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lunes, 28 de septiembre de 2020

Capítulo #17 - El mago de la corte, de Sarah Pinsker

 
Puedes ver los avisos por contenido sensible al final de este post

 

El mago de la corte

Por Sarah Pinsker

 

El chico que se convertirá en mago de la corte

 

El chico que se convertirá en mago de la corte en esta ocasión no es un niño cruel. No como la última, o el anterior a ella. Nunca robó dinero de la copa del ciego Carel, ni le dio una paliza a un niño más pequeño para conseguir chucherías, ni una patada a algún perro. Este chico es una rata de mercado, lo que lo diferencia de muchos de los últimos, todos ellos de alta cuna o de familias mercantes. Esto no va de linaje, ni siquiera de talento.

Observa a los magos callejeros todos los días, con una hambre en la mirada que dice que sabe que podría hacer lo que hacen ellos. Contempla las ilusiones chabacanas de la plaza del mercado con más intensidad que la mayoría, hasta que queda señalado para nosotros por su curiosidad. Incluso entonces, incluso cuando deambula de caseta en caseta y de esquina a esquina cada día durante un mes, suplicando que le enseñemos, no lo admitimos.

A petición nuestra, la Gran Gretta se hace cargo de su tutelaje. Ella le muestra el primer juego de manos. Si le decepciona descubrir que sus trucos no son magia después de todo, lo disimula bien. Cuando regresa a ella al día siguiente está claro que ha practicado toda la noche. Sus ojos están señalados por círculos oscuros, su andar es lento, pero puede hacer el truco que ella le ha enseñado, puede hacerlo con tanta soltura como ella, aunque es cierto que no es tan Grande como lo fue una vez.

Aprende todos sus trucos y después comienza a desarrollar los suyos. Es un niño inteligente. Comprende de forma intuitiva que el truco no es suficiente. Que la ilusión se encuentra en lo que se dice y lo que no, en la labia, la postura, las distracciones con las que desvía la atención de su presa de lo que está haciendo en realidad. Se pone un nombre por primera vez, un nombre de mago, porque puede ver que eso también es parte de la actuación.

Cuando deja a Gretta para establecerse independientemente, el único espacio que se le concede está cerca del matadero, una esquina que hace mucho tiempo nadie reclama. El público de Gretta le sigue a pesar de la peste y los gritos. La mayor parte de su número está formado por ilusiones callejeras, pero hay una que parece imposible. Él la llama el Lamento del Durmiente. Me lleva cinco semanas descifrar cómo lleva a cabo el truco; es entones cuando estamos seguros de que es el elegido.

—¿Te gustaría aprender magia de verdad? —Envío a una guarda de palacio a que le haga la pregunta, vestida con su ropa de calle en lugar de con su librea.

El chico suelta una risotada.

—Eso no existe.

Ha desenmarañado todas las ilusiones de todos los magos del mercado. Ninguno de ellos le dirige la palabra por ese motivo. Le han dado dos palizas de camino a su habitación alquilada y en ninguna de las ocasiones le robaron. Tiene motivos para desconfiar.

Ella se inclina y le susurra el secreto del truco del chico a su oído, como le ordené que hiciera. Mientras se dobla hacia delante, deja caer de su bolsillo mi viejo diario, mostrando parte de un truco que nunca ha visto antes: La Mano de Oro. Él se lo devuelve y ella se lo agradece.

A estas alturas ya ha practicado cómo ocultar sus emociones, pero sé que en su interior se está librando una guerra. No cree mi promesa de magia verdadera, pero La Mano de Oro ya le ha cautivado. Ya está resolviéndolo mientras mete en sus bolsillos las monedas que se han acumulado en su gorro polvoriento, mientras se pone el gorro en la cabeza, y mientras la sigue hacia la salida del mercado.

—¿El palacio? —pregunta mientras nos acercamos a la puerta del servicio—. Creía que era del Gremio.

Le susurro a mi emisaria, que repite mis palabras:

—El Gremio es para magos que sienten la necesidad de competir entre sí. El Palacio forma a los magos que están obligados a competir contra sí mismos.

