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viernes, 14 de enero de 2022

Capítulo #46 - "El primer viaje del Transamericano", de Andrea Chapela


El primer viaje del Transamericano

por Andrea Chapela


Dicen que encendieron fuego en las montañas. Todavía no se sabe si fue un accidente humano, un acto de protesta o una casualidad. Después de tantos años de campaña para salvar el Darién, preservar esos kilómetros de tierra y cambiar el curso del Transamericano, después de todo eso, la selva está ardiendo y el humo desciende desde las montañas hasta el mar. A pesar de que tenemos prohibido abrir las ventanillas del tren desde que salimos de Medellín, el aire huele a quemado, como si estuviéramos saltando una hoguera. Los pasajeros no dejan de quejarse del dolor de cabeza, la resequedad de la garganta y el picor en los ojos. Solo podemos esperar a que pasen las cuatro horas del cruce marítimo y no llevamos ni la mitad. 

Me pediste que te escribiera desde el tren y voy a aprovechar que acaba de quedarse vacío el vagón para hacerlo. En lugar de copiar mis notas o continuar con las entrevistas, me voy a tomar un rato para este email que he estado evitando. El viaje está en su última etapa, en dos días llegaremos a la Ciudad de México y, si no lo hago ahora, no lo haré nunca. 

Así que aquí estoy, papá, a bordo del Transamericano, el tren de tus sueños, justo en el cruce marítimo, la joya de la corona de este trayecto que no existiría sin ti. Sin tus cálculos, todas tus horas de desvelo, todos los viajes de investigación, todas las pruebas de materiales, las mediciones de sal, la búsqueda de cómo estabilizar los rieles a pesar del oleaje, sin ti nada de esto existiría. Siete años, toda mi adolescencia, fuiste parte del proyecto y sé que esperabas estar aquí, que de alguna manera los ingenieros y matemáticos fueran invitados a presenciar el primer viaje completo, de Buenos Aires a Ciudad de México, América Latina por fin unida. Pero el tren está lleno de políticos y celebridades, ningún científico, ninguna de las personas que realmente trabajaron en él. Nunca se pensó que los que construyeron el tren, los que trabajan en él, todos los que hacen que funcione, fueran pasajeros. Tengo más en común con el mesero que está mirando su celular detrás de la barra, que con sus últimos clientes, una pareja que dejó en la mesa sus tazas y platos, con un pedazo de pastel a medio comer. 

Pienso mucho en la ironía de que me hayan elegido a mí para cubrir el acontecimiento. Los dueños del periódico no pueden saber que desde niña fui adoctrinada para escribir estos artículos. Fue un golpe de suerte asignarle este trabajo a la persona que puede declamar de memoria los detalles técnicos del tren: el material del que está hecho (una aleación 70/30 de aluminio y zinc con ribetes de cobre), la velocidad que puede alcanzar en cada etapa (entre 200 y 400 km/h con un sistema de propulsión híbrido), los diversos acuerdos internacionales que se necesitaron para que existiera (el Tratado Internacional por una América Unida de 1950 entre otros). Su historia trenzada con la mía. Esta es la primera vez que no te pareció una inconsciencia que fuera periodista en nuestro país. La profesión con mayor índice de mortalidad después de narcotraficante, dijiste el día que terminé la carrera. Pero eso me trajo hasta aquí, a la cafetería secundaria del Transamericano. Te gustaría este lugar, pero te quejarías del menú, de que haya tres páginas dedicadas solo a tipos de café y no suficientes opciones de comida. 

Estoy aquí porque a estas horas, cuando el sol se está poniendo y la mayoría de los pasajeros prefieren el bar o retirarse a sus cabinas, se siente una atmósfera de final de día, de espera para la cena, el último empujón de la agenda antes de dormir. Hablo como si llevara meses a bordo, cuando no ha pasado ni una semana desde que salimos de Buenos Aires. No puedo evitarlo, el tren apenas se ha detenido un par de horas en cada ciudad y el tiempo pasa de forma particular, como si cruzar el espacio tan rápidamente hiciera que el tiempo avanzara más despacio. Siento que llevo aquí toda una vida. Una vida que está a punto de acabar. 

