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viernes, 25 de febrero de 2022

Capítulo #49 - Puedo saborear las estrellas, de Jennifer R. Donohue



Puedo saborear las estrellas

por Jennifer R. Donohue



Ahora los mapas no siempre tienen la razón. Después de que el océano se llevara pequeños pedacitos de las líneas de costa y después mordiscos gigantescos, los cartógrafos seguían intentándolo, con tormentas o sin tormentas. Pero entonces también hubo bombas, y los nuevos mapas se quedaron en las manos de sus creadores. Supuestamente todavía había internet para algunos, pero no aquí, en las olas. Las radios todavía funcionan, hay mucha radio para escuchar. Una antena y algo de energía y cualquiera puede tener una estación de radio, y hay mucha energía que obtener del agua. Fuera del agua, eólica y solar. No hay mucha gente que quede para decirte que así no es como hacemos las cosas, ya no. Tuvieron que bombardear el mundo primero para limpiar todo aquello, pero donde funcionan las cosas hoy en día, está todo bien y todo limpio. Y donde no lo hacen, bueno, todavía queda mucha munición del mundo largo tiempo desaparecido, y la mayoría funciona perfectamente.

Soy lo suficientemente vieja como para recordar el viejo mundo, un poquito. Los coches y los autobuses y tantísima gente en un solo lugar. Viviendo en tierra. Las luces eléctricas que sustituían a las estrellas. Satélites que sustituían a las estrellas, día a día; un montón de ellos ya no están en el cielo, parece, y una vez hasta estuvimos cerca de la caída al mar de uno. Los Geigers se volvieron locos cuando nos acercamos demasiado, eso sí, hicieron brrrrrrrrrrrrrrrrrrt de nada directamente al rojo, así que le dimos la vuelta a los barcos. Solo cometes ese error una vez, si es que lo cometes. Solo oyes hablar de primera mano de ese error una vez: alguien cocinado de dentro a fuera, la piel y el pelo se desprende, mueren gritando durante tres días como una maldición bíblica pero no, no son más que los demonios extraídos de la tierra en el viejo mundo.

Parte de mi tripulación es lo suficientemente vieja. Algunos habían sido más viejos que yo durante un tiempo y, benditas sean sus almas, se habían ido al fondo del mar cuando les llegó el momento, igual que me pasará a mí cuando me llegue el momento, y a todos los del grupo de embarcaciones que lidero. Si fueran los tiempos antiguos, antiguos, los días de los barcos de madera, tendríamos un gran barco para estar todos a bordo y yo sería su capitán pero en lugar de eso nos mantenemos juntos en nuestra pequeña constelación sobre las olas y los grupos son seguros, y peligrosos. Es posible que flotas más grandes se acerquen a nosotros, esperando cosecharlo todo, y que flotas más pequeñas se alejen de nosotros, esperando no ser cosechadas.

Nos las apañamos. Se nos da bien encontrar lo que necesitamos, tener suficiente. Por eso me siguen la corriente, y mi lista; les he proporcionado años de abundancia, sin importar lo ridícula que sea mi petición.

La escribí con un bolígrafo resistente al agua en los primeros días del Después, a veces la repasé para que no se desdibujara, según pasó el tiempo. Siempre hay un Antes, y un Después. La mayor parte de las cosas ya están tachadas, algunas cosas razonables como una radio de manivela y crema solar, siempre crema solar, algunas cosas de niña pequeña como un sable de caballería de la Guerra Civil y los zapatitos de rubíes. Bueno, es gracioso leer esas cosas, reconocer la responsabilidad alarmada que pensé que yo, una niña culta, tenía para con el mundo que había desaparecido. Responsabilidad cultural. ¿Cómo sería el nuevo mundo si no recordaba Oz? ¿Cómo sería el nuevo mundo si olvidaba que apropiarse de personas y pelearse con tus hermanos era estúpido?

