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viernes, 26 de marzo de 2021

Capítulo #29 - A través del hielo, de Ada Hoffmann

 


A través del hielo

por Ada Hoffmann


Me ato los patines. El ritual me calma, docenas de ojales, todos apretados. Ato mi máscara para respirar, fría contra la piel de mi cara. Coloco mi mochila diaria sobre mis hombros acolchados por el abrigo. Después me impulso, atravieso la compuerta y salgo del bulto achaparrado y plateado que es el centro de investigación hacia el amplio espacio blanco.

Mis dedos se crispan, un rizo de alegría que viaja de los meñiques a los pulgares. Me obligo a mantenerlos quietos durante un instante, por una larga costumbre, antes de dejarme ir. El cielo negro de Europa se extiende sobre mí, iluminado por las estrellas relucientes y la larga curva roja de Júpiter. Un viento frío me fustiga, amortiguado por la máscara para respirar y la capucha de seguridad. Esta luna parece llena de bultos y arrugada desde el espacio, llena de cascadas de hielo tectónicas y cañones traicioneros, pero entre ellos se extienden unos campos de hielo nuevos y lisos como este. Muchísimo espacio para patinar, para girar y saltar en la dirección que une elija. Detrás de mí se encuentra el centro de investigación: un edificio cuadrado, marcado limpiamente con el nombre de nuestro equipo de investigación, todo en orden y estricto. Y en sus garras, elevándose a medio quilómetro de altura, se encuentra una pirámide azul hielo. La gigantesca y antiquísima estructura alienígena que hemos venido a investigar. Ante mí se extiende un camino limitado por el hielo, tan recto y nivelado como el centro de investigación, que lleva de vuelta a los dormitorios.

Regreso patinando a pasar la noche. Tengo algo nuevo que contarle a Sharmila, algo que me llena hasta los huesos con el ansia de saltar, bailar, girar.

*

En la tierra, mis profesores siempre me decían que no girara. “Siéntate recto. Mírame a los ojos. Las manos quietas”. Incluso cuando el esfuerzo me llenaba hasta hacerme explotar, un deseo atrapado latiendo tan fuerte que ahogaba la lección.

Sharmila dice, “Aquí no es así. Aquí fuera, solo les importa que seas útil. No les importa que dos mujeres como tú y yo se quieran, y no les importa si te mueves y piensas un poco diferente”. Nunca he estado segura de que eso sea cierto, o si solo es lo que Sharmila cree. Es cierto que menos gente nos lanza insultos cuando pasamos. Cuando bato los brazos en mitad del trabajo, a veces nadie dice nada. Aquí fuera, solo he recibido esas miradas desdeñosas tan familiares una o dos veces; al menos, que yo me haya dado cuenta. Pero la forma en la que yo me muevo no es útil. Eso es lo que siempre decían mis profesores.

Cuando estoy calibrando los instrumentos o realizando la deconvolución de los datos de nuestro procesamiento sísmico, a veces me dejo llevar y empiezo a aletear las manos, a canturrear. Me emociona tanto pensar en lo que estamos estudiando. ¡Alienígenas de verdad, que estuvieron aquí una vez! La mujer de pelo plateado que me supervisa nunca dice nada al respecto. No me da cachetadas en las manos o me quita la tablet. Pero aun así me siento avergonzada. Me obligo a parar, detengo las manos, trato de trabajar como trabajan las otras personas.

Pero aquí fuera, en el hielo, no me detengo. Ese es el acuerdo al que he llegado conmigo misma. A solas con Sharmila, o aquí afuera, sola, puedo moverme como yo quiera.

*

Cuando la base de investigación desaparece de la vista, salto. En la baja gravedad de Europa, un atleta entrenado puede rotar cinco, seis, siete veces en el aire. Yo a veces logro dar dos vueltas. Despego desde el canto interior trasero y aterrizo casi limpiamente, tambaleándome un poquito. Lo intento una segunda vez y pierdo el equilibrio. Mi trasero golpea el hielo. Fracasar no es algo tan malo, aquí. Me levanto, mi mochila está intacta. No hay nadie que me recoja, que me diga “Frena, Neela, este tipo de patinaje no es para ti. Este no es el lugar para hacer tonterías. Vamos a llevarte a casa”.

