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viernes, 31 de diciembre de 2021

Capítulo #45 - El ciervo-esqueleto camina, de KT Bryski

El ciervo-esqueleto camina

por KT Bryski

 

El ciervo-esqueleto camina en mitad del invierno, las astas puntiagudas, las pezuñas duras. La nieve, de un blanco profundo, se extiende bajo el cielo, de un negro profundo. El aire frío corta los pulmones; el río descansa quieto como una piedra.

Por encima de las corrientes de las cumbres se acerca el ciervo‑esqueleto, sin dejar marca de su paso. Abajo, en la aldea, cierran las cortinas rápidamente contra él. Cierran sus puertas con buenos cerrojos. Ponen ajo en los dinteles y acebo en los alféizares.

El ciervo-esqueleto se acerca como una ventisca de nieve. Sus cascos repiquetean sobre los tejados. Golpean la puerta una sola vez. Su voz rechina como una mortaja que se arrastra sobre el suelo congelado. «Buey en la caja, casco en la teja. Trae carne y vino para el ciervo famélico». 


 ***


El primer invierno que viví con mi abuela, yací a solas en una cama estrecha y desconocida que todavía no era mía. La luz de la luna azogaba la habitación extraña; las sombras se abrían en las esquinas como bocas.

En el vientre de la noche, las pezuñas crujieron por encima de mi cabeza. «Buey en la caja, casco en la teja. Trae carne y vino para el ciervo famélico».

A través de un hueco entre las cortinas, su larga calavera resplandeció. En el interior de los círculos perfectos de sus cuencas se acumulaba una oscuridad hambrienta.

«Carne y vino para el ciervo famélico».

Sus dientes castañetearon como agujas de tejer, un ciervo con los colmillos de un lobo.

Por la mañana, la nieve bajo mi ventana brillaba inmaculada. Incluso entonces, la abuela respondía a la imaginación con la vara, así que no dije nada. Pero según fueron cayendo los inviernos, uno sobre el otro, no logré evitar anhelar el repiqueteo heráldico de sus pezuñas por encima de mi cabeza.


***

 

El primer invierno que Liese vivió conmigo, le dije:

—Nunca respondas al ciervo-esqueleto. Si le respondes, su voz seca y curtida rechinará y rechinará, hasta que tu mano abra la puerta por voluntad propia.

Guarda silencio. Permanece quieta. Espera hasta que la noche haya pasado y véncelo, deja que sus huesos se conviertan en polvo al amanecer del nuevo año.

Ella me miró boquiabierta:

—¿No tiene hambre? Puede compartir mi pan.

Semejante estupidez no debe dejarse crecer. Hay que cortarla de raíz antes de que llegue el invierno. Lloró durante las primeras noches, mientras su cena se congelaba al otro lado de la ventana.

Abajo, en la aldea, sus murmullos me persiguen desde el carnicero a la iglesia a la tienda. «Una pena lo de la chica. Atrapada en esa vieja cabaña. Atrapada con esa anciana. Es como cultivar una rosa en el hielo».

Que hablen. Mejor mi vara que los dientes del ciervo-esqueleto.

 

***


La mitad del invierno. Otro más, tiempo después del fin de la infancia. La abuela y yo nos abrimos paso hacia el camposanto; las almas se acercan atraídas por el cambio de año. Portábamos tortas de avena para alimentar a los muertos, whisky para saciar la sed de la tierra congelada.

 —Camina rápido —ladró la abuela—. Se acerca la noche.

 Primero, las tumbas de mis padres, la pena roma como un diente desgastado. La abuela permaneció apartada mientras yo temblaba y tartamudeaba. Quería decir algo, siempre, y siempre mis palabras se congelaban con rapidez.  

 —Vámonos, Liese.

 Puestas sobre las lápidas, las tortas se veían pequeñas. Salpicadas de ceniza ya endurecidas por el frío. Mis manos hechas puños dentro de los mitones; juré no llorar. 

 —Liese, ven.

Entre las hileras de tumbas dispersas se abría un trecho de nieve, en el que no se erguía ninguna lápida. Sin mirarme, la abuela gruñó. Torpe por el frío, destapé el whisky.

La abuela se encargó de verterlo ella. Cuando eran pequeños, me había contado, su hermano y ella se internaron en el bosque.

