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sábado, 26 de marzo de 2022

Capítulo #51 - Nuestros huesos fueron el cimiento, de Anjali Patel


Nuestros huesos fueron el cimiento

por Anjali Patel


Crecí siendo la hija de nigromantes y enterradores, acostumbrada a los espíritus a la deriva. Cantar, llorar y la comida copiosa y de sabor intenso eran características de una buena despedida, pero era más complicado para los que habían abandonado este mundo ignorados y sin ser honrados de forma apropiada. Mis padres me criaron con rituales para cuidar de los desarraigados: vertiendo sal en la tierra recién removida, esparciendo flores secas, cantando rezos improvisados.

Este país es un campo de sangre —solía murmurar Mama, introduciendo sal en mis bolsillos de camino a la puerta. Quería que siempre estuviera lista para poner un alma a descansar, aunque yo me resistía. Odiaba apartar el velo y ver a todos mis ancestros atrapados. Dolía demasiado, así que dejaba el velo bajado todo lo que podía y pretendía que no podía notarlos.

Había estado apagando los cosquilleos de energía de las almas atrapadas desde que mi avión había aterrizado en La Guardia. Iba a tener una entrevista para un trabajo que solo interactuaba con los vivos, y habían acordado instalarme en un hotel pijo, y ¿cómo podía rechazar aquello? Mama había sacudido la cabeza cuando se lo había contado, diciendo que no había escapatoria para la gente como nosotros. Yo dije que entonces simplemente aprendería a cerrar los ojos, y ella inhaló aire entre los dientes y me dio la espalda. No me ha mirado directamente a los ojos desde entonces, ni siquiera cuando me dejó en el aeropuerto.

Cuando el taxi atravesó el puente de Brooklyn, la energía formó un revoltijo como la estática y el enjambre me atravesó tan rápido que pensé que iba a vomitar. Era la misma sensación que sentía cuando atravesaba un campo de batalla o una plantación.

—Déjeme salir. Voy a vomitar —le dije entre dientes al taxista.

Me lanzó una mirada que decía «No tienes que decírmelo dos veces» por el retrovisor antes de detenerse en el arcén. Le di un manojo de billetes y agarré la maleta que tenía a mi lado antes de salir a trompicones. Una escultura rectangular de color gris tormenta se cernía sobre mí desde un trozo triste de hierba, a la sombra de unos edificios grises. Me aferré a la barandilla fría que la envolvía, respirando hondo varias veces. Una placa de cristal me llamó la atención cuando el sol se reflejó en ella.

CEMENTERIO AFRICANO MONUMENTO NACIONAL

Me quedé mirando fijamente, sin querer admitir el miedo silencioso que me penetraba mientras realizaba la conexión entre el monumento y la presión en mi cabeza. En su lugar, puse la dirección del hotel en mi teléfono y comencé a caminar, con la maleta traqueteando tras de mí, atravesando el dolor como si todo lo que tuviera que hacer fuera dejarlo atrás. Desfilaba hacia un futuro donde podría ser una recién llegada normal en una ciudad llena de millones de personas con sus oscuros secretos. No sería una nigromante perseguida por sus ancestros, comprometida con unas responsabilidades que no había pedido. Nunca más.

Aun así, la presión creció. Para cuando llegué al hotel, mi visión se había nublado y lo único que podía oír era un silbido agudo. Necesitaba un alivio temporal, aunque fuera un momento, así que extendí la mano, buscando el tacto de los bordes de las cortinas de gasa que señalaban la frontera del mundo de los vivos, y aparté el velo. El viento se abalanzó hacia delante, refrescando mi cara y liberando la presión de mi cabeza como una botella de coca cola destapada. Espiré, deleitándome en el descanso.

Y entonces, allí estaban. Miles de espíritus abarrotaban las calles como en un desfile, salpicados por una luz extraña que me hacía sentir como si me estuviera ahogando. Algunos llevaban mortajas; otros, vestimentas funerarias hechas jirones y joyería africana. Tirité cuando una me rozó. Tenía cristal azul y conchas de cauri atadas por toda la cintura como si fuera una reina, y olía a tierra vacía, desmenuzada.

Había muchísimes niñes.

Cerré el velo de golpe y corrí al interior, temblando durante todo el proceso de registro y el viaje en ascensor, hurgando con la llave para entrar en la habitación, todo el tiempo preguntándome cómo coño era posible que pudiera ver todo eso allí en Nueva York, hasta que abrí la puerta y tuve una vista al completo de un barco atracando en un puerto en el Atlántico. El horror se volvió denso en mi garganta, descendió por mi espina dorsal como un escalofrío, y se instaló en mi estómago. Fue uno de esos momentos, cuando escuchas una mala noticia, en el que tu cuerpo reacciona antes de que tu mente pueda comprenderlo.

Cerré las cortinas y me metí a rastras en la cama. Era de día, pero lo único que quería era que me llevara el sueño.

