La Vitesse
por Kelly Robson
2 de marzo de 1983, a 30 kilómetros al suroeste de Hinton, Alberta.
—Rosie —dijo Bea en un susurro, pero las ruedas del antiguo autobús escolar se desplazaban con estrépito por encima de la gravilla, y su hija no la oyó. Rosie estaba despatarrada en el asiento del copiloto con los ojos cerrados. No se había movido desde que Bea la había hecho subirse a La Vitesse a las seis y cuarto de la mañana. Pero no estaba dormida. Una madre siempre notaba esas cosas.
Bea alzó la voz hasta alcanzar un susurro teatral:
—Rosie, tenemos un problema.
Siguió sin reaccionar.
—Rosie. Rosie. Rosie.
Bea agarró uno de los guantes que había en el salpicadero y lo tiró. No se lo tiró a su hija; a su hija nunca. Rebotó en la ventana y cayó sobre el regazo de Rosie.
—Mamá, estoy durmiendo. —Un ceño fruncido grande y terrorífico. Bea no había visto sonreír a su hija desde que había cumplido los catorce.
—Hay un dragón detrás de nosotras —dijo silenciosamente, vocalizando las palabras. Ninguno de los otros niños se había dado cuenta, y Bea quería que eso siguiera así.
Rosie puso los ojos en blanco.
—No sé leer los labios.
—Un dragón —susurró—. Nos sigue.
—Ni de coña —Rosie se irguió de un salto. Se retorció en su asiento y miró hacia atrás por el pasillo central, pasados los niños vestidos con sus monos y gorros de nieve—. No lo veo.
La ventana trasera estaba marrón por el aguanieve sucia y congelada. Gracias a Dios. Si los niños vieran al dragón, se pondrían a chillar.
Rosie se arrastró fuera de su asiento y se inclinó por encima de su madre, agarrándose con fuerza a la barra detrás de la cabeza de Bea. Su parka negra, demasiado apretada, olía levemente a cigarrillos.
Bea abrió su ventana de un tirón y ajustó el retrovisor para Rosie. Detrás del autobús, un ala larga de un negro mate golpeaba el aire con un ritmo furioso. El sol de invierno, pálido, se reflejaba en las escamas plateadas que marcaban el borde frontal del ala.
—Guau —dijo Rosie; su voz sonó tan baja que casi pareció un gruñido.
Bea pisó el acelerador. La Vitesse salió disparada hacia delante, revelando el ancho pecho del dragón, que ondeaba con los músculos que se flexionaban. La criatura alzó las patas delanteras, rematadas con espolones, como si intentara atrapar el autobús, y les mostró el más leve vistazo de un cuello flexible y una cabeza triangular como la de una serpiente antes de recuperar la distancia con el autobús y desaparecer en el punto ciego del retrovisor.
Rosie se apartó el flequillo desigual de los ojos y se inclinó para acercarse todavía más al retrovisor.
—Nada de fuego. ¿Por qué no ha tratado de tostarnos?
—No lo sé. Puede que esté respirando con demasiada dificultad —dijo Bea—. Pero cielo, tienes que ayudarme. Pon a los niños todos juntos en los asientos delanteros. Apretújalos bien.
Pero Rosie no estaba escuchando. Miraba el espejo, paralizada, y observaba como el ala del dragón se flexionaba desde la punta con el garfio hasta el hombro grueso.
—Rose, por favor. —Bea golpeó el volante con ambas manos—. Lleva a los niños a la parte delantera.
—Ya, vale. —Rosie se irguió y después volvió a inclinarse frente a su madre para echar un último vistazo.
Hasta Bea tenía que admitir que su chica daba miedo, en especial últimamente, con sus camisetas de death metal y su postura encorvada y enfadada. Todavía no había cumplido los dieciséis, pero era tan grande y alta que parecía tener veinte. A todo eso añádele el lápiz de ojos negro que Rosie derretía con una cerilla y que se aplicaba todavía caliente, y el corte de pelo puntiagudo que se había hecho ella misma el año pasado y que mantenía corto con el único par de tijeras bueno que tenía Bea y sí, Bea comprendía porqué las otras madres le echaban la bronca por dejar que su hija mantuviera un aspecto de chica dura.
Bea no podía hacer nada al respecto. Rosie siempre había causado más problemas de los que podía solucionar. Pero mientras regresara a casa con ella en el autobús, el resto daba igual.
Aunque a Bea no le gustaba la forma en que su hija miraba al dragón. No estaba asustada, ni siquiera un poco. Puede que hasta se alegrara de verlo.
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Bea se encargaba de la ruta de autobús más larga y remota del distrito escolar. Comenzaba en su tráiler al sur de Cadomin, se dirigía al norte y recogía a los chavales a lo largo de la carretera de Forestry Trunk pasando por Luscar y la mina de carbón del río Cardinal, para después girar hacia el este en la autopista de Yellowhead, y llevaba a los chavales a través de la ciudad para dejarlos en los tres colegios.
El viaje de ida y vuelta duraba cinco horas, dos y media en cada dirección. La Vitesse era un bus rápido con un motor grande de ocho cilindros, pero Bea conducía despacio. La carretera de Forestry Trunk era de gravilla, profundamente corrugada con baches provocados por la escorrentía procedente de las montañas que la rodeaban. Los arcenes suaves a ambos lados de la carretera de gravilla podían tirar fácilmente de un vehículo hasta una zanja o por un barranco, y los alces acechaban detrás de cada curva, en ocasiones directamente en medio de la carretera. Bea había visto lo que un alce macho podía hacerle a un autobús, y no quería verse involucrada en algo así.
Así pues, Bea conducía despacio. También era amable. Los conductores de los autobuses escolares tenían permitido dejar atrás a los chicos que no salían puntuales de sus casas y estaban esperando junto a la carretera, pero Bea nunca lo hacía. Los osos eran frecuentes en otoño y en primavera, y los pumas cazaban durante todo el año. Un chaval esperando al autobús era un piscolabis calentito y estupendo.