Nunca encontraron el cadáver de él, susurraba la aldea. Devorado, dejaron el hueso limpio.

Durante largo tiempo, la abuela miró fijamente al whisky brillar cobrizo sobre la nieve. Me revolví a sus espaldas, sin atreverme a dar pisotones con los pies entumecidos. Pero tan súbitamente como un ave alza el vuelo, ella habló.

—Prométeme que no harás ninguna tontería esta noche. Si le respondes una sola vez, eres suyo.

Mantuve un tono de voz dulce.

—Sí, abuela.

Tirando de su sombrero de pelo para ocultar su cara, se giró para marcharse.

—Esta carne ya es demasiado vieja para alimentar al ciervo. 

 

***

Nevaba en las cumbres.

Tranquilo, el ciervo-esqueleto caminó. Allí donde el camino de la aldea terminaba, los árboles se apartaban y los campos se desplegaban de un blanco inmaculado. En la vastedad resplandeciente se erguía un único punto oscuro. Una cabaña, tosca y baja, una chimenea de ladrillo y ventanas de vidrio ondulado.

Dos figuras encorvadas luchaban por atravesar la nieve. El ciervo-esqueleto vigilaba, las ventiscas se arremolinaban en su espinazo. Su boca se abrió; el viento silbó al atravesarle los dientes. Y el hambre cortaba muy profundo.

 

***

Carne y vino.

Teníamos muy poco de cada. La última torta de avena y la petaca de whisky permanecían en los hondos bolsillos del abrigo de mi abuela. No me los había ofrecido. En lugar de eso, se había acurrucado junto a la chimenea mientras yo revoloteaba por la cabaña, echando el cerrojo a las ventanas y colgando el ajo. Mientras cortaba rebanadas de pan y salchichas para su cena, ella se revolvió.

—Deja eso. Me duelen los hombros.

Sus huesos sobresalían como nudos en la madera, su piel blanqueada y moteada parecía congelada. Unas tiras de músculo duro se encontraron con mis dedos cansados. Mi estómago se quejó aun más fuerte y lancé la vista a la mesa, pero la abuela soltó una risotada. 

—Eres una niña egoísta. ¿Comerías mientras yo sufro?

Algo tamborileó en el tejado.

Levanté la mirada. Durante un único instante, apenas un parpadeo. Aun así, los hombros de la abuela se tensaron bajo mis manos una vez más.

—Es una noche para contar historias —dijo quedamente—. Siéntate, Liese. Descansa la cabeza en mi regazo. Deja que pasemos las horas mientras el ciervo acecha en la noche.

Llena de humo, claustrofóbica, la cabaña se cerró a mi alrededor como unas mandíbulas. Pero recogí mis faldas, tomé asiento en mi lugar en el suelo, y miré fijamente al fuego mientras la abuela comenzaba:


***

 

Apenas éramos unos niños, por aquel entonces. Hermano pequeño y hermana doncella. Inviernos duros y madres crueles; privaciones en la alacena y hambruna en los pozos de nuestros corazones. Como suelen hacer los niños (cuando tienen la suficiente hambre), nos escabullimos hacia la profundidad de los árboles.

Nos envolvieron como los brazos de una verdadera madre. Una luz suficientemente escasa nos alcanzó a través de las ramas. Se curvaban sobre nuestras cabezas como costillas; bien podríamos habernos encontrado en el interior de una bestia.

Atravesando la rama y la espina, llegamos a un río. Tú los has visto, Liese. Los ríos de las montañas: voraces. Descienden a toda velocidad desde las cumbres, babeando sobre sus orillas.

Junto a mí, Mats suplicaba algo de beber. Pero con sus rugidos, estos ríos casi hablan: «Quien quiera que beba de mí, morirá seguro».  

Supliqué. Me enfurecí. Incluso entonces, yo tenía un carácter fuerte; silencio, Liese. No hables, no mientas. Les escucho en la aldea. «Envejecida y marchitada, esa fría arpía». Idiotas, todos ellos. No han pasado tanta hambre como yo.

La historia sigue su camino. Vuelve a apoyar la cabeza. Aquí.

Mats gimoteaba, exactamente igual que tú. Después, se arrodilló hacia el agua, y esta lo arrastró.

 

***


Otro golpeteo sonó en el tejado. Nauseosa, no me atreví a moverme.

—Comprueba los cerrojos, Liese.

