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viernes, 25 de junio de 2021

Capítulo #35 - Estamos aquí para ser abrazadas, por Eugenia Triantafyllou

 


Estamos aquí para ser abrazadas

por Eugenia Triantafyllou


La primera vez que tu madre te traga entera en realidad no lo ves venir. Es una tarde de otoño y has vuelto del colegio, de los juegos, de la compañía de los niños y las niñas, confiada. Has escuchado los rumores, claro. Los niños que un día juegan a tu lado y al siguiente, desaparecen. Los adultos que atraviesan el mundo arrastrando los pies como recién nacidos, con los ojos vacíos, hambrientos, con andares vacilantes.

Aun así, no pensaste que te pasaría a ti.

Antes de que te devore, Madre te mira fijamente con una mirada impenetrable. Impenetrable porque todavía no has dominado el arte de leer las expresiones de tu madre.

—Todavía no estás preparada para nacer —te dice Madre—. Así que te guardaré aquí, en mi boca, hasta que llegue el momento. 

Lo que pasa es que, ya habías nacido una vez, hacía doce años. Estás segura de ello, aunque no te acuerdes del todo. Tratas de decírselo a Madre, pero su boca te envuelve por completo y desde todos lados. La piel que rodea tu cuerpo enroscado es pegajosa, está caliente y aísla. Tus palabras se ahogan en la garganta de tu madre, descienden deslizándose por su esófago, un lugar al que no quieres ir. Así que te aferras con fuerza a los bultos carnosos que son las amígdalas de tu madre y rezas porque el momento de tu segundo nacimiento llegue pronto, como el despertar de un sueño.

Cuando tu madre por fin te escupe, tu anatomía ha cambiado. Los huesos dan forma a tu cuerpo en ángulos diferentes. Los senos sobresalen de tu pecho y un calor avanza entre tus piernas formando pequeños riachuelos. Las ropas con la que te tragó hace tiempo que fueron digeridas.

Tu madre te evalúa mientras te pones de pie torpemente, aprendiendo a andar de nuevo.

—Mira, esto era lo que me temía —dice señalando tu cuerpo que se desenrolla. Ha perdido peso desde la última vez que la viste y unas líneas finas se han abierto camino sobre la superficie de su piel. Su voz suena diferente desde el exterior: clara, menos gutural; ya no es un arrullo—. He logrado mantenerte a salvo un poco más. Ahora te toca buscarte la vida.

Aprendes a caminar de nuevo, poniendo un pie al lado del otro y a extenderlos con unos andares diferentes. La gente te ve, de formas diferentes, y en ocasiones tú también los ves a ellos. Tu voz ya no es cantarina; tiene el timbre cálido y grave de una mujer. Te sobresalta y aun así aprendes rápidamente a esconder tus palabras en tonos melodiosos.

Así que retomas tu vida, justo donde la dejaste. Estudias y trabajas, llamas a tus viejas amigas para tratar de rellenar los huecos, para aprender las nuevas reglas del juego. Algunas de ellas aceptan quedar contigo, a algunas incluso se le saltan las lágrimas al escuchar tu voz, sin importar cuánto haya cambiado. Otras no tienen tiempo para alguien que dejaron atrás hace tanto. Hay otras que hasta han desaparecido, se han desvanecido. No necesitas preguntar a dónde han ido: es algo instintivo, la sensación de que, si recorres el callejón empedrado hasta el lugar donde su casa solía estar, podrás vislumbrarlas, retorciéndose en el interior de una bolsa de piel con venas prominentes, una extensión en el cuello del padre o la madre.

Prefieres no verlo.

Hasta que un día un hombre te encuentra. Lo conoces en el trabajo y se ofrece a ayudarte. Tiene una mirada dulce y tierna, pero lo primero que percibes es el olor. Es un aroma húmedo, a cerrado, que te dice que es exactamente igual que tú, un niño nacido dos veces. Hace cuánto, no lo preguntas. Conoces el peso de ese recuerdo, todavía pesa sobre tus huesos. Él es amable y estoico, y eso es todo lo que necesitas. Te mudas con él a un apartamento propio que huele a lilas y a objetos prístinos. 

Después de un tiempo percibes cambios en tu cuerpo, tu vientre, tus pechos. Tus entrañas se separan para hacer hueco y permitir que algo nuevo crezca y se desarrolle. Deberías estar contenta, pero lo que estás es petrificada. El olor estancado de una pupa húmeda te rodea. Plantas más lilas en el balcón, llenas los jarrones de la casa con peonías y ocultas sampaguitas bajo la almohada. Pero el olor termina por llegarle a él, y siente un escalofrío y te mira como si ya no te reconociera. Como si tu cuerpo fuera una trampa. Se encoge de miedo cuando tus mandíbulas se abren y se cierran, se retira a otro cuarto y cierra la puerta con llave.

