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viernes, 17 de marzo de 2023

Capítulo #70 - El Mono de Piedra, de Bibiana Camacho

El mono de piedra

de Bibiana Camacho

Aviso de contenido: Abuso sexual infantil


Sigo las instrucciones de mamá al pie de la letra. Tacho una a una las tareas encomendadas escritas con su hermosa caligrafía en color sepia acumuladas en cinco cuartillas. Tiro alimentos perecederos a la basura, acomodo los no perecederos en cajas y los dono a la escuela-internado a dos calles. Empaco en cajas rotuladas objetos que podrían ser aprovechados por los de la basura o algún vecino curioso: adornos, trastes, vasos, cubiertos, ropa de cama, toallas, artículos de baño. Dono la ropa y zapatos que mamá no se llevó a un albergue para indigentes cercano. Remato los muebles de acuerdo a sus indicaciones. Aunque me asegura que puedo llevarme lo que quiera, sólo me llevo el reloj de pared ovalado que parecía enmarañado en un vuelo de golondrinas de latón, el frigo-bar casi nuevo, un gatito tuerto de porcelana blanca y un vaso alto con la inscripción en letras plateadas y garigoleadas: “Recuerdo del feliz divorcio de Magda”. Para terminar, deposito el dinero de la venta en su cuenta bancaria. Dejo para el final lo más difícil. Le envío la foto del espantoso mono de piedra que ha perseguido a la familia durante generaciones. Espero que me diga lo que debo hacer con él. Podría simplemente botarlo en la basura, pero no me atrevo. La respuesta evasiva de mamá: “Era de tu abuela”.


Recuerdo a ese mono sobre el buró de la recámara de la abuela, que relataba cada que tenía oportunidad cómo había llegado a sus manos. El abuelo lo trajo de un viaje cuyo destino nadie conocía, ni siquiera la abuela que rememoraba un lugar exótico que, sospechábamos, no existía. El abuelo ya no estaba para preguntarle. Los tíos más grandes decían que había pertenecido a la madre del abuelo, otros que lo había mandado a hacer a un cantero de su pueblo y otros que lo más probable es que lo hubiera comprado a algún vendedor ambulante de cantinas y que se lo hubiera regalado a la abuela a modo de disculpa, como ocurría con frecuencia. 

Mamá odiaba al mono, decía que era desagradable. Era de piedra maciza. Su cuerpo estaba sentado en postura de buda, tenía la cabeza demasiado grande, los ojos saltones vacíos eran siniestros y la boca trompuda se torcía en una mueca de desprecio. 

El único regalo que me hizo la abuela en toda su vida fue precisamente ese mono de piedra, el día que cumplí nueve años. Rompimos una piñata, me cantaron las mañanitas, apagué las velas, un tío me hundió la cara en el pastel hasta hacerme daño y al final abrí los regalos. Ya le había echado ojo a esa caja rectangular como de treinta centímetros forrada con un papel imitación terciopelo anaranjado y un gran moño transparente. Ropa, patines, plumas de colores, un libro de cocina para niños y, al final… Imaginé muchas cosas: una lámpara de noche, las botas vaqueras que tanto me habían gustado la última vez que fuimos al pueblo en el norte, una pecera, el libro pop-up de casas embrujadas, ¿qué podría ser? Cuando papá me pasó la caja que evidentemente pesaba mucho, dijo: “de la abuela”. Todos la miramos sorprendidos, la abuela no solía dar regalos envueltos cuidadosamente; odiaba las fiestas de cumpleaños. En cuanto terminaba la ceremonia del pastel solía retirarse a la cocina, donde encendía su pequeña televisión y escuchaba telenovelas mientras lavaba trastes. Me quedé un momento sin saber qué hacer y balbucí un gracias apenado a la abuela que me miraba con sus ojitos miopes y una sonrisa ladina. Todos cantaron a coro: “que lo abra, que lo abra…” Primero quité el moño con cuidado, luego busqué el diurex para desprenderlo cuidadosamente. La familia gritaba cada vez con más ahínco y yo, sudorosa y ansiosa, terminé por rasgar el papel. Me encontré con una caja de cartón cubierta de varias capas de cinta transparente para embalar. Alguien me acercó unas tijeras pero mis movimientos eran torpes. El mismo tío que hundió mi cara en el pastel me las arrebató y en una especie de acceso de furia destazó la caja y el papel burbuja que envolvía el misterioso contenido: el mono de piedra. Luego de un breve silencio, todos soltaron una carcajada y aplaudieron. ¿Acaso era un chiste? La abuela me regalaba ese horrible mono para deshacerse de él, para burlarse de mí, para divertirse un poco. Nunca lo supe. 

