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lunes, 27 de abril de 2020

Capítulo #09 - Las muertes horribles de Helga Harfnsdóttir, de Christine Tyler


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Las muertes horribles de Helga Hrafnsdóttir

De Christine Tyler



El día que Helga Hrafnsdóttir trepó el árbol Ævilok, la aldea al completo contuvo el aliento. Desde el momento de su nacimiento, el Ævilok que crecía al lado de la casa de Helga había dado unas flores horribles. Solo en la primera semana, cualquiera que tocara las flores de su Ævilok tenía visiones de sus mantas asfixiándola, su hermano dejándola caer, y un zorro sacándola a rastras de la cuna y atacándola. Durante aquellos días, la madre de Helga mantenía las puertas cerradas con llave, taponando las grietas, no dejaba que nadie cogiera a la niña, y apenas dormía. Vigilaba cada capullo que amarilleaba, tocaba cada flor para ver qué nuevos horrores tenía que ahuyentar. Una vez que Helga sobrevivía a las premoniciones, las flores se marchitaban y caían sobre la hierba cubierta de escarcha. Gracias a la vigilancia de su madre, Helga Hrafnsdóttir sobrevivió todas las malas fortunas de su infancia. Pero desde aquella época en adelante, todo el mundo supo que la chica estaba destinada a un sino espantoso.



Cuando Helga llegó a la edad de caminar, salió tambaleándose hasta el Ævilok e hincó el dedo en todas las flores que estaban a su alcance. Atragantarse con una pieza de plata, atragantarse con un abalorio de cristal, atragantarse con una piedra lisa que encontró su hermano. La madre de Helga le comprobó la boca cada pocos minutos durante un año hasta que esas muertes cayeron.
Los aldeanos venían con frecuencia para tocar las flores de Helga y especular sobre si aquello tenía algo o nada que ver con la bandada de cuervos que habitaba las ramas de su Ævilok. La madre de Helga solía salir a la puerta y los echaba golpeándolos con una escoba. También espantaba a los cuervos, pero estos siempre volvían.

Los años pasaron, y nadie quiso casarse con Helga Hrafnsdóttir. Ella tampoco quería casarse con nadie, cuando las flores le enseñaban Úlfur estrangulándola y Björn golpeándola con tanta fuerza que se alejaba de la costa helada sin tan siquiera dejar una nota.

Las chicas normales tenían docenas de flores que mostraban visiones de abuelas satisfechas aferrando las manos de sus seres queridos. Trabajadoras afanosas que levantaban la mirada después de un largo día destripando bacalao, que después se agarraban sus corazones y cerraban los ojos. Algunas chicas eran lo suficientemente afortunadas como para encontrar una flor sin visión: una muerte tranquila durante el sueño. Cuando era joven, la madre de Helga había encontrado una en la que moría de vieja, feliz de estar sola.

Helga Hrafnsdóttir no encontró ninguna de estas. Su Ævilok jamás conjuró una muerte placentera, y suponía que no era culpa del árbol que fuera tan creativo.
Cuando una muchacha de la aldea llegaba a su primera sangre, trepaba su Ævilok para encontrar un fallecimiento adecuado. Una vez seleccionaba una flor, la acunaba como un tesoro preciado, frágil como un huevo de frailecillo, y se la entregaba al anciano de la aldea que la declaraba como tal y decía unas palabras para que se endureciera como piedra. Después, el anciano la depositaba en la cumbre de la cabeza de la chica, y allí la mantenía ella durante el resto de su vida. No había una horquilla o imperdible para asegurarla, así que la muchacha aprendía a caminar despacio y a ceñirse a las carreteras llanas, yendo de día en día y de labor en labor con su muerte siempre en mente. Y cualquiera podía tocar su flor de piedra (o preguntar primero y después tocarla, si eran educados) y ver exactamente hacia dónde se dirigía.

Así que cuando llegó el día en que Helga Hrafnsdóttir debía ponerse frente al anciano de la aldea y trepar el árbol Ævilok en su jardín, hubo una asistencia considerable. Los cuervos también acudieron, dando vueltas a las ramas más altas, como si esperaran algo.

