Más que simple acero
por Aimee Ogden
El momento en el que Micah echa más de menos a los
adultos es cuando se despierta por la mañana. Una parte de él sigue esperando
el zumbido del despertador y el olor de los gofres de tostadora para
convencerle de que se levante. Pero han pasado cuatro años y no hay una madre
para que le dé un empujoncito para despertarse.
Se incorpora en el colchón y se rasca las costras de los
ojos. Las sábanas huelen a sudor y a hierba; ¿hoy es día de colada? Él es lo
más parecido a un adulto bajo el techo de la escuela primaria Grand Avenue y si
dice que es día de colada, entonces es día de colada.
Ropa puesta, zapatos puestos. Todo el mundo tiene que llevar zapatos todo el tiempo. Esa es la regla, desde que Marco pilló el tétanos el año pasado y todo el mundo pensó que se iba a morir. Fue la peor enfermedad que habían visto desde que los temblores barrieron a los adultos. Micah no sabe qué hará cuando algo peor se extienda.
La puerta de la sala de descanso de los profesores (no
puede dejar de pensar en ella como la sala de profesores, aunque aquí no hay
profesores ni mucho tiempo para descansar) se cierra con un suave chasquido a
sus espaldas. Después recorre el pasillo, abriendo puertas, pronunciando
nombres.
—Fabián, al jardín. Jack, la ropa. Vee, a cuidar de los
niños. Carrie, a pescar.
Carrie está a medio vestir: una sudadera por arriba, pero
de cintura para abajo solo lleva unos boxers viejos, las partes de sus
piernas blancas que asoman por debajo se ven esmirriadas y arañadas por las
espinas. Está mirando al techo.
—Creo que eso se está haciendo más grande —dice.
Micah sigue su mirada. Una mancha de agua como sangre
seca se ha extendido por el techo del pasillo principal. Por algún lado está
entrando agua del tejado.
—Ni siquiera sabía que eso estaba ahí. ¿Hace cuánto que
lo viste?
Carrie se encoge de hombros.
Micah contrae la mandíbula para encerrar las palabras
desagradables. Carrie es la siguiente en edad, la que se quedará a cargo
cuando... si Micah envejece hasta alcanzar los temblores.
—Vale. Nos encargaremos de eso esta semana.
Añade el techo defectuoso a su inventario de
preocupaciones. Ya no hay nadie que haga tejas de espuma.
—A pescar, Carrie —dice de nuevo. Un poco de su
frustración se abre paso a la fuerza y hace que las palabras suenen más duras
de lo que quería. No es un comentario cortante, es una contusión. Los ojos de
ella se agrandan y Micah continúa su camino por el pasillo.
Algunas de sus órdenes reciben quejas, pero las ignora.
Hará una segunda ronda para despertar a los que siguen enterrados bajo las
mantas. Algunos de los niños ya están despiertos, riéndose o discutiendo. La
segunda ronda los pondrá en marcha también.
La ventana gotea en la habitación donde duermen Victoria,
Beca, Sofía y Ems. No hay conserje al que llamar, nadie que corte un nuevo
cristal a medida y restaure la ventana. ¿Podría cubrirla con tablones de madera?
¿Impediría eso que entrara el agua durante un tiempo? Tienen sierras, lijas,
clavos.
En algún momento esas cosas también faltarán.
Se detiene frente a la puerta de Ava, que ya está
abierta. Su habitación es diminuta, antes era una oficina para la terapia
lectora. Cuando Micah abre la puerta un poco más, golpea un despliegue
elaborado de trenes de juguete y bloques de construcción.
—Ay, ¡mierda! Lo siento, Ava.
Ava se levanta del suelo gateando y con un aullido
consternado. El libro pesado que tenía en el regazo golpea el suelo, las
páginas están dobladas en todos los ángulos. Lleva una camisa abotonada que
solía ser de Vee y unos pantalones de pijama que encontraron en un depósito de
cadáveres en Sycamore y exactamente un calcetín de origen desconocido. Agarra a
Micah del brazo y lo muerde; con mucha delicadeza, no como lo habría hecho hace
uno o dos años.