Y últimamente, a Bea también le preocupaban los dragones.
Rosie reunió a los niños en las filas delanteras, tres y cuatro por asiento. Muy bruscamente; Rosie siempre era demasiado brusca con los otros niños, pero eso ahora no importaba.
—Vamos a jugar a un juego —canturreó Bea con su voz más alegre y sonrió al espejo retrovisor—. Vamos a ver cómo de rápido puede frenar La Vitesse. Voy a tocar el claxon diez veces. Contad todos conmigo. Con el número diez, pisaré el freno. Que todo el mundo se agarre bien fuerte. ¿Preparados?
En el espejo retrovisor, las capuchas y los gorros enmarcaban veinte pares de ojos grandes y asustados. Sabían que algo iba mal. Los niños siempre lo sabían.
—Será divertido —dijo, ampliando la sonrisa—. ¿Listos?
Los chavales contaron con ella cada bocinazo. Esperaba que el claxon ahuyentara al dragón, pero ya lo había intentado antes y no había funcionado.
Cuando llegaron al bocinazo número diez, se encontraban en una buena recta llana. Gravilla decente, sin socavones ni baches. Las cunetas eran poco profundas en ambos lados, y estaban limitadas con una línea de píceas delgadas y jóvenes. Si La Vitesse derrapaba y se salía de la carretera estarían bien. Pero el autobús aguantaría, Bea tenía fe.
Cuando pisó el freno, uno de los niños gritó. Varios gimotearon. El dragón golpeó la parte de atrás del autobús con un sonido hueco. La Vitesse derrapó, pero se quedó cuadrada en medio de la carretera. Bea metió la primera y pisó el acelerador. El motor de La Vitesse rugió y después chilló. Bea dejó que las revoluciones subieran y cambió a segunda, el pie horizontal sobre el pedal.
En el retrovisor izquierdo, el dragón yacía desplomado sobre la gravilla, las alas en ángulos que recordaban a una tienda de campaña rota.
Bea contuvo el aliento, pasando la vista de la carretera al retrovisor y a la carretera. Muerto, esperaba. Que esté muerto.
El dragón levantó la cabeza y bostezó. Una lengua de fuego azul lamió el espacio entre sus colmillos. Clavó los goznes de sus alas en la gravilla y se levantó tambaleándose. En la luz de la madrugada, sus ojos brillaron blancos como el hielo y con una mirada voraz y homicida.
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Bea había visto su primer dragón en 1981, hacía dos años, cuando traía de regreso un autobús lleno de jugadores de fútbol después de un torneo en Jasper.
Iba a velocidad constante bordeando el río Athabasca, en dirección a las puertas del parque nacional de Jasper. La luz del atardecer volvía las montañas de un naranja suave, y los árboles arrojaban sombras largas como jabalinas que atravesaban la carretera. El indicador de velocidad de La Vitesse se encontraba a dos dedos por debajo del límite de velocidad. Los neumáticos canturreaban sobre la carretera ligeramente en curva. Bea estaba pensando en hacer costillas a la barbacoa para cenar el domingo cuando vio al dragón posado sobre el borde del acantilado descomunal de Roche Miette.
Alzándose en la montaña por encima de la carretera, las escamas rojas del dragón brillaban como la sangre bajo el sol. Extendió las alas y las batió una sola vez, después apuntó su cabeza estrecha hacia la carretera bajo sus pies. Se dejó caer del acantilado, planeó bajo, y desapareció detrás de los árboles.
Cuando La Vitesse rodeó la curva, el dragón rojo estaba encorvado con las alas extendidas en la cumbre de la fachada rocosa acribillada por la dinamita, en el sitio en el que la montaña se encontraba con la autopista; tenía una oveja muflón atrapada en las fauces.
—Mirad —pió Bea. Pero los chavales estaban haciendo demasiado ruido como para poder escucharla. Pisó a fondo el acelerador y observó al dragón alejarse por el espejo retrovisor. Si se pasó del límite de velocidad todo el camino hasta casa, nadie lo notó.
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Veinte niños, veintiuno con Rosie. El más joven no llegaba a los seis, y Rosie era la mayor, con casi dieciséis. Más de la mitad estaba llorando.
—¡Prueba del freno finalizada! —La voz de Bea sonaba aguda por la tensión. Se encorvó en el asiento y se retorció de lado a lado, estudiando el cielo a través de los retrovisores laterales—. ¡Los frenos están perfectos! La Vitesse es un buen autobús.
Le dio palmaditas al salpicadero como si fuera un caballo.
—Mamá. Han oído cómo nos golpeaba —gruñó Rosie—. Cuéntaselo, joder.
—Un alce ha subido corriendo la cuneta —dijo Bea—. Nos ha dado un golpecito en el culo, pero estamos bien.
Los niños berrearon aún más. Tony Lalonde tiró de gorro hasta cubrirse los ojos y aulló.
—El alce también está bien —insistió Bea—. Todo va bien.
Pero no iba bien. El dragón no estaba herido. Volaba a unos doce coches por detrás de ellos, con las alas batiendo con fuerza, la boca abierta. Con cada descenso de las alas, aquella llama azul lamía la carretera. ¿Estaba lo suficientemente caliente como para derretirle los neumáticos? Probablemente. No podía permitirse averiguarlo.
Detrás de ella, Rosie estaba de pie en el pasillo, surfeando los baches. Cuando el dragón arrancara la salida de emergencia de sus goznes y se lanzada por el pasillo, Rosie sería la primera víctima. Le arrancaría la cabeza a su hija y mataría a los niños uno a uno mientras Bea estaba sentada al volante. Tenía que pensar en algo.
—Rosie, cariño —dijo, con la voz más dulce que logró sacar—. Ven y conduce el autobús.