Puede que sea la mayor verdad que le cuente jamás. Él solo ve a la guarda.

 

El joven que se convertirá en mago de la corte

 

Solo, a excepción de las visitas de su nuevo tutor, domina las ilusiones complejas que se le enseñan. Construye la Mano de Oro en nuestro taller, a partir de la parte del truco que le dejé ver, y después una Mano de Oro al completo que diseña él solo. Siguen siendo trucos.

—Me prometieron magia de verdad —protesta.

—No creías en ella —responde su tutor.

—Entonces, muéstreme algo que parezca magia de verdad.

Cuando pronuncia esas palabras, cuando demuestra su hambre de nuevo, es recompensado. Sus manos quedan atadas en el Nudo Irrompible, y se le deja a solas para que las libere. Su tutor le muestra el Aliento de flores, el Puente Sin Apoyos. Los practica hasta que averigua las ilusiones que los apuntalan.

—Más trucos —dice—. ¿Es la magia un truco que simplemente no he averiguado todavía?

Tiene que preguntar siete veces. Esa es la regla. Solo después de que lo haya pedido siete veces. Solo entonces se le dice: si se le enseña la palabra verdadera, no tendrá alternativa a este camino. No es probable que regrese a las calles, ni que se gane la vida en los teatros, entreteniendo a los nacidos de la nobleza. ¿Es esto lo que quiere?

Otros se han alejado llegados este punto. Eligen el escenario, la calle, los elogios que recibirán cuando realicen trucos que son ligeramente algo más que trucos. Este joven tiene hambre. El poder le resulta más valioso que el dinero o la fama. Se queda.

—Hay una palabra —le cuenta el tutor—. Una palabra que tienes el control para utilizar. Hace que los problemas desaparezcan.

—¿Los problemas?

—Los problemas de le Regente. También hay un precio a pagar, que pagarás personalmente.

—¿Puedo preguntar en qué consiste?

—No.

Se detiene, reflexiona. Otros se han negado llegados a este punto. Él no.

¿Cuál es la diferencia entre un mago de la corte y un mago de la calle o del escenario? Un mago de la corte es una persona que hace que los problemas desaparezcan. Eso es lo que se le enseña.

No hay forma de pronunciar la palabra en la práctica. Se la dejo en un papel, le digo que ahora solo le corresponde a él usarla. Le recuerdo de nuevo que hay un precio a pagar. Estudia la palabra largas horas, después rompe el papel en tiras y se las come.

El día que accede a pronunciar la palabra, le Regente toca el hombro con su cetro, y le muestra en persona sus nuevos aposentos.

—Ahora todo esto es tuyo —dice le Regente. Las palabras de le Regente son cuidadosas, pero el joven mago de la corte no entiende por qué. Sus nuevos aposentos son mucho más agradables que cualquier lugar en el que ha estado. Más tarde, cuando vea cómo vive le Regente, entenderá que sus aposentos no son opulentos bajo los estándares de aquellos nacidos en el lujo, pero en este momento, mientras toca terciopelo por primera vez, y seda; mientras descansa la cabeza en su primera almohada, tumbado en una cama de plumas; piensa durante un instante que es afortunado.

No lo es.

 

El joven que es mago de la corte

 

La primera vez que dice la palabra, pierde un dedo. El dedo más pequeño de su mano izquierda. «Pierde» porque está ahí, y después no. No hay sangre, no hay dolor. Prestidigitación. Su atención estaba depositada en la palabra que estaba pronunciando, en la intención detrás de ella y en el problema que le Regente le había pedido que eliminara. El problema, como se le refirió a él: Una mujer había tomado la costumbre de recitar nombres fuera de la muralla del castillo, lo suficientemente cerca como para que pudiera oírse por la ventana de le Regente. El mago de la corte se concentra exclusivamente en eliminar el cántico de la existencia, se concentra en el silencio, en la ausencia de letanía. Cierra sus ojos y pronuncia la palabra.

