Nuestros huesos fueron el cimiento
por Anjali Patel
Crecí
siendo la hija de nigromantes y enterradores, acostumbrada a los espíritus a la
deriva. Cantar, llorar y la comida copiosa y de sabor intenso eran características
de una buena despedida, pero era más complicado para los que habían abandonado
este mundo ignorados y sin ser honrados de forma apropiada. Mis padres me
criaron con rituales para cuidar de los desarraigados: vertiendo sal en la
tierra recién removida, esparciendo flores secas, cantando rezos improvisados.
—Este
país es un campo de sangre —solía murmurar Mama, introduciendo sal en mis bolsillos de camino
a la puerta. Quería que siempre estuviera lista para poner un alma a descansar,
aunque yo me resistía. Odiaba apartar el velo y ver a todos mis ancestros
atrapados. Dolía demasiado, así que dejaba el velo bajado todo lo que podía y
pretendía que no podía notarlos.
Había estado
apagando los cosquilleos de energía de las almas atrapadas desde que mi avión
había aterrizado en La Guardia. Iba a tener una entrevista para un trabajo que
solo interactuaba con los vivos, y habían acordado instalarme en un hotel pijo,
y ¿cómo podía rechazar aquello? Mama había sacudido la cabeza cuando se lo
había contado, diciendo que no había escapatoria para la gente como nosotros. Yo
dije que entonces simplemente aprendería a cerrar los ojos, y ella inhaló aire
entre los dientes y me dio la espalda. No me ha mirado directamente a los ojos
desde entonces, ni siquiera cuando me dejó en el aeropuerto.
Cuando el taxi
atravesó el puente de Brooklyn, la energía formó un revoltijo como la estática
y el enjambre me atravesó tan rápido que pensé que iba a vomitar. Era la misma
sensación que sentía cuando atravesaba un campo de batalla o una plantación.
—Déjeme salir.
Voy a vomitar —le dije entre dientes al taxista.
Me lanzó una mirada que decía «No tienes que decírmelo dos veces» por el retrovisor antes de detenerse en el arcén. Le di un manojo de billetes y agarré la maleta que tenía a mi lado antes de salir a trompicones. Una escultura rectangular de color gris tormenta se cernía sobre mí desde un trozo triste de hierba, a la sombra de unos edificios grises. Me aferré a la barandilla fría que la envolvía, respirando hondo varias veces. Una placa de cristal me llamó la atención cuando el sol se reflejó en ella.