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viernes, 11 de febrero de 2022

Capítulo #48 - "Territorio de brujas", de Lola Ancira

 

Territorio de brujas

por Lola Ancira



Realmente, el mundo está poblado de brujas;  

unas más benignas, otras más implacables;  

pero el reino no solo de la fantasía,  

sino el de la realidad evidente pertenece a las brujas. 

Reinaldo Arenas 

Existen distintos tipos de fuego. Está el que quema y calcina. El que ilumina, reconforta y no hace daño. El que sólo sabe de gritos y dolor. El que sana y limpia. Josefa podía transformarse en cualquiera de los cuatro. 

Su cuerpo era el reflejo de su nombre: duro, fuerte. A pesar de eso, al caminar parecía que flotaba, apenas rozaba el piso. Su piel antigua, de edad incalculable, acumulaba la arena del desierto; su cabello larguísimo preservaba la tiniebla de la noche y el olor del almizcle. La conocí cuando un hilito de sangre que corría en mi pierna derecha alarmó a mi padre. Él me mandó a limpiar, me dio unos trozos de manta de cielo y me dijo que me pusiera uno dentro del calzón. Asustada, obedecí. Mi madre se había ido a aliviar de su quinto hijo con la abuela, yo era la mayor. Cuando regresé, él me estaba esperando con un bulto de ropa. Me tomó con fuerza del brazo, con más temor que ira, y me encaminó al cerro de San Pedro. Cuando ya no había casas ni ganado a la vista, apenas en las faldas, me soltó. 

—De aquí te sigues tú sola. En una media hora vas a ver una casucha, ahí tocas. Te vas a quedar un tiempo allá. Estate serena, chamaca —me dio una palmada en el hombro que casi me tira y regresó por donde mismo. Mi padre parecía gastarse con las palabras, por eso siempre había hablado tan poco. Al soltar un vocablo se encorvaba, como si se desprendiera de su alma de a poquito con cada sílaba, por eso no hice preguntas. Tampoco me dio tiempo de abrir la boca porque él salió disparado, huyendo de algo invisible. 

Oscurecía y empezaba a refrescar. Entre el silencio se colaba el sonido de una serpiente cascabel; de matorrales agitados por las correrías de liebres y tlacuaches. Los quebrantahuesos volaban en círculos. Yo estaba tensa. Intuí a dónde iba, mas no para qué. Avancé cada vez más de prisa, esquivando los cardones y los nopales de púas afiladas, hasta que comencé a trotar. No podía fijarme bien en el camino y las rocas me hirieron los pies. Los zarzales secos me arañaron las pantorrillas. Cuando empezaba a quedarme sin aliento, vi una luz redonda y roja. Me dirigí hacia ella. Sentí que el fuego se alejaba conforme yo me acercaba. De pronto estuve frente a una puerta desvencijada. Me arrodillé para tomar aliento y se abrió. Primero me llegó un aroma dulce, a hinojo, luego, una voz se fue asomando entre la oscuridad: 

—Mija, qué bueno que ya llegaste, te estaba esperando desde hace rato. ¿Qué haces ahí en el suelo? Pásate, que el vapor frío te viene siguiendo —Josefa traía un chal sobre los hombros, un vestido holgado y opaco y un paño sobre la cabeza del que pendía un collar de cuentas de colores. Llevaba el cabello negrísimo y largo atado en una coleta. Retrocedió y dejó la puerta abierta. 

Nunca llegué a entender cómo, en aquel pueblo olvidado, la gente, sigilosa y gris como las piedras o arisca como planta de desierto, parecía estar al tanto de cualquier detalle ajeno a su pereza.  

Tardé en tomar confianza y entrar, ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Qué hubieras hecho tú? Si regresaba, mi padre era capaz de llevarme de las trenzas con Josefa. Entré y me quedé al lado de la puerta, por si acaso. Un olor a herrumbre me dio la bienvenida. Luego descubrí que también olía a moho, a tela guardada. El lugar, apenas iluminado por una lámpara de aceite, parecía abandonado. Una cortina separaba la cocina del resto. Había distintas sillas y sillones repartidos a lo largo de las paredes, por el pasillo que llevaba a una única puerta. Lo reducido de la fachada era eso, una mera pinta. 

