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viernes, 28 de enero de 2022

Capítulo #47 - "Cuídame", de Kristina Ten

 

Cuídame

por Kristina Ten

Este relato se publicó originalmente en Lightspeed Magazine

Nora es una convertidora en serie. Se ha convertido en muchas cosas a lo largo de su vida, aunque rara vez ha sido a propósito. La primera vez ocurrió así, sin más. La segunda vez fue una coincidencia. Ahora, es una costumbre que parece incapaz de romper. 

En el pasado, se ha convertido en una escaladora y en una submarinista, una apicultora y una jardinera y una mecánica especializada en coches europeos. Durante dos meses el verano pasado fue una comediante de stand-up. En su último año de universidad, amasó la mayor colección de monedas antiguas de Nueva Inglaterra. 

Nora tiene cero interés en todas estas cosas. De hecho, tiene un serio miedo a las alturas y a las profundidades y los escenarios. Los humos del tubo de escape la ponían mala y era alérgica a las abejas.

Pero Nora no puede evitarlo: tiene la tendencia de absorber los intereses de la persona con la que sale. Está atrapada en un patrón. No puede escapar. 

—¡Qué genial que compartáis hobbies! —dicen los amigos de la pareja, la que sea que sea su pareja en ese momento. 

O:

—¡Seguro que nunca os quedáis sin cosas de las que hablar! Ojalá mi Philip y yo tuviéramos tantas cosas en común. 

No es un intercambio equitativo, Nora lo sabe, o uno que dure. ¿Crees que el escalador le preguntó a ella por sus intereses? Pues no. Mientras salían, ella escalaba las paredes de acantilados escarpados en presencia de él, y después se iba a casa y se derrumbaba llorando en el suelo. Se pasaba horas tumbada sobre el estómago, clavando las uñas de la superficie horizontal bajo las palmas de las manos llenas de callos. Toda la jerga que había aprendido (exprés, cerrojo de mano, largo) se salían disparadas de su mente. Sola, estaba completamente vacía. La próxima vez que se vieran, él la llenaría una vez más. 

Lo mismo con el comediante: ella imitaba una risa para él hasta que sus mejillas dolían, después volvía a casa y observaba su cara inexpresiva en el espejo, como si tratara de grabársela en la memoria. 

Lo mismo con el jardinero, el apicultor. Nora está atrapada en la maleabilidad. Es una transformación incómoda cada vez. Se despierta cansada, come un cuenco de cereales insípidos, después acude a encontrarse con su amante y se convierte. 

Ahora mismo Nora está saliendo con un acupunturista amateur. Se conocieron en un bar, donde él le contó un chiste malo sobre por qué los acupunturistas no eran de fiar bla bla bla bla porque son unos traidores que te la clavan por la espalda. 

Resulta que él no es ninguna de esas cosas: ni un traidor ni un acupunturista, profesionalmente hablando. Es sincero y leal y solo realiza acupuntura a un nivel de aficionado, aunque espera convertirse en aprendiz pronto. Por ahora, practica sobre sí mismo a menudo, sobre ella más rara vez, y lo más frecuentemente, sobre la piel llena de bultos y porosa de los pomelos. 

Cuando Nora se convierte en esta ocasión, está reclinada en el sofá de módulos del salón de él, y el acupunturista amateur está concentrado en la rótula de su rodilla.

—¿Sientes algo? —pregunta, insertando una cuarta aguja experimentalmente—. ¿Más relajada, tal vez?

—Claro —responde ella, sin sentir nada, aunque puede que una versión ligeramente menos aburrida de la nada que siente normalmente. 

Súbitamente, una zona de piel áspera y ligeramente verde florece en el espacio entre las agujas. Es más gruesa que la piel de alrededor, y cuando la toca con el dedo, tiene cierta elasticidad.  

Levanta la mirada hacia el acupunturista amateur.

—¿Se supone que eso tiene que pasar?

