La cueva
por Liliana Colanzi
1.
Cayó de bruces y se golpeó la panza hinchada. No había visto la piedra. La carne del conejo se desparramó en la nieve, salpicándola de manchitas carmesí. La joven se arrastró hasta la cueva. Algo se había reventado en su interior y se le escapaba entre las piernas. Aulló su dolor: los murciélagos pasaron en tropel por encima de su cabeza.
Había empezado a hincharse hacía varias lunas después de unas fiestas a las que invitaron a los hombres de otro clan. No sabía quién la había preñado y tampoco importaba. Lo que importaba era ser hábil para cazar y ágil para correr, y se conocía que las hembras que cargaban bulto eran más lentas y se quedaban rezagadas, por lo cual debían permanecer en el asentamiento hasta que les llegara el momento de parir.
El dolor la tiró de espaldas. Trató de recordar qué hacían las mujeres en esas circunstancias. Con los ojos de la mente vio a su madre de cuclillas, expulsando en el suelo crías flacas y azuladas que invariablemente morían a los pocos días. Solo ella y su hermana habían sobrevivido y eran fuertes y tenían destreza para seguir agarradas a la vida. Se puso de cuclillas y sintió de inmediato el impulso de pujar. No debió haberse alejado del asentamiento estando hinchada, pero le aburría quedarse con las viejas mientras las hembras jóvenes iban en grupo tras el rastro de los bisontes. De modo que salió sin que la vieran y fue a revisar una trampa que ella misma había armado tiempo atrás con ramas de pino: encontró al conejo temblando, atrapado entre las ramas, y sintió una alegría inocente al degollarlo.
Satisfecha de sí misma, no reparó en la piedra… Y por ese estúpido descuido estaba echando bulto antes de tiempo y sin ayuda. Por suerte la cría ya resbalaba entre sus piernas, una salamandra húmeda. La buscó a tientas, pero un estremecimiento le partió en dos el espinazo. ¡Otro bulto..! La segunda cría cayó al lado de la primera. Ella se tumbó sobre los codos, exhausta, y cortó con el cuchillo las tripas moradas que la conectaban a las criaturas recién nacidas.
Alzó a las pegajosas crías, una en cada mano: una hembra y un macho que estiraban hacia ella sus bracitos rayados por las delicadas raíces de sus venas. Aterida y ardiendo del esfuerzo al mismo tiempo, confusa en su cansancio, los miró intrigada. Acababa de ocurrirle algo terrible, aquello de lo que las viejas hablaban en susurros alrededor del fuego: había parido niños dobles. Esa era la inequívoca señal de su transgresión. Las bocas diminutas, idénticas y hambrientas, se prendieron de sus tetas, y la tracción —a la vez placentera y dolorosa— le alivió la congestión de los pezones.
A lo lejos el coyote cantó: la noche galopaba cerca. Había sobrevivido al bulto como antes había sobrevivido a los gonfoterios y al frío y al hambre y a la fiebre. El instinto de la vida volvía a revolverse en ella, alerta y afilado. El viento empujó ráfagas de nieve entre los carámbanos y le recordó que tenía que apurarse. Desprendió a las crías de sus tetas y las acercó a la luz para contemplarlas otra vez: eran casi translúcidas, cubiertas de un vello finísimo. Las llevó hasta el fondo de la cueva y, en un gesto motivado por la curiosidad o el juego, imprimió las cuatro pequeñas plantas de esos pies ensangrentados en la pared de la caverna, y al lado estampó las palmas de sus propias manos sucias. La simetría de las huellas en la roca despertó en ella la sensación de haber logrado algo. Luego, con el mismo gesto limpio que había usado con el conejo, abrió un tajo en los cuellos de los niños dobles. Las crías lanzaron un maullido suave antes de que las tapara la oscuridad.
Ella dio un paso fuera de la cueva y, ya sin bulto, se echó a correr a través de la estepa nevada.
2.