En el camino de regreso a casa, mientras papá manejaba y mi hermano dormía sobre mis piernas, mamá dijo muy seria: puedes tirar ese horrible mono en cuanto lleguemos a casa. Papá me echó un vistazo por el retrovisor. Seguramente a él también le pareció muy extraño que mamá, que le hablaba de usted a la abuela y que era incapaz de llevarle la contraria por muy equivocada que estuviera, me diera permiso para deshacerme del esperpento. En cuanto llegamos a casa, a pesar de que era tarde y hacía frío, tomé al mono con mucha dificultad y lo dejé en la calle, en la esquina donde todos los vecinos depositaban la basura que se llevaría el camión a primera hora de la mañana. 

Esa noche soñé con las cuencas vacías del mono fijas en mi rostro paralizado por el terror. La garra me aferraba con fuerza, sus dedos serpenteaban por mis costillas, en mi estómago, luego bajaban, bajaban más, cada vez más y yo gritaba y me retorcía. Entonces mi tío me empujó y le dijo a mamá: tu hija es una consentida y una chillona. Mamá me miró con ojos de pistola y afirmó que soy una pesada, que mi tío sólo estaba jugando. Desperté sobresaltada, me levanté de un salto, me asomé a la ventana pero desde ahí no distinguí a la horrenda figura entre bolsas y desperdicios. Todavía era muy temprano, el cielo refulgía de un azul opaco aterciopelado. 


Los días pasan sin obtener instrucciones o comentarios acerca del mono en el clóset. La casa que era de mis padres se ocupará dentro de un mes. Decido hacerme la olvidadiza para que los nuevos inquilinos hagan con él lo que mejor les parezca.  

Al otro día recibo mensajes: “Tu abuela también me lo regaló a mí… Cuando me casé… Fue mi regalo de bodas”. ¿Y entonces por qué la abuela lo tenía en su buró desde que yo recordaba?, ¿por qué jamás lo vi en la casa de mis papás?, ¿por qué lo presumía como el mejor recuerdo del abuelo?, ¿será que ya lo había regalado varias veces a otras personas de la familia? Y, sobre todo, ¿por qué estaba el mono en casa de mis padres si yo lo había tirado en cuanto lo recibí? No le pregunto nada; la abuela ha muerto recientemente y mamá está destrozada. De hecho, es la única que parece lamentarlo sinceramente; los tíos, primos y demás familiares mostraron indiferencia y hasta fastidio al asistir al velorio. 

“¿Qué quieres que haga con él?”, pregunto intrigada con ganas de saber muchas cosas que no me dirá, porque mamá así es, se guarda cosas; cosas que según ella es mejor ni mencionar como si el simple hecho de callarlas las borrara, pero ese truco jamás resulta. En la familia, los secretos se expanden como la pólvora y todos saben lo que supuestamente no se debe saber y todos guardan un silencio reverencial. 


Una semana después de que el mono desapareció soñé que me despertaba un jadeo insistente, entreabrí los ojos y percibí un asqueroso olor a sudor, cigarro y loción de naranjas rancias. El mono de piedra me daba la espalda encorvada y voluminosa; de la enorme cabeza sobresalían las orejas que parecen asas de una olla. De pronto giró y se paró frente a mí. Aunque no me tocó, empecé a llorar, primero bajito y luego más fuerte. ¿Qué le haces a la niña?, preguntó el abuelo al entrar en la habitación. ¡Nada, carajo, ni siquiera la estoy tocando, vine a buscar algo!, gritó el tío que de inmediato salió dando un bufido y acomodándose la camisa dentro del pantalón. Sentía miedo, asco y muchas ganas de llorar. No pasa nada, dijo el abuelo. Seguro tuviste una pesadilla, insistió. Pero yo lloré todavía más y escuché la voz furiosa de mi tío: ¡A ver qué le das a esa niña, es una malcriada! El abuelo salió. Los ojos vacíos del mono me persiguieron mientras me levantaba y salía de la habitación. 