Él examina la zona pensativamente. Cree que no, pero también, puede. Lo que quiere decir, que esto no lo ha visto antes, pero hay muchas cosas que no ha visto antes. Después de todo, no es un experto.

—Hmm —dice él, y trae una compresa fría.

—Hmm —dice ella, y prueba una crema para el eczema sin receta médica.

Nora tiene una fuerte reacción. Durante los siguientes días, el área extraña se extiende hasta que esta áspera y verde en los brazos, las piernas, y el pecho y en la parte baja de la espalda y en los hoyuelos de sus caderas. Las manchas no pican ni duelen, pero el acupunturista amateur las evita de todas formas cuando sus manos vagan por su cuerpo bajo las sábanas y en la oscuridad.

El verde pálido se vuelve más vibrante, con dejes amarillos en algunas partes y con azul en otras. Nora pierde el apetito. Tiene frío todo el tiempo. Tiene tanta sed que podría morirse, pero se hincha si bebe más de un trago de agua. 

Entonces, brota su primera espina, afilada como una aguja. 

Mientras Nora se convierte en un cactus, supone un gran cambio para ambos. Por parte de ella, debe reevaluar lo que entendía de las reglas de la conversión. ¿Ha sido porque él era tan amateur, o se ha debido a un fallo técnico? Por parte de él, el acupunturista amateur debe acostumbrarse a que ella sea más alta que él. Honestamente, no le gustaba mucho cuando ella se ponía tacones; prefiere sacarle unos cinco centímetros a la mujer con la que esté saliendo. Ahora, Nora se dispara hacia arriba y crece un metro y medio en una semana, y para más inri, le está creciendo otro brazo. 

La postura de Nora mejora dramáticamente. Se mantiene quieta y erguida, una presencia imponente. Permanece cerca de las ventanas y tiene antojo de sol. Cuando alcanza los dos metros y medio y tiene que encorvarse para caminar por su apartamento en el sótano, el acupunturista amateur sugiere que se mude a vivir con él.

Están cada uno en un lado de la puerta de entrada de ella, despidiéndose apenas mandándose besos en el aire. Ella baja la mirada hacia él, sopesando la idea. No puede recordar cómo se siente. Ahora que su cuerpo está cubierto de espinas, él ya no la toca, ni ella a él, y cuando duermen juntos, es en el extremo derecho y el extremo izquierdo de la cama con una hilera de almohadones entre ellos. Aun así, el apartamento de él está en un buen edificio, con techos de cuatro metros de altura y ventanas orientadas al sur que son difíciles de dejar pasar. 

Nora no es una compañera de piso fácil: sube la calefacción durante el día y pone el aire acondicionado a tope cuando oscurece. Acapara cualquier mueble en el que se tumba. Apenas limpia.

—Estás preciosa —dice él una noche. Están preparándose para ir a una fiesta, el cumpleaños de uno de sus amigos comunes. Ella se está poniendo el pintalabios; él se está enderezando la corbata.

—Lo sé —dice—. ¿A que es preciosa? —Ella admira la flor que brota de su coronilla. Es más grande que la palma de una mano, con un centro del color de la miel y pétalos cremosos que se despliegan en un rosa chillón. Se hace la raya del pelo alrededor de ella y acaricia los pétalos con admiración.

En la fiesta, bailan a una distancia prudencial entre ambos. Ella sólo le apuñala un par de veces, ambas por accidente, y cuando ha bebido demasiado vino, él le trae agua del bar. En el taxi de regreso a casa él se envuelve la mano en su pañuelo de tela y entrelaza los dedos con los de ella. La fina tela no protege mucho contra las espinas de dos centímetros de Nora, pero el acupunturista amateur mantiene el agarre de todas formas, haciendo una mueca de dolor en cada semáforo en rojo y en los badenes. Cuando termina el viaje, ella está profundamente dormida a su lado y el pañuelo de bolsillo está empapado con sangre.