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Cuando Bea alertó del dragón rojo a la policía montada de Hinton, el policía en el recibidor se limitó a sonreír.
—La imaginación se desboca en las montañas —dijo—. El otro día vino un minero a decir que una pantera gigantesca rondaba su excavadora.
—Ya, vale, pero ¿habéis estado en Jasper recientemente? —preguntó Bea—. ¿Le suenan los muflones que hay al lado de la autopista? ¿Los que pastan debajo de Roche Miette? Han desaparecido. Todos.
El policía montado sonrió con guasa.
—El verano pasado un grupo de campistas dijo que habían visto a Piesgrandes en el lago Jarvis.
Bea se rindió. El tipo era de Toronto. ¿Qué sabía él? Nada.
Bea y su familia no eran mineros y desde luego que no eran campistas. Las montañas no eran terra incognita para ella. Había nacido en las montañas, igual que sus padres, los padres de estos y así todas las generaciones. Sus ancestros vivieron en Jasper antes de que fuera un parque, hasta que les echaron y se reasentaron en Cadomin. Esas Montañas Rocosas eran su verdadero hogar, así que cuando Bea decía que había visto un dragón, lo había visto. Daba igual lo que dijera un policía montado cualquiera.
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—¿Quieres que conduzca La Vitesse? —preguntó Rosie —. ¿Estás de coña?
Desde la parte trasera del autobús llegó una sonido estridente y agudo, como metal contra metal, y si Bea había dudado, ya no lo hacía.
—No estoy de coña. Coge el volante, por favor.
Intercambiaron posiciones torpemente. Las caderas anchas de Bea no dejaban mucho espacio, pero Rosie se deslizó detrás de ella. Lo más importante, después de permanecer en la carretera, era mantener la presión en el acelerador. Bea se colgó de la barra pasamanos y se estiró para mantener el dedo gordo en el pedal, como una nadadora probando el agua.
—Suéltalo, suéltalo, lo tengo. —Rosie clavó su hombro en la cadera de su madre, con fuerza.
—Vale, cielo. Mantenla por encima de cincuenta, incluso en las curvas. Pisa hasta el fondo en los tramos rectos. Y si ves venir a alguien, presiona el claxon y no lo sueltes. —Bea sacó el extintor del hueco del estribo del autobús. Cuando se incorporó, Joan Cardinal la miraba con ira por debajo de su flequillo negro y sedoso.
—Voy a chivarme —dijo Joan, muy de trece años e intensa.
—Claro que sí, cariño. Hazlo. —Bea acunó el extintor como a un bebé.
—Juguemos a otro juego. Hay reglas. Todo el mundo se queda en su sitio. No os levantéis. Agarraos fuerte a vuestros compis de asiento, guardad silencio y haced todo lo que os diga. Si lo hacéis, haremos una parada en la heladería el día antes de las vacaciones de Semana Santa. Yo invito.
Todas las bocas de los niños se abrieron de par en par. El helado era el arma secreta de la conductora de autobuses.
— ¿Conos o tarrinas? —preguntó Sylvana Lachance, de diez años y ya experta negociadora.
—Eso depende de lo bien que lo hagáis. —Bea les lanzó una gran sonrisa maternal—. Ahora, quitaos los monos.
Rosie solo tenía el permiso para aprender a conducir, pero llevaba conduciendo desde los diez. En las montañas, todos los niños empezaban a conducir pronto. Había aprendido en la Chevrolet Blazer oxidada de Bea, una camioneta de cuatro marchas con un embrague complicado, y llevaba años llevándola con confianza. Puede que la Blazer no se pareciera en nada a La Vitesse, pero Bea no tenía alternativa. No podía hacerle nada al dragón mientras estuviera atrapada en el asiento del conductor.
Bea se arrodilló en el pasillo y metió a presión su propia parka en el interior del diminuto mono de nieve rosa de Michelle Arsenault, y después rellenó las piernas y los brazos con todos los gorros y bufandas a su alcance.
—¿Quién tiene carne para el almuerzo hoy? ¿Alguien? —los niños se encogieron en sus asientos—. Si tenéis, la necesito.
Blair Tocher le lanzó su bolsa del almuerzo. Bea la abrió rasgándola y rompió la envoltura de celofán con las uñas. Mantequilla de cacahuete, eso estaba bien. A todos los animales les gustaba, ¿no? Restregó el interior del sandwich por todo el mono.
—¿Nadie tiene mortadela para comer? ¿Salchichas? ¿Jamón de lata? —Intentó sonar normal, pero su voz salió aguda y estridente.
—Dadle vuestros almuerzos —oyeron un gruñido proveniente del asiento del conductor, donde Rosie se encorvaba sobre el volante—. O nos llevo a la cuneta.
Las bolsas llovieron sobre la cabeza de Bea. Salchicha de cerdo sobre pan casero en rodaja gruesa con un toque de melaza: esos eran los nietos de Manon Laroche. Mortadela y queso en pan integral: ese podía ser de cualquiera. Galletas, manzanas, apio con queso cheddar untable, todos esos fueron para dentro. Restregó la carne por fuera, triturando las sobras grasientas en los puños de lana y la capucha mullida.
—Vale —dijo Bea. Levantó el mono de nieve con un brazo y agarró el extintor con la otra mano. Entonces La Vitesse pilló un bache y el mundo entero giró a su alrededor.
—Trata de evitarlos girando el volante, Rose —le gritó Bea desde el suelo.
—Se acerca un camión de troncos. —La voz de Rosie sonaba extrañamente profunda.
—El claxon. ¡Haz sonar el claxon, cielo! —Bea recorrió el pasillo a cuatro patas—. Tiene una radio, pedirá ayuda.
Sacudió los brazos mientras Rosie hacia sonar la bocina a tope. En lo alto de la cabina del camión, un hombre con una gorra de conductor y barba de varios días. Con gafas de sol, aunque todavía no hubiera amanecido del todo. Una mano en el volante con los dedos levantados en una ola perezosa mientras la otra mano se acercaba un vaso de café de poliestireno blanca a los labios para dar un sorbo. El camión pasó de largo como una flecha.