Cuando vuelve a mirar su mano izquierda, se sorprende al ver que tiene tres dedos y un pulgar, y una piel lisa donde debería estar el dedo más pequeño, como si nunca hubiera existido.

Desfila hasta la habitación subterránea donde ha aprendido su oficio. Los tutores ya no están allí, así que hace preguntas a las paredes.

—¿Es este el precio a pagar cada vez? ¿A esto os referíais? Solo tengo un número limitado de dedos.

Yo no respondo.

Regresa a sus aposentos desconcertado, perplejo. Reproduce el momento en su cabeza una y otra vez, sin tener claro si había cometido algún error con su magia, o incluso si ha funcionado. Esa noche no duerme, recorre con los dedos de la mano derecha la mano izquierda, una y otra vez.

Le Regente está satisfeche. El mago de la corte ha hecho bien su trabajo.

—¿Ha cesado el cántico? —pregunta el mago de la corte, la mano derecha toca la mano izquierda. Sabe de manera instintiva que no debe decirle a le Regente el precio que ha pagado.

—Nuestro sueño no se vio interrumpido anoche.

—¿La mujer ya no está?

Le Regente se encoje de hombros.

—El problema ya no está.

El joven le da vueltas a esto cuando regresa a sus aposentos. Como ya he dicho, no ha sido un niño cruel. Ahora está afectado, no sabe si su magia ha silenciado a la mujer o la ha borrado por completo.

Cuando tenía trucos que resolver, no se dio cuenta de su aislamiento, pero ahora sí lo percibe.

—¿Quién era la mujer al otro lado del muro? —le pregunta a la sirvienta que huye.

—¿Qué nombres eran los que recitaba? —les pregunta a los guardas en la puerta del servicio, que no responden. Cuando trata de pasar entre ellos, lo dejan. Solo camina unos pocos pasos antes de darse la vuelta de nuevo, voluntariamente.

Descubre una cocina.

—Entonces, ¿soy un prisionero?

Las cocineras y las fregonas lo miran fijamente, impertérritas, hasta que sale de la estancia por donde ha venido.

Se sienta, solo, en sus aposentos. Se pregunta, como lo hacen todos los magos de la corte después de sus primeros actos de magia, si debería huir. Le observo de cerca mientras atraviesa esta perturbación. La he visto antes. Camina, habla consigo mismo, llora sobre su almohada de seda. ¿Ésta es su vida ahora? ¿Está tan mal querer esto? ¿Merece la pena pagar este precio? ¿Qué le pasó a la mujer?

Y entonces, como hace la mayoría, decide quedarse. Le gusta la almohada de seda, las comidas frecuentes. La mujer era una molestia. Fue culpa suya, por molestar a le Regente. Se lo buscó. De esta forma, se libera de la responsabilidad lo suficiente como para dormir.

El hombre que es mago de la corte

Para cuando lleva diez años en la corte, el mago de la corte ha perdido tres dedos de las manos, dos dedos de los pies, ocho dientes, sus zapatos favoritos, todos los recuerdos de su madre exceptuando el conocimiento de que existió, su gato y su criada doméstica. Ahora entiende por qué nadie en la cocina pronunció una la palabra cuando les habló.

Los dedos son, en varios sentidos, la peor parte. Sin ellos tiene dificultades para realizar los trucos de prestidigitación con los que pasar el tiempo, y para sostener las herramientas que le permiten crear nuevas ilusiones para disfrute propio. Trata de no pensar en la criada doméstica, Tria, de quien se había enamorado. Ella sabía que no debía hablar con él, y él había pensado que ella estaría a salvo de él si él no hacía ningún avance. Estaba equivocado; el mero hecho de que la apreciara ya era suficiente. Después de aquello, abandonaba sus aposentos cuando las criadas aparecían, y giraba la cara para mirar a un rincón cuando le traían la comida. Los pajes que le convocan a la corte de le Regente hacen sus anuncios tras la puerta cerrada, y desaparecen para cuando él la abre.