—Sé que estás cabreada—le dice, y se inclina para recoger
el libro. Es uno de los suyos, robado del instituto en 9th Street, que tiene
una biblioteca grande de techos altos. Acero: la construcción de una era.
Se lo coloca bajo el brazo, para que las páginas arrugadas se aplanen las unas
contra las otras —. Tendré más cuidado. Y tú construye cosas más lejos de la
puerta. ¿Vale?
El pulgar de Ava entra en su boca. Con su mano libre,
dibuja una A, por Ava; o puede que una M, por Micah. ¿O puede que ambos? A
veces es difícil diferenciarlas. A ella le gusta que sus nombres se parezcan,
de la forma en la que los dibuja. Con cinco años, es la más joven aquí: la
única de los cinco bebés que Micah y los otros encontraron, en aquellos
primeros días, que sobrevivió. No habla por la boca, pero eso no importa.
Tienen un diccionario ilustrado de lengua de signos, y se las apañan bien.
Libro, gesticula; con una
sola mano, pero él sabe lo que quiere decir.
—Ahora no, Ava. Tenemos trabajo.
Su pulgar vuela fuera de la boca con un pop
húmedo, y gesticula con ambas manos. Libro.
—He dicho que no —repite, su voz escalando hasta un
grito—. Jolín, Ava, ¿cuántas veces tengo que...?
Los momentos en los que Micah echa de menos a los adultos
lo menos es cuando se da cuenta de que se está convirtiendo en lo peor de
ellos.
Hunde los hombros y Ava da saltitos, sintiendo que ya ha
ganado.
—Déjame que vaya a mi habitación a por Henry and Ribsy
—intenta Micah. Está a medias de leerlo por quinta o sexta vez. Junto a los
libros de ciencia e ingeniería que liberó del instituto, su habitación está llena
de novelas de bolsillo cuyas cubiertas se han ablandado y suavizado de tanto
manoseo. Niños aburridos haciendo cosas de niños aburridos, de la forma en la
que solían hacerlo antes de que los temblores aparecieran y arrollaran con
cualquiera que estuviera a un pelo de la adultez.
Micah cumple dieciséis el año que viene.
Pero Ava presiona el pesado libro de tapa dura contra el
pecho de él. Está bien. No puede ser más difícil de manejar que la basura de
dragón-mago-caballero que Dylan y Victoria siempre le piden que lea en voz
alta.
—Okey —suspira, y se sienta en el suelo. Ava
inmediatamente descansa en su regazo, esperando. Él hace crujir el lomo hasta
donde lo dejó por última vez—. La pigmentación del hierro —lee en voz alta—
requiere añadir carbono, que normalmente se encontraba disponible como polvo de
carbón —se detiene—. Hay toneladas de briquetas de carbón por ahí de las
barbacoas de la gente. Pero no durarán para siempre. ¿De dónde se saca el
carbón? ¿Lo fabricas? ¿O tienes que desenterrarlo?
—Buh —gruñe Ava. Sus coletas desordenadas por el sueño le
golpean la cara—. Bmmm.
En el pasillo, alguien grita. Los gritos, por supuesto,
son una constante en un colegio lleno de niñes. El sonido trata de pasar junto
a Micah sin llamar la atención, pero tiene un ton afilado que corta su
complacencia por la mitad.
—Quédate aquí —le dice a Ava, y la aparta de su regazo
para salir corriendo hacia el pasillo.
Uno de los carritos de la comprar del Piggly Wiggly, que
usan para mover la colada y los ladrillos y cualquier cosa que sea demasiado
pesada para el niño medio de ocho años, está tumbado de lado. Una cascada de
ropa sucia ha caído en avalancha y Dylan está de pie en medio con la ropa hasta
los tobillos, llorando. ¿Ha sido él quien ha gritado? Dylan siempre ha sido de
fiar (si llora, lo está haciendo donde Micah no puede verle) y de todas las
cosas en la lista de Micah que podrían acabar con su mundo, un carrito de la
colada volcado no es uno de ellos. Pero a veces los niños guardan silencio
porque tienen miedo de que si gritan acabarán por desmoronarse. Micah debería
haberle prestado más atención...