—Teresa, deja tus cosas y ven a la cocina —más que una orden, su voz en la penumbra era como un faro, y me dirigí a ella.  

Dentro, el olor a manzanilla y canela hirviendo me llevó a una taza humeante sobre la mesa repleta de hierbas secas, frascos con líquidos y plastas. Josefa señaló un huacal y se sentó en la única silla desocupada. Me dijo que bebiera y el primer sorbo fue una sanación casi instantánea. Mi vientre dejó de punzar.  

—Tu mamá se acaba de aliviar y tu papá no sabía qué hacer contigo, así que te vas a quedar aquí unos días. Lo que te pasó es normal, a todas nos sucede cada mes. Ya estás lista para traer chamacos al mundo y para entender el fuego. En mi cuarto te puse un catre, desde mañana me vas a ayudar con los pacientes. En una semana estarás de vuelta en tu casa —al terminar de hablar, me acercó una charola vieja rebosante de pan de anís recién horneado.  

Sus ojos parecían estar cubiertos por una capa gris. Muchos decían que era ciega, pero nunca la vi equivocarse al tomar algo, manotear en el aire ni dudar en sus movimientos.  

En una colchoneta que chirriaba y olía a polvo, descansé mejor que nunca. Sin gallos ni alarmas, Josefa despertó de golpe: “Ya es hora, niña, son las cinco en punto”. Salió del cuarto, luego de la casa. La vi entrar a la letrina. Un poco más lejos, noté el reflejo de las estrellas en el agua negra de una pila. Al lado, rumiaban una yegua con su potrillo. Me cambié el camisón, tomé una muda y fui a la cocina. Dos mujeres ya estaban preparando infusiones, haciendo montones de hierbas, separando hojas de ramas. A pesar de que la misma penumbra de la noche anterior reinaba dentro, pude observar, colgando alrededor del techo, pieles y pequeños animales secos, arrugados y negros como pasas. Una de ellas me señaló un cuenco con pimienta roja y unos cucuruchos para repartirla. Les dije que primero me quería limpiar. Una me alcanzó una jícara: “Y ni se te ocurra meterte. Esa pila es para baños curativos”. Nunca vi a Josefa bañarse ahí, y aun así, no olía mal. Su humor era dulce, igual al anís. 

Josefa volvió con un hombre detrás y fueron directo a la habitación cerrada. No tardaron en llegar los primeros pacientes. Yo sabía que trataba diferentes males, que la gente hacía fila durante horas y que más les valía llegar temprano. Pero si preguntabas dónde quedaba la casa, nadie te decía. Era como un pacto comunal: visitarla, mas no hablar al respecto. Supe de personas que regresaban con un corazón nuevo, de mujeres embarazadas que volvían sin panza. Los del pueblo decían que ella era uno de esos fuegos que tenían un pacto con el diablo, que no era mujer de dios. Y aún así, no dejaban de visitarla. 

En Catorce, cuando había luna llena y el bramido ardiente del viento traía un tufo a huevo podrido —que los viejos comparaban con la peste del azufre del infierno—, luego se veían bolas de fuego en el aire, luces que nos acompañaban, como la que vimos hace rato. “¡Son las brujas!”, decían, “vienen a buscar niños para chuparles la sangre. Hay que persignarse tres veces cada que uno las ve, para librarse de todo mal”. No había otra explicación cuando un bebé de meses moría en su cuna, ¿qué otra cosa lo podía matar? Las confundían con las tlahuelpuchi, y hasta pensaban que lo que asustaba y hacía huir a unas, tenía el mismo efecto sobre las otras. No sabían que el ajo, las tijeras y los espejos no actuaban contra el fuego.  

Catorce está poblado por generaciones enteras saturadas de terror, obstinadas en sus creencias. Josefa sólo hacía el bien, lo sé por el tiempo que viví con ella. Esos siete días se convirtieron en cinco años; ya no volví al pueblo. Me vine acá, para Matehuala, y fui a dar con tu abuelo. 

