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viernes, 27 de mayo de 2022

Capítulo #55 - Esposa, cuchillo, caballo en llamas, de M.L. Krishnan

Esposa, cuchillo, caballo en llamas

por M. L. Krishnan


Para Kalavati, era bien sabido que si una alcanzaba la edad casadera, los padres y las tías y las primas terceras se amontonarían formando hormigueros de preocupación. Se lanzarían misiles en forma de gestiones de relaciones y páginas matrimoniales para echarle el guante a una pareja. Un procedimiento de ajustes tendría lugar: acuerdos, plegamientos y ocultaciones. De pretendientes de segunda con bigotes de segunda y camisas de color beige idénticas. Eso era lo que Kala siempre había creído, siempre había pensado que era tan apropiado y cierto como una mentira repetida con frecuencia. 

Hasta que conoció al hombre que era un necrófago, pero también un cuchillo. Hasta que conoció a la mujer que era una deidad, pero también una yegua.

**

Kala había cumplido veintiséis años recientemente, y así, sin más, era hora de que se casara.

Al menos, eso parecían pensar sus padres. En su casa, las mañanas estaban llenas de los gruñidos de su padre, que manchaban las paredes con los rescoldos de su descontento, con la entonación incesante de su madre, que soplaba a rachas atravesando cada habitación, tirándole de las orejas.

—No salgas a la luz del sol cuando te golpea de lleno en la cabeza, Kala, tu frente es de un color, tus brazos son de otro, tu cuello es de un tercero, por favor pide cita para la pigmentación, ¿fuiste al templo de la diosa de los fetos y lo rodeaste con tu cuerpo entero? No, ¿verdad?, claro que no, se enfadará así que la próxima vez lleva limones y hojas de bael, por favor, cuando vayas, tira monedas al suelo para los mendigos frente al templo, evita al de la izquierda, es un granuja que fuma bidis, ¿te lo puedes creer? ¿te lo crees? ¿Te has depilado las cejas, te has cepillado la lengua para una defensa óptima contra la candidiasis? Deja de comer halwa de Tirunelveli, te pondrá las caderas mullidas, deja de cantar esas canciones de película barata, te hace parecer un porriki, como esos muchachos de la playa Elliot que sonríen con todos los dientes pero no con los ojos y que le silban con la comisura de la boca a cualquier cosa, la gente hablará, siempre hablan, la tía Lalitha lo hizo, deja de ponerte las camisas de tu padre, deja de conducir la moto Pulsar de tu padre, ¿sigues robándole el ron de la licorera? ¿bebes hooch o varnish? Qué le pasará a tu piel y a tu hígado, puedo oler ganja en tu ropa, ¿cómo puedes ser técnico de software? ¿trabajas o paseas por ahí? Piensa en tu padre que tiene prótesis dentales de Valplast e hipertensión, déjanos hacer nuestro deber, déjanos, después puedes ser una chica libertina con tu marido en Muscat o Dallas o Kuala Lumpur o el mismo Chennai aquí mismo, pero no con nosotros, vale, vale, deja todo eso, por favor al menos vuelve a casa a las 6 de la tarde, por favor, por favor, por favor.

Y una mañana, con las cortinas de agotamiento colgando de los párpados, Kala le dijo a su madre:

—Vale amma, okey, vale.

Llenos de una alegría revestida de preocupación por si fuera a cambiar de idea, los padres de Kala rellenaron rápidamente un perfil en una página matrimonial. 

Hola. Estamos creando este perfil en nombre de nuestra única e incomparable hija. Mide 1.55 y tiene una complexión voluptuosa. Piel trigueña. Tiene una licenciatura técnica obtenida de una universidad prestigiosa y también tiene un máster en ADE. Le interesa la lluvia, la música carnática, los poemas y diversas cocinas. Cree en los miembros de una familia y en los valores éticos. Es una joya de muchacha, nuestra Kalavati.

Esperaron, con esperanzas en tecnicolor, a un novio con un coche de tamaño medio, una moto de 100 cc o incluso una carreta de bueyes tirado por unos terneros malhumorados o unas cabras. Casi inmediatamente, un corro de potenciales pretendientes se lanzó al perfil de Kala.