—¿Funcionó? —preguntó Rosie.
Bea corrió por la primera fila vacía y se lanzó hacia la ventana lateral. Presionó la frente contra el cristal frío y vio como el camión desaparecía detrás de una curva.
—No —dijo Bea—. No estaba mirando.
Recorrió el pasillo cojeando.
—No he puesto las luces de emergencia. —Extendió el brazo rodeando a su hija y encendió los intermitentes. Encendió las luces de alerta también, los intermitentes grandes y naranjas en la parte frontal y trasera. Entonces se giró hacia los niños y tomo aire.
A su derecha y a su izquierda, los veinte niños, con sus adorables caritas mirando hacia arriba. Manchadas por las lágrimas. Algunas contorsionadas por el miedo. La mayoría inexpresivas, en shock. Era culpa de ella. Les había fallado a todos.
—Es un dragón —dijo—. Uno grande.
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Hinton no tenía una biblioteca de verdad. Técnicamente, la biblioteca del instituto estaba abierta al público durante el horario escolar, pero la bibliotecaria tenía opiniones sobre el tipo de persona que debería tener permitido atravesar la puerta. Y a los diecisiete años, a Bea se le prohibió la entrada. Puede que aquello fuera hace dieciséis años, pero que ella supiera, seguía teniendo la entrada vetada.
Aun así, Bea necesitaba información y la biblioteca era el único lugar donde conseguirla.
Después de hablar con el policía montado, había aparcado su autobús en el estadio de hockey y había atravesado caminado los campos de juego en dirección al instituto. Al otro lado de la carretera, las chimeneas de la fábrica de celulosa eructaban un vapor de huevos podridos que flotaba sobre el instituto formando una bruma amarilla.
Se deslizó silenciosamente dentro de la biblioteca, caminó sin hacer ruido hacia la estantería de referencia en la pared del fondo y sacó la Enciclopedia Británica, tomo D. La entrada de los dragones estaba subtitulada como “criatura mitológica”. Examinó las ilustraciones. Claramente su dragón era del tipo europeo. Su cabeza de serpiente y sus alas de murciélago coincidían con el dibujo.
En los mitos europeos, decía, los dragones aterrorizaban valles enteros. Después de comerse todas las ovejas, comenzaban a comerse a los niños.
Ovejas. Las ovejas de los dibujos eran versiones de cuento de hadas, blancas y esponjosas, nada de ovejas muflón, con su pelaje marrón brillante y sus cuernos enroscados. Pero las ovejas bajo Roche Miette habían desaparecido. ¿Significaba eso que los niños eran los siguientes?
—Bea Oulette.
Bea cerró la enciclopedia de golpe. La señora English la miraba por encima de sus gafas de lectura.
—No puedes estar aquí —dijo—. Tienes prohibida la entrada.
Bea colocó el libro de vuelta en la estantería y caminó suavemente hacia la puerta, manteniendo la mirada baja.
—Ha pasado mucho tiempo desde el instituto —dijo suavemente mientras pasaba delante del mostrador de salida.
—No para mí —gruñó la bibliotecaria—. No vuelvas.
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Bea se puso de pie sobre un asiento del autobús y empujó para abrir la escotilla de seguridad del techo. Se extendió con facilidad: Bea mantenía las bisagras bien engrasadas. Se sujetó con una mano al borde abierto de la escotilla y puso el pie en el respaldo, agarrando el mono grasiento, relleno y restregado entre los dientes. Con ambas manos, abrió la escotilla del todo con un empujón.
Todavía incomoda, pero más estable después de sacar la cabeza y los hombros. El pelo le azotó la cara.
El dragón planeaba detrás del autobús. Arañó el techo con las patas traseras, arando el metal con sus talones, buscando agarre. Perdió la sujeción y se quedó atrás, se retorció en el aire, y después extendió su largo cuello y batió las alas con fuerza para alcanzarles de nuevo.
A lo largo del techo, unas marcas largas y brillantes cortaban la pintura y el polvo de la carretera. Era cuestión de tiempo que clavara su garra en La Vitesse.
Bea tiró del mono relleno hasta que atravesó la escotilla.
—Oye —gritó—. ¿Quieres la cena? —Sostuvo el mono por la cintura y lo bailó, con los brazos y las piernas dando coletazos. Se lo lanzó al dragón y después agarró las manillas de la escotilla y la cerró con un golpe fuerte.
—¡Písale a fondo, Rosie! —gritó.
Pero La Vitesse ya estaba moviéndose rápidamente, y la intersección de la autopista se veía en el horizonte. No había opción, tenían que girar.
Bea se lanzó por el pasillo.
—¡Frena, cielo! No podrás hacer el giro.
—No ha funcionado. —Rosie tenía los ojos pegados al retrovisor. Ni siquiera estaba mirando la carretera.
—¡Frena ya!
Bea agarró el hombro de Rosie y trató de sacarla del asiento. El autobús viró bruscamente. Rosie se encorvó sobre el volante y lo agarró con ambas manos, sus nudillos se volvieron blancos, su cuerpo entero estaba en tensión.
—Sal del asiento. —La voz de Bea aumentó de volumen, aguda y estridente—. Rosie, sal ahora mismo.
El sonido de desgarre de las garras contra el metal. Un tajo de luz apareció en el techo por encima de la parte izquierda del asiento posterior.
—Eso es un problema —dijo Rosie con una voz grave y ominosa.
—Frena o nos volcaremos —suplicó Bea.
Rosie bajó la velocidad un poco. Bea agarró dos grupos de niños con los brazos de los asientos detrás de Rosie y los empujó hasta los asientos del lado contrario.
