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martes, 15 de diciembre de 2020

ESPECIAL VERKAMI - Lectura en directo de "Mujeres soñando con el amor mientras son observadas por un ser inmortal", de Gabriela Damián

Durante nuestra campaña de Verkami para financiar el segundo año del protecto realizamos la lectura de este relato inédito de una de nuestras autoras, Gabriela Damián, en compañía de un grupo de mujeres talentosas en nuestro canal de You Tube. Aquí ponemos a vuestra disposición el texto del relato.




Mujeres soñando con el amor, mientras son observadas por un ser inmortal

por Gabriela Damián 

Miro a la que soy dibujada en el interior de mis párpados con tanta claridad que no pareciera un sueño. Me veo sentarme sobre la esterilla y desnudarme, capa por capa caen al suelo las doce mangas de las doce túnicas de seda colorida, producen un suave bisbiseo. La luz de la luna se filtra por los muros de bambú y papel que me guardan del resto de la casa, soy una figura de porcelana líquida. Me tiendo, duermo. Todo está en silencio, excepto mi rostro. En sus expresiones adivino los placeres que recibo de mi amante, una danza invisible en el misterioso paraje del sueño: la boca entreabierta y húmeda, la nariz frunciéndose con un mohín de gozo, las cejas arqueadas en un gesto dulce. Mis manos quieren asir las manos ausentes. Quizá los diez dedos logran entrelazarse en el sueño, pero yo sólo me veo apretar mi propia carne. Cuando amanece y el cielo se tiñe de rosa, las dos pinceladas negras que son mis párpados se abren. Por un instante veo a quien me ve dormir. Me veo a mí. Y entonces despierto, esta vez de verdad. La visión me asusta, me confunde. ¿Será alguna clase de mensaje? ¿Un presagio de muerte? Resuelvo convertir mi angustia en un objeto que pueda observar, estudiar, comprender. Un jarrón, pintado por la mejor artista, para contemplarlo. Lo podría romper, de ser necesario, si resulta que esto es un maleficio. Lirio, mi más querida, entra a la habitación para vestirme y cepillar mi pelo. Cuando termina de acicalarme pienso que el miedo se ha disipado, pero al poner el espejo de bronce delante de mí, cierro los ojos para no ver mi reflejo.

 

Abro los ojos. El mundo desaparece cuando los cierro, pero si dejo de apretar los párpados, sigue aquí. Los guijarros a la orilla del río son bonitos, coloridos, a gatas recojo los que más me gustan. Me asomo por encima de la superficie del agua, ahí estoy. Tengo la cara ancha, los ojos pequeños, el pelo como nido de alondra, la boca abierta. Una nube oculta el sol y me pierdo. Al volver la luz, reaparezco, junto con el rostro del becerro que mi mamá me dejó cuidar. Hace frío, los pelos cortos y ralos de mis brazos se erizan como los de los silenciosos, los que tienen más pelo que yo, los que no cantan pero calientan con su aliento la cueva en que dormimos. Abrazo al becerro, presiono la piel de mi cuerpo contra su pelambre tibia. Bebemos agua del río; nuestras lenguas rosadas rompen la superficie, que se agita, ya no podemos vernos en ella. La voz de mi mamá dice una palabra. Es mi nombre. Miro al becerro, el becerro me mira. Podría tener su propia palabra también.

 

Soy un cuerpo que ha hecho, como tejiendo a ciegas, otro cuerpo más pequeño. No sé si es su voluntad o la mía, o un deseo de ambas partes, pero estamos por separarnos: su cuerpo va a salir del mío. Soy dolor vivo, la fuerza misma que empuja los límites de la carne, los huesos, la sangre, mi voz. Soy madre, soy dolor vivo. Me agacho. Las otras mujeres me escuchan gritar y vienen a acompañarme. Mi respiración empuja hacia abajo la cabecita que se asoma entre mis muslos. Yo quisiera estar sola, y luego no. La partera me da un mecate para que lo muerda, me frota los brazos. Siento que mi cadera se abre como una fruta, escucho su chasquido, su tronar de relámpago en el cielo, serpiente de la vida que muerde el aire. Veo mi rostro reflejado en el espejo de obsidiana que pende de la pared, me veo gritar. Luego ya no me veo porque el espejo va de un lado a otro, la tierra se está moviendo, dicen las otras, está temblando. El cuerpo chiquito se escurre fuera mío como un pez rojo, apurado. Yo descanso. El placer que siento es tan grande como el dolor que se ha ido. La tierra se mueve, no hubo anuncio, no es presagio, pero las otras se van, nos dejan solas. Nos miro: ahora somos dos. Alzo a mi niña en brazos, la beso. Está temblando, sí, pero aquí la tierra es así, inquieta, grita que está viva, a veces también se pone de parto y da luz a piedras ardientes sobre las que un día crecerá la hierba. ¿Cómo caminará mi niña sobre la nueva tierra? Si acerco su rostro al vaivén del espejo, ¿podré ver su porvenir?