  • Ei

  • K tal

  • Tengo treinta años de edad y una complexión muscular, empleado de una oficina gubernamental.

  • Me gusta el arroz con limón, i a ti?

  • Tengo una madre anciana en una residencia de ancianos, tú cuidas de ella, yo cuido de ti.

  • Solo me gustan las chicas trigueñas, las chicas de piel blanca son demasiado arrogantes y tercas.

Finalmente, después de un derroche de mensajes parecidos que se desmigajaron en una serie de números de teléfono, de tarjetas de crédito y de habitaciones de hotel, sus padres casi se resignaron al estado de alegre incasable de su hija hasta que llegó este mensaje:

Hora: 15:30:33 IST 

Asunto: Respuesta a los datos biográficos matrimoniales de Kalavati

Estimado Señor y/o Señora

Me encantaría presentarme y conocer mejor a su hija, con su apreciado permiso, por supuesto. Por favor, díganme qué fecha y hora les viene bien, si todavía están interesados. 

Miraron pasmados la pantalla del ordenador durante lo que pareció una semana, pero solo fueron unos treinta segundos o así.

Un sábado, el Kaateri visitó su casa. Llegó como una mancha gris carbón que se fusionó en un hombre de ojos hundidos y mejillas hundidas, con apenas un sutil indicio de carne y piel y una barba incipiente delimitándola. 

Sorprendió a Kala con una cortesía hábil, mientras esquivaba con cuidado los ofrecimientos bien intencionados de su madre de café y thattai; con bromas que hicieron que todo el mundo riera y se sonrojara al unísono. Contratacó a las respuestas de sus padres con respuestas humiles pero atentas que volvieron los gruñidos de su padre más rítmicos, sonoros y alegres según avanzó la velada.

Pero por encima de todo, cuando alcanzó a captar un destello de los dientes como cuchillos que parecían guardar la promesa de una violencia inquietante, Kala podía sentir un escalofrío que cosquilleaba en su cuero cabelludo y caía en cascada por su espalda, sus brazos, las plantas de sus pies. No podía apartar los ojos de él. Quería sentir el metal de su boca en las elevaciones de las pantorrillas, en la suave concavidad del interior de los codos. Quería apretarse contra él, una cuchilla, una y otra y otra y otra vez…

—Me gustaría hablar con Kala a solas, señora, si le parece bien. —Su mirada, fija e inamovible, centrada en la silueta de ella.

—Por supuesto —trinó su madre.

Kala extendió la mano hacia él, y su muñeca se escurrió hacia el espacio entre el pulgar y el índice de ella.

De alguna forma, sitió aquello como un augurio.

Mientras caminaban (muñeca entre los dedos) atravesando el salón, atravesando la cocina que en realidad era un pasillo, a través del hueco que guardaba la lavadora, que temblequeaba con entusiasmo,  él envolvió sus curvas, hasta que la respiración de Kala se constriñó y salió a balbuceos, hasta que los ojos de él se dilataron.

Entonces le besó, inesperadamente. Los caninos de él, afilados como cuchillas, arañaron sus labios, la carne bajo su nariz.

Se soltaron tan rápidamente como se habían derrumbado el uno contra el otro. Mientras él montaba el paripé de regresar andando al salón despreocupadamente (su voz burbujeando y derramándose sobre sus padres), Kala se desplomó contra la lavadora en un bulto inestable. El óxido y el fuerte sabor a hierro de la sangre le llenaron la boca. 

De alguna forma, sabía a una indulgencia. 

Después de que se marchara, Kala caminó a trompicones y de cabeza hacia los recovecos turbios de Internet. Introdujo Milki Bikis rancios y té tibio en su garganta a intervalos regulares como sustento. Aprendió que, contraria a la opinión general, los Kaateris no eran diosas costeras irritables y carnívoras o argumentos de película B procedentes de un miasma de productores de televisión, cocaína, arrack, Chicken 65 y modelos esculturales de Europa del este cuyos cuerpos estaban hechos principalmente de muslos con venas varicosas. De los fragmentos de información que pudo reunir, Kala comprendió que los Kaateris preferían las carreteras con curvas cerradas. Sus horarios de comida eran dolorosamente complicados; implicaban un eclipse lunar, dos o más planetas visibles en el cielo, un asteroide errante o una cáscara de coco que parezca un asteroide, si no hay más remedio, chirimoyas y varios cadáveres frescos.