Desperté sobresaltada y enojada, no estaba segura de qué parte del sueño fue un sueño y qué parte un recuerdo escondido. El camión de la basura recogió todo menos el mono, que permaneció firme e impasible en la esquina durante varios días hasta que desapareció. Me preocupaba desconocer su destino y cuando le comenté a mamá, dijo: no te preocupes, seguro regresa. Quise señalar que se había equivocado y dije:  Seguro no regresa, ¿verdad? Alzó los hombros y resopló como si no valiera la pena contestarme. No insistí porque estaba concentrada en la ardua labor de quitar manchas donde no las había. Yo tenía permiso para salir y deseaba alejarme lo más pronto posible, antes de que me pidiera que le ayudara a quitar una mugre que sólo ella veía.

 

Mamá se mudó a la casita de interés social donde creció, en el barrio de Azcapotzalco, nada parecida a esas espectaculares casonas del porfiriato que todavía resisten en pie, medio en ruinas, pero majestuosas a su modo. La casa de la abuela —que forma parte de un fraccionamiento humilde y ruinoso— es pequeñita y sin chiste, como caja de zapatos, con mala orientación, jamás entra el sol directo y es muy fría. Por si fuera poco, la distribución es pésima, de modo que todo parece más pequeño: mini sala-comedor, la cocina es un pasillo estrecho y cochambroso, las dos habitaciones de arriba, separadas por un baño siempre húmedo, jamás se ventilan aunque las ventanas permanezcan abiertas. No entiendo por qué mamá dejó su casa y se mudó a la casa de la abuela. Espero que sepa que no pienso visitarla. Poco después de cumplidos los nueve me negué a esas horribles visitas dominicales. Desde entonces no he vuelto a la casa de la abuela. No la volví a ver, ni a ella ni a mis tíos. 


Recibo un mensaje de mamá en la madrugada: “No te preocupes, seguro regresa”. Me levanto al baño, camino por el pasillo de mi departamento y abro una puerta, pero en lugar de llegar al baño, me encuentro en un pasillo largo con varias puertas a los costados. Con los ojos medio cerrados tanteo el muro y doy unos cuantos pasos. Estoy soñando, pienso divertida, y decido abrir una de esas misteriosas puertas. La primera no cede, la segunda tampoco, la tercera sí. Tengo que cerrar los ojos por completo porque la habitación está inundada de luz, cuando logro acostumbrarme veo una cama con cabecera de latón junto a un ventanal. Ahí yacen la abuela y mamá, cubiertas por una pesada cobija de lana, abrazadas con los rostros desfigurados en muecas de furia, como si hubieran saltado a un abismo juntas porque no quedaba de otra, pero odiándose profundamente. Empiezo a caminar hacia atrás muy lentamente, tratando de no hacer ruido. Sudo y siento las manos temblorosas y un hervidero en el estómago. Recuerdo que estoy en un sueño y quiero despertar, pero no puedo. Antes de llegar a la puerta que me llevará al pasillo, veo el horrible mono de piedra en el buró. Entonces, las mujeres se alzan, siguen abrazadas y con los ojos cerrados, pero ahora están sentadas. Debajo de la cobija pesada sus piernas se mueven. En mi intento de huida, tropiezo con el tío que me carga, mientras se carcajea y me sopla un aliento tibio y pegajoso a loción barata de naranja. Grito, primero sin voz y luego en un aullido prolongado y lastimero. Por fin despierto. De inmediato reviso los mensajes, mamá no ha escrito nada en la madrugada. 


¡Cómo que no quieres ir a visitar a la abuela!, después del fantástico regalo que te dio en tu cumpleaños, ¿sabes lo que significa para ella?, mamá estaba enfurecida porque le dije que no volvería jamás a esa casa. No entendí por qué le daba tanta importancia a un regalo que ella misma recomendó tirar. Me obstiné, clausuré los oídos e ignoré por completo amenazas e insultos. Jamás regresé a esa casa.  