Hay otra chica arrodillada junto a la pila de ropa y a
Micah no le suena su cara.
No solo porque está sucia, porque lo está, tiene manchas
en la barbilla y los cordones blancos de sal seca en la frente. Esta chica no
es una de las suyas, y se nota. Está delgada, su cara está quemada de las
mejillas para abajo, donde la protección de la gorra le ha fallado. Una pesada
mochila le hunde los hombros hacia delante convirtiéndola en una mujer mayor,
aunque no tiene más de uno o dos años menos que Micah.
La boca de Dylan mastica silenciosamente el nombre de
Micah, pero parece incapaz de escupirlo. Micah está congelado, desconcertado,
mientras la chica tira a un lado unos pantalones remendados, unos calcetines,
un par de camisas de beisbol desgastadas. Solo cuando libera una sudadera y la
mete a presión en una mochila él reacciona.
—¡Eh! ¡Eso es nuestro!
Su brazo se mueve en ángulos agudos, como ramas rotas y
Micah está mirando directamente al cañón de una pistola.
—Ya no —dice ella.
El sabor de las hojas de diente de león, amargas como la
primera cosecha de primavera, le pega a Micah la lengua a los dientes. Dylan
hace el sonido que el perro de la madre de Micah solía hacer durante las
tormentas, vocales vacías y agudas. “Para ya, Betsy, chucha estúpida”.
—No pasa nada por estar asustado, Dylan. Lo resolveremos.
¿Vale? —Dylan asiente y Micah deja que la chica (la pistola) ocupe su mundo de
nuevo.
—Mira. Esta es nuestra casa. Hay un montón de casas
muertas en la ciudad que todavía no hemos tocado. Todo al oeste de Sycamore...
—Uh, no. —Tiene una risa seca, como un perro que jadea.
La boca pequeña y definida de la pistola se mantiene fija en él, pero su mano
libre está dando vueltas otro montón de ropa. Dylan se escurre hacia la
esquina; los ojos de la chica le siguen, pero no le manda regresar—. No nos
vamos a arriesgar a una casa muerta cuando ya habéis hecho el trabajo sucio por
nosotros.
—¿Nosotros? —repite Micah, y es en ese momento cuando se
da cuenta de que el pesado paquete de su espalda no es un paquete en absoluto,
sino un portabebés. Puede ver una manita rosa colgando del lateral, dando
tirones a la tela rígida—. Eso... eso es un bebé. ¿Cómo puedes tener un bebé?
La pistola se mueve; se mueve rápido. El sonido que hace
golpea los dientes de Micah antes de que su cerebro comprenda el sonido,
registra que se acabó. La sangre martillea en sus oídos y los límites de su
visión se vuelven blancos. Así debe ser como se siente al morir; esto debe ser
lo que vio mamá, cuando estaba demasiado enferma para saber que él estaba allí
con ella, en las profundidades de los temblores. Prepárate unos cereales,
Micah, por favor apáñatelas solo una maldita hora...
La habitación giratoria se reorienta alrededor de Micah,
y sus pies permanecen en el suelo. Cuando le pregunta a su cuerpo por un
inventario reciente de dolor, sale con las manos vacías.
Abre los ojos.
La pistola señala justo a su izquierda. Cuando mira por
encima de su hombro, un armario con materiales de dibujo (que ya está vacío:
les niñes han coloreado todos los fragmentos de papel por delante y por detrás)
se ha hecho añicos. Hay un bloque de cemento reforzando la parte de atrás del
armario; ha sido pura suerte que la bala no haya rebotado en el pasillo y le
haya matado a él o a Dylan, o incluso a la tiradora.
—Escucha, tío mierdas —dice la chica. Está tratando con
todas sus fuerzas de sonar casual, hasta despreocupada, pero hay cierta
fragilidad que Micah no quiere poner a prueba—. He ido a todas las tiendas de
armas del estado y tengo suficiente munición como para destruir a, yo que sé,
una horda de elefantes, así que si te acercas un pelo...