—Todo el mundo en el lado derecho. —No había tiempo para ser delicada. Agarró brazos y hombros, lo que estaba a su alcance, y después se inclinó hacia delante, presionando un asiento lleno de los niños más pequeños contra su tripa—. Agarraos fuerte.
Un estallido. Bea se giró para mirar. Justo por encima de la ventana trasera sucia, tres garras habían perforado. La ventana misma estaba oscurecida. El dragón colgaba de la parte trasera del autobús.
—Tarrinas —gritó Bea—. Si conseguimos hacer el giro, os compraré tarrinas a todos.
—De caramelo —dijo Rosie, y giró el volante.
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Cuando era una adolescente, Bea se llevó libros de la biblioteca del instituto. No con frecuencia. No todos los libros. Solo los buenos. Pero no era robar, al principio no. Cuando comenzó, devolvía los libros. Así es como la pillaron.
El primer día del curso que cumplió diecisiete años, estaba devolviendo los libros que se había llevado a casa para el verano. Su plan era dejarlos silenciosamente en una estantería por la mañana, esfumarse y después colarse de nuevo por la tarde como si no hubiera estado allí. Pero la carga era demasiado pesada. Los libros rompieron el fondo de la bolsa de papel y se desperdigaron por el linóleo de la biblioteca, justo frente a la señora English.
En la oficina del vicedirector, Bea mantuvo la mirada caída y dirigida al suelo. Nunca te enfrentes a ellos, esa era la estrategia de supervivencia. Era lo que su abuelo hizo cuando los cazadores atravesaron la cresta montañosa donde había construido su cabaña ceremonial. Es lo que su madre hacía cuando el encargado de la tienda de alimentación la seguía por los pasillos. La mirada baja, la respiración calmada, esperar a que perdieran el interés.
La prohibición de entrar la mantuvo lejos de la biblioteca apenas una semana. La señora English no estaba vigilando siempre. A los estudiantes voluntarios no les importaba y, lo mejor de todo, nadie parecía saber lo que Bea sabía. Para robar un libro de la biblioteca, lo único que tenías que hacer era encajarlo entre otros dos libros, por ejemplo, un archivador y el libro de texto de matemáticas, y mantener la pila horizontal mientras atravesabas la puerta de salida. Si lo mantenías plano, la tira magnética no haría saltar el detector.
Así que Bea tenía todos los libros que quería, aunque Hinton no tenía lugar para comprarlos a parte de los bestsellers aburridos del exhibidor de la drogería. Se aprovisionó. Después de recibir la bronca de la señora English y el vicedirector, no le importaba lo más mínimo.
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Los neumáticos posteriores de La Vitesse chirriaron cuando derraparon lateralmente sobre el asfalto cubierto de gravilla en la intersección de la carretera de Forestry Trunk. Una de las ruedas traseras se apartó del suelo. El chasis tembló como si fuera la misma carne de Bea.
Se agarró a los respaldos con las uñas y envolvió su pie, metido en una deportiva, alrededor del puntal de un asiento. Bajo su tripa, presionó a los niños más pequeños contra el asiento. Cuando La Vitesse coleó, las garras del dragón rasgaron el techo: cuatro agujeros de bordes dentados que se extendieron en una curva en la dirección de las agujas del reloj, el dragón se balanceó como un péndulo. Un ala golpeó las ventanas posteriores izquierdas, una, dos veces. Un pie rascó el cristal, las garras repiquetearon en un staccato rápido.
Un calor húmedo se extendió por el muslo de los vaqueros de Bea. Uno de los pequeños se había hecho pis encima. El dragón colgaba del lateral del bus, la punta de sus garras estaba enganchada a las juntas de las ventanas. Su cabeza se batía hacia delante y hacia atrás como una bandera, golpeando las ventanas laterales de La Vitesse.
Bajo Bea, Tony Lalonde aulló. Pero si podía llorar, podía respirar, y eso era lo único que le importaba a Bea.
El autobús derrapó hacia la autopista, dio vueltas cruzando los dos carriles anchos en dirección este, y escupió gravilla más allá de la mediana. Las fauces del dragón se abrieron con un grito, pero en lugar de sonido: una lengua de fuego azul, transparente, como la llama de propano del hornillo de camping de Bea. Entonces, perdió el agarre y cayó. Una garra se quedó colgando de la ventana, restregando sangre cenicienta procedente de su raíz.
Bea corrió por el pasillo y arañó los hombros de su hija.
—Sal de mi sitio, ahora mismo —demandó.
—Casi ha terminado. —Bajo el lápiz de ojos empastado, los ojos entrecerrados de Rosie parecían duros como la piedra—. Cuida de los niños. A mí me odian.
—Rosie. No.
—No pasa nada. Yo también les odio.
No había nada que hacer. Bea nunca había podido enfrentarse a su hija. Pero Rosie no estaba equivocada. Casi había terminado. Se giró hacia los niños apiñados.
—Todo va a salir bien. —Les lanzó su mejor sonrisa maternal—. Rose nos llevará hasta la comisaría de la policía montada. Cinco minutos.
Esas caritas manchadas por las lágrimas casi le rompieron el corazón. Theresa Lalond se agarraba muy fuerte a su hermano pequeño. Él sollozaba contra el jersey de su hermana mayor. Bea se irguió por encima de ellos.
—¿Te he hecho daño, Tony? Lo siento mucho.
—Esto es culpa tuya —dijo Theresa. Y no estaba equivocada. Bea sabía lo de los dragones desde hacía meses y ¿qué había hecho? Nada.
—Está bien. Alguien nos rescatará —dijo, pero sabía que no era cierto.
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El tomo D de la Enciclopedia Británica fue el primer libro que Bea robaba en dieciséis años. No había perdido sus habilidades. Lo único que tuvo que hacer fue esperar al descanso para fumar de la señora English. Las chicas adolescentes en el mostrador de salida no levantaron la mirada ni cuando Bea entró, ni cuando cogió el tomo de la estantería de referencia. Bea atravesó la puerta antirrobo sosteniendo el pesado libro plano al nivel de su estómago.