Mensaje de mamá: “¿Qué hiciste con el mono?” No sé qué contestar y no lo hago. Minutos después: “No lo habrás tirado.” Entonces pienso que no sólo debo tirarlo, sino destruirlo. 


Meses después de que el mono desapareciera de la esquina, mamá dijo al regresar de una visita a la abuela: Qué crees, el mono de piedra está otra vez con la abuela. Tu tío Ismael lo encontró en el tianguis de chácharas que se pone ahí por las vías del tren. ¿Te acuerdas de que te gustaba ir a buscar piezas para tus muñecas rotas?, hasta que regresaste llorando y ya no quisiste ir con tu tío a ningún lado. ¡Qué berrinchuda eras! 

La escuché con fingida calma y no dije nada. De pronto vino a mi memoria ese recuerdo enterrado. El tío apretándome la mano demasiado fuerte, el tío empujando su dedo gordo en la palma de mi mano, el tío diciéndole a sus amigos del tianguis que soy su noviecita, el tío dándome besos salivosos por toda la cara. Y sí, hice un berrinche monumental, grité y pataleé, hasta que al tío se le acabó el buen humor y me arrastró a casa con las miradas de todos los que nos topábamos en nosotros. 


“Por favor guarda el mono de piedra”, mensaje de mamá. “La casa ya está ocupada, me hubieras dicho antes”, contesto. “Diles que por favor te dejen recoger algo que se te olvidó”, insiste. Yo no tengo ganas de importunar a los nuevos propietarios. Además, ya hace una semana que se instalaron. Me da vergüenza presentarme en la casa. Decido no ir, aunque le aseguro a mamá que lo haré. Mañana o pasado paso a tu casa a recogerlo, dice, muy segura de que voy a recuperarlo. Pero yo no voy, decido que no quiero ir y que ya está bueno eso de andar con ese adefesio por la vida como si se tratara de una reliquia familiar. No entiendo la obsesión de mamá.

“Voy en camino, creo que llego como en una hora, ¿estarás ahí?” Contesto que sí. Supongo que será más fácil explicarle en persona que no pienso importunar a los nuevos propietarios por el mono; que resulta absurdo y enfermizo andar cargando con ese objeto horrible que además a mí me trae tan malos recuerdos. Preparo varias veces mi discurso, mido las palabras, formo las frases, entono con pena y decisión pero en el fondo estoy segura de que mamá armará un escándalo y no me quedará más remedio que tratar de recuperarlo. Al menos lo intentaré, pienso.

De regreso del trabajo, cuando doy vuelta a la esquina, me estremezco al ver la caja a lo lejos, parece alguien hecho ovillo frente al portón del edificio. Los vecinos que suelen jugar futbol a esas horas no están en la calle. Se filtra luz de las ventanas, pero extrañamente no hay nadie chismorreando en el quicio de los zaguanes, en la esquina o caminando por la calle con la bolsa del pan, como ocurre a esa hora. Sé lo que contiene la caja y sé que es para mí. Me agacho para ver si tiene una nota o algo, pero no encuentro nada. Está perfectamente embalada, eso sí. Aliviada, me doy cuenta de que ya no necesito el discurso tan cuidadosamente preparado y ensayado. Subo la caja al departamento, me quito los zapatos y preparo tortas de jamón con queso; quizá mamá quiera cenar algo. A los pocos minutos suena el timbre: mamá ha llegado. La observo con atención mientras camina de un lado a otro inspeccionando el lugar y pasando su dedo por las superficies con gesto reprobatorio. No quiere cenar nada. Se ve cansada y triste. Le señalo la caja. 

—Ahí está.

No contesta ni la mira, sigue caminando de un lado a otro sin hablar y sumida en una reflexión dolorosa. Entonces me preocupo.

—Mamá, ¿estás bien?

Hace un gesto con la mano para minimizar mi preocupación, pero sólo logra aumentarla. Mamá siempre habla, no para, de la familia, de conocidos, de la abuela, de los vecinos.

—Mamá, ¿quieres un té?

