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viernes, 31 de diciembre de 2021

Capítulo #45 - El ciervo-esqueleto camina, de KT Bryski

El ciervo-esqueleto camina

por KT Bryski

 

El ciervo-esqueleto camina en mitad del invierno, las astas puntiagudas, las pezuñas duras. La nieve, de un blanco profundo, se extiende bajo el cielo, de un negro profundo. El aire frío corta los pulmones; el río descansa quieto como una piedra.

Por encima de las corrientes de las cumbres se acerca el ciervo‑esqueleto, sin dejar marca de su paso. Abajo, en la aldea, cierran las cortinas rápidamente contra él. Cierran sus puertas con buenos cerrojos. Ponen ajo en los dinteles y acebo en los alféizares.

El ciervo-esqueleto se acerca como una ventisca de nieve. Sus cascos repiquetean sobre los tejados. Golpean la puerta una sola vez. Su voz rechina como una mortaja que se arrastra sobre el suelo congelado. «Buey en la caja, casco en la teja. Trae carne y vino para el ciervo famélico». 

miércoles, 15 de diciembre de 2021

Capítulo #44 - El misterio de la contrabandista, de Ana Rüsche

 


El misterio de la contrabandista

 

por Ana Rüsche

Traducción: Ana Rüsche & Libia Brenda

 

—¡Mira! ¡De nuevo esa carcacha! —El oficial de la aduana señaló la zona de aterrizaje—. Soplón, ve allá y revisa bien la carga, estoy seguro de que esa anciana es una contrabandista. ¡Descarga la mercancía!

«Soplón» era, en realidad, el apodo de un robot RB-C13:1. Armado con piezas pulidas y de noventa centímetros de altura, el joven RB presentaba con orgullo las relucientes articulaciones en su primer trabajo, una aduana en Esmeraldina, un olvidado fin del mundo en el cinturón de asteroides entre Júpiter y Marte. El robotcito se confundió durante unos microsegundos con la orden de su jefe: ¿la inspección recaería sobre la nave o sobre la robot piloto?

Como tenía la misión de no fallar jamás, el RB-C13:1 decidió inspeccionar ambos. Mientras que Gilbertão, el oficial, ni se movió de su silla, simplemente se quedó mordisqueando una pata de rana seca. Era un flacucho que no salía nunca de la cabina porque le daba demasiada pereza meter la poca carne y los muchos huesos en su uniforme de movilidad exterior, que tenía máscara presurizada, guantes y tubos irritantes. Escupió un cartílago de rana, maldiciendo, dejaría que el robot se encargara de la tarea.

—Datos, documentos, entrada —emitió RB-C13:1 a la nave recién llegada a la pista. Inmediatamente recibió los datos:

—Nombre: Stanislawa Red Bridge. Desde Vesta, plataforma Olivina. A Ceres Central, plataforma de Dolomita. Manifiesto O4NAS-VUXP23-GOSN2.

El empleado emitió entonces el protocolo común, en el que solicitaba a la pilota que descendiera en la pista. Esta era una RB-X de fabricación extinta. De pie junto a la nave, la robota lucía como un coloso metálico de 1.90 m de altura. Llevaba una peluca sintética de color lila, que bajaba en cascada por su espalda plateada.

Atento a la inspección, el robotcito reflexionó sobre el ahorro que representaba la estandarización robótica en unidades de menor estatura: el consenso establecía que no era necesario tener más de 90 centímetros para desempeñar la mayoría de tareas; cosa que también hacía sentir más cómodos a los humanos.

sábado, 27 de noviembre de 2021

Capítulo #43 - Negra asaltatumbas busca trabajo, de Eden Royce


Negra asaltatumbas busca trabajo

por Eden Royce

Abrí los labios del cadáver haciendo palanca; la flojera me dijo que llevaba muerta más de dos días, y utilicé la punta del dedo para rebuscar dentro de su boca. Se abrió lo suficiente para que pudiera meter a presión el embudo, la punta tintineó contra sus dientes. Incliné mi petaca revestida de porcelana (el metal era un no rotundo) para derramar el té dentro de su boca. No era necesario que tragara; la cantidad suficiente descendería para que la magia funcionara. Me incorporé alejándome del agujero poco profundo en el que yacía ella, mis articulaciones envejecidas protestaron a rabiar; después le puse el tapón a la petaca antes de ocultarla junto con el embudo en el interior de mi media. Nadie iba a mirar bajo la falda aquella.