Kala se imaginó a sí misma en la curva cerrada de él.

Encontrar cadáveres nuevos para alimentar al Kaateri no sería un desafío, necesariamente, supuso. Especialmente, si él vivía en la intersección helicoidal concurrida (como él mismo había afirmado altaneramente en su perfil) que era un grito constante en los titulares de los periódicos con camiones y furgonetas incontrolables que convertían a personas en pulpa en las aceras. Además, Kala no estaba completamente preocupada por su propia supervivencia en circunstancias extremas. Una vez, se había atrincherado en su apartamento (secreto) durante dos semanas, subsistiendo a base de cuajada de arroz agria y hooch para cumplir una fecha de entrega. Su boca apestaba al regusto a lata corrugada y sentía el estómago hinchado, pero por lo demás había aguantado bien. Pero por encima de todo, era hija de su madre, así que en vez de eso decidió quedar con el Kaateri para comer.

Súbitamente, un grito desde la cocina. Había otro pretendiente.

Hora: 18:45:36 IST

Asunto: Algunas dudas

A quien corresponda, o los padres de Kalavati:

Espero que se encuentren bien. Siento curiosidad por las pasiones de su hija. ¿Está estudiando para ser meteoróloga o chef? Por favor, no respondan a esta pregunta por email, me gustaría averiguarlo en persona.

Un martes, la Muniandi apareció.

No cabía bien por la puerta de la casa de Kala, así que se acomodó valientemente en el a-veces-patio que era un agujero que almacenaba agua de lluvia y también un campo de cricket lleno de hierbajos para los chavales escandalosos de su colonia. Lo que era uno u otro día dependía completamente del tiempo.

A Kala le pareció arrebatadora.

Observó cómo la Muniandi comía delicadamente biscotes de las manos extendidas de su madre, cómo respondía atentamente las preguntas de sus padres asintiendo con relinchos suaves, medidos y serios.

Durante el tiempo que estuvieron solas, los penachos en llamas de la crin y la cola de la Muniandi chamuscaron el aire que las rodeaba. Su belleza era la del sol en su cénit; dura e implacable e imposible de percibir directamente. La cabeza de Kala empezó a hincharse con un aturdimiento con filo de helio. No sabría decir si se debía a las llamas, a la consideración abrumadora de la Muniandi, o al caos de sus propias emociones. 

La Muniandi presionó su hocico contra el cuello de Kala, su respiración se condensó en los hombros de Kala. Tomó su pelo entre los dientes y lo masticó deliberada y cuidadosamente. Kala no pareció darse cuenta de que su cabeza estaba ligeramente en llamas.

En ese mismo instante, se dio cuenta de que podría habitar este andamiaje de fuego y mujer y gracia equina con una considerable facilidad.

**

La comida con el Kaateri fue una excusión a la morgue a las 3.30 de la mañana. La madre de Kala le obligó a coger una bolsa con chirimoyas y la despidió con miedos dentro de palabras de ánimo dentro de súplicas dentro de sueños parentales sobre responsabilidades económicas y nietos llorones.

El Kaateri trató de besarla cuando llegó, pero su borrón se enfocaba y desenfocaba, su corporeidad era como mucho una aspiración escurridiza. Tenía dificultades para mantener sus filos consistentes. Kala trató de agarrarle la muñeca, pero se dispersó formando vapor entre sus dedos.

La preocupación formó espuma en la garganta de Kala. 

—¿Saapadalaama? ¿Qué te parece que comamos?

—Pero aquí no hay nada para ti —murmuró el Kaateri, como pidiendo perdón.

Kala hizo un gesto hacia la bolsa de su madre.

—Correcto. No suelo almorzar a las tres de la mañana, pero he traído fruta.

Mientras el Kaateri se alimentaba de un cadáver recién acuñado que podría haber sido una mujer anciana, Kala se acomodó en una silla de ruedas rota y masticó una porción grumosa de la chirimoya. Un silencio sosegado se instaló entre ellos.

