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viernes, 11 de marzo de 2022

Capítulo #50 - Aquiles, de Cheli Lima


Aquiles

por Chely Lima

(Del libro de cuentos Te quiero y no para de llover)

Envuelto en sedas, en mil velos de gasa, enredado en collares de oro, Aquiles se había introducido, por orden suya, en la torre de las doncellas (…) era preciso entrar, con la protección de un corsé o de un vestido, en ese amplio continente inexplorado de la Mujer en donde el hombre no ha penetrado hasta ahora sino como un vencedor, y a la luz de los incendios de amor. Tránsfuga del campo de los machos, Aquiles venía a intentar aquí la suerte única de ser algo diferente a sí mismo.

          Marguerite Yourcenar, Fuegos


Ahí estás, Patroclo, hijo de hombre, guerrero, de cara al cielo inhóspito de esta playa, callado para siempre. Y aunque todos repitan que tu muerte se la debemos a los troyanos, yo sé que es mentira, que los únicos culpables de tu muerte somos mi ira y yo: mi vieja ira que salió a borbotones por mi boca y mis ojos.

Culpable la ira que crispó mis manos delante de Agamenón, ese corrupto, ese manipulador sin entraña, que no vaciló en sacrificar a su propia hija para que los dioses lo colmaran de victorias y tendrá que pagar muriendo como un cerdo que se desangra en vísperas del festejo. Morirá a manos de su propia mujer, en su cama, en la casa misma de sus antepasados...
Sé bien lo que le espera a ese dictador porque a ratos puedo leer el futuro, pero si crees que esa capacidad mía de ver más allá del cerco del tiempo aliviana mi ira, estás equivocado. Mi ira es infinita y viene de antaño. Es una ira que de algún modo fue engordando en silencio, de minuto en minuto, y ahora estalla, exasperada, al menor roce.


Nací príncipe, hijo de diosa. Mi madre me hizo casi inmortal porque me sumergió bien pronto en las aguas de la muerte y me sacó relumbrante, invicto. Sólo mi talón puede traicionarme, sólo en mi talón puede morder la Parca.

¡Nací príncipe!, y como a tal me trataban en las tierras de Quirón, mi maestro… Mi maestro querido, desacertado en tantas cosas, pero divinamente acertado en aquellas que solía endilgarme junto al fuego, cuando Jasón y Asclepios dormían por el cansancio de la jornada y Quirón reposaba su cuerpo, mitad bestia, mitad hombre, cerca de donde crepitaba la hoguera.

“Eres un impaciente, Aquiles”, me decía. “No sabes lo que quieres, pero lo quieres ya”. “Sólo el dolor puede enseñarte”, me decía, “sólo el sufrimiento quitará la venda de tus ojos”. Y yo reía, insolente como el estúpido cachorro que era.

“El mundo no es de los príncipes, Aquiles”, me decía Quirón, “el mundo es de los mediocres, de los que saben hablar dulce y tienen la boca repleta de veneno. ¡El mundo es de los patriarcas que se sostienen en la mansedumbre de rebaño de sus pueblos! La gente calla por miedo y los patriarcas se erigen sus propios monumentos y se autoimponen medallas. Los héroes solo tienen el trozo de tierra donde les toca pudrirse, picoteados por los buitres, y a veces ni eso”.

¡Ja!, divino Quirón, mi sabio maestro… Yo lo escuchaba como quien oye llover, y sonreía. Quería comerme el mundo. Quería todo, ¡todo!: amor, gloria, fortuna. Creía merecerlo. Era un príncipe y ningún nacido de mujer me igualaba en el campo de batalla; ningún nacido de mujer iguala al que fue parido por una diosa, pensaba, triste de mí.

Entonces mi madre consultó al Oráculo y vio que mi destino sería tan duro como en las vidas pasadas, como en las vidas futuras, y tuvo miedo por mí.

Extraña y lamentable condición la de la hembra que es madre, Patroclo: Diosa o mortal, debe parir con dolor, desgarrándose, después de nueve meses de llevarnos como a un fardo debajo de sus pechos. Nueve meses para que podamos respirar el aire punzante de este mundo y basta un segundo, un solo segundo, para convertirnos en la infértil efigie de lo que fuimos. Nueve meses encerrados en nuestra pecera de coral y un solo segundo para volver a la tierra… ¡No es justo!: Eso piensan nuestras madres enlutadas, allá en las comarcas de donde vinimos a defender el pundonor de Menelao, y eso piensan las madres que aúllan como perras heridas detrás de las murallas de Troya a la cabecera de sus hijos muertos: Cuesta tanto parirnos y tan poco liquidarnos…

Hablo como mujer, ¿no es verdad? Mujer parezco al desgranar estos pensamientos; mujer, que no guerrero. Y es que una vez yo fui mujer, tú sabes. Mi madre no quiso perderme en temprana edad y miró mi futuro, y miró todas las vidas que tuve y las que tendré, y me vio morir de forma miserable cada vez que entré como varón en mi pellejo.

