy bien el oficio de la herrería, sabía cómo abrirlo. Lo tomé, doblé una de las armellas para poder sacar el candado y así pude abrir el baúl.
Nos encontramos frente a un montón de papeles, recortes de periódico, unas cuantas fotografías, en una de ellas, estaba mi abuelo con un traje azul, su pistola anclada a su cintura, muy recto, en posición de firmes. En otra foto estaba con el fusil y un casco que se ponía cada vez que lo veía verse frente al espejo. Mi abuelo había participado en la guerra del 44. Encontré machetes quebrados, zapatos, un libro de corte militar que albergaba varios muñequitos con dos banderas, pistolas, papeles y entre ellos una carta de la tía Matilde. La Matina se arrastró a mi lado, me pidió que la leyera, se apoyó en mi hombro y escuchó con mucha atención. Al terminar se movió hacia el lado izquierdo del baúl y me dijo que revisara un cuaderno viejo, deteriorado. Lo tomé, abrí y me encontré con muchos nombres de hombres y mujeres. A la par de cada nombre un procedimiento y fecha.
25 de febrero 1300 aplicamos tonel durante treinta minutos, se le dejó un rato. Procedimos a aplicarle el martillo. Tres uñas extraídas. 1900 aplicamos capucha. 2000 receso. 0300 fin del interrogatorio. Procedimiento normal de cierre. No dijo nada útil.
Era un cuaderno lleno de nombres, horas, torturas realizadas. Entendí porque las mujeres de mi abuelo lo aguantaban, le tenían miedo. Entendí porque sus manos me atemorizaron tanto así como su mirada. Creí escuchar aullar a un coyote. En algunas descripciones se veía cómo algunos no habían aguantado el procedimiento. Recordé que a mi abuelo le gustaba oler la ropa que estaba ahí, los zapatos que eran de distintas tallas. Sentí escalofríos, unas punzadas que me recordaron a los dedos de mi abuelo fueron presionando mi cuello, lo rodearon, apretaron, su fuerza me alzó al aire, no podía respirar ni defenderme, por un momento, cedió la presión, mi cabeza comenzó a latir muy fuerte, sentí la respiración de alguien en mi oído, algo que parecía olfatear para asegurarse si estaba vivo. Cuando quise abrir los ojos, la presión volvió a instalarse en mi cuello, abrí la boca para respirar, mis ojos se abrieron, una neblina cubrió mi vista, una oscuridad me tenía alzado en el aire, cuando empecé a perder el conocimiento, La Matina se tiró hacia el baúl cerrándolo de un golpe y caí al suelo desmayado. Cuando regresaron mi abuela y mi mamá se horrorizaron al verme tirado, con los ojos abiertos viendo hacia el baúl de mi abuelo y unas marcas de quemadura en el cuello. Cuando decidieron quemarlo, yo tenía a la Matina entre mis brazos. La abracé con fuerza, pedí que no la tocaran nunca, que era mi amiga.
Escritora, titiritera, narradora oral.
En narrativa publicó Relatos de sábanas (Letra negra, 2011), Escenarios de un mundo paralelo (Letra negra, 2012) Voyager (subversiva 2015) Cuando las flores aprendieron a bailar polca (Zopilotes 2020 ) Trampas para bosques (Saqarik, 2021)
En literatura infantil y juvenil publicó la novela corta Odisea de tres mundos (Santillana, 2016) Sector 23 (Editorial Cultura, 2019) Obtuvo mención honorífica en la rama de literatura juvenil por su cuento Sector 23 en el primer concurso de literatura infantil y juvenil Marilena López (2017)
Es fundadora de la revista de ciencia ficción Exocerebros, actualmente tiene una columna, “El huevo rojo” en el periódico digital gazeta, donde habla sobre la ciencia ficción publicada en Guatemala que ha ido encontrando. Ha sido publicada en antologías latinoamericanas y España.
Forma parte del círculo de narradores orales latinoamericanos (CIRNAOLA), participó en el primer encuentro de narradoras orales Las Lobas en Tegucigalpa, Honduras (2018), participó en el 33 encuentro de contadores de historias en Buga, Colombia (2019), participó en el XVI festival internacional independiente Titiritlan Guatemala (2022)
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