*

Esto es lo que quiero decirle a Sharmila:

Hoy hemos terminado de escanear el interior de la pirámide. Terminamos de interpretar nuestros datos en un mapa visual, tridimensional, de lo que descansa en su interior: todas las estancias y los pasillos excavados, aunque no nos atrevemos a entrar en ellos, todavía no. Mi supervisora gesticuló con los brazos y llamó a todo el mundo.

Nos habíamos imaginado pasillos largos y rectos como los nuestros. Nada de movimiento malgastado. Eso era lo que habíamos asumido que sería una cultura alienígena avanzada. Pero lo que vimos, cuando la app terminó la reconstrucción, fue un laberinto en círculos. Curvas por todas partes, curvas y ramificaciones y círculos. Áreas circulares abiertas, con espirales grabadas en el suelo. Espirales como cuando giro sobre mí misma descontroladamente, fuera de control, los giros de pura exaltación que solo Sharmila ve.

Los alienígenas se movían como yo.

Yo no soy un alienígena. Mi cuerpo, con su piel morena, uñas planas, ojos oscuros y curvas intensas es lo más humano posible. Pero si los alienígenas se movían como yo, entonces está bien moverse como yo. Llegaron a esta luna con una tecnología que apenas podemos imaginar, construyeron estructuras que deberían haber sido imposibles. Se movían como yo y eran más avanzados de lo que somos nosotros, no menos. Significa que Sharmila tenía razón todo este tiempo. Lo significa todo.

*

Me deslizo por el hielo, siguiendo la ruta llana y recta a casa, hasta que los invernaderos más altos se elevan en el pequeño horizonte. Sharmila está aquí, dentro de su grueso abrigo aislante y con su máscara de respiración, esperándome junto a la puerta del invernadero.

Verla manda un estallido de felicidad desde los dedos de los pies a la punta de los dedos de las manos. Mis manos se elevan, batiéndose como alas. Quiero rodearla con los brazos y contárselo todo. Normalmente, en este último tramo del viaje apisonaría esta respuesta, consciente de quién estará mirando desde los barracones. Nada de aletear, nada de retorcerse, nada de estereotipias hasta que estuviera a salvo en mi cuarto con nadie más que ella.

Hoy, me espoleo hacia delante, y dejo que mi cuerpo se mueva en el camino como desee. Me coloco en posición, extiendo los brazos, y giro, y giro, y giro.


Ada Hoffmann es profesora adjunta de informática en una importante universidad canadiense. Basó sus tesis en cómo enseñar a los ordenadores a escribir poesía. 

Como escritora, ha publicado una novela, The Outside, que fue nominada al Philip K. Dick Award y al Crompton Crook Award, y que pronto será traducida al catalán. También cuenta con numerosos poemas y relatos publicados en diferentes revistas y reunidos en su propia colección de textos, Monsters in my mind.

Fue diagnosticada de Síndrome de Asperger a los trece años, y es una apasionada de la defensa autónoma de las personas autistas. Su proyecto de reseñas “Autistic Book Party” está dedicado a profundizar en la representación del autismo en la ficción especulativa. 


Aviso de contenido: homofobia, violencia contra una persona autista.


viernes, 12 de marzo de 2021

Capítulo #28 - Ojos de cocodrilo, de Malena Salazar Maciá

 

Ojos de cocodrilo

por Malena Salazar Maciá

El retorno a las raíces comenzó cuando el ojo derecho del cocodrilo se abrió sobre mi seno. En ese instante, no fue más que el falso beso de la punta afilada de una caña de bambú. Un escozor paliado por el frío de las aguas de un río que existió, en algún momento, en la extinta Tierra. Mis dientes rumiaron el sabor amargo de una hierba sin nombre para el dolor. La sangre, en cambio, no fluyó nunca.

Así estaban programados los nanobots de memoria. No nos permitían olvidar las tradiciones que nuestros antepasados, miles de años antes, llevaron con orgullo. Los rituales de la humanidad que perseveraron sin importar el hambre de la tecnología.