Micah da un paso atrás. El puzle de cristal bajo su pie
se mueve y oh, tiene que recoger eso, o alguien podría hacerse daño, varios
alguienes. Necesitas arena para hacer cristal. Su madre siempre decía que la
tierra en su huerta de tomates era arenosa. ¿Será eso suficiente? Se le
revuelve el estómago y traga aire ácido.
—Es que... hace tres años que no veo un bebé. Había
algunos aquí, pero... —Levanta las manos, sosteniendo el vacío, buscando la
forma de algo que no puede expresar con palabras. Dylan ha desaparecido; con
suerte recuerda los simulacros para buscar refugio que han practicado tantas
veces—. Los... enterramos en el cementerio detrás de Tenth Street Circle, a la
mayoría.
La cara de la chica se abre. No con una mirada de
lástima, o compasión: puede que una valoración de riesgo bajo.
—Los bebés morían con facilidad por aquel entonces. —Baja
el arma. Se queda fuera, ella apoya el antebrazo en la rodilla. Sigue apuntando
en la dirección de Micah—. Mi nombre es Eden. ¿Y el tuyo?
Reconoce el intento de desescalada por lo que es y lo
acepta.
—...Micah.
Se oye el susurro de pies sobre los azulejos de terrazo;
una puerta en algún lugar del interior del colegio se cierra con un golpe.
—¿Podrías guardar la pistola?
Eden agarra con más fuerza. Micah se lame los labios.
Desescalada.
—Hacia, eh... ¿hacia dónde os dirigís? ¿El norte? ¿Al
sur, hacia Chicago? —Han pasado varios meses desde que el último par de
chavales pasó de largo, persiguiendo los rumores de una colonia de adultos
vivos—. Si buscáis a las Titas, no estoy seguro de que sean reales. Nadie que
pase por aquí regresa para decir que las encontraron.
—¡Jolines! No voy buscando a las putas Titas. —La
mandíbula de Eden chasquea. Cuando abre la boca de nuevo las palabras salen
diferentes, suaves, pero no dulces. Recuerda, súbitamente, a su madre
explicándole que llevaba con fiebre dos días y que era posible que necesitara
que él se encargara de las cosas de la casa durante un tiempo. “Un ratito,
Micah, ¿comprendes? ¿Podrías hacer eso por mí?”—. Está bien, Micah. Esto no
tiene por qué ser complicado. Parece que tienes una operación bastante buena
aquí. ¿Vale?
Algo pequeño repiquetea contra el suelo detrás de él.
Micah pega un salto. Sin mirar, Eden palpa a sus espaldas con la mano libre
para recuperar un chupete verde de plástico, que desaparece en un bolsillo.
“¿Cómo puedes tener un bebé?” Vaya pregunta estúpida gilipollas.
—Necesitamos comida para, digamos, cuarenta raciones
—ignora la mueca que hace él—. Enlatada si todavía tenéis, pero deshidratada o
lo que sea vale. Sudaderas o jerséis, también, y una chaqueta de invierno. Ropa
de bebé...
—Esa la usamos toda para retales.
Ella resopla, como si los cuatro años de codos remendados
y costuras sueltas de él no fueran más que la molestia personal de ella.
—Vale. Comida y ropa.
—¡Eso lo necesitamos nosotros! Tengo treinta y cuatro
niños aquí... —La pistola se sacude, y él escupe el resto de palabas ardientes
e iracundas rápido, antes de que puedan quemarle la boca—. No puedes llevarte
todo eso. Pesa demasiado y sé que no queda gasolina.
—¿Qué te parece dejarme a mí cómo de pesado es y tú te
preocupas de conseguirme lo que quiero? —Unos diamantes destellan bajo el
brillo conversacional de su voz. No los de joyería; diamantes como barrenas—. O
iré a ver si alguno de los otros treinta y cuatro niños que hay aquí
pueden ayudarme. —A estas alturas los demás deberían estar refugiados tras las
puertas cerradas con llave del gimnasio. Si Dylan les avisó. Si
han hecho las cosas como se las enseñó Micah.