Te decía: muchos odiaban a Josefa, la llamaban “bruja” como si eso fuera algo malo, la criticaban por no tener hijos, por estar sola. Alegaban que su matriz estaba llena de guijarros y espinas, y que me iba a pasar lo mismo. Pero Josefa no los había tenido porque no deseaba quedarse con un solo hombre, porque no había que elegir entre el placer y la libertad.  

Le echaban la culpa de cada desgracia, en especial los hombres. La utilizaban como amenaza con los niños pequeños y no tan pequeños; iniciaban la tenebra y la maldecían por lo bajo cuando, por cualquier razón, debía bajar al pueblo. Por lo mismo, sus ayudantes, siempre discretos, se encargaban de lo necesario para los rituales de sanación. Que te quede esto bien claro: Josefa, más que una bruja, era una curandera. 

Mi primer día me dieron un chal que debía llevar puesto siempre, dentro y fuera de la casa, cubriéndome medio rostro. El olor a herraduras oxidadas del sitio se disfrazaba con la esencia penetrante de las ristras de ajo, los manojos de yerbanís, ruda, hierbabuena, altamisa, epazote, llantén, flor de muerto, sincuya… También había montones de raíces y semillas dormidas, cogollos, hojas, pelo y granos de maíz. Me mostraron por primera vez las casitas de avispa, las espinas de puercoespín, el coral, la cáscara sagrada, los corazones verdes y los huesitos resecos de distintas alimañas. “Cada elemento con distintas propiedades medicinales”, dijo una, “lo mismo son bondadosos que peligrosos. Cada cuerpo es diferente; debemos ser precisas”, dijo la otra.  

Josefa atendió durante horas seguidas a los pacientes conforme iban llegando. La mayoría eran adultos, aunque en ocasiones llevaban niños que necesitaban una limpia, con torsión de intestinos o una simple gripe. A falta de médico en Catorce, ella era la única alternativa. Una vez, un pequeño se coló hasta la cocina y preguntó: “¿Qué comen las brujas?”, “bolín, biznagas y a ti”, soltó una de las ayudantes al momento. El niño salió de la cocina y no se volvió a mover de su asiento. 

Poco antes de cumplirse el mes, la sangre me visitó de nuevo. Al anochecer, sin nada más que el olor del desierto, aparecieron tres bolas de fuego a lo lejos. Verlas moverse fue muy bello, era como si danzaran. Sus llamas se tocaban, alargaban sus lenguas rojas y se alejaban para encontrarse de nuevo. Josefa dijo que era el baile de iniciación. Luego de eso, me mandó a la choza trasera, donde vivían las dos mujeres. Comencé a acompañarlas al pueblo una vez por semana para hacer mandados y traer lo que hiciera falta. Noté que, quienes me miraban, lo hacían con cierto respeto o temor. Agachaban la cabeza si pasaban junto a nosotras y se persignaban. Ahí entendí que volver no sería tan sencillo, y me conformé con ver a mi madre y a mis hermanos desde lejos. A veces ella se escapaba e iba a la casa de Josefa, me dejaba alguna prenda y dulces de leche o camote.  

Todos los días se trabaja igual, “no hay descanso para la enfermedad”, decía Josefa. De seis de la mañana a cinco de la tarde, la puerta de la casa permanecía abierta. A las cinco y media se cerraba. Había días en que llegaban casos urgentes o a deshoras porque venían de fuera, y ella siempre supo hacer un espacio para cada uno.  