La música me llena el cuerpo. Mientras dura, el ritmo de mi corazón es reemplazado por su sonido, son sus pulsaciones las que llevan la sangre resonante a mis músculos. Este lugar huele a sudor, a cigarro, a cebolla frita, al perfume de la crema que me unté al salir del baño. Ya me arden las piernas. Alzo los brazos sobre mi cabeza como las ramas de un árbol, las luces eléctricas son los relámpagos de una tormenta nocturna. Veo mis pies hambrientos de espacio, felices, apretujados en mis zapatos. Mi pelo mojado por el sudor es una espuma ligera color ceniza que se me pega en la nuca, lo levanto para dejar pasar el aire. Tengo el rostro caliente, caliente. Puedo ver el rubor escarlata en mi piel lustrosa, oscura que da gusto, en el espejito que saco de mi bolsa. Me reconozco y hasta me sonrío. Bebo un largo trago de cerveza hasta que me punza la cabeza, está helada. Mi carne es templo de la alegría. Deseo que esta noche dure para siempre.

 

Me he perdido en el bosque. Tengo frío, mis pies están ateridos. ¿Cómo pude perderme? Qué tonta. Al menos no paso hambre. He picado aquí y allá hierbas, frutos, hongos que mi abuela me enseñó que no habrían de hacerme daño, los que, recuerdo, dijo que un día comeríamos juntas. Descanso un poco bajo la sombra de un árbol altísimo. Al cabo de un rato siento su edad, su presencia. Escucho su voz, lenta, vieja, se mezcla con todas las voces del bosque. Poco a poco veo el rostro de sus habitantes. Algunos son animales, otros no: es la gente verde, la gente escondida que cuida la vida y la tierra. Percibo un zumbido, pero no hay abejas, zumban el olor del musgo y las hojas, la hierba, las cortezas. La gente escondida me dice que esa es la canción que el mundo canta. Un pedruzco me llama, lo reconozco, nos hemos visto antes: guarda en un costado la entrada a una cueva. Me dice que viene la lluvia, me da refugio. El agua cae y su canto cristalino me llena de alegría. Sobre una piedra lisa se acumula el agua del cielo. Me asomo en ella: tengo los ojos muy grandes, muy abiertos.

 

Mi reflejo ondula sobre la superficie tranquila de este mar. Nací con dos piernas no aptas para caminar sobre el concreto de las ciudades. Dediqué mucho tiempo a pensar en articulaciones, circuitos eléctricos, aleaciones antioxidantes. Observé mecanismos e imaginé posibilidades, aprendí de las ranas, los peces, los caballos. Tomé inspiración de las sirenas. ¿A quién agradecerle esos dibujos en los libros viejos que me hicieron soñar con un cuerpo antiguo para el futuro? En la soledad de mi taller, durante madrugadas demasiado cortas, me construí un par de ancas, y un par de patas, y unas piernas para correr, y una cola con aletas para nadar. Es hora de poner a prueba la invención, la apuesta de mi vida. Antes de sumergirme coloco la boquilla y el visor sobre mi rostro. Respiro. El impulso me lleva hasta el fondo del suelo marino. Lo veo todo, el arrecife, los peces, las algas. El mecanismo funciona: ¡puedo nadar! Soy un animal de acero y cartílago, una máquina de carne que sueña y construye. Una de mi especie.

 

Me preparo para decir la verdad, la palabra divina. Mi cabeza está perfumada con aceite, coronada con laureles, el cabello negro y trenzado enmarca mi rostro, anguloso y solemne, según se aprecia en el bronce pulido en que me observo. Derramo el vino sobre la tierra, ofrezco mi carne y entendimiento para ser habitado por los mensajes. Mis brazos, aunque fuertes, tiemblan por la emoción al hacer los movimientos de la danza. Por una grieta de la tierra escapa el vapor sagrado. Mis hermanas y yo aspiramos con fuerza su potente espíritu. Lo divino no huele muy bien, he de decirlo, pero me permite conocer las cosas vedadas a los mortales. Subimos al templo, llenas ya de la divinidad. Sonrío, asombrada de la fuerza que nuestros cuerpos tienen para resistir su presencia, el conocimiento y el misterio. Velaré el sueño de los fieles, y les diré qué habrán de buscar en el otro reino.