La cerradura mordió la palma de mi mano con su frío. Aparte de las llamas crepitantes y la respiración agitada de mi abuela, la noche permanecía silenciosa. Nada de pezuñas acechantes, ninguna mandíbula que crujiera. Los pelos de la nuca se me erizaron de todas formas. Temblando, me lancé a buscar una manta, pero ya descansaba plegada sobre el regazo de la abuela.

—¿Ya estás instalada, abuela? ¿Te doy las buenas noches?

 —Quédate conmigo, mientras el Ciervo-esqueleto pasa de largo. Mi historia no termina con mi hermano en el río.

 

***

 

«Quien quiera que beba de mí, morirá seguro», rugieron las aguas. Pero Mats se arrodilló y el río se lo llevó…

Y lo escupió, tembloroso, sobre la orilla, calado hasta los huesos. Nunca había visto algo tan delicado, parecía esculpido en hielo. Se irguió, tambaleante; tembló. Vivo. Caí de rodillas y le rodeé el cuello con mis brazos. Empapado del todo, ojiplático, resoplante… pero vivo.

No habló más mientras continuamos atravesando el bosque.

El siguiente arrollo no era más que una mancha de barro. Cada vez que extendía la mano hacia Mats, él estaba ahí, arrastrándose obedientemente sobre la tierra hinchada por el agua. Entonces, a través del susurro de las hojas muertas, una visión milagrosa:

Una cabaña en el bosque. Los postigos rotos como galletas; una chimenea sin humo.

¿Qué otra cosa hacer, sino caminar confiadamente, cansados, por el camino de entrada? ¿Qué otra cosa podría haber hecho, sino abrir la puerta de un empujón, y conducir a mi hermano al interior?

 

***

 

Silencio. Tal vez habría más. Normalmente lo había. Me mantuve pequeña, y quieta, un bocado fácil de olvidar. La manta de lana de la abuela me rascaba la mejilla, su amor empalagoso me tensaba la garganta.

¿Me había ganado la cena? Mi cabeza dio vueltas cuando me incorporé dando tumbos. Mejor no arriesgarse. Tal vez la torta de avena en el bolsillo de su abrigo… apenas la echaría de menos.

Pero antes de que pudiera avivar mi coraje, un rayo de luna cayó atravesando las cortinas. Contuve el aliento. ¿En qué momento se habían abierto?

Al otro lado de la ventana, los campos se perdían en el horizonte, inmaculados y fortalecidos.

Sentí el primer paso como una traición. El segundo como un desafío. El tercero como hambre.

Y entonces me encontré de pie frente a la ventana; las hojas del acebo me pincharon las palmas de las manos.

La luz de la luna brillaba sobre la nieve. A lo lejos, un bosque de carbón arañaba el blanco. Inhalé el aliento del invierno, mis pulmones dolieron de forma deliciosa.

Toc, toc, toc, cruzando el tejado.

Toc, toc, toc, descendió por los muros.

Unas cuencas negras conocidas me atraparon como el frío amargo.

«Trae carne y vino, querida mía». Su voz susurrante cayó suavemente, con delicadeza. Me incliné hacia delante, casi sin darme cuenta…

—¿Liese?

Junto al fuego, la abuela se revolvió. La manta se desprendió de su regazo. Miró por encima del respaldo de su sillón, su boca de tortuga contraída. 

Mi corazón se desbocó. ¿Había visto al ciervo-esqueleto? No, detrás de mí no se arremolinaba otra cosa que ráfagas de nieve. Abrí la boca para defenderme, pero demasiadas reprimendas resonaban aún en mis oídos.

Con un dedo torcido, la abuela me indicó que me acercara.

 

***

 

¿Qué otra cosa podía hacer si no conducir a mi hermano al interior? La cabaña guardaba polvo, un hogar cubierto de telas de araña y una cama estrecha de madera. Sobre el lar colgaba una olla oxidada, la mesa desvencijada gemía bajo el peso de los excrementos de ratón. La cabaña de un cazador, le conté a Mats. Un lugar de retiro.

Él inclinó la cabeza, pensativo.

Durante un tiempo vivimos bien. Con una escoba de ramas secas, barrí la cabaña y ahuyenté a las arañas. Mats encontró otro riachuelo, uno más tranquilo, más ordinario, y en sus orillas refregué la olla cada noche. Cuando cayeron las primeras nieves, nos acurrucamos el uno dentro del otro contra el invierno.  

