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sábado, 11 de junio de 2022

Capítulo #56 - Víbora, de Claudia Aboaf

 


Víbora

por Claudia Aboaf


El hombre flota con brazadas cortas en el agua marrón. Puede arrastrarlo la corriente, por eso bracea en el mismo lugar. Hunde la cara hasta la nariz y traga un poco de río. Ese tramo del arroyo es suyo en lo que abarca la vista desde su casa elevada sobre el palafito. Tiene que bracear con más fuerza para sostenerse en su predio, evitar que el cuerpo de agua dulce lo arrastre hasta el del vecino. Sostiene un momento esa idea de propietario, pero enseguida flaquea y se dice que no es nadie.

Es un verano caluroso que trajo bichos; viajan en camalotes como balsas, bajan del norte y tapizan el agua. Una víbora verde y negra alcanza su hombro, gira alrededor del cuello, continua elevándose y se encarama en su cabeza.  El resto del cuerpo músculo lo acollara. Tal como está enroscada, no puede verla. 


Horas antes de levantarse, el sol ya doraba las mínimas crestas del río. Era precioso, pero el hombre, al enrollar la cortina de mimbre en la ventana, hizo su pronóstico con cálculos simples y leyó en esos alfileres brillantes la ferocidad del sol que pronto ardería sobre su espalda. La sombra del interior de la casa giraba caliente junto con las moscas. Se decidió a bajar la escalera y pisó la greda que pinta de gris todo en la isla, incluso las plantas apagando los verdes. Fue a levantar la garrafa que esperaba desde hace días en el muelle. 

En esa semana ninguna otra lancha almacenera entraría en el Arroyo Espera; ese arroyo tan cambiante, aún para este hombre que lo observa cuando se contrae o se hincha como una yarará digiriendo. 

Cargó la garrafa que debía durarle una semana y la llevó a los bandazos hasta la casa. Tenía que subirla, pero no estaba convencido de continuar con esa ni con otras tareas pendientes. El calor ya comenzaba a picar en su torso desnudo y unas gotas de sudor se deslizaron hasta escurrirse en la malla desteñida y acartonada por el barro. Hubiese querido detener el avance del día, pero el machaco de las horas se sucedía y el calor selvoso aumentaba. Se decidió por empujarse al agua patinando sobre la greda de la orilla. Y enseguida, la víbora.


Despega los pies y bracea fuerte para que no lo arrastre el caudal que hincha rápido el arroyo que se engloba apenas contenido por la costa irregular. La víbora contrae los músculos alrededor de su cuello para encaramarse más alto en su cabeza y el hombre percibe sus escamas no tan ásperas. 


Entonces no es aquí –le dice a la víbora–, si creíste que soy tierra firme, ni siquiera podría decirte eso de mi isla. No soy rama para sostener serpientes. Soy muy poco firme. Si ya fuera tiempo, podría volver a la ciudad en la chata palera “Afrodita” que pasa los martes por el codo del río y carga troncos de álamo camino al puerto. Entonces iría a buscar a la mujer de tierra.  Ella me quiere distinto -la víbora asienta su cabeza romboidal sobre la suya–, pero cómo, no me lo dijo. 

El hombre recuerda cuando el conductor de la chata le parloteó acerca de la mujer de los cueros. Esa chata “Afrodita”  tiene poco calado, puede navegar casi siempre y el conductor –dueño de su barcaza– no pierde ni un día de trabajo; descansa fondeado por ahí, donde el sueño lo tumbe. Un día vio la chata detenida al costado del muelle y lo vigiló desde la baranda de la casa hasta que hubo algún movimiento. Se mantuvo alerta porque la barcaza, larga como era, ocupaba casi la mitad de su predio de agua.  

Recién despierto, el conductor le hizo señas con un jarro en la mano que rellenó varias veces desde un botellón. Por un rato conversaron, uno parado en el borde de la isla, el otro desde la chata fondeada. Mientras las ramas elásticas de los sauces copiaban el aire agitado y las casuarinas le daban voz al viento, el conductor le comentó, medio a los gritos, que solía ojear los muelles, que son la marquesina de las casas, y según la madera es el dueño de la isla: poner anchico es cosa seria, le dijo, y pino, así nomás. Eso irritó al hombre, calculó que lo habría calificado por sus postes “palmera”, como llaman a los troncos baratos de eucaliptus. Aún así el conductor le tiró un cabo, arrimaron un poco la chata y lo invitó a subir la escalerilla hasta la cabina, la timonera tenía una cucheta y un baño. Fue ahí que vio unas páginas de revistas. Eran mujeres medio vestidas con cuero. 