 

Siento una presión en el pecho, un dolor que pesa exactamente lo que esa persona ausente, su forma y volumen gravitan como un fantasma compacto sobre mí. Me llevo la mano ahí donde duele, presiono gentilmente y mis dedos acarician la piel huérfana, piel mía, pese a todo. Afuera se escuchan, incesantes, los aullidos de las sirenas: ambulancias, patrullas, bomberos. Si mi dolor no se compara con el dolor del mundo, no me importa. El llanto es un espasmo cálido pero también un alivio fresco sobre mi rostro enrojecido. Tomo aire, impulso, aprieto los párpados: el llanto es una música del cuerpo. Exhalo, abro los ojos. Me encuentro conmigo en el espejo. Palpo mi pelo negro, mis brazos mullidos terminados en huesudas muñecas; tengo la nariz roja como un jitomate, tengo los ojos hinchados... Me tengo. Me sostengo a mí. Quizá un día agradezca al dolor la posibilidad de percatarme de que estoy viva, de que he amado.

 

Sé del dolor. Veo como una sombra de luz mi vaga silueta reflejada en las paredes heladas de mi casa, donde el hielo es azul de tan blanco. Me duelen los huesos, la espalda, la inflexión diaria a la hora de sentarme a comer. Mi piel me queda grande, como la ropa que se le pone a las criaturas con la esperanza de que vivan lo suficiente para llenarla. Mi piel vieja ahora podría ser materia prima para una capa o unas botas, como las pieles animales que visto, que llevo encima. Extraño mis dientes, pero valoro mi memoria. Cada cosa que he vivido la siento pulsar en el mapa de mi cuerpo. Me duelen las manos pero aún puedo trenzarme el pelo. Mis dedos de anciana saben hacer tanto: han criado, han cocinado pescado, han tejido las mantas, han amado partes concretas de algunos hombres, han acariciado el pelaje del caribú. También le han dado la muerte, y mi sangre se ha mezclado con la suya. Ojalá pudiera heredar lo más valioso que tengo como si fuera una herramienta, una propiedad: mis dedos, mi memoria. Las cosas que hice mejor que nadie.

  

Escribo con caligrafía ordenada lo que mi corazón anhela. Nadie más debe ver estas palabras. Cierro con llave la cortina que oculta mi escritorio. En el aguamanil las manchas de tinta se van diluyendo conforme las enjuago. Alzo la mirada de mis dedos aún renegridos y hallo mi rostro en el espejo. Me sorprende cómo me veo. No parezco yo. ¿Quién es esa que me ve? Miro esos ojos largamente, tratando de reconocer como mías, y no de otra, las pecas y lunares, la forma de las cejas y el color violáceo de los labios. Pero no puedo. Por un momento siento miedo. Es como si otra, mucho más vieja y sabia que yo, viniera a responder las demandas de mi escrito, y me dijera, con piedad y pena, que el asunto trata de otra cosa. Que el amor con el que sueño es este que siento cuando nadie está conmigo; la simpatía que me provoca saber de cuánto soy capaz; la melancolía ante la idea de que este rostro será muchos rostros distintos antes de morir, el miedo de que quizá nunca llegue a saberlo todo de mí misma. Pero ella dice también que no tema porque hoy, en esta hora, me conocí. Toco mi rostro con la mano izquierda, mi cara en el azogue se toca con la mano derecha. La otra que soy y yo formamos un círculo mágico. 

 

Hoy es la primera vez que me veo en el espejo. O sea: hoy es la primera vez en toda mi vida que veo a la misma persona que el ojo de mi mente ve cuando protagonizo mis fantasías sacadas de un dorama. Ni falta hace que me pinte, ni que me vista, ni que me esconda el pito en mis calzones color turquesa: así solita ya soy. Por la ventana entra el sol de las cinco de la tarde. Me toma del brazo y me dan ganas de chillar; no es el subidón de estrógenos, es la plenitud de haber llegado por fin a mí, el orgullo de haberme procurado un lugar dentro de un cuerpo y un planeta. No era vanidad lo que recrearon los señores cuando pintaron sus Venus mirándose al espejo, era esto: el reconocimiento, el Sí existo después de tanta pinche insistencia con que No existo. Estoy aquí y estoy viva, ¿cómo la ves? Respiro y siento. Voy a salir a la calle y voy a vivir.