Me vio morir y sufrir en comarcas que aún no tienen forma, que no sustentan aún los nombres que tendrán. Me vio quemado vivo por insurgente en una hoguera en Las Antillas, me vio languidecer piojoso dentro de unos hábitos de monje castellano, me vio fusilado al amanecer contra el muro de un cementerio en Barranquilla, me vio marinero cosido a puñaladas en el Puerto de Santa María del Buen Ayre…

Mi madre tembló por mí, que con tantos martirios pagaba mis atributos de varón, y me encerró en una vestidura de mujer para ocultarme. Sólo a una hembra desesperada por su cría se le puede ocurrir un disparate semejante.

Fui dos veces exiliado: del reino de mi padre y de mi hombría.

¿Puedes entender lo humillante que se volvieron mis días, con los miembros ligados por aquellos abominables velos de seda? Obligado a bajar los ojos cuando me cruzaba con cualquier innoble macho para no leer en su cara las ganas de poner sus manos sobre mi cuerpo, el deseo de mojarme con sus babas repugnantes, la necesidad de violarme, de vejarme de cualquier manera, porque ahora yo era una mujer.

No, no puedes entender cómo temblaba mi cuerpo agraviado por los velos y los afeites. Como iba engrosando mi ira allá en lo oscuro. Como me punzaba una y otra vez sobre la misma herida el tener que bajar la cabeza delante de los patriarcas ensoberbecidos, frente a sus sonrisas hipócritas y los ademanes corteses con que me dejaban pasar delante para mirarme el culo, y me ponderaban de frágil para mejor someterme.

Cuántas contradicciones… Por una parte qué necesitado estaba yo de estallar y gritarles a todos que no era tímida doncella, sino un macho bien bragado. Y por otra parte, cuánto desprecio me merecían aquellos que se hacían llamar hombres sólo por tener este colgajo entre piernas: Miserables que aplastan la sabiduría de la hembra e ignoran que cada útero es el receptáculo del cosmos. Cobardes que hacen leyes para esclavizarlas y se apoyan en tradiciones para traicionar su legado, y las pervierten haciéndolas creer que es glorioso ser macho.

Aprendí que en cada hembra alienta el germen de una diosa, Patroclo, pero para mi mal yo no era una hembra, por más que me adornara con collares y calzara sandalias de plata. Llegué a maldecir a la que dio el ser. La ira me alejó de mi madre y endureció mi corazón. No quise verla, me negué a soportar sus caricias. ¡Qué injusto fui con ella!, qué ignorante, qué cultivador de mi propia ignominia. Y luego, cuánto me ha traicionado esta ira, cuántas veces más me va a seguir traicionando… ¡Cuántas veces voy a provocar catástrofes porque sale de mí, incontenible, tremebunda, asquerosa como un vómito de bilis!
Hombre que no supo ser mujer; mujer que se sabía varón pero tuvo que doblegarse por el mandato de sus mayores… Qué soy, Patroclo, que no hago más que hablar de mí en esta hora en la que tus miembros fríos esperan por las llamas. Fustigado por mí, negado por mí, zaherido por mis dudas y mi confusión.

Es difícil recordar que hubo un comienzo entre tú y yo, un atisbo de dicha, una época de felicidad...
Cierro los ojos y me obligo a recordar la noche en que llegaste con Odiseo a la casa de mi tutor. Estábamos todos participando del banquete, en algún ángulo del salón la arpista sacaba sonidos translúcidos de su instrumento, los hombres hablaban fuerte y alardeaban en un extremo de la mesa. Yo te miraba desde mi sitio, junto a las hijas del rey. ¡Te miraba con tanta envidia! Eras lo que yo habría tenido que ser: un varón hermoso al que las doncellas se acercaban con ansia y por el que suspiraban los efebos. Era fácil para ti ser rudo y dulce al mismo tiempo.

Todos comían y hablaban y reían. Yo temblaba debajo de mis ropas de muchacha; no podía tragar un bocado, tanta era la humillación que me apretaba la garganta. Odiseo y tú me dedicaban la distancia cordial que aleja a los hombres de bien de las chicas un poco varoniles que se mueven con torpeza entre sus chales.

Esa noche sólo me trajo insomnio y amargura. Me revolví en la cama mordiendo mis manos para no gritar: Ya no quería seguirme preservando, ya no quería vivir si vivir era seguir oculto en una identidad ajena… Y al día siguiente, cuando los marineros izaron las velas, me desprendí a correr hacia tu barco y salté a cubierta. Quedé frente a ti, aturdido y jadeante, hecho un lío con mis vestiduras entre las miradas burlonas de los esclavos.

Tú alzaste los ojos para verme y en ti no había censura, no había suposiciones oprobiosas ni reclamos, tan solo una interrogante diáfana. Te amé por esa mirada. Te amé por la gentileza con que me sujetaste por los hombros para preguntar qué hacía yo en el barco. “Soy varón”, te dije mientras empezaba a despojarme de mis ropas. “Soy varón”, te repetí mientras me mirabas sin entender. Y al final de la jornada me metí en tu litera y te probé que era hombre hasta el amanecer mientras el reino de Neptuno nos mecía bajo las estrellas inclementes.