Por supuesto que el nuevo mundo jamás iba a ser como el viejo, excepto en esa forma más básica. Los humanos tienden a aliarse y tratar de ser buenos, pero siempre están los malos actores, la gente que siempre pelea, siempre roba, siempre hace daño. Nosotres solo luchamos para defendernos. Nosotres compartimos, no robamos. 

Hay un objeto que queda en la lista que no estoy segura de que consiga nunca, y esa es la cosa que llevo persiguiendo durante años, mi ballena blanca. Quiero una buena de botella de champán. No me refiero a que haya bebido champán de mala calidad y quiera rectificar eso; no, nunca he probado champán que no estuviera estropeado por los cambios de temperatura de cuando se fue la luz en todas las licorerías del mundo. Nunca he probado champán que no fuera más que un vinagre rancio y enfadado, aunque supongo que eso es un estado de ánimo si alguna vez hubo alguno. Ya no se puede hacer champán. En esa región de Francia ahora hace demasiado calor como para que las uvas hagan otra cosa que estallar o enmohecerse o enfermarse en el vino. En muchos lugares hace demasiado calor ahora para que las uvas hagan eso, sin control medioambiental en interior. Y cualquiera que todavía esté cultivando uvas probablemente lo esté haciendo para comérselas, no para hacer vino. No lo sé, puede que me equivoque. Tenía nueve años y nunca había bebido champán. 

Pero me he dado cuenta de los ojos en blanco de mi tripulación, de sus gruñidos, su reticencia, cuando seguimos un río recién nacido tan arriba como nos lo permite, nos subimos a las bicicletas y pedaleamos hasta una bodega, un centro comercial, un viñedo, con la esperanza de que uno de ellos tuviera las cualidades precisas para conservar una botella, una sola botella, lo suficientemente buena como para poder tacharlo de mi lista y considerar mi vida completa. No es que sea vieja todavía, pero soy lo bastante vieja. Ya no soy su Wendy, y mis niños perdidos han crecido, después de todo. No quieren saber del viejo mundo, no mucho. Es tan real para ellos como la mitología griega o la Biblia lo era para mí, cuando todavía había películas y televisión que podías ver. No es algo que sea real, no es algo que esté ocurriendo. No es más que una bonita historia.

Y no sé cuándo llegará, en realidad no, pero estoy lista cuando vienen a mí una tarde. La mar está tranquila, la tierra está tan lejos que ni siquiera es un borrón morado en el horizonte. Tengo los pies levantados, apoyados en la borda; el sable de caballería confederado está inclinado junto a mí. La gorra y las gafas de sol puestas. Viene un grupo de ellos, una delegación.

—Capitana, no vamos a seguir haciendo tu lista —dice el primero en encontrar su tono. Paul, de hecho. Me guardo todos los pensamientos literarios para mí, enfrentada a este motín. No les falta razón, excepto que no he perseguido la lista a costa de otras cosas. Siempre hemos tenido los recursos para sobrevivir, en unas ocasiones más cómodamente que otras. Pero no se consiguen tantas canas como tengo yo si no has sido prudente por el camino. Nuestro viaje ha sido más que mi lista, pero mi lista es lo que nos ha roto.

—¿Ah, no vamos a hacerlo? —digo suavemente. Había tenido en mente qué hacer cuando llegara este día, si llegaba, pero estoy interesada en saber qué han planificado entre ellos. Necesitarán un líder fuerte, si me echan. Necesitan a alguien que pueda tomar las decisiones que yo he tomado, para el bien de todos. Pero también necesitan a alguien razonable. Veremos cómo de radicalmente me están rechazando.

—No, no vamos a seguir —dice Paul—. Utilizamos demasiado combustible, y además estamos aburridos de ello. Hemos fracasado demasiadas veces. —Lo que hará más dulce el éxito, pienso, pero espero. Un motín de mis chicos y chicas más recientes va a ser como pescar por la tarde: requiere mucha paciencia, probablemente no haya derramamiento de sangre—. Creemos que, si vamos a hacer algo así, debería ser desde una posición permanente en tierra. O al menos con almacenes de comida de larga duración que podamos subir a los barcos.