 

Veo mi cara reflejada sobre la porcelana lustrosa del jarrón cuyo diseño yo misma dibujé. Pero también me veo en él, trazada con tinta y fijada con el calor del fuego en los hornos del taller. Tal vez Jade note, o tal vez no, que la cara de la mujer del jarrón es más la mía que la suya, pues al pintar siempre uso los rasgos que mejor conozco. Lirio, su más querida, vino a decirme qué deseaba Jade que pintara en su pieza: un sueño que tuvo, en el que se vio a sí misma soñar. Dibujé la escena sobre el jarrón hecho con arcilla de Kao-Ling shan, carne de la tierra. Cuando salió del horno, tomé el pincel para darle vida con el verde, el amarillo, el rojo, los humores pulverizados del mundo. Al terminar supe que no habría otro jarrón más bello que éste. Llena de orgullo lo entregué a Lirio, quien lo estudió con deleite y asombro. Me dijo: 

–Yo no sé de tu arte, maestra, sé que con tu pincel y tus colores vuelves visible lo invisible. Pero cuando mi señora Jade narró su sueño, y encomendó que yo te lo contara a ti, imaginé que en el jarrón estaría ella tendida, en reposo, viéndose a sí misma, sentada a un lado. Confieso que habría querido ver a su amante rebosando apostura. En su lugar, tú te has dibujado a ti, pero adornada con su largo pelo negro y sus ropas. La has dibujado mirándose a un espejo, y has puesto el rostro de un dragón en el reflejo. Mi corazón se emociona aunque no comprenda del todo por qué lo has hecho así. ¿Cómo sabes tú que desde aquel sueño mi señora Jade teme asomarse al espejo? ¡Ayúdame a entender!

Dije:

–Yo no sé de tu arte tampoco, Lirio, de saber escuchar confidencias mientras cepillas los cabellos de otra con dulzura, poco sé de la generosidad de guardar anhelos y secretos que no me pertenecen. Otro día me compartirás tu sabiduría. Responderé a tu pregunta con una historia que me contó mi abuela, que a su vez recibió de su abuela: de entre las criaturas sagradas hechas de tiempo, existe un ser inmortal que de vez en cuando se escapa de sus obligaciones, deja de cantar la canción del mundo y se aparece en las superficies donde nosotras, simples mortales, contemplamos nuestro reflejo. A causa de esta travesura, por un instante vemos su cara en lugar de la nuestra. El tiempo nos separa de nosotras mismas como una cortina de lluvia separa a dos personas que intentan cruzar al otro lado de un camino, y la distancia nos permite reconocer la llama de la vida, única, eterna, arder dentro de nuestra carne. El regalo del dragón es sabernos muchas y una, todo y nada, fugaces e inextinguibles. Es un obsequio temible, pero poderoso, conocerse.

Lirio me dijo:

–Maestra, ¡ven conmigo! Entrega tú ese regalo a mi señora Jade. Ayúdala a no temer.

Acepto la petición de Lirio. Caminamos juntas por la calle empedrada, a la sombra de Kao-Ling shan. Algo aletea entre las nubes. Las puertas se abren a nuestro paso, cruzamos los jardines fragantes hasta llegar a la señora Jade. Yo no agacho la cabeza: la miro,  ella me devuelve la mirada. Y como si fuéramos inmortales, hallamos en los ojos de la otra nuestro propio rostro.


Ciudad de México, México, 1979.
Narradora, ensayista y periodista de cine y literatura. Pertenece al colectivo de arte y ciencia Cúmulo de Tesla. Fue ganadora del James Tiptree, Jr. Award (hoy Otherwise Award) por su relato “Soñarán en el jardín”. 

Cuando era niña disfrutaba mucho leyendo antologías de cuento porque sentía que eran pequeñas puertas hacia otros tiempos y espacios, y que cada nueva autora o autor era una amistad más. Algunas colecciones de historias y proyectos en los que ha participado al lado de más autoras y autores mexicanos de fantasía y ciencia ficción han sido finalistas del World Fantasy Award y los Premios Hugo, lo que la ha hecho muy feliz, pues le alegra poder ser ella quien abra esas puertas a otros tiempos y espacios a otras personas.


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