**

Me desperté en la profundidad de la noche, queriendo llamar a mamá. Pero no quería que supiera que tenía razón, que la mierda del sur también existía en el norte, y que todo este país estaba puto maldito. En vez de eso, decidí dejar de correr. Cogí un vaso de la mesilla de noche, ya en movimiento antes de entender lo que iba a intentar. Las calles estaban casi vacías cuando salí y retiré el velo. Caminé entre los espíritus y los miré a los ojos turbios y distantes, aceptándoles, dejando que me atravesaran, sentir quienes habían sido de una forma que había estado evitando durante años. Quería crear un hogar para ellos en mi interior, dejarles saber que encontraría una forma para liberarlos.

Cuando descubrí dónde disminuía su número, super que era en el límite del cementerio. Usar la sal en mi bolsillo habría sido como intentar vaciar el océano con una mano ahuecada. En vez de eso, rompí el vaso contra el pavimento y deslicé un fragmento a través de mi pulgar y derramé la sangre en los escalones.

Caminé por los límites del cementerio durante una hora, dando lo que podía dar de mí. Cinco dedos, cinco gotas de sangre y agua salada en las esquinas de la tumba que constituían los cimientos de Manhattan. Me quedé de pie en el centro cuando terminé de enraizarme en la tierra. No tenía las flores de nuestro jardín, cuidadosamente bendecidas y secadas por mi madre, así que esperé a que el rezo acudiera a mis labios.

No lo hizo. Rezar requería esperanza, y todo lo que yo tenía era desconsuelo. Después de una vida entera desconsolada, sabía que nunca habría suficiente para liberarnos.

Algo frágil en mi interior se rompió, y comencé a sollozar, me dolía muchísimo cada alma olvidada de aquel cementerio. Lloré por mis padres y abuelos y bisabuelos, que habían dedicado sus vidas a darle a nuestra gente el descanso que merecían haber recibido en vida. Lloré por mí misma, que tenía que continuar con su trabajo, incluso ahora.

Cuando ya no me quedaban lágrimas, elegí hacer lo que siempre había hecho: marcharme.

No me detuve hasta que estuve en mitad del puente de Brooklyn y los hilos que me conectaban al cementerio se rompieron por la tensión . La imagen del alma adornada con las conchas y los abalorios, la que quería llamar reina, me saltó a la cabeza. Yo seguiría adelante, y ella permanecería atrapada. Y supe que no habría forma de superar esa culpa. Este era el momento: o seguía dándole la espalda como siempre lo había hecho, o hacía algo, cualquier cosa.

Me gire para enfrentarme a Manhattan.

La silueta de la ciudad titilaba como si hubiera robado todas y cada una de las estrellas del cielo. Escalé uno de los travesaños con unas manos sangrientas y doloridas para tener una vista al completo de la ciudad, me enrosqué alrededor del cable, cerré los ojos y pensando en aquellas almas, comencé a nombrarles.

Las llamé Hija, los llamé Anciano, las llamé Guerrera, las llamé Reina. Los llamé Curandera, los llamé Hermano, los llamé Amor Perdido, Sueños Robados, Raíces A Las Que Prendieron Fuego. Nombré a mis ancestros. Los llamé mi orgullo. Los llamé mi ligereza y juré llevarlos en mi lengua, en mi espíritu. Unas sombras se movieron atravesando FDR Drive, la calle que bordeaba la isla de Manhattan y se reunieron en el East River, la parte este del río. Alcé la voz y los llamé con más fuerza. Hilera tras hilera, se adentraron en el agua.

Los espíritus manaron a miles del extremo inferior de Manhattan. Continué llamándolos incluso cuando supe que algo más allá de mis poderes había tomado el control, enviando a gritos mi amor y mi veneración en su dirección. El asombro se movía como un péndulo hacia la pena, casi tirándome al agua bajo su peso. Todas esas vidas. Todos esos siglos. Sentí como las puertas se abrían con un gemido para recibirlos.

Entonces, los edificios se movieron.

La ciudad se había apuntalado sobre esqueletos, y mientras los fantasmas se elevaban desde sus entrañas, el Bajo Manhattan comenzó a hundirse. La silueta de la ciudad se plegó sobre sí misma con chirridos miserables, desplazando el agua, que se desplazó hacia fuera y hacia el este, llevando a los espíritus a casa. Un muro de viento sacudió el puente, salpicándome con agua de mar y casi tirándome de espaldas. Me agaché y agarré el cable con más fuerza, mientras miraba cómo el distrito financiero desaparecía como si fuera el sueño de un desconocido.

El último rascacielos burbujeó bajo el Atlántico y las olas dejaron de lamer las costas de Brooklyn. El mundo se calmó, como en el tramo final de una exhalación, esperando a ver cuanto odia pasar antes de tomar aire de nuevo.

Entonces sonaron las sirenas.



Anjali es una susurradora de ordenadores y escritora de ficción especulativa negra y asiática del sur. Escribe para explorar las identidades no heteronormativas, la voluntad individual, la ruptura con lo ancestral, las mitologías enrevesadas que se inventa ella misma, y las estrellas. Vive con un perro canoso que se ofreció a enseñarle magia a cambio de vivir gratis en Nueva York. Puedes encontrarla en
anjali.fyi o en Twitter: @anjapatel.


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