Con el paso de las estaciones, una tras otra, nuestra alacena engordó. Nueces y arándanos; hojas de diente de león y escaramujo salvaje. Ocasionalmente, un pescado o un conejo para mí, mientras Mats se mantenía al margen.

Pensé que el calor duraría para siempre.

 

***

 

La respiración de la abuela se volvió más lenta y más profunda. En esta ocasión, solo esperé un latido antes de girar la cabeza. El ciervo-esqueleto observaba desde la ventana. Era la mordida del viento y el aguijón de un torbellino de nieve; el crujido de los árboles en el frío y el momento más profundo de esta noche, la más larga.

Carne y vino para el ciervo famélico…

Debo guardar silencio.

—Querida mía, tengo hambre.

Ni una sola respuesta.

Pobre Liese, ¿tú también estás hambrienta?

—¿Qué?

Demasiado tarde. Su sonrisa cortaba.

Carne y vino.

—Querido ciervo, caballero —dije, con una voz tan alta como los copos de nieve empujados por el viento—. No tenemos nada que sea de tu agrado.

Seguro que no es cierto, querida doncella, tan bella. Déjame pasar, y veré por mí mismo.

No me había llamado niña. Mi espalda se enderezó.

—¿Qué clase de ciervo busca carne y vino? ¿Acaso no es el bosque lo suficiente abundante para ti?

Perdí mi carne, hace tanto tiempo…

—¿Y el vino?

Enseñó los dientes en una sonrisa.

Lo disfruté una vez, cuando era un niño.

Esta es la trampa del ciervo-esqueleto. Palabras sin sentido, para hacerte bajar la guardia. A mi espalda, entrecrucé los dedos con fuerza.

¿Te apetecería una historia, en esta noche larga y amarga?

Sí.

Pero… vacilé. Envuelta en la silla, la abuela balbuceó con palabras densas y espesas. Las paredes de la cabaña se acercaban demasiado; el aire lleno de humo me presionaba el pecho. A través del cristal, pude oler lo limpia que estaba la nieve. 

—No puedes entrar —murmuré.

Él hizo una reverencia, sus astas barrieron la blanca, blanca nieve.

Como desees —dijo, y comenzó:

 

***


Cuando era un niño, mi hermana me llevó al interior del bosque, puesto que nos moríamos de hambre en nuestra casa. El viento otoñal soplaba húmedo contra mi cara, las últimas hojas amarilleadas caían de los árboles para morir como la esperanza en el barro. 

Aunque tenía hambre y lloraba a mares de cansancio, con mayor amargura sufría de sed. Mi lengua secaba mi boca como cuero, y mis ojos ardían faltos de lágrimas. 

Había un río, que serpenteaba entre árboles grises.

«Quien quiera que beba de mí, morirá seguro»

Aunque mi hermana gritó y me agarró del cuello de la camisa, me arrodillé ante él. El agua glacial de la montaña me abrasó la garganta al beber.

El agua extendió los brazos para agarrarme; me abrazó como mi madre no lo había hecho nunca; me transportó con amor hacia sus verdes profundidades. Y cuando me liberó de nuevo, me alcé sobre cuatro pezuñas; mi pellejo estaba erizado por el frío del agua. 

 

***

 

—Mentiroso —dije; la palabra restalló.

¿No te gusta mi relato?

—No es verdad. —Me alejé de la ventana. El ciervo-esqueleto permaneció tan en silencio como la bisagra giratoria del año—. No lo es —repetí.

¿Estabas allí, pequeña doncella?

—No.

Entonces, ¿quién?

Mi mirada viajó hacia la abuela. Cuando volví a mirar al Ciervo, sus cuencas vacías ardían con el frío.

Pregúntale —dijo—. Si te atreves.

—Yo…

Qué fácil de convencer, pequeña doncella.

—No es eso, es que yo…

El silencio se extendió ente nosotros, la inmovilidad perfecta del ciervo-esqueleto más despectiva que cualquier mueca desdeñosa.

—Muy bien. —Con la mandíbula apretada, me acerqué a la abuela dando zancadas. Apoyé mi mano sobre su rodilla y la sacudí con delicadeza—. Abuela — susurré—, ¿qué ocurrió después?