Micah mira fijamente la pistola, su boca abierta y
burlona. Esta es su oportunidad de ser el héroe en una de esas historias que
nunca le gusta leer. Podría placarla ahora, pero... el bebé. Podría lanzarse e
intentar agarrarle el brazo...
Una sacudida de la muñeca de Eden, y la pistola le manda
un beso de despedida.
—Ponte en marcha —dice ella.
Micah no sale corriendo, pero se mueve. La gravedad de la
pistola le arquea la espalda y aleja sus hombros de su pecho, como si unos
músculos tensos fueran a bloquear las balas. Solo cuando termina de doblar la
esquina se lanza hacia el aula del señor Bucknell (que sigue siendo un aula,
todavía dan clases, las clases son lo único que cualquiera de ellos sabe hacer
de verdad, y la gente todavía tiene que leer y hacer matemáticas y todas esas
cosas, ¿no? Toda esa supervivencia del día a día no importa si no existe la
oportunidad de una Supervivencia con mayúscula más adelante).
Su cabeza da vueltas, y unos círculos blancos se están
tragando los bordes de su campo de visión. Las cigarras le gritan al oído, pero
es muy pronto para la generación de este año... oh. Suelta el aire rancio de
sus pulmones y ahoga un chillido con su camiseta. Está bien. Aquí no hay nadie
que pueda oírle. ¿No se supone que tu visión se vuelve negra, no clara, cuando
vas a desmayarte? Su respiración se vuelve entrecortada, pero regresa, y
después de unos instantes cose los bordes hechos jirones hasta lograr una
uniformidad. Ahora puede pasar por un adulto. Ahora puede pasar por el
adulto.
La cocina del colegio está unida al gimnasio, que también
funcionaba como cafetería cuando Micah iba al colegio aquí, y la cocina sigue
siendo donde guardan la comida. Las llaves están en su habitación (aquí las
puertas no se cierran con llave frecuentemente) así que golpea las puertas del
gimnasio y grita. Cuando la puerta se abre de par en pan para mostrar una
multitud de caras asustadas, recuerda que sólo deberían dejarle entrar si
realiza una llamada secreta concreta.
Carrie está justo enfrente. Sus hombros se han ensanchado
últimamente, de cargar con el agua y despiezar ciervos, pero ahora mismo, con
ellos encogidos hacia las orejas, parece diminuta. Óscar tira de sus brazos,
que están cruzados como barras de acero frente a su pecho, pero aquí no se
cede.
—Dylan dijo que había una señora con una pistola
—dice, con la voz quebrada, y Micah se traga una crítica sobre su habilidad
para manejar una rutina de seguridad.
—Hay una chica con una pistola. Está bien. —No está bien.
—Se supone que hoy tenemos que ir a pescar —gimotea
Victoria.
Sid también abre la boca:
—¿Podemos salir ya?
—No. —Micah no grita. Tiene mucho cuidado de no gritar.
Las cosas que los adultos dicen cuando gritan se instalan en tu interior
durante años, para siempre. No hay forma de saber cuánto durará ese
siempre para ellos, pero si tiene que corto, Micah quiere que esté lleno de
sol, sin que quede eclipsado por los monumentos a todos sus errores. Pero sabe
que ha hecho algo mal, no lo ha dicho muy alto pero sí muy...algo. Le están
mirando raro, ahora, los mayores en especial. Victoria traga tan ruidosamente
que puede oírlo. Dylan le da un codazo a Sid en el costado y le susurra que se
calle.
Micah coge en brazos a un Óscar moqueante, que
inmediatamente se limpia la nariz en el cuello de Micah. Óscar casi tiene siete
años y no hace falta que actúe como un bebé pero si Micah abre la boca
para gritar, va a ponerse a llorar él también y eso no va a ayudar a nadie.
Atravesando la multitud, su hombro funciona como un arado contra el campo de
cuerpos apretados. Victoria busca su mano libre, pero él retuerce la muñeca y
sigue moviéndose.
—¡Para! Tengo que lidiar con esto.
Están todos calladísimos, apenas unas sorbidas de
mocos y unos sollozos ahogados que se escapan por debajo del peso del silencio.