El anciano sacudió su bastón de abalorios de cristal sobre la cabeza de ella, dijo las palabras para consagrar su ascenso, y Helga Hrafnsdóttir se izó. Tocó cada flor en su camino, decidida a encontrar algo mínimamente menos-que-espantoso. Golondrinas de mar destrozándola a picotazos después de que se desviara demasiado cerca de su territorio de anidamiento. Una avalancha barriéndola. Un oso polar chocando con ella a toda velocidad con unas patas como peñascos y garras como cuchillas. Se sintió un poco tentada por tropezando y cayendo en un geiser mientras buscaba un nuevo alijo de azufre; al menos era rápido. Y cálido. ¿Pero quién querría que su muerte apestara a huevos?

Helga trepó más alto y encontró una rama entera de ahogarse en los fiordos, e hilera tras hilera de consumirse por una enfermedad violenta que no tenía nombre.

Los aldeanos le gritaban que eligiera una flor, pero nunca había existido límite de tiempo. La mayoría de las muchachas se conformaban con algo en una hora. Helga descansó en una rama ancha. Su pie descalzo chocó con una flor. Una manada de leones marinos atacándola durante la temporada de apareamiento. Todas estas eran terribles. ¿De verdad tenía que elegir?

Apenas podía entrever la cara de su madre ahí abajo. Agotada. Preocupada. Esperanzada. Los demás llevaban la preocupación como una máscara. Bajo ella no había nada más que fascinación morbosa.

—Debes elegir la peor —le había dicho una chica aquella mañana—. Solo porque deber ser una locura. Tus flores bajas eran tan malas que me muero por saber qué hay en las más altas.

—Tal vez si escalas lo suficiente —había dicho otra—, encuentres una que no esté tan mal, como tu techo hundiéndose por la nieve.

—Tal vez encuentres una en la que te casas conmigo —dijo el tímido Hjörtur—. Yo nunca te haría daño.

Pero Helga había visto aquellas en la que se casaba con Hjörtur, y en todas ellas los bebés de cabeza grande que él ponía en su interior no lograban salir de su pelvis.

Helga sacudió la cabeza. Si su madre tenía esperanza, ella también podía tenerla. Siguió trepando. Equivocándose al seleccionar hongos venenosos. Siendo devorada por un tiburón dormilón ávido. Explotando en un accidente en la refinería de azufre. Bajo ella, los aldeanos se convirtieron en pequeños puntos, y sus voces se volvieron demasiado pequeñas para poder oírlas.

Helga permaneció en el árbol Ævilok mientras el sol navegaba sobre su cabeza, se hundía en el océano y volvía el mundo rosa y rojo. Los cuervos se adentraron como un río en el Ævilok para posarse, apiñándose a su alrededor, ruidosos y graznando al principio y después quedándose quietos, sus siluetas fusionándose con las ramas. Los ojos de Helga se cerraban y su estómago rugía, pero no podía abandonar el árbol sin elegir una muerte. Así que cuando cayó la noche, encontró una rama engrosada por el musgo, ató su falda a su alrededor formando un gran nudo, y se durmió entre los cuervos reunidos y los cientos de flores que brillaban como espectros.

Aquella noche, Helga soñó con un árbol que nunca terminaba, con viajar atravesando las aguas frías hasta un reino de sirenas cálido y resplandeciente. Había cortes de intrigas y escamas que destelleaban como joyas, y muerte bajo la espada cuando Helga se lanzaba frente a la princesa heredera, salvándola de un ataque fatal por parte de un tío celoso. Soñó que le mordía Níðhöggur, la serpiente que roe las raíces del árbol mundo, pero no antes de infringirle una herida mortal. Soñó que estaba sentada en la mesa de Valhöll, cantando canciones de victoria junto a reyes y reinas.

Helga se despertó con el graznido y el aleteo de los cuervos al tomar vuelo. El amanecer. Solo quedaban unos pocos puntos en tierra. Su madre, su hermano, el anciano de la aldea, y el cotilla local. Su estómago había pasado de rugir a morder, pero no había nada para comer, nada para beber. Helga despegó su lengua del techo de la boca.

Las flores del Ævilok resplandecían con el rocío matinal.

Puede que fuera la sed la que la condujera a hacerlo. Puede que fuera el desfile imparable de fatalidades. Puede que fuera el recuerdo del mundo de ensueño, del agua cálida y los festines. Pero Helga no lo pensó en realidad cuando arrancó una flor y se la acercó a los labios. Asfixiándose por tétanos después de cortarse el pie con un hacha. Bebió el rocío. Le sació un poco, y sostuvo la flor en su mano, sin saber qué hacer con ella.