Se considera afortunado, en cierta forma. Le Regente es raramente frívole. Pasan meses entre las solicitudes de le Regente. Años, en ocasiones. Un estatuto difícil, una provincia rebelde, un usurpador en potencia, todos desaparecidos antes de que puedan causar problemas. No ha habido guerras durante su vida; se dice a sí mismo que su cuerpo carga con el precio de la paz para evitar cobrárselo a otros. Durante un tiempo esto sirve para consolarlo.

El tamaño del problema varía, pero la palabra es la misma. El tamaño del problema varía, pero el precio pagado no se corresponde. El precio siempre es alguien o algo importante para el mago, un hueco en su vida que solo él conoce. En ocasiones las recita, las cosas que ha perdido. Una letanía.

Comienza a sentir resentimiento hacia le Regente. ¿Por qué sacrificarse por el bien de una persona que no haría lo mismo por él, que nunca menciona los cambios en su apariencia? El resentimiento en sí es una maldición. No hay peligro de que le Regente desaparezca. Ese no es el precio. No es así como funciona la magia.

Adopta una nueva táctica. Ama. Camina atravesando sus aposentos sumergiéndose en el amor por objetos que antes no le habían importado, esperando que sean ellos los que sean tomados en lugar de sus dedos.

—Cuánto adoro esta silla —se dice a sí mismo—. Esta es la mejor silla en la que me he sentado jamás. Su cojín tiene la forma perfecta.

O:

—¿Cómo no me había dado cuenta antes de este retrato? La mujer en este retrato es en verdad la más bella que he visto nunca. Y qué gran artista, el que ha hecho su retrato.

Su razonamiento era bueno, pero esta es una espada de doble filo. Se convence a sí mismo de su amor por la silla. Cuando desaparece, siente que nunca volverá a tener un sitio adecuado para sentarse. Cuando el retrato desaparece, llora por las tres pérdidas: el retrato, la mujer y el artista, aunque no sabe quiénes son o siquiera si siguen vivos.

Piensa que tal vez se está volviendo loco.

Y, aun así, aparece en la corte de le Regente cuando se le llama. Escucha la descripción del enojo más reciente de le Regente. Recorre con su lengua los lugares en los que habían estado sus dientes, un nuevo ritual que se une a los más antiguos. Toca las ausencias en su mano izquierda con la ausencia en su derecha. Desplaza la mirada por sus aposentos para catalogar los objetos que quedan. Pronuncia la palabra, la palabra maldita, la palabra que es más poderosa que ninguna otra, más exigente, más cruel. Mantiene los ojos abiertos, tratando, como siempre, de ver el juego de manos tras el poder.

Más que ninguna otra cosa, quiere saber cómo funciona esto, para hacerlo algo menos que magia. Anhela ese momento en el que el truco tras el objeto se le revele, en qué lugar puede ser despojado de su poder y convertirse en ordinario.

Parpadea, solo un parpadeo, pero cuando abre los ojos, su campo visual está alterado. Ha perdido su ojo derecho. El espejo muestra una uniformidad donde había estado, no una cuenca. Como si nunca hubiera existido. No llora.

Trata de amar a le Regente tan fuerte como le es posible. Tan fuerte como amó a su silla, su criada, su ojos, sus dientes, sus dedos de las manos y los pies, las memorias que sabe que ha perdido. Realiza dibujos de le Regente, se masturba con ellos, envía cartas de amor que yo intercepto. La magia no se lo traga.

Todo esto ha pasado antes. Observo su descenso familiar. Los dedos de las manos, los de los pies, la mano, el brazo, todos innecesarios para su labor, aunque sí que llora cuando ya no puede realizar un simple truco de cartas. Pierde el recuerdo de cómo se realiza el truco antes que los últimos dedos.

Su oído sigue siendo agudo. Da igual lo que pierda, la magia nunca se llevará su capacidad para escuchar el problema de le Regente. Nunca se llevará su lengua, que necesita para pronunciar la palabra, o los dientes que quedan, necesarios para su pronunciación. Si alguien le contara estas cosas, no sería un consuelo.