Durante un largo instante pensé que no contestaría. Pero entonces sus dedos nudosos envolvieron mi muñeca, tan intensamente, tan súbitamente, que casi grité.

 

***

 

Se quedó muy delgado.

Después de un otoño exiguo, unas nieves tempranas cubrieron el bosque. El hambre se curvó bajo mi corazón como una costilla nueva. No podía dormir por la noche por el frío, ni siquiera con Mats apretado junto a mí, sus piernas remetidas por debajo. Lentamente, nuestros huesos comenzaron a asomar.

Una mañana, el viento se congeló hasta detenerse. En el silencio, me desperté y le encontré frío e inmóvil.

 

***

 

Sus uñas se hundieron aún más en mi piel.

—¿Tienes suficiente con esta historia?

Tragué y tiré, pero su agarre solo se hizo más fuerte. Me dolía la muñeca.

—Por favor —dije—, me hace daño.

—No podría haber aguantado, sin importar lo que yo hiciera.

Por encima del viento gimoteante, el ciervo‑esqueleto habló con la voz del invierno:

Y dijiste que mi historia no era cierta.

 

***

En la noche invernal más lúgubre, mi hermana se acercó a mí con un cuchillo desenfundado y lágrimas manchando sus mejillas hundidas.

—Solo un poquito —dijo—. Solo un bocado.

Una tajada de carne, fileteada de mi cuarto trasero. No pude moverme de la conmoción. Lloró todo el tiempo que cortó y fileteó, pero su cuchillo rápido e inteligente me buscó una y otra vez.

Mis piernas fueron las siguientes, desnudadas de su carne. Mis costillas, las limpió una a una. La dura carne de mis flancos la aliñó con gaulteria; hirvió mis hombros y asó mi grupa. Mis orejas nerviosas, las frio hasta que crujieron.

Venado, nada más que venado. El olor de su sangre se volvió más intensa mientras bebía la mía. Sus lágrimas se secaron. En sus mejillas florecieron rosas.

Por último, me cortó el corazón. Le manchó la boca hasta la barbilla.

Mis huesos, los lanzó a la nieve.

 

***

 

Mi hermana, me cocinó, mi hermana, me comió —entonó el ciervo-esqueleto—. Buey en la caja, casco en la teja. Trae carne y vino para el ciervo famélico.

La abuela se sentó regia en su sillón.

—Cierra las cortinas, Liese.

Mi hermana, me cocinó; mi hermana, me comió.

—Era tan pequeño —murmuró la abuela—. Tan pequeño.

—Pero…

—Podría haber ocurrido cualquier cosa. Una noche fría y amarga para congelarle del todo; una larga fiebre que se lo llevara; un lobo que atacara una noche sin luna.

—Podría haber vivido —susurré.

Los ojos de la abuela se entrecerraron.

—Cierra las cortinas, Liese.

—Si no hubieras…

—Las cortinas, Liese.

—¿Mi madre llegó a saberlo?

Cenicienta, la abuela se incorporó. Las sombras cambiantes captaron sus pómulos con demasiada claridad; sus ojos brillaban con hambre.

—Solo era un ciervo —dijo.

Y súbitamente, me vi como debía verme ella: demasiado pequeña, demasiado delgada. Venado, nada más que venado, de pie sobre dos piernas ante ella.

—Las cortinas.

Sentí el primer paso como desesperación, el segundo como si me congelara.

Pero con el tercer paso, me hice a un lado. Las cortinas temblaron en la corriente, y caminé por delante de la ventana hasta la puerta. Aunque mis dedos temblaron sobre el cerrojo, este cedió silenciosamente. Una ráfaga de aire invernal cortó y abrió la cabaña, puliéndome y afilándome.

El ciervo-esqueleto entró lentamente. La noche olía a humo y cuchillas, los copos de nieve se aferraban a sus huesos como diamantes.

Carne y vino para el ciervo famélico…

—No hay ningún festín aquí —replicó la abuela—. Nuestros barriles están vacíos.

Traedme carne y vino…

 

***

 

Nunca has pasado tanta hambre como la he pasado yo, Liese.

Por la mañana, las nieves habían enterrado los pequeños huesos de ciervo. Todo barrido, todo limpio. Cada año, vierto whisky sobre su tumba, y no tengo remordimientos. 