A la mañana siguiente, Nora está vomitando en el retrete, abrazando la taza del váter con los cinco brazos. El acupunturista amateur le trae un vaso de agua tras otro: la única cosa que sabe hacer.

Horas después, su estado ha empeorado. La piel se le ha anegado y blanqueado en algunas zonas; sus espinas se están aflojando y sus pies huelen a podrido. El acupunturista amateur se sienta con ella en un charco de luz, después duda de sí mismo y la mueve a la sombra. Se inquieta por los pétalos marchitados de la flor. Camina de aquí para allá y finalmente llama al exnovio de ella, el jardinero, para que venga.

—¿Cuánta agua le has dado? —El jardinero no oculta su ira. Nora está arrugada en un rincón, demasiado débil para hablar. Él manipula sus extremidades hinchadas con delicadeza, con unos guantes industriales puestos.

—No lo entiendes. —El acupunturista amateur parece abatido—. No quería que tuviera resaca. Solo trataba de ayudar.

—Oh, ¿ayudar? —El jardinero se burla—. Oh, ¿yo no lo entiendo? Está gravemente enferma. Podrías haberla matado. ¿Sabes algo de suculentas? Lo último que necesitan es toda esta atención. 

Las lágrimas se agolpan en los ojos del acupunturista amateur y las hace desaparecer con un parpadeo furioso. El jardinero se ablanda. 

—Mira tío. Limpiaré el hongo, y después tendremos que esperar a que se seque. Se pondrá bien. Pero no puede quedarse aquí. No es el entorno adecuado. Es una saguaro. Estas plantas crecen hasta los, yo qué sé, dieciocho metros. ¿Qué vas a hacer cuando atraviese el techo de este sitio, o trate de echar raíces? No puedes cuidar de ella para siempre. Qué cojones, lo estás haciendo bastante mal ahora mismo.

Los dos hombres cuadran los hombros, el uno desafiando al otro: ¿quién la ama con mayor fiereza? ¿Quién sabe mejor qué hacer? En la esquina, abandonada y sin supervisión, Nora comienza a sanar. 

Una vez regresa a su ser, leyendo junto a las ventanas, cortando agujeros en los vestidos para hacerle hueco a sus brazos nuevos, Nora le da la noticia al acupunturista amateur:

Creo que es hora de que me vaya.

Están en extremos opuestos de la habitación. Las estanterías, recientemente abastecidas con textos sobre horticultura y cuidado de suculentas, están bañadas por una luz dorada. Mide casi cuatro metros y su sombra se alarga por el suelo hasta encontrarse con él. Él da un paso y entra en la sombra, disfrutando del toque de ella sin el peligro de sus espinas, una última vez.  

Sonríe con tristeza.

—Lo sé.

En el calor del mediodía, para evitar el tráfico, en un camión prestado con un techo solar en la cabina y la parte de atrás llena de bolsas de 20 kilos de tierra para macetas, Nora y el acupunturista amateur viajan hacia el desierto. Ella se posiciona de tal forma que se alza por techo solar de torso para arriba, el viento fustigante apenas es una cosquilla contra su piel resiliente. El jardinero insistió en que la arena para macetas sería inútil, que ni siquiera era del tipo adecuado para los cactus, pero el acupunturista amateur la trajo de todas formas, deseando, como siempre, ser necesario.  

Conducen en silencio, sus caras demasiado apartadas para mantener una conversación y cualquier sonido que hacen es amortiguado por el viento. La ciudad se disuelve en una autopista de dos carriles rodeada de matorrales bajos, después molinos de viento, granjas de jojoba en expansión, señales para atracciones artificiales junto a la carretera y finalmente, rocas rojizas que, según se van alejando, doblan y triplican su tamaño.

Nora señala a un punto en la distancia próxima: un bosquecillo de cactus junto a un acantilado, de todos los tipos, de aspecto vital pero no demasiado abarrotado.

—¿Allí? —El acupunturista amateur gira el volante hacia el camino de tierra.