Xóchitl Salazar, ayudante de cocina de veintidós años, se perdió una noche de tormenta eléctrica mientras regresaba caminando a su pueblo después de trabajar en un puesto de tamales en la Guelaguetza. Desorientada en la oscuridad y aterrorizada por los relámpagos que cruzaban el cielo como várices, fue a dar a la cueva. Desde allí intentó comunicarse con su novio, que no había estado de acuerdo en que fuera a la fiesta. Su celular había perdido la señal, pero la luz azul de la linterna dispersó la voracidad de la sombra.
Lo que vio se quedó grabado en su retina: la pared del fondo estaba cubierta de pinturas rústicas que conformaban un complicado fresco prehistórico. Las imágenes se superponían; era evidente que habían sido añadidas por diversos artistas a lo largo de los siglos. La muchacha tuvo miedo: lo que el conjunto revelaba era un orden prohibido, una herejía. El tamaño de los animales no guardaba proporción con el de los humanos. Algunos eran grandes como hipopótamos o elefantes, aunque elefantes e hipopótamos nunca se habían visto en Oaxaca. Y las posturas de las figuras humanas evocaban —se persignó dos veces— escenas de sexo grupal. Acercó la mano a la huella de otra mano estampada en la roca: su palma cabía exactamente en ese contorno.
Casi amanecía cuando escampó y Xóchitl Salazar por fin pudo regresar a casa a través de los campos, con el vestido enchastrado de lluvia y barro y con la noticia de su descubrimiento. Pero no llegó a hablar. El novio, enfermo de celos, la esperaba detrás de la puerta con un bate en la mano. Ella casi no registró el golpe. Quedó tendida boca arriba, con la frente hundida y la imagen de esos extraños animales pegada en las pupilas.
3.
La luz brotó del fondo de la noche sin que ningún ser vivo la notara. Una llamita plateada del tamaño de un anillo, surgida de la nada. La luz se detuvo en medio de la cueva, suspendida, se infló de golpe y creció varias veces su tamaño. En su interior se dibujó el contorno de una crisálida hecha de agua o de alguna otra sustancia trémula. Giró sobre su eje, primero sin prisa y luego a gran velocidad, hasta que la cueva se convirtió en una cápsula de luz vibrante. Se oyó el croar de un sapo; desde la aldea llegaban los cantos en honor al dios del trueno.
La crisálida se descolgó de la llama hasta tocar el piso. La luz comenzó a plegarse sobre sí misma hasta hacerse del tamaño de una mota que el sapo se tragó de un salto. Ya en el suelo, la crisálida convulsionó. Sus labios se abrieron como la boca de un pescado agonizante, y con cada espasmo eructó en el aire nocturno una lluvia de partículas. Y después de vaciarse, la crisálida se desintegró.
Las partículas arrojadas al aire se alojaron en el techo de la cueva, donde fueron descompuestas por los hongos o devoradas por los murciélagos que hibernaban allí. Con los años esos murciélagos desarrollaron una mutación en la boca y la nariz que les permitía ser más efectivos para captar ondas sonoras y así localizar insectos. Los sembradíos del pueblo cercano se vieron libres de las plagas que los azotaban y que causaban hambrunas y enfermedades mortales.
A partir de entonces se multiplicaron las cosechas, y con el paso del tiempo la aldea se convirtió en un pequeño y floreciente imperio: sus tejidos y cántaros, de formas y diseños originales, llegaron a ser conocidos entre los pueblos más lejanos. También empezaron a ensayar un sistema de escritura silábica a través de glifos, que usaban para contar cómo los humanos eran descendientes directos de los árboles.
Esta prosperidad atrajo la envidia de los pueblos vecinos. Una noche, mientras los habitantes dormían la borrachera después de un largo y bullicioso festejo al dios del trueno, fueron sitiados por el ejército enemigo. Los hombres fueron asesinados o sacrificados a otros dioses, las mujeres entregadas como esclavas y las casas y los templos ardieron hasta los cimientos. En pocos años nadie se acordaba de aquella ciudad ni de sus habitantes. Lo único que quedó de esta breve civilización fue su tejido, que se mantuvo vivo a través de las esclavas y pasó a formar parte de la cultura vencedora.