El libro encajaba perfectamente sobre el volante de La Vitesse. Bea leyó todo el artículo de los dragones dos veces para asegurarse de que no se le había escapado nada, pero no había mucha información. Los dragones europeos eran voraces. Mataban, consumían y asolaban la tierra hasta que finalmente un gran héroe los detenía.
Bea había vivido toda su vida en las montañas, pero eso sí era algo que sabía del mundo: los héroes eran más míticos que los dragones. Simplemente, no existían.
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—Frena, cielo —dijo Bea—. Gira en Switzer.
La Vitesse tembló. Rosie tenía el acelerador pisado a fondo. Llegarían al parking de la policía montada en apenas minutos. Pero primero, tenían que tomar un giro brusco a la derecha para coger Switzer Drive.
—He dicho que frentes —repitió Bea.
Rosie no frenó.
—¿Qué haces? —chilló Bea mientras pasaban a toda velocidad por la intersección.
—¿Quieres que nos atrape de nuevo? —dijo Rosie.
Rosie abrió el pestillo de la ventana lateral del conductor, sacó la mano y señaló en el espejo al cielo detrás de ellos. El dragón seguía persiguiéndolos, a diez cuerpos de distancia y volando alto por encima de la autopista.
—Tenemos mucho espacio —suplicó Bea. Agarró el hombro de su hija y señaló al último punto de acceso a la vía de servicio, que se acercaba rápido por la derecha—. Frena y vuelve.
Rosie se sacudió la mano de su madre de encima.
—Demasiado tarde para eso.
Las lágrimas brotaron en los ojos de Bea.
—Rosie, cariño. No puedes hacer esto.
El resto de la autopista era un tramo recto que atravesaba Edson en dirección a Edmonton. Tres horas y media de territorio salvaje. Pero Hinton tenía vías de servicio que se alineaban a cada lado de la autopista, llenas de gasolineras y plazas comerciales. No había mucho tráfico tan temprano por la mañana, pero alguien debería haber visto el dragón ya. Probablemente estaban corriendo hacia una cabina telefónica en ese momento.
Bea corrió hacia la parte posterior del autobús. El cristal estaba más limpio, la capa de suciedad había sido arrastrada por el cuerpo balanceante del dragón. Un pequeño Datsun rojo circulaba por el carril derecho. Bea captó la cara asombrada del conductor, la boca abierta en una O perfecta mientras La Vitesse pasa de largo rugiendo.
Alto por encima de la autopista, el dragón dobló las alas. Pareció planear en el aire. Después cayó en dirección al coche diminuto como un torpedo.
Atacó con las cuatro patas como un gato a la caza, los talones atravesaron el techo de fibra de vidrio endeble. El coche viró bruscamente, atravesó la mediana y se lanzó contra los carriles en dirección contraria. El dragón montaba el coche como un vaquero de rodeo, flexionando las piernas, batiendo las alas como si pudiera levantar el coche de la carretera directamente.
—Frena, frena —susurró Bea—. Tíralo… oh, no.
La gasolinera Husky de Hinton era la más grande del pueblo, imposible de ignorar por su gigantesca bandera de Canadá, que chaqueaba sobre ella. Grandes surtidores de diésel para los tráileres y cuatro bancos de surtidores normales para el tráfico turístico del verano. Y el Datsun estaba fuera de control. Evitó el primer surtidor, pero golpeó el segundo. La gasolinera estalló con un boom.
Llamas naranjas. Humo hirviendo. Y del interior de la conflagración se alzó el dragón. Sus alas avivaron el fuego con golpes largos y perezosos.
—¡Tira, Rosie! —aulló Bea. Tal vez pudieran girar la siguiente curva antes de que los viera—. ¡Más rápido!
Puede que el dragón atacara otro coche, hiciera estallar otra gasolinera. ¿Era eso lo que quería? No, eso era horrible, pero tampoco quería que el dragón les volviera a comer los talones.
Entonces la bocina de La Vitesse bramó. Un aullido largo, insistente, infinito.
—¡Rose, no! —gritó Bea.
Las alas del dragón se tensaron. Dio una vuelta en el aire y se giró, tan elegante como una golondrina, las escamas se desprendieron de unos retazos de humo. Sus ojos brillaban, dos puntos helados, rectos y nivelados.
Bea vivía en las montañas. Había visto muchos pumas y sabía aquello: cuando los ojos de un depredador se centran en ti, dos órbitas alineadas perfectamente, eres carne, carne, nada más que carne. Si vivías o morías era algo que escapaba a tu control. Tu destino vive entre las garras y los colmillos de otro.
—Cariño, ¿por qué? —gimió Bea. Pero no hubo respuesta, nunca había respuesta con Rosie. Hacía lo que le apetecía.
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Desde el momento en que su hija nació, el único objetivo de Bea fue mantenerla en casa tanto tiempo como fuera posible. Con una niña tan terca como Rosie, eso significaba ceder, siempre. También significaba alimentarla bien. Comida deliciosa, y en grandes cantidades. Aunque era pequeñita de bebé, Rosie siempre había sido una buena comedora. Había crecido grande y alta: casi un metro ochenta y seguía creciendo, con hombros anchos y manos y pies grandes.
La comida era una estrategia importante. Bea sabía por experiencia propia que, a parte de las fiestas en las montañas los fines de semana, ir a por pizza o patatas fritas con los amigos era prácticamente lo único que un adolescente en Hinton podía hacer para luchar contra el aburrimiento. Bea misma había quedado atrapada en esa trampa.