Al fin llega al otro lado de la pequeña multitud y se detiene.
—Habéis hecho un trabajo estupendo, chicos. Metiendo a
todo el mundo aquí y cerrando la puerta. Eso es lo que tenéis que hacer. —Óscar
gimotea cuando Micah le vuelve a poner los pies en el suelo—. ¿Contaste a todos
para asegurarte?
Los ojos de Carrie se abren como platos.
—Se... se me olvidó.
Micah le ha visto la cara cubierta de sangre: roja y
arterial por el cuello cortado en un ciervo en la trampa que ha hecho ella
misma; negra y coagulada por un sangrado de nariz cuando ella y Tony se
lanzaron puñetazos por la última lata de picadillo de carne. No la ha visto
llorar nunca antes, y una parte de él, pequeña y aterrorizada, grita que quiere
darle otro puñetazo, ahora, para reescribir en escarlata por encima de sus
lágrimas. Es la segunda en edad. Tiene que hacerlo mejor. Si él cumple
dieciséis y los temblores...
—Treinta y tres
—dice Fabián.
Su calma atraviesa el pánico de Micah; Micah parpadea
para alejar el blanco que grita en los límites de su visión.
—Sin contarme a mí.
—Sí, contándote a ti. —Fabián desplaza la mirada sobre
los chavales de nuevo y asiente. Le gustan los números y a los números les
gusta él—. Falta alguien.
Micah no puede hacer un recuento de un cuarto lleno de
niños con un vistazo, pero los criba rápidamente. Ya sabe quién es quién falta.
—Ava.
—Micah... —comienza a decir Carrie, y él no dice nada, ni
siquiera la mira, pero ella se calla.
Si algo le ocurre a Ava por culpa de ella... No. Micah se
detiene ahí también.
—Vee, necesito que vayas a por los dos últimos palés de
latas de sopa. —Carrie es más fuerte, pero Carrie ya está cargando con varios
palés de culpa y pavor—. Gabi, ve a meter en una bolsa un kilo de pescado seco
y las patatas keeper.
—Esas ya están germinando —protesta Gabi.
—¡No tienes que mirarlas para meterlas en la bolsa!
—Micah apoya la mano en la cabeza de Óscar, aparta el flequillo de la cara—. Tú
hazlo, por favor. Ponlas en la entrada del gimnasio y cierra la puerta de nuevo
cuando hayas acabado.
Gabi se marcha trotando. Vee la sigue, la boca moviéndose
mientras mastican objeciones silenciosas. La frente de Fabián se arruga.
—¿Por qué no vas a por ellas tú? —pregunta.
Carrie suelta los brazos, que cuelgan rígidos a los
costados. Unas líneas blancas en los brazos señalan dónde estaban las manos
antes de que se soltaran.
—Iré a por Ava —murmulla—. Tú no tienes que hacerlo,
Micah.
—Sí, sí que tengo. —Porque si no puede proteger a una
niña pequeña de una chica loca con una pistola, ¿cómo va a hacerlo con el
resto? ¿Mantener al invierno fuera y la comida entrando? Está tratando de
construir un mañana que puede que nunca vea, y nunca será sólido con tantos
huesos de niños en sus cimientos—. Sí que tengo, porque tengo que asegurarme de
que se hace, y que se hace bien, ¡como tengo que hacer con todo lo demás
que se hace en este sitio! ¿Qué demonios váis a hacer cuando ya no me tengáis
por aquí para encargarme de todo?
Las palabras lanzadas por su boca dejan una mancha más
profunda que cualquier humedad; se limpia la saliva de la barbilla con el
reverso de la mano. Carrie trata de tragarse un sollozo, y fracasa, lo que hace
que Micah se sienta aún más como una mierda.
—No quería decir... —dice, pero no puede terminar el
pensamiento, porque sí quería decirlo, y por eso duele tanto.
La boca de Dylan se arruga, como si estuvieran tratando
de evitar las lágrimas otra vez a pellizcos, o mordiéndose la lengua para no
decir algo aún más amargo.
—Está bien tener miedo —dice, y suena a pregunta, o a
desafío. Como una acusación.