—Esas son buenas ideas —digo, lo que le sorprende. Me sorprende un poco, que quieran un sitio permanente en tierra. Pero nunca lo han tenido así que claro que lo quieren. Supongo que le he quitado el viento de las velas, eso sí: no tiene muy claro cómo proceder. Dado que he dicho que estoy de acuerdo, su impulso es preguntarme dónde creo que habría un buen sitio permanente. No puede hacerlo, porque está en mitad de un motín.

Lucha claramente durante un momento y finalmente dice:

—Así que te tienes que ir.

—Me tengo que ir —repito. Estamos en mi barco, en el que mis padres nos llevaron lejos de tierra firme, el que he cuidado con el paso de los años. Todavía tengo los pies levantados, el sable de caballería sigue a mi lado. He estado pensando en rearmar la tela de esta tumbona, pero ya no lo haré, supongo. Le libero de mi mirada, y miro a mi alrededor—. ¿Eso es lo que piensa todo el mundo? ¿Qué tengo que irme?

Arrastran los pies y apartan la mirada y murmuran, pero la mayoría está asintiendo. No todos, hay un par que están demasiado avergonzados como para disentir. Veremos lo que hacen.

—Sí, todos lo pensamos —dice Paul, envalentonado de nuevo.

—Entonces creo que es mejor que os vayáis de mi barco —digo. Todavía no he levantado la voz, y he conseguido no reírme, o llorar, ante este cambio en el viento. 

—Irnos de tu… —Mira a su alrededor, pero todos y cada uno de ellos conoce la historia de mi embarcación. Si creen que me voy a subir a una balsa de plástico y dejar que me abandonen, bien… Ninguno debería estar pensando eso, quiero decir. Pero no es así como nada de esto debe ir, cuando una tripulación se amotina. Las flotas no se amotinan mucho; es otra de esas cosas que se desarrollan hasta un final mucho más sencillo y satisfactorio en un único barco, más grande.

Dejo caer mis botas sobre la cubierta, y después me pongo de pie. Físicamente no soy más alta que Paul pero mi fábula es mayor que la suya, y da un paso atrás sin pensarlo, antes de poder decidir si desea hacerlo o no.

—Todos tomamos nuestras propias decisiones —digo—. Queréis que me pierda y lo haré y no regresaré para molestaros. Habéis trabajado para conseguir lo que es vuestro, yo he trabajado para conseguir lo que es mío. Os deseo lo mejor.

Paul traga con fuerza; siente que se le está ridiculizando, y el cielo nos ampare si alguien se ríe y le hace estallar. No quiero tener que hacerle daño a nadie. Mis días de hacer eso se han acabado, si Dios quiere. Se escuchan unos susurros incómodos, y la tripulación comienza a bajar de mi cubierta y dirigirse a los otros barcos. Las cosas se hunden y se mecen un poco con el paso de cada uno, como una despedida con la mano, y yo me mantengo erguida, orgullosa y alta, y espero hasta que solo quedamos Paul y yo y una de las chicas, Roz.

—Me habría peleado contigo —dice él, para su propio beneficio, o tal vez está fanfarroneando un poco delante de Roz, todavía no sé si se va a alinear conmigo. Una pequeña parte de mí a la que no estoy escuchando ahora mismo pensaba que más gente de la tripulación se quedaría conmigo.

—Lo sé —digo. Los motores de los barcos a nuestro alrededor están arrancando—. Cuida de ellos.

—Sabes que lo haré —dice, y asiento simplemente porque probablemente es mejor dejarle marchar sin más, sin hacer de madre o de tía o de nada una última vez. Solo sería insultante. 