Él ya no parecía tan perturbadoramente cautivador. Le observó mordisquear cada uno de los nudillos de la mujer hasta que su silueta finalmente acabó por enfocarse.

En mitad de la comida, el Kaateri se detuvo y se irguió.

 —Por favor. No me mires.

Chee, no seas ridículo. —Kala dio un paso hacia delante y le agarró del codo. Lo sintió sólido en la mano. Tiró del Kaateri hacia ella para darle un beso, pero en lugar de eso lamió el borde afilado de sus dientes. Saboreó fenilo, mermelada de fresa, huevos crudos, y un deje acre y sulfúrico de aislamiento. Podría haber sido la anciana, pero Kala estaba casi segura de que procedía de él.

—Ven. Quiero enseñarte algo. —El Kaateri la agarró de la muñeca y la condujo por delante de unas hileras de congeladores que acogían a los muertos recientes: los que no tenían nombre, los que nadie reclamó, los que nadie quería, y los que no tenían ataduras, todos dormitando en sus camastros refrigerados, por delante de un cartel con la pintura desconchada escrito en Tamil que decía “அமரர் அைற” o la “habitación inmortal”, por delante de un laboratorio de embalsamiento que apestaba a fluidos cavitarios y formaldehído, para después subir una escalera de caracol que se abría en una galería llena de los apéndices de unas camillas olvidadas.

—Esto era lo que quería que vieras. —Rodeó la cintura de Kala con sus brazos mientras la llevaba hasta la barandilla—. Mira.

Kala se vio abrumada por la extensión de la estación de tren de Egmore, que se alzaba imponente ante ella, sus arcadas y cúpulas inundadas por rayos de luz que salían a raudales de los pasillos en verdes, morados y dorados. Se sentía algo mareada, deshaciéndose hacia el interior el hierro caliente de la barandilla, hacia el resplandor de múltiples tonos de la estación, hacia el nuevo peso del Kaateri, hacia la oscuridad de la noche y este instante en el tiempo que sentía casi a rebosar.

—¿Llevas mucho tiempo aquí? —preguntó finalmente.

—El tiempo suficiente. —Apoyó el mentón en el hombro de ella—. Cuando llegué aquí por primera vez, Egmore se llamaba Ezhumbur, ¿sabes?

—Parece que las consonantes de Ezhumbur eran demasiado resbaladizas para nuestros dorais británicos.

El Kaateri tosió una risa por respuesta, su alegría suavizándose contra la curva del cuello de Kala. 

—Si los hubieras visto…

—¿Tenías nombre por entonces? No hace falta que digas nada si no…

—Déjame que piense. —Le besó el lóbulo de la oreja con delicadeza, como si intentara calmarla. Kala apenas podía escucharse respirar.

—Solía llamarme Ramesh. Puede.

—Ese un nombre bonito. Pero ¿no estás seguro?

—Bueno, no recuerdo si Ramesh era un tipo al que me comí una vez, o, ya sabes, quien era antes de… antes de convertirme en esto.

Kala se retorció para girarse y le tomó la cara entre las manos hasta que los cráteres que tenía por ojos él estuvieron a la altura de los ojos de ella.

—Muy bien, pues está decidido. Voy a llamarte Una-vez-Ramesh.

Él comenzó a protestar, pero ella le hizo guardar silencio con el dedo.

—Mira, es muy sencillo. Tal vez fuiste Ramesh o tal vez te comiste a un Ramesh o a muchos Rameshes. De cualquier forma, hay un Ramesh en algún lado que es parte de ti. Si no, no habrías mencionado el nombre, estoy segura.

La contundencia sincera de Kala desató una leve madeja de esperanza que recorrió los arcos fracturados de todas las muertes y las vidas y todos los umbrales entre ambos del Kaateri, y que los envolvió en su remolino.

Seri. Una-vez-Ramesh, sea —accedió él, sonriendo. La luz de la estación se reflejó en uno de sus incisivos como podaderas y atravesó en ondas sus bordes acero y carbón con una tromba de color.