Y entonces, pareció muy sencillo. Se la comió. El cáliz crujió y estalló entre sus dientes. Los pétalos delicados se rompieron y disolvieron. Había esperado amargor, el sabor de sangre y óxido. Lo que obtuvo fue manzanas asadas con miel y lluvia de primavera. El líquido en su lengua era un elixir, la flor crujiente como raíz de maná. Arrancó otra flor y se la comió. La premonición de caerse por un barranco dio paso al sabor de los arándanos y rosa mosqueta. Helga comió otra, y otra, teniendo visión tras visión, atiborrándose en un banquete de muerte que se convertía en ambrosía para ella; hasta que su estómago se calentó, y su cabeza cantaba, alto y tan salvajemente como los cuervos que daban círculos ahí arriba.

Descendió a las ramas bajas. Su madre fue la primera en verla y se despertó de entre el mantón hecho a mano en el que había pasado la noche. Su hermano gritó:

—¡Más vale que no tenga nada que ver conmigo, o mamá me matará!
El anciano de la aldea levantó la mano con esperanza, porque Helga agarraba una flor en su mano. Un mercader, enfadado por el precio del azufre, atravesándola con un largo golpe de su espada. Pero en lugar de entregársela al anciano, Helga se la comió, balanceando sus piernas desde una rama justo fuera de su alcance.

—¡Helga Hrafnsdóttir, baja! —ordenó el anciano.

Pero ella simplemente se comió otra flor, y otra. Comenzó con las ramas más bajas y fue avanzando en círculo, sin saltarse ninguna.

El cotilla de la aldea corrió y gritó:

—¡Helga Hrafnsdóttir se está comiendo sus muertes!

La multitud regresó.

Una de las flores detuvo a Helga. La mostraba siendo vencida por una neumonía, pero su madre estaba a su lado, tarareando el viejo Krummavísur y dándole de comer caldo. E incluso mientras los pulmones de Helga se llenaban de agua, podía sentir el consuelo de las manos ásperas de su madre en la frente.

Era, incluso para los estándares de la aldea, una buena muerte. Helga pensó en ello un momento, los suaves pétalos ante los labios, antes de lanzarle la flor a su madre, que la recogió. La madre de Helga contuvo el aliento, teniendo la visión. Acercó una mano a la flor de piedra sobre su cabeza. Muriendo de vieja, feliz de estar sola. Levantó la mirada y sonrió. Helga le devolvió la sonrisa. Y entonces su madre se metió la flor fresca en la boca y tragó. El anciano de la aldea le gritó a la madre de Helga, señalando a Helga con su bastón. La madre de Helga se rio.

Pronto, Helga se había comido todas las flores hasta una altura de tres metros. Seis. Nueve. Quince. Vio por última vez la cara brillante de su madre y se giró y continuó.

Comió flores sobre caerse del árbol. Comió flores sobre volviéndose loca y saltando del árbol, tratando de volar. Comió flores que le mostraban quedándose sin flores y muriendo de hambre.

sin embargo, no se cayó ni saltó. Y no se quedó sin flores. Simplemente comió más, y más, y más. Y el árbol se volvió más y más y más alto, creando ramas nuevas y flores nuevas. Los árboles son, después de todo, verdaderamente creativos.

Pero también lo son las chicas jóvenes.

Y así fue que Helga Hrafnsdóttir trepó por encima de las nubes y fuera de la vista.

No bajó.

Algunos dicen que es un esqueleto entre las ramas, limpiado a picotazos por los cuervos. Algunos dicen que es una bruja que se come a los cuervos. Algunos dicen que trepó tan alto que su alma se perdió entre las luces del norte.
Pero yo creo que sigue allí, buscando una muerte que esté a su altura.

O, tal vez, una vida.


Christine Tyler es autora de lo extraño, lo salvaje y lo maravilloso. Sus historias la han llevado (literalmente) a través del Sáhara en el lomo de un camello, por el cielo en sedas aéreas y a bordo de una fragata del siglo XVIII. Se graduó en 2019 del curso de lectura Odyssey y su ficción se ha publicado en Podcastle y Beneath Ceaseless Skies. En la actualidad vive en Colorado con el bombón de su marido, sus vivaces hijos y un árbol de caucho de cuatro metros de alto que se llama Davy Jones.









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