Y se marcha, y Roz se queda. Me mira con unos ojos grandes de “¿qué estamos haciendo?”, pero se queda. Uno de los botes más pequeños avanza hasta colocarse al lado y otra chica tira un par de bolsas y luego sube ella. Deben haber recogido sus cosas para manejar mejor cualquier lucha de poder que ocurriera. Me pregunto cuánto tiempo llevan hablando de esto, planeando, todo sin mi conocimiento. Mantener secretos a bordo de un barco es difícil, pero necesario. La gente necesita tener secretos para ser feliz, creo, da igual cómo de pequeño y de seguro sea el secreto. La otra chica, Jackie, me mira con mucho menos susto. 

—Ey, capitana —dice.

—Ey tú —digo—. ¿Viene alguien más?

Hace una pequeña mueca de dolor.

—No lo sé. Probablemente no.

Asiento.

—Vale. —Pienso en sentarme sin más, como lo estaba antes, pero la tripulación que queda necesita sentir confianza. Yo sé lo que hago, pero ellas están desubicadas. Lo que acaba de ocurrir es algo importante para ellas; este no es mi primer motín. Ciertamente, el menos sangriento. Pero ahora ya no tengo el estómago para estas cosas. No después de liquidar a mi segundo de abordo.

Tampoco me acuesto con nadie de la tripulación, ya no. 

—Tienes un plan, ¿Verdad, capitana? —pregunta Jackie, empujando a Roz con el codo juguetonamente. Roz parece darse cuenta de que ha estado congelada en la cubierta y trata de sonreír.

—Sí que tengo un plan. Nos dirigimos al norte, y tengo el sónar del barco funcionando. —Me miran raro—. Es una cosa que puede ver el fondo.

—¿El océano tiene fondo? —pregunta Jackie, y después se ríe—. Sabes a qué me refiero. Un fondo al que podemos llegar, para coger cosas.

—En algunos sitios, podríamos llegar al fondo, sí. Por ejemplo, si hay un barco hundido en un banco de arena. —He pensado mucho en esto. En cómo una vez mis padres me llevaron a un museo de naufragios, y algunos de los objetos que había allí parecían prácticamente nuevos. Algo sobre la temperatura del agua, la forma en la que el barco escudaba de cosas, no se qué. Pero empiezo a pensar que esta podría ser mi mejor apuesta; champán que había en un barco que alguien hundió porque no estaban acostumbrados a utilizar un barco de verdad y no solo por diversión. Vale la pena intentarlo. No sé si lo vale todo, no sé si vale lo que mi tripulación, que acaba de abandonarme, pero en este punto he llegado tan lejos que no podría hacer otra cosa. 

Así que nos dirigimos al norte. Creo que tal vez más ricachones no sabían lo que estaban haciendo y hundieron sus barcos en el norte. Es algo que me dice mi instinto, y las ocasiones en que he ido en contra de mi instinto han sido las peores ocasiones.

Mi reducida tripulación hace turnos al timón, pero por la noche, las mando a las dos a los catres. A veces puedo escucharlas hablar en susurros, puede que peleando furtivamente, justo fuera del alcance de mi oído. Han pasado unas cuantas semanas, y creo que ya se arrepienten de su decisión, pasar de una familia completa y ruidosa a un par de hijas o primas o puede que sean pareja, conmigo, la madre de mal carácter. Con una motivación misteriosa, hacia quien sienten lealtad, pero no comprenden y no saben si se equivocaron. ¿Qué ganan ellas manteniendo su lealtad? Me dejarán pronto, creo. Tan pronto como nos encontremos con otra flota, o hagamos parada en un puerto para repostar combustible. Pescamos juntas, y comemos juntas, y espero que tengan valentía en sus corazones como para contármelo, y no se escabullan cuando les dé la espalda. Probablemente no debería haberlas dejado venir desde el principio. ¿Qué esperaba conseguir? ¿Y ellas? Tengo que confiar en que no se acercarán a mí con cuchillos, mientras duermo.