Los murciélagos mutantes sobrevivieron varios cientos de años apretados en el vórtice de la caverna durante los meses de invierno en un racimo de pequeñas bocas y orejas puntiagudas. Con el tiempo lograron desplazar a otras especies de murciélagos. Se extinguieron abruptamente a fines del siglo XVI a causa de un virus que llegó de Europa en la nariz de un fraile dominico que iba camino a un juicio de herejía contra unos indios zapotecos. El hombre se detuvo a echar una siestita a la sombra de la cueva y nunca se enteró de las consecuencias de ese repentino estornudo que lo despertó: en su sueño caminaba por los frescos patios de su monasterio en Caleruega mientras el sol caía en picada sobre los rosales.
Semanas después los esqueletos de cientos de murciélagos, delicados como agujas de pino, alfombraban el piso de la cueva. Las lluvias de julio, más fuertes de lo habitual, terminaron por arrastrarlos.
4.
Los siglos en que existieron los murciélagos mutantes fueron prósperos también para la cueva. Su guano, compuesto de cutículas de insectos, sostenía la vida en el crepúsculo. Los escarabajos depositaban en la mierda sus ninfas, miniaturas fósiles y hambrientas que encontraban allí refugio. Dentro de la materia oscura la larva atravesaba la noche cerrada de su metamorfosis hasta emerger ya en su forma definitiva. Colonias diligentes de hongos y bacterias trabajaban los excrementos hasta descomponerlos, para ser luego devorados por los coleópteros. Y las salamandras, atraídas a su vez por los escarabajos, se ocultaban en los intersticios de la roca.
Todo este mundo colapsó con la repentina desaparición de los murciélagos. Como con los palitos chinos, la pieza que faltaba hizo que el edificio entero tambaleara. Fueron tiempos quietos en la caverna, al menos para los ojos incapaces de ver el trasiego de la vida microscópica. Hasta que una manada de coyotes empezó a frecuentar la gruta y el ciclo comenzó de nuevo, parecido al de antes pero nunca exactamente igual. El ciclo de la vida cuyo eje es la mierda, el guano, el excremento generoso. El regalo que un ser vivo hace al otro, sin saberlo, y a través del cual la existencia continúa. La mierda como vínculo, como eslabón fundamental en el mosaico de las criaturas.
Discreto, constante, aferrado a su pedazo de roca en el borde mismo de la luz, el musgo parecía uno y el mismo a lo largo del tiempo. Por su colcha circulaban los insectos hambrientos y las esporas que después dispersaba el viento.
Y allá en lo más profundo de la cueva, ciegos y silenciosos, habitaban los troglobios. Un mundo paralelo que olvidó el contacto con la luz del sol. Estos huéspedes de túneles y aguas subterráneas se acostumbraron a ser lentos, y de tanto habitar en las profundidades y las sombras perdieron los colores. Los troglobios se mantuvieron intactos incluso cuando la vida en la superficie cambió. Y más adelante desaparecieron sin haberse cruzado jamás con las criaturas que han visto las estrellas.
5.
Se citaban en la caverna porque pertenecían a dos pueblos enemigos, en guerra permanente. Ya nadie se acordaba del motivo que inició la enemistad, pero era tan antigua que ninguno de los pueblos quería vivir sin ella. La pareja había considerado fugarse. Sin embargo estaban rodeados de lugares peligrosos donde podían ser capturados y vendidos como esclavos. Él había sugerido esconderse en las montañas y llevar una vida de ermitaños. Ella le pidió unos días para ordenar el flujo desbocado de sus pensamientos.