Presionas tu vientre —aunque todavía es demasiado pronto— con odio e indignación. Todavía no está llena, no está lista, pero lo estará. Tus mandíbulas se relajan apenas un poquito, los tendones y ligamentos, un poco más maleables, se preparan. A la mañana siguiente él ha desaparecido. Te sientas a la mesa de la cocina dejando caer las lágrimas como las peonías dejan caer sus pétalos con forma de corazón. Una urgencia te invade, la añoranza por el interior cálido de tu madre.

Corres a ella.

Su casa es de piedra rojiza y está en una zona en decadencia de la ciudad. Ya nadie va allí. No desde que te marchaste. El olor permanece, pero ahora la acrimonia es un poco más dulce, la humedad cálida y reconfortante. Estás en casa.

Hay un momento en el que te detienes antes de subir las escaleras. Pronto será demasiado tarde. La insoportable presión de ser parte del cuerpo de otra persona aflora de entre tus recuerdos y araña tu cerebro. Tiemblas, pero entras.

Encuentras a Madre rebanando la carne de las manzanas y los melones y murmurando para sí. Te echa una mirada y lo sabe.

—¿Qué haces aquí, niña? —pregunta—. Pensé que te habías construido una vida propia. —Hay una amargura en su voz, una tristeza distante.

Dudas, sin saber si eres bienvenida, pero pronto te derrumbas sobre el tapizado desteñido de una silla del salón. Ya fue bastante difícil volver aquí, un gesto desesperado. ¿Por qué no admitirlo?

—Quiero volver adentro —dices—. Este mundo. No lo entiendo.

Ella sonríe. No dice una palabra más. Simplemente abre los brazos y la boca y te acoge, a ti y a tu bebé no nato.

Su interior huele a pescado podrido. No te atreves a preguntarle a Madre en qué han consistido sus comidas durante todo este tiempo. La imagen de un pelícano aparece en tu mente. Mantienes la nariz cerrada y respiras por la boca durante todo su embarazo, y el tuyo.

Tu barriga sigue creciendo en el interior de tu madre, se expande. Una muñeca matrioshka viva que camina con dificultades por una casa vacía. Tu madre no es tan joven como antes. La piel de sus carrillos y su cuello se vuelve floja y forma bolsas. Hace lo que puede por ocultarlo. Sale de casa envuelta en pañuelos, camisetas de cuello alto y abrigos de grandes solapas. Sientes la presión de la tela en la superficie de su piel, te asfixia.

Mientras tu cuerpo presiona el esófago de tu madre, los pies de tu bebé empujan la punta de tu barriga. Apoyas las manos con delicadeza sobre la piel distendida y por primera vez una semilla se entierra en tu corazón. Los latidos se sincronizan, tres corazones como si fueran uno. Sois más.

Arrullas a tu bebé para que se duerma, tus mandíbulas son flexibles, tu boca no tiene límites.

En esta ocasión no puedes esperar a nacer de nuevo, para poder besar las mejillas de tu bebé, acariciar su piel aterciopelada y escuchar su risa gorjeante. Y respirar también.

Un dolor agudo hace que te retuerzas y que golpees con los puños las paredes de carne que te envuelven. Tu madre gime. Tú también.

—¡Sácame! — gritas—. ¡Sácalo!

El parto no es fácil. Te deja encogida sobre la alfombra en un charco de sangre y linfa. Tu bebé, una niña, está acurrucada en los brazos temblorosos de tu madre, agarra con fuerza los pliegues de su piel.

—Espero que tus mandíbulas sean fuertes, hija —dice mientras tu bebé grita y sacude las extremidades.

Sus palabras te revuelven las entrañas. Tomas a la bebé, la presionas con fuerza contra el pecho y besas su pequeña cabeza. Esta criatura diminuta ahora es tu fuerza, y a su vez tú la harás más fuerte que tú, más lista.

—Yo nunca haré eso —dices. Tu voz tiembla, débil pero decidida—. No le ocultaré el mundo.

Tu madre niega con la cabeza. Sus mejillas se sacuden con el movimiento.

—Ya veremos.