Pero no puedo dormir, nunca le he pillado el truco, incluso cuando era muy pequeña y todavía teníamos cosas como casas y camas y lamparitas de noche. Siempre sentía que la luna, personalmente, era mi amiga. Especialmente si mis padres me paseaban de noche, y conducíamos con la luna como acompañante, justo al otro lado de la ventana. Ahora la luna parece estar más cerca, se hace más y más grande, todas las estrellas ayudantes tan brillantes, tan cercanas también, como una túnica de cola o una melena.

El sonar suena bajito entre mis instrumentos. Solo estoy segura a medias de cómo se supone que funciona, y lo miro fijamente cuando me muestra bancos de peces pixelados, una masa que creo que debe ser un arrecife hasta súbitamente se sumerge. Me gustan las ballenas, de la misma forma en la que me gustaban los elefantes cuando iba al zoo, por lo grandes que eran y lo pacientes que parecían, por cómo cuidaban de sus bebés y los unos de los otros. La gente quiere hacerte creer que así es como siempre actúan; con los animales sabes que es real. Tuve una gata en el barco una vez, hace años, pero me puse tan triste cuando se murió de vieja que nunca más volví a tener otro.

Dirijo el barco en dirección a la costa para experimentar con la detección de naufragios. Viejos o nuevos, nos dará igual si están demasiado profundos para alcanzarlos, millas o metros apilándose más allá de nuestras capacidades. Algunos de los tripulantes que se marcharon lograban contener la respiración tanto tiempo, bucear tan profundo y a distancias tan largas que yo iba y venía por la cubierta preocupada por que esta vez se perdieran de verdad, arrastrados por el frío o la corriente hasta que resurgían con pescado u ostras o cualquier otro tesoro que les llamara la atención en el mundo bajo la superficie. Yo puedo nadar, claro que puedo nadar, pero este tipo de buceo nunca se me ha dado bien. Especialmente ahora cuando, a mi pesar, soy mayor y empiezo a descubrir que mis límites han cambiado. El mundo se ha estrechado, un poco, donde antes estaba yo y la sal y la espuma de mar y el sol en mi pelo. Mi tripulación, mis tripulaciones, mi flota.

No puedo dormir, y me encuentro al timón cuando escucho unos tintineos que parecen un barco, y se quedan con aspecto de barco. Pronto amanecerá, y aunque el cielo está despejado ahora, el horizonte que clarea es del mismo rojo intenso que las agallas de un pescado recién limpiado. Rojo por la noche, alegría para el navegante, rojo por la mañana, advertencia para el navegante. Por algún motivo esa rima se me quedó grabada y apenas se equivoca. Se acerca una tormenta, y es difícil decir de dónde viene o en qué dirección deberíamos siquiera intentar huir, si es que lo fuéramos a intentar. Aunque a veces hay plataformas petrolíferas llenas de gente que pesca y comercia y opera estaciones de radio, tendría que estar sintonizada para recibir un pronóstico meteorológico. No diré que nunca he sintonizado la radio para que una voz radiofónica me acompañara en la profundidad de la noche aterciopelada, pero ahora, cuando estoy tan desprovista de la compañía de la que me rodeaba normalmente, no lo he estado haciendo.

Para cuando Jackie y Roz suben a cubierta, sacudiendo los dedos atravesando el pelo para arreglarlo, frotándose los ojos para ahuyentar el sueño, el cielo entero es gris pizarra, salpicado de blanco, como un montón de plumas de gaviotas. El viento ha arreciado y si tuviéramos una vela estaría chasqueando como un látigo y si estuviéramos ancladas el ancla estaría arrastrando su cadena como un perro tira de su correa. La tierra es una sombra en el horizonte pero la tierra no siempre sirve como protección contra una tormenta; tiene que ser el tipo de tierra correcta. Es muy difícil saberlo, y numerosas veces a lo largo de los años me he guiado por mi instinto. Mi instinto me dice que nos quedemos aquí, donde hay un barco hundido. Mi instinto me dice que huya, porque una tormenta como esta hundió ese barco en el fondo que tanto deseo. No tengo forma de saber, arrastrada por un lado, empujada por el otro, que mi mente ha alcanzado una cierta latitud de caballo y observo la espuma de las olas y espero.