Y ahí estaban finalmente, recostados bajo la sombra de la cueva. La muchacha apoyó la cabeza en el pecho desnudo del joven. En la gruta se escuchaba el eco de las gotas que caían de las estalactitas. Por dentro los jóvenes apenas podían contener la estampida de las sensaciones. Había algo hermoso y envenenado en ese sufrimiento, pensó ella, y acarició el mentón cuadrado del muchacho, donde apenas asomaban unos cuantos pelos duros. Lo amaba, de eso no tenía dudas, pero no estaba hecha para la vida de fugitiva. Había venido a despedirse. Se casaría con otro y llevaría la vida que su pueblo quería que llevase. Sentía tanta infelicidad de imaginar los días que vendrían que su corazón se sublevaba. ¿Y si se fugaban? Era fácil decirlo ahora, con el estómago lleno y con el tiempo de las heladas todavía lejos…
Una cosa la atormentaba más que otras: nadie sabía que ellos se querían. En algunos años ellos morirían, y llegaría el momento en que ninguna de las personas que los conocían por sus nombres y que caminaban ahora por la tierra estarían vivas, y sería como si eso que surgió entre ambos jamás hubiera existido. Y aquella idea hacía que lo que la unía al joven fuera más audaz y más desesperado.
Te veré aquí dentro de dos semanas, le dijo desafiante, dispuesta a afrontar con él lo que fuera necesario.
A la semana siguiente estaba casada con un hombre de su pueblo.
Algunos años más tarde, yendo a recolectar hierbas con su hija mayor, pasó cerca de la cueva. Buscó en su corazón el recuerdo del muchacho.
Extrañada, apenas pudo evocar sus rasgos.
6.
Una estalactita es una sucesión de gotas a través del tiempo. Se forman a medida que gota tras gota el agua se escurre lentamente por las grietas del techo de la cueva. Cada gota que cuelga deposita una brevísima película de calcita. Gotas sucesivas agregan un anillo después de otro, y el agua gotea a través del centro hueco de los anillos hasta formar un cilindro colgante. Las estalagmitas crecen hacia arriba desde el piso de la cueva como resultado del goteo de agua de las estalactitas. Cuando una estalactita se encuentra con una estalagmita —en una danza de decenas de miles de años—, se forma una columna. Hasta hace poco solo se podía calcular la edad de las formaciones minerales inferiores a 500.000 años, pero ahora se ha conseguido datar formaciones antiguas de hasta 80 millones de años. Es decir que muchas estalactitas y estalagmitas empezaron a brotar con timidez en los tiempos de los dinosaurios.
Hay otros tipos de formaciones minerales en las cuevas: algunas toman la figura de cortinas, otras de perlas y de finos bucles de piedra caliza y otras incluso parecen colmillos de perro. Entre las cuevas más impresionantes está Naica, la mina de selenita de Chihuahua: el mineral forma barras transparentes, verdaderos nidos de gigantescos cristales bajo tierra.
La mina estuvo en funcionamiento desde 1794, pero esos cristales del tamaño de edificios fueron descubiertos recién en 2000 por unos hermanos que cavaban un nuevo túnel. El calor es tan intenso que es imposible aguantar más de diez minutos sin equipo protector, y ladrones de cristales se han asado en el subsuelo. Dentro de los cristales se encuentran microorganismos arcaicos que quedaron atrapados en burbujas de fluidos hace 50.000 años y que se las arreglaron para permanecer en un estado latente de zombis microscópicos. En 2017 estas bacterias fueron reanimadas en laboratorio: los científicos concluyeron que no mantenían un parentesco cercano con ningún otro microorganismo conocido.
7.
El portal se dibujó en el aire y Onyx Müller se materializó en la cueva. Desconcertade, miró a su alrededor: ese no parecía el puerto donde debía haber desembarcado. Mandó un mensaje de emergencia a sus compañeres de juego, pero la señal de su dispositivo era una lluvia de estática. Alguna interferencia le había arrastrado a algún paraje no indexado de la deep web. En lugar de la réplica virtual del festival de Woodstock de 1969, la plataforma le había enviado a ese escenario ófrico. Buscó los transmisores que le conectaban con la base, pero estaban fuera de servicio. La recreación de la caverna, debía admitirlo, era bastante fidedigna. Aplastó a un insecto de largas antenas con la suela de su bota izquierda: el bicho crujió y expulsó un líquido viscoso como el interior de un chicle Bubbaloo.