Tu hija parece que crece en un instante. Se desliza por la vida como si estuviera asfaltada con hielo. Durante todo ese tiempo una gran necesidad arde en tu interior, una voz diminuta dentro de tu cabeza. «Abre la boca, acógela». Pero no lo haces. Aunque sientas los ligamentos pegajosos y suaves como las arenas movedizas y haya tanto espacio acogedor en la cavidad de tu boca y todavía más en tu garganta.

Cada vez que abres los labios y la llamas ten cuidado, no corras tan rápido, no juegues tan bruto, no dejes que los otros niños te avasallen, la necesidad vuelve, más apremiante que nunca. Y, aun así, no lo haces. En lugar de eso discutes con ella, tratas de suprimir la voz con el vibrato de tus gritos.

Ella no lo ve.

Te mira dolida y lentamente se distancia de ti. «Bien, piensas, así estará más segura».

Lo que tu madre nunca te contó es que temía perderte. Así que te guardó en el lugar más seguro que conocía, dentro de su propio cuerpo. ¿Estaba equivocada? ¿Habría cambiado algo si no lo hubiera hecho? Incluso ahora, después de todos estos años, el tirón sigue ahí. La necesidad de subir las escaleras de la casa de piedra roja, abrir la puerta y enroscarse como un bebé dentro de la piel húmeda y sedosa.

Tu hija ha crecido ya y conoce un mar de cosas más que tú. Hasta que un día tiene que dejarte y tú, por supuesto, la dejas. Su colegio la lleva a kilómetros de distancia, a una distancia que ni siquiera tus músculos, que nunca paran de expandirse, podrían cubrir. Dices «adiós» y «te quiero». Pero no con tantas palabras. Te quedas de pie detrás de ella mientras hace las maletas y miras hacia la carretera infinita que se extiende hacia delante, inquieta, retraída. Sus lágrimas caen sobre su maleta de cobre quemado. Extiendes la mano hacia ella. Como si lo supiera, se gira y te coge la mano. Entonces lo ves en sus ojos, en un segundo: comprensión.

Dejas que te bese las mejillas flexibles con delicadeza. Tiemblan y suspiran con el contacto, pero les das unas palmaditas para que se callen, una última vez.

—Gracias, mamá. —Sonríe. ¿Es posible que sepa lo que hiciste por ella? ¿Lo que no hiciste? Ya no importa. Es libre.

Completamente sola en tu apartamento medio iluminado sientes la urgencia de regresar con tu madre. Pero no vas.

En vez de eso, ella viene a ti. Un día hueles el aroma familiar de tu vieja casa y abres la puerta. Está ahí de pie, en la entrada, su piel está agrietada y floja pero todavía con la habilidad de permutar y estirarse.

Dejas que entre. Os sentáis a la mesa de la cocina y le sirves un té. Ella abraza su taza con los dedos escamosos por la edad y te lanza una mirada.

—Bueno —dice, señalando tu piel, que descansa limpiamente sobre tu cara, y tus clavículas prominentes—. Al final lo lograste.

—Lo logré —asientes. La humedad se acumula en los bordes de tus ojos.

Tu madre se revuelve en el asiento. Baja la mirada a su regazo, y la vuelve a levantar.

—Me he sentido muy sola sin ti —murmura al fin—. Muy, muy sola.

—Yo también —dices. Tu voz se suaviza. Admitirlo, especialmente a tu madre, es más fácil de lo que pensaste que sería.

—Supongo que no querrías...

Su voz se apaga, pero sabes lo que quería decir. Tu nariz capta un trazo de humedad íntima. Tus ojos están entrenados para buscar el cambio en la piel y el tendón de la cara de una persona.

Durante un instante sientes un tirón en tu pecho, una añoranza dolorosa de las antiguas costumbres. Después, una pausa. Esta no eres tú, ya no. Tus mejillas se han vuelto más sólidas con el paso del tiempo.

Exhalas un suspiro contenido desde hace tiempo y el aire cambia. Un olor casi olvidado flota en el interior de la habitación: lilas y peonías y sampaguitas. No has comprado flores en veinte años. Pero el olor siempre ha estado ahí, esperando para cuando estuvieras lista, una vez la humedad disminuyera.

Miras a tu madre con ojos limpios. Sus labios temblorosos, las líneas profundas en su frente. Ya no es tan joven, ni tan cabezota. Quiere estar cerca de ti, pero no sabe cómo. Le coges la mano, pero te quedas donde estás. 


Eugenia Triantafyllou es una autora y artista griega con un talento especial para los temas oscuros.

Se graduó en el curso Clarion West Writers Workshop. Su ficción corta ha aparecido en Uncanny, Strange Horizons, Apez y otras.

En la actualidad vive en Atenas con un chico y un perro.

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