La mandíbula de Micah se contrae aún más.
—Está bien que tú tengas miedo —dice, mientras las
palabras se diluyen formando una pasta en su boca—, porque yo está permitido
que yo lo tenga, nunca.
Pero es que tiene
miedo, todo el rato, de los temblores y la comida estropeada y el agua
insalubre y los edificios cayéndose y del futuro, si es que hay uno, y los
tornados y las inundaciones y las chicas raras con pistolas, y entonces las
rodillas le laten cuando golpean el suelo del gimnasio y los nudillos le duelen
contra la madera de arce llena de arañazos.
Ninguna marea mueve el mar de piernas que le rodea.
—Lo siento, dice. Habría sido mucho más fácil si uno de
ellos fuera mayor, si uno de ellos hubiera sido el adulto en lugar de él—.
Ojalá esto se me diera mejor. Ojalá fuera... —Levanta los puños del suelo y
deja una mancha escarlata—. Mejor.
Dos pies se acercan arrastrándose desde la multitud.
Carrie se agacha frente a él, su cara está manchada y le gotea la nariz.
—Lo haces muy bien, Micah. Si yo fuera mejor, no
sentirías que tienes que hacerlo todo tú.
—No deberías tener que serlo...
—¡Y tú tampoco!
La mira boquiabierto. Carrie nunca recuerda dónde dejó el
cuchillo de destripar bueno o a qué hora se pone el sol en octubre o que tienes
que limpiar el horno solar cuando has terminado de usarlo si no quieres que
haya mierda de ratón por todo el interior; pero Carrie recuerda algo que él no
recuerda, que el mundo está al revés y que que Micah camine con las manos todo
el tiempo no hará que las cosas regresen a como deberían ser.
—Es normal estar asustado. Hay muchas cosas por las que
estar asustado. Estar asustado es lo primero que tienes que hacer antes de ser valiente.
—Se pone de pie y se sacude el polvo de las manos en los pantalones. El suelo
del gimnasio necesita un buen barrido... pero ese es un pensamiento que puede
esperar—. Ok. Reunid la comida. Llevadla al pasillo. Tengo que encontrar a Ava.
—Pero...
—No importa —dice, y no tiene que buscar muy profundo
para sacar una sonrisa. Es normal estar asustado. Pero ahora mismo no lo está.
No exactamente.
Encuentra a Ava donde pensaba, con Eden en la pila de la
colada. Ava tiene al bebé sobre el regazo, y Eden está encorvada cerca,
montando guardia. No. Observando, simplemente. La pistola está enfundada en su
cadera y la mirada está posada en Ava. No sonríe. Parece que no recuerda cómo
se hace, pero los músculos anudados de su cara se han relajado un poco.
Ava parece fascinada por haber conocido a alguien más
pequeño que ella. Acaricia el pelo del bebé, tira de su labio para mirar el
interior de su boca. Lo que sea que ve allí no le gusta, y sacude la cabeza con
fuerza.
Eden toma al bebé y coloca el dedo de Ava en las encías
inferiores.
—Pronto tendrá dientes. ¿Los notas salir? —El bebé agarra
la mano de Ava y frota la punta de sus dedos contra sus dientes fantasma. Ava
suelta una exclamación y se aleja arrastrándose. Cuando ve a Micah ahí de pie,
le escala como a un árbol y choca la cara contra el lateral de su cuello.
Eden la observa, le observa.
—Tienes las manos vacías —dice.
—Ya viene. —Libera su pelo del agarre de Ava (necesita un
buen corte de pelo) y la mece suavemente.
Los ojos de Eden no se achican, exactamente, pero la piel
que los rodea se vuelve dura y tensa. Pero en lugar de apuntarle con la
pistola, aparta la mirada.
—Si crees que una emboscada va a salir bien para
vosotros...
—¡No! No, escucha, llegarán pronto con la comida. —Se
queda a medio respirar cuando los dedos del pie de Ava se entierran en su
ombligo buscando agarre—. Lo juro.
—Ahá. —Se coloca el portabebés en los hombros, y se
coloca entre el bebé y Micah—. ¿Pero quieres negociar los términos?