Ya entregué los dos primeros artículos. Fue idea del editor dividir el trayecto en cuatro momentos: el cruce de los Andes, el viaje en tierra entre Chile y Colombia, el cruce marítimo y el cierre. Ahora ya habrás leído el primero, sospecho que no te gustará la mención de la protesta en la estación de Buenos Aires, pero tenía que decirlo. No todo mundo está feliz con que exista un tren que ha costado muchísimo dinero y tiempo y que casi nadie podrá tomar. Los boletos de los siguientes dos años están agotados, en su mayoría comprados por turistas chinos y europeos. Hicimos de nuestro continente un parque de diversiones. Esa frase en particular te molestará, lo supe desde que la escribí. No puedo decir que lo sienta, papá, no todos vemos el tren y sentimos el orgullo de haber doblegado, una vez más, a la naturaleza. Como si la humanidad necesitara recibir ese reconocimiento. La única concesión que le hicimos al medioambiente fue preservar el tapón del Darién, el único pedazo de selva virgen del continente, que ahora está ardiendo. Dicen que el incendio se ve desde el espacio, que ni Panamá ni Colombia quieren responsabilizarse, así que solo avanza y avanza sin que nadie lo detenga. 

Tendré que escribir sobre eso cuando hable del cruce marítimo. Me imagino que lo odiarás. Cuando nos veamos el domingo próximo volveremos a pelear porque soy incapaz de reconocer la maravilla en la que estoy subida; porque soy una malagradecida que pudo ver desde su asiento cómo se ponía el sol detrás de las montañas mientras el tren flotaba sobre el mar Caribe y no supe apreciarlo por mis ideas radicales. No quieres darte cuenta de que no es una cuestión de apreciar, sino de que no me parecen razones suficientes para que exista este tren. Pero admito, papá, que hay belleza. Es más, el humo de los incendios la realza: nunca había visto un atardecer tan rosa, tan naranja, tan rojo, cada color saturado al máximo. Ahora mismo el sol ya se ha ocultado, pero queda un poco de luz y tanto humo que el paisaje se siente desdibujado. El tren está bajando la velocidad, en las ventanas que dan al oeste se alcanza a distinguir un puerto, debemos estar a punto de cruzar la frontera. En cualquier momento se acercará una lancha con los agentes migratorios, pura pantomima, no checarán ningún pasaporte; todos tenemos ya permiso para cruzar, pero hay que hacer el teatro completo. A mi izquierda las luces amarillas del puerto, a mi derecha la nada azul oscuro. La noche, el humo, se han tragado el horizonte. Me da vértigo mirar mucho tiempo, como si mi consciencia fuera a quedarse atrapada en ese azul profundo. 

Acaba de sonar la sirena y el tren se detuvo del todo. Vi acercarse la lancha de migración por la ventana, blanca como si fuera una vela entre toda la nada. El oleaje que levantó hizo que se formara una capa de espuma alrededor de los rieles, dándole horizonte a la vista, disipando el vértigo de la oscuridad infinita. Me choca el olor a dulce que hay en este vagón, completamente contrario a todo lo que sé sobre el exterior. Tengo ganas de abrir la ventanilla, inhalar una bocanada de ese aire impregnado de fuego, que el olor se me quede en la garganta como si me hubiera acercado demasiado a una fogata, pero no puedo quitar el seguro. Afuera el mundo arde, aquí huele a café y pastel. 