**

Exactamente a las 11:55 a.m., Kala llegó a la biblioteca pública Connemara para comer. Como parte de un complejo bloque de edificios de estilo Indo-Sarraceno con una acumulación de cúpulas bulbosas, dovelas de colores contrastados, y arcos de herradura que indicaban pasillos en recovecos extraños, era al mismo tiempo profundamente elegante y profundamente desconcertante.

Cuando no era una yegua, la Muniandi parecía ser una archivista de treinta años que solo vestía blusas almidonadas bajo sarees drapeados y anchos hechos con seda y organza de tonos apagados. No llevaba maquillaje ni joyas, a excepción de un único nath que rodeaba en un círculo su fosa nasal izquierda en una luna creciente de perlas de agua salada. 

Cuando habló, su voz se desplegó en un sonido ronco, suave y meditativo. El efecto que tenía en Kala no era menos deslumbrante que su forma equina. 

—¿Quieres… quieres dar un paseo? Podría enseñarte mi trabajo archivístico sobre Kaaval Deivams más tarde —sugirió la Muniandi, después de que se hincharan de idiyappams, estofado de tubérculos y conversaciones sobre fenómenos meteorológicos.

—Claro, sí, me encantaría.

El estómago de Kala se anudó en trenzas de expectación por algo, por nada en particular.

Sus dedos se enhebraron mientras caminaban alrededor de un estanque cubierto por una tela de algas de un verde coloidal. Una anguila moteada rompió la superficie del agua con estallidos rápidos y resbaladizos.

En el extremo más alejado del estanque, una diosa con colmillos, enfundada en sedas y guirnaldas hechas de capullos de plumeria, descansaba en una gruta de cemento. A su derecha, un caballo de terracota con tonos de lapislázuli descansaba relajado mientras un musgo esfagno atravesaba su lomo formando montoncitos amarillentos en espiral. Unos geckos con bandas se deslizaron entre las orejas del caballo y descendieron veloces por toda la extensión de sus patas traseras.

Se detuvieron para quitarse las sandalias antes de acercarse a la diosa. Kala no pudo evitar observar que los ojos de párpados pesados de la deidad y los del caballo eran idénticos: saltones, feroces, e indescriptiblemente hermosos. Apretó con delicadeza la mano de la Muniandi.

La Muniandi permaneció de pie, en trance; su cara parecía un monolito opaco. 

Mientras Kala esperaba a su lado guardando un silencio confortable, se sintió arrastrada al recuerdo de los veranos pasados cuando era niña en casa de sus abuelos, en la entrada de un bosque que menguaba. Cada día, cruzaba una celosía de campos de arrozales hasta el santuario del pueblo junto a su madre, con la luz del sol punzando la piel de ambas formando brillantes gotas de sudor. Cuando las tardes se hundían en la calidez húmeda de las noches, ellas se acomodaban en el interior de una arboleda de árboles de frangipani de tonos magenta que rodeaban el templo. Dejaban vainas de yaca pasadas como ofrenda para las criaturas que hacían de centinelas de la zona en un bajorrelieve de piedra y sombra. La madre de Kala la entretenía con historias: de la diosa engalanada con escorpiones que estaba sentada de forma oblicua dentro del sanctum-sanctorum, de cada uno de los guardianes del templo, uno a uno, con sus ojos vigilantes y sus monturas vigilantes, un caballo, un perro, un elefante.

«Sé buena y también cuidarán de ti», había dicho su madre.

«Pero amma, ¿con quién debería ser amable».

Su madre le había explicado que, aunque las jerarquías existían, no importaban dentro del gran esquema de las cosas, porque las deidades y sus corceles y la gente y sus moradas rebosantes estaban completamente entrelazadas en un yugo de necesidad mutua.

«Así que a todos ellos». La cara diminuta de Kala se arrugó en una mueca, aquel Negocio de la Bondad ya irritaba a su yo de seis años.

«Sí, a todo ellos», rio su madre. «Pero no molestes a los guardianes cuando caminan por sus fronteras. Se toman sus obligaciones muy en serio».

Pasaron unos minutos. Kala se obligó a regresar al presente y rodeó la cintura de la Muniandi con su brazo, manteniéndola cerca.