El hombre muerde el agua y calcula hundirse para que se suelte la víbora. Pero teme quedarse sumergido, como ya le pasó una vez mientras evocaba la travesía en la chata hasta el puerto para conocer a la mujer del continente: había comenzado a respirar agua. 


Soy Inocente, se presenta con la víbora.  


A esta vida “inocente” –así califica el hombre su existencia en la isla, y de tanto repetirlo para convencerse, le dijo a los vecinos que se llama Inocente–, se contrapone la otra vida en tierra firme. Donde va a encontrar a la mujer abunda el cemento y las casas cuadradas, todo tan distinto a la isla blanda y vegetal; allí lo espera con las luces tenues y el negro de los cueros. Lo llama Oscar. Para la gente de la isla es Inocente. 


  ¿Ya soy parte de esta naturaleza, o tu venida es el aviso de que me vaya? 


La serpiente mueve las costillas y carga los músculos sobre sus hombros como si fuera a impulsarse. Pero luego se relaja y el hombre se desconcierta. 

La panza amarilla de la víbora, y esto lo sabe, que es amarilla, parece sensible a la seda de su melena larga y barba rojiza. Comienzan ligeros movimientos del cuerpo tubular arriba abajo que lo peinan como lo hace la mujer. 


Ella siempre fue mansa con mi melena –le cuenta–, este pelo flamero es lo único que no me quiere cambiar. 


Tal vez para la víbora también sea un deleite, lo está siendo para él que no se mueve, ni se asusta. Conoce las víboras verdinegras que cazan ratones; ésta comienza a pesarle, supone que mide un metro y medio y es más gorda que su dedo pulgar. No puede verla pero siente cómo tiembla cuando la corriente aumenta a la par de la creciente que gobierna el Delta. Ahora la serpiente se aferra más, se ancla estática encima del hombre, se sujeta con sus infinitas vertebras. 


Tu cuerpo es frío y yo soy una cosa caliente. Soy de plastilina cuando estoy con la mujer de vinilo; me arma crestas de piel con los pellizcos. Empuña un látigo, una noche trajo una capucha y mi melena transpiraba debajo del cuero. 


De pronto, se invierte la corriente y comienza una bajante repentina. Desde el amanecer, el viento sudeste había soplado abultando el agua marrón, pero ahora, el río vuelve a deslizase por la geografía. Arrastra hojas y cosas que robó cuando lamió los bordes de la isla. Un sillón descolorido encalla a lo lejos. El río antes abultado se desinfla y las riberas quedan desnudas con el barro a la vista. El agua baja rápido y el hombre tiene que arrodillarse en el fondo blando. Queda hincado en el barro. 

Se vislumbra con la serpiente de ojos sin párpados coronando su cabeza y se siente religioso, pero enseguida lo invaden los abrazos eróticos de la mujer de tierra e imagina a la serpiente escamosa ondulada en su entrepierna. 

Hace un esfuerzo por figurarse hombres con serpientes, pero no lo logra, y él no puede verse. Sí ha visto una víbora, una como la suya, enroscada en el árbol ofreciendo la manzana; se pregunta por qué ese hombre no la mató y permitió que toda la historia suceda. Escupe saliva al río. Él con su serpiente ahora se siente una figura equivocada. En seguida se decide a sacársela de encima. 


Podría ir al continente –le dice– a que ella me ponga un taco en el pecho, y a rogarle para que me afloje la cincha. Le pediría que me diga quién quiere que sea: me vacía una y otra vez, y quedo a medio tiro de nado, a medio tiro de todo, entre la isla y el continente, como ahora: entre Oscar e Inocente. 


¿Si éste fuera un bautizo –murmura bajo pero seguro de que la víbora percibe las vibraciones de su garganta– y con tu llegada me volviera alguien?  Entonces, levantaría el  brazo a través del agua y desde mi mano flácida rodarían gotas por mi dedo más largo hasta rozarte agradecido.  