Desde que me subí al tren estoy durmiendo mal. Me acuesto en la cama y doy vueltas y vueltas sin poder conciliar el sueño, consciente todo el tiempo de que el tren está cruzando montañas, ríos, países enteros mientras duermo. Esa idea también me da vértigo, me mantiene despierta. Lo único que se escucha en esos momentos es el motor a los lejos, el silbido del viento alrededor y, en una ocasión, al salir de Santiago, una tormenta. No hay nada que me distraiga de mis recuerdos. He pensado mucho en todas las tardes que pasamos en el Museo del Ferrocarril, tu plan preferido de domingo. Le decías a mamá: a Eliza le encanta, ¿verdad? Y yo asentía porque lo que quería era pasar el día contigo y me daba igual si volvíamos a pasar toda la mañana viendo trenes. Pienso en eso y luego pienso en el cementerio de trenes, con todo y la estación fantasma, que hay en la segunda sección de Chapultepec. Cuando estaba en la universidad, iba allí con mis amigos a beber y fumar marihuana. Podría contar mi vida solo a través de mis recuerdos de trenes hasta llegar aquí, a bordo del Transamericano, el Santo Grial. 

Hace un momento se acercó el mesero a limpiar la mesa y le dije que me sentía un poco mal, ¿habría problema si abriera la ventana? Lo pensó un momento y me dijo que cinco minutos, pero que guardara el secreto y esperara a que nos alejáramos del puerto. Mientras el tren avanza, las luces del puerto se difuminan y poco a poco todo rastro de la costa desaparece. La luna roja, inmensa, borrosa, es lo único que separa el cielo del mar. Una parte de mí quisiera que estuvieras aquí, que pudieras ver lo que veo. Otra parte se alegra de que sea yo la responsable de esta historia, de que dependas de mí para saber cómo fue. 

Pensé que el momento más memorable del viaje sería el cruce por los Andes, despertar y encontrarnos rodeados de nieve. El vidrio de la ventana se sentía helado bajo mis dedos, mi aliento lo fue empañando a pesar de que me había quedado sin aire. En ese momento me di cuenta de que nunca había visto la nieve. Me sorprendió lo cómoda que se veía, casi mullida. Por horas la miré extenderse blanquísima en todas direcciones y me pregunté si esa visión compensaba la existencia del tren o si en realidad era igual de innecesaria. Pensé que ese momento sería el más impactante, pero después del no-paisaje de esta noche ya no estoy segura. Imagino el sonido del crepitar del fuego a lo lejos, allá en el Darién, imagino la noche caliente, iluminada, como si hubiera podido apreciar el rubor de las llamas de no ser porque toda la oscuridad de la Tierra vino a refugiarse aquí, en el océano.

Cuando el mesero me ayudó a abrir la ventana, me dijo que la Unión Europea ha hecho presión para que se controlen los incendios. El fuego se está apagando. Esta noticia debería alegrarme, pero ahora, con la ventana abierta, me golpea el olor a sal y humo, el silencio roto solo por el viento mientras el tren acelera, y me pregunto cuál es el sentido de todo esto. De los incendios, el tren, este viaje, esta carta. Aquí estamos, tus dos legados unidos por un viaje en el que tú no tienes cabida. ¿Qué pensarías si estuvieras aquí? 

Creo que no voy a enviarte esta carta, que tendrán que bastarte con mis artículos. Todo final es agridulce, me has dicho muchas veces, incluso los finales que son victorias. Casi puedo escuchar tu voz mientras escudriño la oscuridad, una vez, otra vez, otra vez, en busca de cualquier indicio de luz.  





Andrea Chapela (Ciudad México, 1990), estudió química en la UNAM y un master of Fine Arts en escritura creativa en español en la Universidad de Iowa. Es autora de una tetralogía de fantasía, dos libros de cuentos y un libro de ensayos personales. Ha sido becaria del FONCA en el Programa Jóvenes Creadores en dos ocasiones y del Ayuntamiento de Madrid en la Residencia de Estudiantes durante dos años. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2018 de cuento, el premio Nacional de Ensayo Joven José Luis Martínez 2019 y el Premio Nacional Juan José Arreola 2019. En 2021 fue seleccionada como parte de los 25 Novelistas Jóvenes en español por la revista Granta. Colabora con las revistas
Tierra Adentro, Este País y Vaso Cósmico. Actualmente estudia en el COLMEX la Maestría de Estudios de Asia y África. 



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