Asiente con la cabeza y yo voy a la cocina, aliviada de no tener que verla en ese estado al menos por un momento.

—Ese mono es una maldición, pero supongo que tú ya lo sabes, ¿verdad? —Permanezco callada con las tazas en una charola. Mamá mira la caja con atención—. ¿Por qué está tan forrado?, ni que fuera delicado —Hace una pausa y mueve la cabeza a los costados examinando con detalle la caja—. Trae tijeras o un cuchillo.

Dejo las tazas en la mesita del comedor y le llevo un cuchillo. Mamá quita la cinta para embalar con cuidado, capa por capa. ¿Y si no es el mono de piedra?, pienso. ¿Y si es una cabeza de alguien o partes de un cuerpo desmembrado? Y me paralizo de miedo. Por un lado, quiero detener a mamá, pero por el otro ansío saber lo que hay dentro. 

—Este mono ha estado con la familia demasiado tiempo. Y siempre ha regresado, por generaciones —Mamá parece en trance, habla como para sí misma, en voz apenas audible—. Si no te hubieras negado a visitar a la familia cada domingo las cosas habrían sido distintas. Y esto hubiera continuado y continuado.

Me está acusando, pienso. Y como no sé de qué, guardo silencio. Quiero que abra esa caja de una vez por todas, deseo con todas mis fuerzas que encuentre al mono, que se lo llevé y se marche a seguir con su duelo infinito y me deje en paz.

—Nunca has sido comprensiva con la familia, pero no te culpo –Quita una última tira de la cinta y se dispone a abrir la caja.

Pongo mis manos entre los muslos y aprieto con fuerza, procuro mirar hacia otro lado mientras termina de desenvolverlo. 

—Listo, aquí estamos de nuevo —Tiene al mono sobre sus piernas y sujeta los costados de la cabeza como si fuera un niño pequeño. Respiro aliviada, aterrorizada, cansada, fastidiada, pero sobre todo aliviada de que no haya otra cosa dentro de la caja.


Acabo de iniciar ciclo en una nueva escuela. Estoy en el salón de matemáticas. La noche anterior apenas dormí. Tengo mucho sueño y no logró mantener los ojos abiertos. Los párpados pesan y la mano es incapaz de sostener el lápiz. Doy un cabezazo y lo veo por unos segundos sobre el pupitre: ahí está el mono de piedra mirándome con las cuencas de los ojos vacíos y sonrisa sátira. Me aparto de un salto, como si el mono pudiera extender una de sus manos grotescas para tocarme y casi me caigo. Escucho carcajadas y el maestro me saca del salón. Las pesadillas con el mono de piedra se repitieron durante varios años desde que la abuela me lo regaló, luego cada vez con menos frecuencia, sin desaparecer del todo.  


—He soñado con este mono tantas veces desde que soy niña, ¿tú no? —Nunca quiso escuchar mis pesadillas, siempre me apartó con fastidio. ¿Por qué me pregunta ahora? Supongo que algo quiere decirme y espero un momento, luego pregunto:

—¿Qué sueñas exactamente? 

Sus ojos se ausentan como si estuviera en otro sitio. Una mueca entre el dolor y el asco le deforma el rostro. Los labios le tiemblan y entonces dice:

—Ya no importa —Y luego de una pausa, agrega—. ¿Tienes martillo?

Voy a buscarlo a la caja de herramientas y hago como que lo busco, pero ya lo tengo en la mano. No sé si dárselo o no. Tengo miedo. Mamá está muy rara. De pronto caigo en la cuenta de que es una desconocida. Jamás hemos hablado como amigas, nunca nos hemos contado nuestras tristezas, pesares o alegrías. Somos mamá e hija porque así lo dispuso el azar, pero en realidad no sabemos quiénes somos. ¿Qué le pasa a esta mujer que está en mi sala?, ¿por qué esa obsesión por el mono?, ¿qué secreto familiar lo ha mantenido durante tanto tiempo alrededor nuestro?