A los dieciséis, en vez de subirse al autobús escolar para el largo camino de vuelta a casa, se había dirigido a Pizzas Gus. Después, esperaba a la salida del supermercado y trataba de encontrar a un vecino que la llevara a casa. Pero eso no siempre funcionaba, así que comenzó a hacer autoestop. Las dos primeras veces salieron bien. Pero la tercera vez, su profesor de ciencias sociales la recogió. Durante media hora, la sermoneó sobre los peligros de hacer autoestop, y después paró en el arcén y deslizó su mano en los vaqueros de ella. Así es como se quedó embarazada.
Bea no quería que eso le pasara a su niña. Así que, si la poutine del L&W estaba buena, la de Bea estaba mejor: las patatas fritas más crujientes, el queso más cremoso, la salsa de carne de un marrón oscuro y con tropezones de hamburguesa salada. Y eso era solo el principio. El ciervo asado con rebozado de nueces era la perfección y su pan sin levadura tostado con mermelada casera superaba a cualquier pastel. Así cuando Rosie llegó a esa peligrosa edad, nunca se planteó quedarse por ahí después del colegio. ¿Por qué iba a pasar el rato con chavales a los que odiaba y a comer snacks de calidad inferior cuando la comida de su madre estaba tan buena?
Rosie le daba miedo a sus profesores, pero a Bea no le importaba. Si su hija se sentaba al fondo de la clase y hacía lo mínimo necesario para aprobar, a Bea le parecía bien. Y si caminaba por los pasillos con los codos para fuera, lanzando miradas asesinas a los otros niños por debajo de su flequillo irregular teñido de negro y llevaba las dos mismas camisetas de Slayer durante todo el año, eso estaba más que bien. Nadie podría aprovecharse de su Rosie. Cualquiera que lo intentaba no lo intentaba dos veces.
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La Vitesse viajaba a toda velocidad hacia el este, el indicador de velocidad al máximo, el dragón seguía persiguiéndoles y no había nada frente a ellos más que la autopista abierta. Pronto comenzarían a ascender la montaña Obed. El motor no podía aguantarlo a esa velocidad. Bea tenía que hacer algo, pero tenía demasiado miedo como para pensar. Miedo de lo que el dragón haría cuando el autobús comenzara a subir a duras penas esa cuesta larga y empinada. Y además, por primera vez en su vida, le tenía miedo a su hija.
Rosie estaba encorvada en el asiento de Bea, su boca estaba fija en una mueca permanente. Los restos de su pintalabios negro azulado manchaban su barbilla. Puede que el mayor peligro al que se enfrentaran no fuera el dragón. Puede que fuera Rosie. Puede que siempre lo hubiera sido.
Los niños sabían que Rosie era peligrosa. Siempre lo habían sabido. Bea tenía la costumbre de apartar la mirada cuando los chavales pasaban a toda mecha por delante del asiento del copiloto de Rosie como si estuviera en llamas. Hacía caso omiso cuando Rosie le gruñía a un niño que llegaba tarde, y cuando enganchaba algo de una de sus mochilas. Bea lo trataba como un chiste.
Bea se arrodilló junto al asiento del conductor y colocó una mano delicada en el muslo grueso de su hija.
—Cariño, sea lo que sea que he hecho, lo siento mucho. Pero págalo conmigo, no con los niños.
Rosie frunció el ceño aún más. El puente de su nariz se arrugó como si oliera a podrido.
—No digas mierdas, mamá —masculló.
Bea movió la mano al bíceps de su hija y lo intentó de nuevo.
—Llevas mucho tiempo enfadada, ¿verdad? Y ahora estás en control. Y es cierto que tienes el control. Tú estás tomando todas las decisiones. Toma la decisión correcta, cielo. Da la vuelta.
—Joder, mamá, ¿qué crees que soy? —dijo Rosie. Tomo aire profundamente y gritó—. ¡Agarraos!
Rosie pisó el embrague y los frenos con fuerza y giró el volante. El ímpetu lanzó a Bea por el estribo. Se golpeó la cabeza con la puerta, con fuerza. Para cuando se sacudió el dolor de encima y se puso de pie, La Vitesse estaba parada en la mitad de la carretera de Pedley, un camino de grava sin salida y sin nada a ambos lados aparte de unas pocas casas viejas retiradas en la profundidad de la montaña.
—Bien hecho, gracias. Ahora conduzco yo. —Bea apoyó la mano en el grueso hombro de su hija. Era tan sólido como una piedra. La mano derecha de Rosie estrangulaba el volante y sacó la izquierda rígidamente por la ventana. retorció el retrovisor lateral para escanear el cielo detrás de ellos.
—No —dijo Rosie con voz queda—. Deja de tocarme.
Rosie metió la primera marcha del autobús, y después la segunda. Avanzaron por la calle. Por encima del suave crujido de los neumáticos sobre la gravilla y el zumbido sordo del motor, se oyó el fum, fum, de unas alas amplias, más y más alto. Detrás de Bea, los niños se sorbieron los mocos y sollozaron. Puede que Bea también lo hiciera. Sabía que tenía que pelear, pero, ¿cómo? Bea jamás había golpeado a nadie. Desde luego que no a su hija. Jamás. ¿Cómo iba a saber que eso era un error?
—Lo siento —susurró Bea—. No sabía lo que estaba haciendo. Era demasiado joven.
Cuando Rosie respondió, su voz sonaba monótona y sin emoción.
—Para. Estoy intentando pensar.
—Debería haberte obligado a jugar con los otros niños. Quería mantenerte en casa. Mantenerte a salvo. No sabía lo que eso significaría. Que estarías aislada. Que sería malo para ti.
Bea apoyó su mejilla izquierda contra el brazo de Rosie mientras La Vitesse avanzaba hacia el cruce de vías de Pedley. Las luces parpadearon rojas bajo la señal blanca y negra de cruce. Un tren se acercaba, pero Rosie estaba completamente centrada en el retrovisor lateral, con la mandíbula tensa, los ojos entrecerrados.
La bocina grave del tren tronó con el patrón de cruce. Dos toques cortos, uno largo, uno corto. Bea apoyó una mano suave en el puño de su hija, donde agarraba el volante.