—Debe haber sido duro cubrir tanto territorio a pie. Teniendo en cuenta lo grande que es Chennai. 

La Muniandi pareció pensativa.

—¿Cuál sería el límite real de esta ciudad? ¿El mar? Entonces tendría que nadar, no.

—Tantas vidas vividas y eso es todo lo que se te ocurre como chiste. Seri ma, podhum. —Kala le clavó el dedo en la costilla, bromeando.

La Muniandi soltó una exclamación y gesticuló como si fuera a darle en un contrataque de broma, pero en su lugar envolvió a Kala con su brazo y descansó la cabeza en su hombro.

Ninguna de las dos parecía querer liberarse de la otra.

Lentamente Kala se dio cuenta de que podría existir sin más en esta cucharita de tiempo, en el abrazo de esta deidad que la había encontrado mediante una página web matrimonial sospechosa, y una casualidad oportuna, y todo estaría bien porque la Muniandi estaba aquí, lo estaba de verdad, y eso bastaba, eso era más que suficiente.

Ellaiamma —susurró la Muniandi súbitamente, de forma casi inaudible. 

Kala presionó los labios contra su pelo:

—¿Te puedo llamar así?

—Ellai está bien, por ahora. —La cara de la Muniandi se tensó hacia arriba formando una sonrisa—. Pero ese nombre es solo para tus oídos, para tu boca.

—¿Oh? Cuidado, o empezaré a dirigirme a ti como “madre santísima”, entonces. —Kala se tambaleó y arqueó su cuerpo hacia delante, juntando las manos en una reverencia exagerada—. ¡Thaaye!

—Para ya —una carcajada escapó de la Muniandi, y se derrumbó en el suelo para recuperar el aliento, tirando de Kala con ella.

La risa que siguió resonó y atravesó el estanque y pronto aumentó hasta convertirse en unos besos ardientes, en promesas que se acumularon en los huecos de sus cuellos. Las llamas lamieron la garganta de Kala. Silbaron al atravesar su boca y se disiparon en su estómago con un siseo decidido.

**

Con la aparición de sus dos pretendientes, la relación de Kala con sus padres avanzó hacia un desinterés tranquilizador. Pero aquella mañana, buscó a su madre por encima de un café con leche y triángulos de tostadas quemadas.

—Amma, me gustan.

Su madre estudió a la hija por encima del periódico amarillo que estaba aparentando leer.

—¿Qué quiere decir eso?

Kala añadió una cucharada de decocción a su café para rebajar su sabor calcáreo. Tomó un sorbo y se dio cuenta de que sabía peor que antes.

—Me gustan los dos. Por igual, creo.

Enna di, ¿cómo es eso posible? Elige al que te guste más. —La preocupación se hilvanó en la voz de su madre.

Kala dio otro sorbo de su bebida asquerosa. 

—Ese es el problema. Que no hay diferencia.

Seri. Elige el que te parezca menos aburrido.

—¿El menos aburrido?

—¡Sí, el menos aburrido! Kala, no estás intercambiando mercancías en un puesto de avanzadillas, donde tú eres la suma de los valores de los objetos y los servicios ponderados entre ellos.

Amma, yo…

—Escúchame. Eres mi hija, mía, con decisiones y errores que son solo tuyos, que serán solo tuyos. Piensa con cuidado. ¿Cómo te sientes de verdad?

Las palabras de su madre retumbaron contra sus tímpanos, rebotaron en la mesa de la cocina. El café de Kala esperó sin que nadie lo tocara. Al fin, algo se liberó de su pecho.

*

El complejo de apartamentos de Kala estaba invadido por una buganvilla enredadera que vomitaba flores blancas como el papel desde las grietas en la fachada. Encajada entre el brazo de una antena de televisión y un depósito de agua, su estudio (secreto) consistía en una estancia independiente en la azotea del edificio. Aquella tarde, un bulbul con su cresta negra y sus ojos negros la observaban bajo una teja de arcilla.

—¿Qué quieres tú? Estoy intentando limpiar, ¿sabes?