—¿Qué podemos hacer? —pregunta Jackie, cuando parece que yo no estoy haciendo nada.

—Esperar —digo yo—. Podemos manejar el oleaje, y no hay nada aquí que pueda hacernos encallar. Hay un barco ahí abajo, no se cómo de profundo. Esperaremos, navegaremos en círculos y la tormenta se dispersará.

—¿Lo hará? —pregunta Roz. Odia dudar de mí, lo sé, y odio no tener una respuesta real para ellas. Las únicas dos que se quedaron conmigo. Podría haber sido una. Podría haber sido ninguna. Me pregunto qué tal le estará yendo a mi antigua flota; si se encuentran en esta tormenta o si hace tiempo que se han ido. No es la temporada, todavía, para las grandes, pero las tormentas siguen sus propias normas. No es sorprendente que solieran ponerles nombres, en el viejo mundo; son como dioses errantes. Tan grandes y tan poderosas, tan descuidadas y tan obstinadas. ¿Alguna vez le ponemos nombre a cosas que no destruyen? O que no queremos controlar, lo que es otro tipo de destrucción.

—Creo que lo hará —digo. ¿Estoy tan decidida que creo que este barco que hemos encontrado es el único que queda en el mundo que me permitirá terminar mi lista? ¿O es razonable esperar a que pase la tormenta en lugar de gastar combustible intentando luchar contra ella, intentado huir de ella? Necesitaremos más combustible pronto, pero de momento no es urgente. Hay tiempo suficiente para resolver otros problemas primero, la tormenta, el naufragio, el buceo. Si hay champán ahí abajo, o si no es más que una vieja embarcación de pesca, solo una embarcación sobrecargada por aquellos huyendo de la costa destruida por la tormenta sin recursos ni conocimientos para sobrevivir. El barco de mis padres, este barco, podría haber sufrido ese destino, pero en lugar de eso, aquí estoy.

Cerraré bien las escotillas, entonces. —dice Jackie, que es lo que siempre hemos dicho cuando una tormenta se acerca y no queda otra cosa que hacer más que esperar. No encendemos el horno para hacer café ni nada, apenas mordisqueamos galletas y tratamos de no mirar al horizonte amenazador mientras miramos al horizonte amenazador. Las olas comienzan a aumentar de tamaño, y cojo el timón para mantenernos mirando hacia ellas. Deberíamos habernos marchado, lo sé cuando las olas rompen contra la cubierta, se arremolinan rodeando nuestros tobillos, nos pegan el pelo a los cuellos y las caras. Solo podíamos quedarnos, pienso cuando los fuegos de San Telmo bailan verdes y azules y extraños a lo largo de la borda hacia las olas blancas y negras. Los truenos no hacen nada por negar mis pensamientos previos de dioses errantes, tan envolventes y trepidantes. Todas tenemos por necesidad el estómago fuerte, pero las sacudidas que recibimos ciertamente ponen nuestra fortaleza a prueba una y otra vez, y cuando llega la calma, no confío en ella, busco para ver si estamos dentro de las paredes de un ojo, o si la tormenta ha pasado de verdad de la buena.

Me recibe un cielo azul claro, salpicado de nubes blancas, un cielo agotado pero relajado. La tormenta ha pasado. Veo la expresión en la cara de Jackie, tormentosa como si me responsabilizara del tiempo, cosa que no debería hacer, pero no puedo reprocharle mi mala decisión. Esta es la peor que he pasado, pero ahora no es el momento de decírselo; este tipo de historias son para cuando los bordes afilados se han desgastado y pueden reírse de ello. Roz parece estar a punto de llorar, y busco palabras para consolarla.