—Apúrate con ese martillo —Se lo doy. Mete al mono en la caja, la deposita en el suelo. Levanta la herramienta con ambas manos y da un golpe fuerte, luego otro y otro. Voy por el otro martillo, regreso y entre las dos nos turnamos para golpear el mono dentro de la caja. Nos sincronizamos de manera natural: cuando ella golpea, yo tengo el arma en el aire y viceversa. Una peste a naranjas podridas inunda el ambiente, pero no nos detenemos. No sé cuánto tiempo pasamos dándole. Terminamos sudorosas y sonrientes. 

—¡Listo! —mamá jadea y deja caer el martillo—. Trae una bolsa para basura.

Llevo cuatro bolsas negras, escoba y recogedor. No sé por qué me siento eufórica, me duelen las muñecas y tengo sed. Mamá suda, pero su semblante húmedo está tranquilo. Recogemos los pedazos y los metemos en las bolsas. Mamá, como siempre ha sido su costumbre, barre meticulosamente debajo de todas las superficies hasta que está satisfecha. Acepta una torta y bebemos té sin hablar. Estamos agotadas y hambrientas.  

—Escúchame bien, vamos a tirar las bolsas en diferentes lugares. No podemos arriesgarnos.

—¿A que el mono regrese? ¡Ay, mamá! —Su mirada temerosa y dura me silencia. 

Salimos de casa a los pocos minutos cada una con dos bolsas de basura. Tengo el presentimiento de que hemos matado y descuartizado a alguien. Dejamos la primera en el terreno baldío dos calles adelante; otra en la entrada del camión de la basura del mercado; otra al lado de una virgen en una esquina cuya imagen no evita que la gente acumule deshechos y la última se la lleva mamá para tirarla por sus rumbos. 


Cuando se marcha me meto en la cama y me duermo de inmediato. La virgen en su altar rodeada de focos de led abre los ojos y aparta su manto de estrellas: ahí está el mono de piedra, se le ve un poco maltrecho, pienso que de tanto golpe que le dimos mamá y yo. Veo todo desde otra dimensión, mi cuerpo no está ahí, pero de todos modos empiezo a temblar, tengo miedo y abro la boca para gritar, pero la tengo seca y la lengua hinchada. Entonces la virgen deja caer el manto y sonríe. Me doy cuenta de que tiene el rostro de la abuela, está arrugada y sus diminutos ojos miopes llenos de lagañas me miran. Despierto e intento levantarme por agua, pero siento el cuerpo dolorido y las muñecas hinchadas. 


Casi un año después, mamá me visita. Está un poco demacrada, pero tiene el semblante tranquilo. En los últimos tiempos hemos hablado mucho por teléfono. Siento que hemos logrado cierta intimidad y quiero decirle que hace meses no sueño con la mirada libidinosa del mono, que el olor a naranjas podridas se ha esfumado. Pero, ¿cómo contarle algo que necesita una larga introducción de pesadillas y horrores nocturnos? Le aseguro que podemos hablar del mono de piedra con confianza. Pero mamá me para en seco.

—Es mejor no hablar de cosas del pasado. Casi todo lo que uno dice que pasó, no pasó. ¿Entiendes? El mono de piedra no existió, eran cosas que contaba tu abuela.

La observo con atención, no estoy sorprendida. Sé que sus recuerdos son peores que los míos y que nunca vamos a hablar de ellos. 


Hoy encontré un pedazo de piedra en un rincón de la sala. Lo recojo y sonrío. Se te fue mamá, pienso; el mono sí existió. Coloco el objeto en la mesa, al lado de florero.

 

Bibiana Camacho es escritora, editora, bailarina y encuadernadora. Sus libros son los volúmenes de cuentos Tu ropa en mi armario (Jus, 2010), La sonámbula (Almadía, 2013) y Jaulas vacías (Almadía, 2019); las novelas Tras las huellas de mi olvido (Almadía, 2010) y  Lobo (Almadía, 2017). Fue co guionista durante diez años del programa literario dirigido por Rafael Pérez Gay La otra aventura y es co autora del libro homónimo publicado en 2020 por editorial Cal y arena. Es compiladora del libro El origen de todos los males. Madres y padres autoritarios (Cal y arena, 2022).

Es autora junto con Javier Elizondo del libro juvenil Más allá del árbol guardián, Planeta, 2020. Es editora y encuadernadora del Taller Editorial Cáspita. 



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