—No... bueno, sí. Pero...
La mano de ella desciende hacia la pistola de nuevo,
incapaz de escapar de su gravedad—. Te dispararé antes de dejar que se muera de
hambre. O yo. ¿Crees que no he matado a tíos peores que tú?
—Creo que has tenido que hacer un montón de cosas. —Los
ángulos de la cara de ella se agudizan: un zorro captando el olor de un oso; un
visón que sabe que se ha activado una trampa—. Puedes tener toda la comida que
quieras. Dirígete al sur, o al oeste, lo que sea. —Está abrazando a Ava con
demasiada fuerza; ella se retuerce y él se obliga a relajar los brazos—. Pero
también podrías quedarte aquí y ya.
Cuando Eden se ríe, suena como una pistola, aguda y
explosiva.
—Porque es así de fácil, ¿verdad? ¿Baja la pistola y
olvida que esto ha ocurrido? ¿Qué todo esto ha ocurrido?
Él se encoge de hombros.
—Por lo menos, bajar la pistola. Sí.
Ava mira por encima del hombro de él, ve algo en el
pasillo y desciende. La atención de Eden la sigue, aunque su mirada permanece
fijada en la cara de Micah.
—Así que, simplemente por tu corazón generoso. Un par más
de bocas que alimentar. Más ropa y agua y...
—Necesito ayuda. —No quiere necesitarla; no quiere necesitar—.
Necesito a alguien como tú.
—Necesitas a alguien como tú —le corrige ella.
—Vale. Sí. —La voz de Micah se quiebra—. Pero, ¿qué
necesitas tú, Eden? Seguro que es algo que tenemos.
Su mano sigue sobre la pistola. Los tendones de su muñeca
se retuercen, deslizándose como serpientes bajo la piel.
—¿Micah?
No ha estado pendiente de escuchar el arrastra de pies.
Vee y Gabi se han detenido a buena distancia de él y Eden. Sus brazos luchan
con el peso, y cuando Micah se gira para mirar, una patata cae de la boca
abierta del saco de Vee y rueda hasta sus pies.
—¿Dónde...? —pregunta Gabi—. Las latas.
—Estamos intentando resolver eso. —Micah toma las latas
de Gabi, y Gabi suspira ruidosamente con alivio; después mira con desconfianza
a Eden y se retira. Vee dobla las rodillas y deposita las patatas en el suelo y
la sigue.
El silencio de su marcha resuena en los oídos de Micah.
Casi no puede oír a Eden cuando dice:
—Hay problemas en el mundo que solo se resuelven con
violencia. Eres estúpido si no te das cuenta de eso.
—Sí, pero... —Techos con goteras, niños que vomitan.
Cultivar girasoles y construir puentes—. Hay otros que no.
Ella no responde. Hay una postura en su mandíbula, sus
labios sobresalen hacia delante; una actitud dura, así que a Micah le lleva más
tiempo del que debería atravesarla y darse cuenta de que está asustada. Incluso
detrás de esa pistola. Puede que porque está detrás de ella. No sabría
decir.
“Es normal estar asustado”, se recuerda a sí
mismo. No cree que sea de ayuda decírselo a ella ahora mismo.
Algún día, la escuela primaria Grand Avenue se quedará
sin clavos y sin cubos y bolsas de plástico. Algún día, puede que incluso ese
día esté cerca, la escuela tampoco tendrá a Micah. Por ahora, durante este
instante, está aquí, y tiene este rayo de esperanza de bordes afilados.
—Es difícil —dice—. Sé que es difícil. Pero está bien. Te
enseñare cómo se hace.
Los orificios nasales de ella se ensanchan.
—Vale —dice, y chasquea la lengua—. Un tiempo corto.
Mientras se me curan las ampollas. No estoy haciendo ninguna promesa.
Micah echa de menos a los adultos, probablemente siempre
lo haga incluso cuando (si) se convierta en uno.
Tal vez hay una forma mejor de ser un adulto, una manera
que siempre se devana los sesos por encontrar, y ¿no sería mejor dejar a su
marcha algo así en lugar de simple acero?
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