Ahuyentó al pájaro y volvió a atacar las marañas de porquería, que crecieron hasta formar pilas más y más grandes. Montones de periódicos, semanarios en tamil y carpetas de oficina se enroscaban alrededor del sofá de cuero sintético despellejado que había en mitad de la estancia, ocupaba demasiado espacio. Desde el suelo, los componentes descartados de cuerpos de ordenadores la miraban iracundos y acusadores.

—Puedo ayudar.

Kala se giró y dejó caer un montón de archivos numerados, desatando una nube de polvo.

—¡Ya estás aquí! Ah, ya hemos pasado ese punto, Una-vez-Ramesh.

Se dejó caer sobre un montículo de trapos de cocina y le hizo un gesto invitándole a hacer lo mismo. En lugar de eso, el Kaateri se instaló entre las rodillas de Kala, apoyando la cabeza en el muslo de ella. Trazos de humo grisáceo se enroscaban bajo la gasa de su piel.

—Por mí no tienes que limpiar.

Los dedos de Kala se volvieron rígidos en su pelo.

—En realidad, yo…

Enna ithu, ¿qué es esto?

En la entrada a la azotea, la Muniandi estaba de pie, inmóvil. Vestida con un sari teñido con los rosas opalescentes de una concha de mar, resplandecía contra los penachos de luz que descendían por sus hombros. 

—Si tenías compañía, tal vez debería volver más tarde. —La cara de la Muniandi estaba limpia de cualquier emoción; una inexpresividad medida, precisa.

A pesar de lo hermosamente distrayente que era la apariencia de la Muniandi, Kala se vio igualmente atrapada por el pánico, el suelo tembló bajo sus pies. Temblequeando al borde del colapso, su tarde amenazaba con implosionar y enredarse en una trampa retorcida que no tenía ni la paciencia ni la capacidad de desenredad. De cualquier forma, Kala prefería con diferencia una aproximación tipo ariete a las soluciones, como le gustaba señalar a su madre. Tenía que recuperar el control de alguna forma.

—¡Estupendo, ya está aquí todo el mundo! Sentémonos dentro, ¿no? Hace mucho calor.

El Kaateri ya se había vaporizado formando una bruma fina, emergiendo discretamente dentro del apartamento. Hizo como que examinaba una CPU rota mientras Kala guiaba con urgencia a la Muniandi hacia el sofá. Empujó al Kaateri hacia el sofá también, y se sentó con las piernas cruzadas en el suelo ante ellos.

Sin aparente motivo, la Muniandi le lanzó una mirada de soslayo al Kaateri.

—Tienes buen aspecto.

—Gracias. Tú tienes un aspecto diferente, como siempre. Pero puedo verte.

—Claro que puedes.

Desorientada, Kala presionó el pulpejo de los dedos contra sus sienes.

—Perdón, pero ¿os conocéis?

—Más o menos. Me llamaron… para que le cazara. Había una pequeña ciudad en la orilla de Dindigul taluk que lo estaba pasando un poco mal.

El Kaateri se revolvió en su asiento.

—Un poco, sí. Eso es, exactamente. 

Por aquel entonces, la piel de la Muniandi era de un azul glauco; su hoz brillaba cobriza en el sol del atardecer. Él se había tirado a sus pies y le había suplicado clemencia por todas las muertes: ya que acababa de nacer, un idiota ridículo, un demonio necrófago muerto de hambre. Ella se quedó sentada completamente inmóvil durante su melodrama, los címbalos rituales de la gente del pueblo interrumpían su fervor con un sonido estridente. 

Finalmente, ella había hablado, pronunciando una única palabra.

«Márchate».

Él no esperó a que ella volviera hablar.

—Debería haberme matado, hace todos esos años. Me lo merecía —admitió el Kaateri.

—Eras muy joven y gritaste con tanta energía… Mira, ahora has crecido, y te ha ido bien. —La Muniandi extendió la mano y le dio unas palmaditas en el brazo. El borde de la manga de la camisa de él ardió bajo la quemadura de sus dedos.

El Kaateri había prestado atención a la palabra de la Muniandi y no había regresado, ni una sola vez.