Cuando aprendí lo suficiente sobre las hierbas y podían confiar en mí para surtir los tratamientos, Josefa me permitió presenciar sus consultas. Mis recuerdos son turbios: entre la oscuridad mal iluminada por cirios viejos, el olor nauseabundo a carne podrida y el humo del sahumerio, no sé qué tanto de lo que vi fue real. El aire en ese sitio, que yo sentía como un pozo asfixiante y húmedo, era denso; costaba moverse y respirar. Trata de imaginarlo: sólo me ubicaba por su voz, al escuchar sus susurros. El cuchillo era siempre el mismo, un deshuesador oxidado pero filoso con una cinta negra en el mango, tan viejo como ella. El procedimiento tampoco variaba. El paciente, recostado bocarriba o bocabajo, según se requiriera, era envuelto por hechizos, Josefa se encomendaba a Nakawé, la madre y la vida, y con una estocada certera abría piel, grasa, carne y hueso. El hombre que la acompañaba, su mano derecha, presto ayudaba a rasgar y separar para que ella sacara el “daño”, como le decían a la enfermedad o al mal que aquejara el cuerpo. Luego, Josefa, ávida, metía los dedos, adornados siempre con sus anillos enormes de oro y plata, y hundía también las manos. Extirpaba el tumor, el hígado, la vejiga, la próstata o matriz, el pulmón o hasta el corazón dañado, incluso huesos; lo lanzaba lejos y sacaba de una caja de madera, adornada con lagartijas de chaquira azul, un tejido u órgano idéntico y sano, lo levantaba sobre el cuerpo recipiente y lo dejaba caer. La entraña siempre se hundía en el lugar exacto, emitiendo un ruido líquido al embonar. Todo aquello transcurría en baños de sangre y dolor, y si se trataba de un hombre, había además gritos y blasfemias. Después, Josefa pasaba las manos sangrientas sobre la herida, untaba menjurjes y colocaba vendas. Recetaba lo indicado y decía que, después de tres días de reposo, estarían sanos y podrían volver a trabajar. A los del pueblo los trataba con brebajes y pócimas; a los extranjeros, con medicamentos. A quienes eran muy católicos, les recomendaba rezar; y a los huicholes, el contacto con la tierra, invocar a Tatewari, el abuelo fuego. 

No me preguntes de dónde salían esos órganos, yo tampoco lo sé. Algunos decían que eran donaciones; otros, que Josefa se los arrancaba a los animales desperdigados. Ve tú a saber. Para el caso, a nadie le interesaba mucho la procedencia, siempre y cuando recuperaran la salud. 

—Ya lo ves, niña, ni demonios ni diablo, esta es la pura magia de la tierra, la naturaleza misma de la vida. El universo susurra en soledad, son sus palabras las que sanan a través de mí. Yo no me convertí en sanadora, nací siéndolo. Nadie me dio a elegir. Aprendí a descifrar los secretos, a utilizar el poder. A comprender el cuerpo —me dijo Josefa al terminar la primera faena en la que participé—. Esta sabiduría se remonta al inicio de los tiempos, de nuestros orígenes. La naturaleza es una diosa poderosa, yo nomás la interpreto. Estos ritos, ofrendas y sacrificios me ayudan a proteger a todo aquel que lo pida. Nuestra tierra seca nos obliga a esto, a comunicarnos con ella. Hechicera o bruja, da lo mismo cómo me digan. No te imaginas cuántas somos. Aunque nunca las hayas visto, ahí andan, estamos al tanto las unas de las otras. Hay otras que hablan con los muertos, adivinan el futuro, tienen visiones. Yo nomás curo.  

¿Sabes que Wirikuta es tierra sagrada? Para los indígenas, el mundo como lo conocemos nació aquí. De ahí viene el poder de esta tierra. Nuestras bolitas de fuego no son otra cosa que un buen augurio, la esperanza para muchos; el alivio de la enfermedad, el consuelo para la aflicción. Una guía en medio del abismo.  

El poder en la sangre y las manos de las brujas es inmenso. No temas cuando las veas de nuevo en medio de la oscuridad muda. Piensa que podría ser yo.


Lola Ancira (Querétaro, 1987) ha publicado ensayos, cuentos y reseñas literarias en diversos medios electrónicos e impresos. Es autora de los libros de cuento Tusitala de óbitos, El vals de los monstruos y Tristes sombras. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Fonca. Su obra ha sido antologada, entre otros libros, en El ensayo 2 (UNAM, 2021) y Mexicanas. Trece narrativas contemporáneas (Fondo Blanco, 2021). Fue seleccionada por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2019 como uno de los ocho talentos mexicanos para su programa literario ¡Al ruedo! Su obra Despojos fue acreedora del Certamen Nacional de Literatura Laura Méndez de Cuenca 2021 en el género de cuento. Actualmente imparte talleres de cuento y cursos de literatura fantástica.



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