Para este, el punto de rotura no es una persona. No es una criada cualquiera en la que se haya fijado, ni el recuerdo de un amor infantil, ni los trucos de prestidigitación. Para este, el punto de rotura es el día en el que pronuncia la palabra para hacer desaparece a otra mujer que grita desde el otro lado de la muralla.

—¡Los nombres! —dice le Regente—. ¿Cómo se supone que tengo que dormir si recita nombres bajo mi ventana?

—¿Es la misma mujer que hace años? —pregunta el mago. Si ella puede regresar, tal vez la palabra es, después de todo, una distracción. Si ella puede volver a encontrar su voz, tal vez nada se ha perdido para siempre.

—¿Cómo voy a saberlo? Es una mujer con una lista y una queja.

El mago prueba su boca, el brazo que le queda, sus dos dedos y el pulgar. No ha perdido nada, piensa, pero cuando se va a la cama esa noche se da cuenta de que su almohada ha desaparecido.

Es una cosa pequeña. Podría pedir otra almohada por la mañana, pero por algún motivo, esto importa. Siente pena de sí mismo. Si piensa en toda la gente que ha hecho desaparecer (la mujer fuera de la muralla, la primera mujer, la población al completo de la provincia montañosa del noreste) se derrumbaría y se transformaría en polvo.

Me doy cuenta de que ya ha tenido suficiente antes que él. Lo estoy observando, como siempre, y lo sé, como lo he sabido antes. Llora a gritos en la cama.

—¿Por qué? —pregunta en esta ocasión. Antes siempre ha preguntado: «¿Cómo?».

Entonces, porque sé que nunca pronunciará la palabra de nuevo, le hablo directamente por primera vez. Le susurro el secreto: que lo que la alimenta es el deseo insaciable de saber qué es lo que la alimenta, a cualquier precio. Solo estos niños, estos jóvenes hambrientos, pueden hacer uso de ella, y nosotros hacer uso de ellos, durante el breve periodo de tiempo que nos lo permiten. Este más tiempo que la mayoría. Su deseo de desnudar las cosas era excepcional, incluso aunque haya parado antes que cuando lo hice yo. Yo, que no soy nada más que un susurro en un oído dispuesto.

Espero a ver qué es lo que hará: regresar al mercado para unirse al ciego Carel y a Gretta y los otros, magos menores, aquellos a los que pagamos para que nos pasen la alerta cuando un niño nuevo se queda mirando; solicitar quedarse y enseñar a su sucesor, como hizo su tutor. Él no se plantea estas opciones, y recuerdo de nuevo que una vez me sorprendió su falta de crueldad.

Sale por la puerta del servicio, sin llevarse nada consigo. Escucho durante semanas esperando a que comience la letanía de los dolientes, como algunos han hecho antes que él, pero debería haber sabido que ese tampoco sería su camino; su lista de nombres es demasiado corta. Si tuviera que adivinar, diría que fue en busca de las cosas que perdió, las cosas que hizo desaparecer, las piezas de sí mismo que arrancó al servicio de los problemas de otra persona; el lugar al que los dientes y los dedos y los problemas y las provincias y las criadas y las dolientes y las almohadas van a desaparecer.

Siempre hay un truco, piensa. Siempre hay un truco.

 


Sarah Pinsker es una cantautora y laureada escritora, con más de cincuenta obras de ficción corta a sus espaldas que han sido nominadas a los premios Nebula, Hugo, Locus y el World Fantasy Award.

Su novela corta In Joy, Knowing the Abyss Behind ganó el Premio Sturgeon en 2014; otra novelette, Our Lady of the Open Road, ganó el Premio Nebula en 2016; y en 2020 ha ganado el Premio Philip K. Dick con su colección de relatos Sooner or Later Everything Falls Into the Sea.

Su primera novela, A Song For a New Day, una novela postapocalíptica que tiene lugar después de una pandemia tras la que el gobierno ha prohibido las reuniones públicas, se publicó en 2019 y ha ganado el Nébula en 2020.

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