Ella había querido hablarle de la resiliencia y el miedo y el corazón, ese gigantesco corazón palpitante de la gente del pueblo, de cómo ahora veneraban a una criatura completamente nueva que había metastatizado de aquel evento, de una semidiosa con ojos marcados por kohl que era tanto parte de ella como parte de él, sobre el hecho de que plantaron un anillo de árboles de la vida alrededores de aquella deidad novata para protegerla, de cómo se dirigían a ella como Pidari amma, el espectro violento que también era su madre, dejándole regalos de flores y aves de corral y fruta cuando la luna crecía hasta llenarse.

Tal vez los tres podrían visitar a Pidari y decir hola como una bonita sorpresa. Tal vez podrían convertirlo en un viaje, algún día.

La Muniandi se irguió cuando la voz de Kala la devolvió a la realidad.

—No se me dan bien estas cosas, así que simplemente voy a decirlo. Me gustáis, los dos. —Kala se aclaró la garganta—. Me alegro de que seáis capaces de olvidar vuestras diferencias, y lo siento, pero no puedo, en realidad no quiero elegir, así que no me hagáis escoger…

 —Aiyo, ¿de qué va todo esto de elegir? Es muy frágil. No tienes nada que temer —dijo la Muniandi, con tono práctico. 

El Kaateri señaló su manga quemada.

—Y ella te protegerá como ninguna otra. Eso está bien. 

Kala los miró con cara de incredulidad. 

—No entiendo.

La Muniandi dio un paso adelante y agarró las muñecas de Kala, levantándola del suelo, y la hizo sentarse cómodamente entre ambos en el sofá. Sus cuerpos se acurrucaron muy cerca.

—Sabemos cómo te sientes, Ma, de verdad que sí. —El Kaateri se puso los pies de Kala en el regazo.

—¿No os preocupa en absoluto?

Él pareció pensativo.

—Si nos dejas por un compañero de trabajo con seguro de coche, un corte de pelo y dientes funcionales, entonces me preocuparía.

La Muniandi le colocó un mechón de pelo suelto detrás de la oreja. 

—O el retoño de un magnate de pasta de dientes con un helicóptero privado y un rencor atractivo. Irresistible. —añadió.

Como respuesta, Kala cogió la mano de cada uno y las agarró con fuerza. La alegría borboteó por encima de las placas de metal de su armadura emocional, transformándola en algo maleable, líquido. Sin la armadura, estaba a la deriva: en medio del mar sobre una marea creciente de comodidad y felicidad, de desear y ser deseada, el espíritu de reclusión abandonado mordisqueando los bordes de su existencia. El miedo acechaba bajo la entrada de estas emociones nuevas, de emociones que una vez había ahogado bajo los pretextos del grosor de una oblea de objetivos académicos y profesionales envueltos cómodamente dentro de obligaciones parentales. Se enconó en su intestino grueso, llenando su boca de saliva recubierta de bilis. 

Tragó con fuerza.

Seri, ahora que está todo arreglado, vamos a lidiar con mis padres.

**

Es casi el anochecer, y el suelo azul del crepúsculo se extiende por el patio de la casa de sus padres.

Kala, tirando de sus muñecas para atravesar la entrada.

Kala, diciendo «confiad en mí, nada más, confiad en mí».

Elles, diciendo «vale» casi al unísono: la mujer que a veces era una deidad y a veces una yegua, y el murmullo de un hombre que no era un hombre en absoluto, sino en ocasiones un cuchillo.

Sus risas indecisas rebotando en las paredes, fundiéndose con el techo, la escalera salpicada de lluvia. Sus risas, fundiéndose en un silencio cómodo que gotea formando riachuelos por sus pieles, por sus crines, por sus destellos metálicos.

Kala, tan sorprendentemente real, se cristalizó en sus caras, en sus brazos, en la forma en la que extendían los brazos y la abrazaban, en los bordes temblorosos de su posibilidad, inseguros por todo, seguros de todo.


M. L. Krishnan es originaria de las zonas costeras de Tamil Nadu (India). Se graduó en 2019 del curso de escritura creativa Clarion West, y su obra ha aparecido en The Offing, Apparition Lit, Baffling Magazine, Paper Darts, Sonora Review entre otros. Puedes encontrarla en Twitter: @emelkrishnan

 


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