—Se acabó —dice Jackie. Aunque lo he estado esperando, durante un minuto estúpido pienso que está hablando de la tormenta. Roz palidece, sin embargo, y parece que va a vomitar, a pesar de las aguas calmadas—. Lo hemos intentado, Capitana, de verdad, pero estás a la deriva, sin más. No sabes lo que haces. 

Al fin me han descubierto, pienso con ironía. Siento que he sido una adolescente todo este tiempo, pretendiendo. Luchando. Siendo la más escandalosa, la más resuelta. La que tiene una lista, la que tiene un plan. Ahora lo saben.

—Ahí abajo hay un barco que podría ser el correcto, y después de eso, os llevaré a puerto. O podemos buscar con la radio, ver si los demás están cerca, y podéis reuniros con ellos.

—No nos aceptarán —dice Roz con su voz diminuta y desgarrada—. Tendremos que empezar desde el principio en otro lugar.

Entonces por qué vinisteis siquiera, quiero decir, no lo digo. No arreglará nada. No hay nada que pueda arreglarse.

—Entonces os llevaré a puerto. Después de que le echemos un vistazo a este barco.

—No hables en plural —dice Jackie.

—Bueno, entonces ya sabéis dónde están las balsas —digo, y Roz comienza a llorar.

—No queríamos… —consigue decir antes de quedarse sin palabras.

—Lo sé —digo, porque es tremendamente complicado, pero creo que le tengo pillado el truco. Yo tampoco quería—. Esas son vuestras opciones. Dejadme bucear y os llevaré a puerto, o tomad una balsa y bon voyage.

Siempre podían acceder a dejarme bucear y llevarse el barco. No lo harán. Miro a los ojos de piedra de Jackie; puede que lo hagan. Roz introduce sus dedos en uno de los puños de Jackie. 

—¿Podemos esperar? —pregunta con un lamento.

Jackie comienza a hablar, cierra la boca, mira a Roz, suspira.

—Esperaremos —dice, casi un gruñido. No quiere tener que navegar en la balsa desde aquí; no la culpo. Esa es la dirección en la que fue la tormenta. Además de tener que justificarse en el puerto, averiguar qué hacer con la balsa, todo ello. Mejor esperar. O mejor llevarse mi barco. Maldita sea.

—Gracias —digo, quitándome las botas con los pies. Miro el sónar de nuevo. El barco sigue ahí. No es una ballena, no es un arrecife, es más grande que un bote salvavidas, más pequeño que una embarcación de varias cubiertas. Dejo caer mi camisa en la cubierta, y mis pantalones. Me imagino que estoy saboreando el champán, o las burbujas en cualquier caso, parecidas a cómo recuerdo que eran los refrescos, ese burbujeo fuerte llenando la parte posterior de la garganta. Nada dulce, el champán, pero sí frío. Gratificante. La última cosa que quiero del mundo que ha desaparecido.

Doy golpecitos a la lista, protegida por una capa de plástico, con la punta de mis dedos. El Winnie The Pooh original, un silbato de salvavidas, una gorra de los Yankees. Tampones, todos los tampones que pudiéramos encontrar. Mamá me dijo que pusiera eso en la lista, recuerdo. No hay nada que hacer; o me abandonan, o no. Encontraré el champán, o no.

—¿Queréis saber el único motivo por el que conservé ese sable? —le pregunto a las chicas, que observan cómo me posiciono para saltar. Jackie pone los ojos en blanco, pero Roz sorbe los mocos un poquito, asiente—. Esa es una de las formas de abrir una botella de champán. No sé por qué, puede que sea una cosa de las victorias militares. Pero practiqué, con las botellas estropeadas. Os lo enseñaré con una botella buena. —Roz sonríe un poco, y Jackie suspira, su mandíbula se afloja un poco. 

—Eso es guay —dice.