Onyx Müller avanzó hacia la salida en busca de un portal desde donde retomar contacto. La luz que provenía del exterior le resultaba cegadora: esperaba que al atravesar el umbral el escenario se derritiera como plástico fundido y el programa le llevara junto a sus colegas. En vez de ello se encontró con un frondoso bosque de coníferas en el que trinaban los pájaros. El paisaje le pareció una copia de un póster tridimensional de la antigua cafetería California, donde servían los mejores donuts con glaseado de chocolate de su infancia. Algo agitó las copas de los pinos: era el cuello rugoso de un dinosaurio. Cuando la sombra le cayó encima, Onyx Müller alzó los ojos en busca de la tormenta de píxeles, pero las alas del pterosaurio se recortaban nítidas sobre su cabeza.
8.
Su familia había decidido emigrar, pero él quiso quedarse. No se imaginaba viviendo en otro sitio; ya estaba demasiado viejo y a diferencia de sus descendientes, el viaje a otras estrellas no le producía la menor curiosidad.
Cuando estuvo solo comenzó a frecuentar la cueva. Le gustaban las polillas doradas que habían hecho su nido allí y también le intrigaban las antiguas pinturas de las paredes. Nadie sabía muy bien cómo habían sido las criaturas que las dibujaron ni por qué desaparecieron, y excepto él, a nadie le interesaba averiguarlo. Era señal de decadencia mirar hacia el pasado: los suyos siempre estaban formando nuevas colonias, mutando y adaptándose. Su fijación con las cosas de antes les parecía obscena y se esforzaban mucho por ocultarla ante los demás. Por eso su decisión de quedarse había sido un alivio para todos.
En sus últimos días disfrutó escarbando en los escombros depositados en el fondo de la caverna, limpiando y ordenándolos. Encontró un caparazón de armadillo, un animal que se había extinguido hace mucho, y un brazalete de fiesta de mujer con piedras preciosas. Su tesoro favorito era una botella de Coca Cola intacta que pulió hasta sacarle brillo y que al soplarla con sus ventosas producía una música que le recordaba a los demonios de viento del lugar donde había nacido.
Antes de morir quiso parir una vez más. Enterró larvas de polillas en el pliegue de su abdomen y se internó en los pasadizos más profundos de la cueva para que lo devoraran los troglobios.
9.
De la cueva quedaba apenas un pequeño promontorio donde se posó el pájaro violeta. La pradera estaba cubierta de hongos iridiscentes que lanzaban al aire nubecillas de esporas. Las larvas se retorcían en la tierra, azules y húmedas. El pájaro desenterró una grande y gorda con su largo pico jaspeado. Tenía hambre: acababa de hacer el viaje de regreso desde las tierras cálidas junto a su bandada. Habían sobrevolado pastizales, volcanes, bosques petrificados, praderas de hongos y antiguas ciudades sumergidas, y habían vuelto justo para la temporada de las larvas. En un par de días las larvas echarían alas y antenas, se volverían venenosas y devorarían a los hongos, pero ahora estaban en el estado ideal para cazarlas. El pájaro rascó la tierra y puso un huevo dorado. La brisa hizo estremecer los sombreros de los hongos y dispersó la niebla tornasol de las esporas. Poco después una fina capa de lluvia cayó sobre la pradera.
Liliana Colanzi nació en Santa Cruz de la Sierra el año 1981. Escritora, periodista y editora. Estudió Comunicación Social en su ciudad natal. Maestría en Estudios Latinoamericanos (Universidad de Cambridge); doctorado en Literatura Comparada (Universidad de Cornell). Ha publicado los libros de cuentos Vacaciones permanentes (2010), La ola (2014) y Nuestro mundo muerto (2016). Con este último fue finalista del premio de cuento Gabriel García Márquez en 2017. Ese año fue elegida entre los 39 escritores latinoamericanos menores de 40 años más destacados por el Hay Festival Cartagena, Bogotá39. Su último libro, la colección de relatos Ustedes brillan en lo oscuro fue premio Ribera del Duero en 2022.
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