— Tenemos que parar antes de las vías, cielo.
No hubo respuesta. Bea se puso de pie. El extintor estaba en el pasillo, junto a una zapatilla deportiva diminuta que se le había resbalado a algún niño aterrorizado. Un niño que estaba bajo su cuidado. Un niño que tenía que mantener a salvo.
Izó el pesado extintor en sus brazos. Bea se conocía. La violencia no era parte de su naturaleza. Nunca le había levantado la mano a nadie, incluso cuando debía haberlo hecho. Incluso cuando le estaban haciendo daño. Ahora tenía que hacerle daño a su hija. Tenía que hacerlo. Levantar bien alto el extintor y dejarlo caer sobre la cabeza de Rosie. Eso era todo.
Pero no podía. Bajó el contenedor y se alejó.
Las ruedas delanteras del autobús saltaron sobre las vías. El tren se acercaba veloz, una pila de metal plateado con un parabrisas de cristal curvado. Más cerca ahora, tan cerca que Bea podía ver los limpiaparabrisas encajados en un ángulo bajo a través del cristal. La bocina aulló mientras se cernía sobre ellos con todo su peso y velocidad asesinas. Rosie todavía tenía la mano fuera de la ventana, tirando del retrovisor con sus gruesos dedos.
Detrás de La Vitesse, por la ventana posterior sucia, una sombra se extendió para envolver el autobús con sus alas. Entonces un muro de plata la obliteró.
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Rosie no podía conseguir que la puerta del autobús se abriera. Ni siquiera con ambas manos y todos sus músculos y su peso.
—Mamá, ¿cómo coño haces esto?
—Tiene truco. —Bea deslizó sus manos suaves sobre las de su hija y presionó el control de pulgar de caucho en la manija operada por un muelle. Abrió la puerta con la maniobra, igual que lo había hecho miles de veces antes, pero nunca con tanto alivio.
El tren seguía pasando a toda velocidad, los frenos aullando y soltando chispas. Cuando terminó de pasar el cruce, Bea ayudó a los niños a bajarse del autobús.
—Tú también —le dijo a Rosie, y siguió a su hija hasta tierra firme.
Bea envolvió su jersey alrededor de la pequeña Michelle Arsenaut y la levantó para posarla sobre su cadera. Limpió la nariz de la niña con un pañuelo arrugado de su bolsillo, y después levantó a Tony Lalonde sobre su otra cadera.
En el cruce de vías, las traviesas cubiertas de alquitrán y los raíles plateados estaban pintados con sangre marrón rojiza, espesa y humeante. La cabeza del dragón yacía junto a la rueda posterior derecha de La Vitesse. Unos agujeros sangrientos marcaban la esclera lechosa de sus ojos, y un líquido azul goteaba desde sus mandíbulas con colmillos.
Rosie empujó la cabeza del dragón para que se apoyara con la barbilla para abajo en la carretera.
—¿Dónde está el resto? —susurró Michelle Lalonde desde debajo del codo de Bea.
—Aquí, en la zanja —dijo Rosie. Se deslizó por la inclinación helada y levantó un ala hecha jirones, después la arrastró hasta la carretera y la depositó junto a la cabeza del dragón.
—Esa carne no es buena —dijo Blair Tocher, de once años y experta cazadora—. Huele como a oso que se ha estropeado. No te puedes comer eso.
—Creo que Rosie podría —dijo Joan Cardinal.
Bea tembló, sentía frío sin el jersey y su antebrazo estaba húmedo en el lugar en el que estaba sujetando a Tony Lalonde contra su cuerpo. Los brazos del niño agarraban su cuello y su carita llena de mocos estaba hundida contra ella.
—¿Va a venir alguien a ayudarnos? —preguntó en un susurro.
—Pronto, creo.
Lejos, en las vías, el tren se detuvo al fin. El conductor ya habría avisado del incidente. Todavía no podía oír las sirenas, pero no tardarían mucho.
Rosie arrastró el torso del dragón desde el otro lado de las vías. Su tripa se había abierto por la mitad, revelando un nido de entrañas moteadas recubiertas de un tejido con estructura de panal.
— El dragón que viste en Roche Miette era rojo, mamá. —Rosie se quitó los guantes empapados de sangre y los dejó caer al suelo—. Eso es lo que dijiste.
—Cierto —dijo Bea—. Y tú no me creíste.
—Entonces este no es el único dragón. —Rosie se hizo sombra sobre los ojos con la mano y estudió el cielo.
Bea asintió.
—Hay al menos uno más.
Tommy gimoteó. Bea le subió más alto en su cadera.
—Estamos bien. Estamos a salvo —le dijo a los niños—. ¿Verdad, Rose?
Rosie se encogió de hombros y sacó un paquete de mentolados de su bolsillo. Un cigarrillo colgó de sus labios mientras buscaba el encendedor. Le lanzó una mirada a Bea, furtiva, como si necesitara el permiso de su madre para encenderlo delante de los niños. Bea casi se rio.
Había pensado que los héroes no existían, pero estaba equivocada. Equivocada del todo.
—Adelante, fuma, cielo —dijo—. Te lo has ganado.
Kelly Robson es una escritora canadiense de ficción corta. Su novelette “Una Mancha Humana” ganó el premio Nébula en 2018 y ha ganado el premio Aurora en 2019 y 2016 a Mejor Relato. También ha sido finalista para los premios Hugo, Nébula, World Fantasy, Theodor Sturgeon, Locus, Astounding, Aurora y Sunburst. Kelly es asesora como creativa futuróloga para organizaciones nacionales e internacionales. Su libro High Times in the Low Parliament (“Tiempos Eufóricos en el Parlamento”) acaba de ser publicado. En español están disponibles Dioses, monstruos y el Melocotones de la suerte (Pulpture) y Las Aguas de Versalles (Gigamesh).
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