Qué hambre infinita me provocó tu ternura, Patroclo. Qué deseo, qué desazón tan grata sentir bajo mi cuerpo el cuerpo de un hombre rudo que se me entregaba. Un guerrero tan letal convertido en leche y miel para el disfrute de mi lengua, para mi ansia de reafirmarme, para todo mi egoísmo, para mi insana necesidad de amor.

Cuánto te amé y cuán poco. Creemos amar y no hacemos más que darle rienda suelta al ego; buscamos un espejo hermoso en el que reflejarnos y condenamos con dureza sus pocas manchas, la inocente humedad que pueda empañar el cristal… Nos acostumbramos demasiado pronto al milagro de guardar un tesoro. Y tú fuiste mi único tesoro, Patroclo, amado mío, hermano, soldado que se batió con la doble fiereza de quien protege su pecho y el de su amante.

¿Me oyes, Patroclo?, ¿puedes oírme ahí, en esa sima negra adonde el Cancerbero te ha arrastrado para roer tus carnes?

Estoy roto sin ti, no soy más que un cántaro rajado de donde se escurre el deseo de existir. Eras mi corazón y vas a ser pasto de las llamas.

Qué precio tan tremendo el de mi ira. Qué fácilmente olvidé las palabras de Quirón, mi maestro, cuando me decía junto al plácido fuego de la infancia: “El mundo es de los mediocres, príncipe Aquiles”. Como me ahogó mi propia sangre agolpándose en las sienes a la vista de la sonrisa hipócrita de Agamenón, ese hijo de una hiena.

Sacó a la cautiva de mi tienda y yo enloquecí, eso es lo que comentaron los hombres del ejército a media voz, es lo que cuchichearon entre sí los jefes y la soldadesca sin entender la magnitud de mi ira. Pero en realidad no fue el hurto de la cautiva lo que me llevó a decirle a Agamenón cuanto llevaba guardado en el pecho desde que lo conocí. Fue Agamenón mismo, su expresión de caudillo relamido y mediocre, la que casi me volvió loco de furia.

“¿Y por qué enfurecerse precisamente con Agamenón?”, habría preguntado mi maestro, el centauro Quirón. Si Agamenón no es más que un miserable, y eso lo supe desde el primer momento y eso lo saben todos, desde su hermano Menelao hasta el más triste de los esclavos que vinieron con nosotros a derribar el orgullo de Troya: Agamenón es un ser indigno y eso lo sabe hasta la madre que lo parió.

Pero Agamenón el indigno, el mediocre, el patriarca insolente, me miró a los ojos con una media sonrisa retadora y de pronto recordé a los machos viles que pensaban que podían despreciarme y someterme, allá en casa de mis tutores cuando estuve oculto bajo unas ropas de doncella. Aquellos que olisquearon mi supuesta virginidad y se masturbaron imaginándome vencida. Los que se rieron altaneros cuando dije que yo podía ser más veloz que ellos, más dura que ellos, más sabia que ellos… Cuando tuve que callar que yo era Aquiles el Pelida encadenado por las suaves vestiduras de una hembra joven.

Caro me costó el mucho amor de mi madre, Patroclo, porque mi ira cegó en mí todo cuanto supe alguna vez y ahora me ha dejado inerme, derrotado.

Porque estoy derrotado, Patroclo. Aunque mañana me ciña la nueva armadura que Vulcano forjó para mí y suba a la muralla para gritar pensando en tus ojos cerrados para siempre. Aunque los caballos retrocedan entre relinchos enloquecidos y los hombres sientan que se oprimen sus corazones y palidecen sus carnes bajo el soplo candente de mi grito de guerra, estoy derrotado. Derrotado por mí mismo.

Ya no existes sobre la tierra, mi amante hermano. Yo soy todo cuanto existe… Yo soy el que soy y no soy nada al mismo tiempo.

Mírame entrar a la batalla, Patroclo, hermano mío, con el talón desnudo y sin defensa.


Chely Lima es un escritor, dramaturgo, periodista, fotógrafo, guionista y libretista de radio y TV queer cubano-americano, que ha publicado numerosos libros en diferentes países, en los géneros de poesía, novela, cuento, teatro y literatura para niños.

En 1992 abandonó su país de origen para radicarse en Quito, Ecuador, donde trabajó principalmente como guionista, editor y articulista, e impartió incontables talleres de literatura. Con posterioridad se trasladaría a Buenos Aires, Argentina, en donde estuvo alrededor de cuatro años, escribiendo libretos para la TV y dando clases de guión.

A finales de 1996 se mudó a California (allí empezó su labor fotográfica), y dos años más tarde se movió a Miami, en donde se desempeñó como crítico de teatro en el Nuevo Herald e impartió talleres en el Miami-Dade College.

En la actualidad continúa viviendo entre California y Florida, y dedica todo su tiempo a varios proyectos literarios.

 

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