Es que el abrazo de la víbora explica un volumen y en él, el hombre comienza a percibirse. 


Varado en el medio del río, lejos de las ramas de los sauces inclinados y de los juncos para poder sujetarse, sus rodillas horadan el lecho barroso y la bajante lo atropella: ataja plantas y ramas con el cuerpo. El sol se ensaña otra vez sobre su espalda. 

Advierte cómo se va formando una barrera con los camalotes que han venido flotando y comienzan a taponar la salida del arroyo. Los camalotes con espigas lilas se amontonan en cantidad, cubren el agua, diluyen el margen de la isla entre distintos verdes. Ni la chata “Afrodita” podría atravesar tanta verdura agitada. El hombre queda rodeado y su torso sobresale entre los cúmulos de plantas flotantes. Se inclina para invitar a la víbora a que se baje sobre una de las hojas redondas sostenidas por los bulbos de aire. La víbora se desenrosca, mira al hombre con sus ojos lisos y se estira recto como si esto fuera posible. Se demora un instante, luego retoma el serpenteo abriendo un canal estrecho entre los vegetales. 


El hombre de la víbora se rodea fuerte con sus brazos entretejidos con plantas, arrodillado en el barro, en el agua marrón que ya apenas cubre su cintura, y piensa que ir a la ciudad, a tierra firme, a esa mujer, sería aferrase a un tronco a la deriva, como lo hizo la víbora, porque ella no va a decirle quién es. Si Oscar o Inocente. 



Claudia Aboaf nació en Buenos Aires, Argentina y actualmente vive en el delta de Tigre. 

Ha publicado las novelas: Medio Grado de Libertad (2003) Altamira, Pichonas (2014) Notanpüan, El Rey del agua (2016) Alfaguara, El ojo y la Flor (2019) Alfaguara. Estas dos últimas son ecotopías o Clifi, ciencia ficción climática. También ha participado en antologías de CF, New Weird y otras. Escribe artículos de ecofeminismo y socioambientales. Es parte del Grupo Mirá socioambiental. 


Docente de extensión en UNA en Ciencia Ficción.  






Nota de la autora: Génesis de Víbora La lectura de un texto propio por una escritora que uno admira puede ser un gesto arriesgado. El cuento (o su autora) podría desmoronarse, vivificarse o quedar en estado de parálisis gracias a un comentario del todo anodino. En el caso de Víbora, me aventuré con la maestra mayor de obras María Moreno. Es buenísimo -me escribió-, es “Quiroga Cuir”.


Desde que vivo en Tigre, no consigo eludir la naturaleza de este “territorio líquido”; se impone en mi literatura. He vivido en el campo dócil de la pampa, cerca de Ranchos, pero no lo he escrito.


Suelo nadar en un río cruzando el Paraná de las Palmas: el gran río que divide el delta en secciones. La primera sección, saliendo del puerto de Tigre, es la más habitada y porqué no decirlo, las más contaminada. Como ya lo describí en mi última novela El ojo y la Flor : “Debajo de la ciudad diurna, laboriosa, Tigre tiene una ciudad oculta. Una urbe de excrementos que esconde muertos, desaparecidos, objetos y fauna que la gente arroja al agua”. En cambio, a una hora y media de navegación, en la segunda sección hay mucha “isla baja” con lagunas interiores y no son habitables. También abunda la “isla grande” apta para el cultivo del álamo que luego del corte se transporta al puerto en chatas paleras semihundidas por el peso que cargan. Ahí, en esa zona deshabitada, tengo mi casa de agua (fondeo la embarcación debajo de un álamo) con una pileta de natación larga. No voy a desvelar dónde porque detesto encontrar mi casa ocupada.

Hace un par de veranos, bajaron del norte, por la cuenca del Paraná, una enorme cantidad de vegetales. Islas de camalotes que eran balsas para animales pequeños. En ese año, fue abrumadora la cantidad de verdura que se enrollaba en las hélices o que directamente bloqueaba el paso en los ríos. Esperaba entonces una lancha colectiva, o alguna almacenera que abriera estela para seguirla y volver navegando a salvo de las plantas. Ese año escribí Víbora.


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