Me sumerjo. El agua está fría, se pliega alrededor de mis extremidades como si me envolviera en seda, y mis ojos arden por mi ansia por bucear sin gafas de natación. El mundo acuático y ondulado es lo suficientemente claro, sin embargo, el barco está más o menos de una pieza, aunque puedo ver las rocas, ver dónde cortaron un agujero aserrado en el casco. 

Me sumerjo más, y más, y más profundo, mi pelo queda presionado contra mi cráneo como la piel de una foca, el mundo es un silencio de dientes apretados a mi alrededor, mis oídos estallan cuando me acerco lo suficiente como para tocar el barco, agarrar la madera, forzar los músculos para hundirme y acercarme más. Allí, el timón del barco, allí los chalecos salvavidas atados todavía con sus cuerdas de plástico, allí la nevera para bebidas empotrada. Puedo imaginarme a una familia como la mía, en chanclas y con el sol en la cubierta, pescando o mirando pájaros o esperando ver delfines.

Mi corazón palpita con fuerza en mis oídos mientras avanzo palmo a palmo, mis pies tratan de arrastrarme hacia la superficie, pero todavía no, todavía no. Dejo salir algo de aire fuera de los pulmones en una corriente de burbujas y abro la nevera y está llena de botellas de cristal con tapones de metal y latas brillantes y no puedo diferenciar el color de nada y hay unas botellas un poco más grandes y agarro una y me obligo a agacharme contra el barco, me impulso, y me dirijo como una flecha hacia la superficie.

He hecho esto antes. Esto no es ni lo más largo que me ha llevado. Pero la primera bocanada cuando rompo la superficie siempre es un alivio dulce. Mi barco, todavía ahí, es un alivio dulce. Roz me saluda con la mano y yo alzo la botella de cristal azul victoriosa, el aluminio dorado envuelve el corcho y el cuello resplandece bajo la luz del sol. Estoy de vuelva en cubierta en unos instantes, el agua tamborilea alrededor de mis pies, extiendo la mano hacia mi sable al mismo tiempo que aparto el pelo mojado y salado de los ojos, mientras le indico a Jackie que saque los vasos, todas nosotras riendo y sonriendo juntas, al fin. Es una oportunidad para sacar una foto en un mundo que ya no hace fotos pero yo poso con la botella y la espada, pensando durante un momento, no, necesito conservar esta botella, no, ha llevado tanto tiempo.

Pero el sentido del champán es precisamente celebrar bebiéndolo, y mientras Roz aplaude pero Jackie apenas fuerza una sonrisa, yo inclino la botella con la mano, hago equilibrio con la hoja, y apunto el corcho hacia el agua reluciente. Con un gran movimiento circular de mi brazo, tacho el último objeto de mi lista.



Jennifer R. Donohue creció en la costa de Jersey y ahora vive en Nueva York con su marido y su dóberman, y allí trabaja en la biblioteca del barrio y dirige un taller de escritura. Pertenece al grupo de escritores Códex y es miembro de la SFWA. Su trabajo ha sido publicado por Escape Pod, Apex, Truancy y Fusion Fragment entre otros. Su serie de novellas ciberpunk “Run with the Hunted” está disponible en formato físico en la mayoría de las plataformas digitales. Tuitea desde @AuthorizedMusin


1 comentario:

  1. Me encanta el universo postapocalíptico, y este relato me gustó mucho. A ratos me recordó la peli 'Waterworld', pero sobre todo me recordó las novelas de Amelie Nothomb (una enamorada del champagne), en cuyas estupendas novelas este brebaje suele estar muy presente, pero especialmente en 'Petronille': https://vinalogos.com/champagne-y-amelie-nothomb/
    Al final, más allá de la supervivencia, si no tenemos una ilusión (o varias), por ridícula que sea, la vida sería un tedio y no merecería mucho la pena. Así que, en realidad, me quedo con la intriga de saber qué hará ahora la protegonista, ya que ha tachado todas las cosas de su lista... ¿Cuál será su motivación para seguir adelante?

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