—Allí.  

Parece raro que estén apiñados así, juntos: nopales coronados con frutas gordas y vívidas; cactus saltarines, cuyas espinas de aspecto suave traicionan cuando golpean; cactus erizo rechonchos se acurrucan en las bases de los saguaros gigantes como ella. Es esta extraña camaradería la que le atrae hacia ellos.

Aunque el cielo es del azul más claro y el sol flota bajo, blanco y penetrante, Nora no siente la necesidad de protegerse los ojos. 

Se separan sin un abrazo, porque un abrazo de ella sería suficiente para matarle. Antes de que él se marche, ella aprieta los dientes y tira, de la región de su corazón, una espina larga y afilada: algo para que él la recuerde.

Sola al otro lado del atardecer, Nora ve cada nube como un moratón que se desvanece: morado intenso en los bordes, y luego azules apagados y verdes que cambian en anillos hacia un amarillo etéreo.

El desierto cobra vida por la noche. Tan estricto durante la fiebre del día, ahora es todo ternura, todo disculpa, y las criaturas se arrastran fuera de sus refugios de peñascos y madrigueras para ofrecer su perdón. Liebres y zorros de orejas grandes, escorpiones y lagartos de ojos pequeños y brillantes. 

Nora entierra sus raíces en la tierra compacta y descubre que esta la recibe amablemente. Las extiende más profundo y en todas direcciones; qué agradable, la forma en la que la tierra se mueve y los coágulos de polvo se fragmentan para hacerle hueco... hasta que entra en contacto con las raíces del cactus más cercano: un saguaro escultural adornado con unas flores rosas enormes.

Nora la cactus se descubre a sí misma recordando las cosas de forma diferente a Nora la humana. Su mente no está ni vacía ni llena de terminología sobre apicultura, o datos importantes sobre el submarinismo, como la velocidad a la que puedes ascender hacia la superficie sin sufrir el síndrome de descompresión. Todo es del color de la quietud, el sabor de la huida, el aroma de la oscuridad llena de estrellas, el sonido de la sombra en la luz. Qué alivio, piensa, este cambio, esta constancia.

Y entonces, un movimiento único, nítido. El saguaro más cercano a Nora se despierta tosiendo, enviando a una diabla espinosa disparada hacia el agujero en su tronco. La saguaro sacude su grandioso cuerpo al completo y la tierra bajo ella, y el polvo que se ha posado en sus pétalos se alza formando una nube.

—¡Chicas! —grita, cantarina—. ¡Tenemos una nueva llegada!

Docenas de ojos parpadean y se abren en la oscuridad azul. Docenas de bocas de labios agrietados se abren formando amplias sonrisas. Bajo la luz de la luna, Nora observa cómo las mujeres cactus estiran sus extremidades bulbosas, las escucha saludarse las unas a las otras con «holas» somnolientos. 

—Muy bien —dice su vecina cubierta de flores—. Sé que todavía estás instalándote, pero no te pongas demasiado cómoda aún. —Rota los hombros y desentierra sus raíces.

Nora prueba sus propias raíces y la tierra la libera con facilidad. Podría acostumbrarse a esto: la capacidad de ir y venir, de modular las cosas a su alrededor. Le gusta la exhibición floral abundante de su vecina, pero decide que prefiere su flor solitaria. 

Su vecina saguaro se gira hacia Nora y le guiña un ojo, su mirada es brillante y cómplice. Extiende un brazo verde tachonado de espinas.

—Por la noche —dice—, bailamos. 




Kristina Ten es una escritora rusa-americana cuyo trabajo ha sido publicado en LightspeedPodCastleDiabolical PlotsSplit Lip entre otros. Se licenció del curso para escritores Clarion West y en la actualidad estudia un MFA en la universidad de Colorado Boulder, donde también enseña escritura creativa. Puedes encontrarla en
kristinaten.com y en Twitter como @kristina_ten. 


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