 

***

 

Cuando era un niño, mi hermana me llevó al interior del bosque…

Mis huesos, fueron desechados; mis huesos, se perdieron.

En la noche más larga del año, cuando la sombra del año que se termina descansa en la profundidad de la nieve, se fusionan de nuevo. Hueso helado se une a hueso helado, mis pobres costillas resplandecen y las cuencas vacías sueñan. 

Lo primero fue el flanco trasero de mi hermana.

 

***

Tomando el abrigo de mi abuela, volé hacia la noche de la mitad del invierno. Los huesos partiéndose y la carne separándose resonaban en mis oídos. Cuando el viento los tragó al fin, caí de rodillas, la nariz moqueando y congelada, las pestañas cargadas de escarcha.   

Y el ciervo sigue hambriento…

Su voz, como una ventisca, helaba más que el viento.

Mi hermana, me la comí, y los barriles seguían vacíos.

Mis mejillas dolían por culpa de la noche, mil agujas.

Querida Liese, ¿qué hay de ti?

Sonándome la nariz, me giré al fin. Las corrientes descansaban impávidas alrededor de sus pezuñas. Una mancha levemente rojiza enturbiaba su morro desnudo. Sus mandíbulas se abrieron como si fueran a cantar (o aullar), sus dientes puntiagudos y afilados.

Pero después se hundió.

Mi hermana, me la comí, pero no me llenó en absoluto.

Durante largo tiempo, nos miramos el uno al otro. La nieve había quedado atrapada en sus cuencas; resplandecía como lágrimas. El viento sollozaba al atravesar sus costillas y sus articulaciones. La luminosidad de sus huesos alumbraba la noche, tan brillante como las colinas.

Podría ir a donde quisiera, ahora.

Carne y vino —dijo el Ciervo, sordamente, como si las corrientes ahogaran su voz.

Pensé. Durante un largo periodo, pensé. El viento racheó de nuevo, y volví a introducir mis manos en los bolsillos del abrigo. Mis dedos rozaron la torta de avena, la petaca. De forma instintiva, mis manos aferraron ambas.

Durante tanto tiempo, había tenido muchísima hambre. Consumida poco a poco, tan lento y seguro como el ciervo.

Tal vez había llegado la hora de montar nuestro propio festín. Saqué la torta, destapé el whisky. Caliente ahora, el viento agonizando a nuestro alrededor, caminé hacia el ciervo-esqueleto.

El año se balanceaba en su cambio; Sagrado, silencioso, inmóvil. Durante un instante, la calma. La luz pálida de la luna nos abrazó a ambos; la nieve descansó silenciosamente sobre nieve.

Partí en dos la torta, le ofrecí la mitad. Tras dar un trago especiado, le tendí el whisky. Al fin, el ciervo comió. Al fin, bebió.

Su carne regresó como la primavera. El pelaje se extendió como hierba por sus flancos; unos ojos de un marrón intenso florecieron en el cráneo vacío. Entre sus costillas, un corazón se abrió como una rosa.

—Márchate conmigo —dijo, con la abundancia con la que las semillas enraízan—. Camina sin rumbo junto a mí.

Juntos podíamos ir a cualquier parte.

Así pues, me subí a su lomo, sentí su pelaje caliente incluso a través de mis medias. Inclinándome hacia delante, enrosqué mis dedos en su espesa crin, y susurré en sus oídos nerviosos:

—Tan rápido como puedas. 

 

***

Abajo, en la aldea, abren las ventanas para nosotros. Desatrancan las puertas mientras las brisas primaverales soplan y las abejas zumban atravesando las praderas. Campanillas en los dinteles y bizcochos en los alféizares. El ciervo galopa como ríos desatados: riendo, bajando las colinas con facilidad. Sus pezuñas se hunden profundamente en la tierra ablandada. Las nieves se han agotado, las flores salvajes se inclinan ante su paso.

Nos damos un festín, estamos satisfechos.

 

© 2020 by KT Bryski.



KT Bryski es una autora y podcastera canadiense. Sus relatos han aparecido en Nightmare, Lightspeed, Podcastle y Apex, entre otros y se publicarán próximamente en The Deadlands. Ha gando el premio Parsec y ha sido finalista para el Sunburst, el Aurora y el Eugie. Cuando no escribe, KT retoza por Toronto y disfruta de la cerveza artesanal y la música coral.

 


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