Esta noche era amable. La temperatura a lo largo de la bahía de Charleston había caído, creando una niebla espesa que la luna no lograba atravesar del todo. Luz suficiente para ver el camino de vuelta a casa, pero no suficiente para darle a los metomentodos una imagen definida. Mi oído siembre está abierto al crujido de pies o el sonido de cascos acercándose, solo que esta noche no tendría que preocuparme por esquivar los carruajes: los ojos esos de los caballos no veían nada de bien en la oscuridad. De todas formas, miré a mi alrededor mientras me agachaba sobre la montaña de tierra recién removida junto a ella y esperaba.

Se revolvió. Una sacudida breve, como si la hubiera atravesado la descarga de un rayo. Cuando sus ojos se abrieron (lo primero que hacían todos era abrir los ojos), acababan de empezar a volverse lechosos. La cogí de la mano y la ayudé a levantarse de hoyo al que la habían tirado.

sábado, 13 de noviembre de 2021

Capítulo #42 - Equilíbrio ecológico, de Yadira Álvarez Betancourt

 Equilibrio ecológico

por Yadira Álvarez Betancourt

 

“a cada fuerza de acción corresponde

una fuerza de reacción igual y opuesta”

Newton

 

A Richard Matheson y C. M. Kornbluth.

                                                     

Cuando escapé de casa no esperaba que nadie fuera a buscarme. Para alguien como yo puede ser bien sencillo desaparecer y puse todas las esperanzas en mi pequeña talla y mi aire insignificante.

Salir de la reserva es muy peligroso. Del lado de acá de la frontera, ellos, de allá, nosotros. Pero nunca creí que les interesara mucho mi persona: incluso mi madre había dejado claro que yo era un fenómeno indeseable y todo el mundo me miraba con desprecio.

Hijo bastardo, no bastardo en el sentido moral, sino en todos los sentidos. No solo tenido fuera de la ley, no; bastardo de una violación contra natura: uno de ellos, una de nosotros. Que esa bestialidad embarazara a mi madre fue casi herético; se creía que existía un escollo insalvable, incompatibilidad genética total y definitiva, y para mi gente era en todo punto imposible que una humana pudiera concebir un hijo de…

viernes, 22 de octubre de 2021

Capítulo #41 - Puede darse de alta cuando quiera, de Rhonda Eikamp

 

Puede darse de alta cuando quiera

por Rhonda Eikamp

La paciente ha olvidado lo que le pasa.

El papel de pared, blanco hueso, que refleja la luz mugrienta del sol que entra por la ventana que no se abre. Una televisión que está desenchufada y cuyo cable cuelga flojo. El dolor que siente Beth es difuso, más parecido a humo dentro de su piel que a una queja. Lleva demasiado tiempo en la habitación del hospital, la luz y la oscuridad se alternan cada vez más rápido, hasta convertirse en una descarga estroboscópica de días.

Los médicos hincan el dedo, pinchan y cosas peores. Algunos días (después de un tratamiento especialmente malo) el dolor es reemplazado por una energía le empuja a Beth a ponerse de pie y buscar su ropa. Se marchará, se dará por vencida, ¿o es al revés? Quedarse es rendirse. Eso lo tuvo ayer. La visión del suelo de azulejos, su practicidad blanca bajo sus pies desnudos, la empujó de nuevo a tumbarse en la cama. «Hechos mara mostrar la sangre, todos ellos. Los suelos, el techo».

Un timbre suena dos veces y el cuerpo de Beth responde como un perro condicionado, temblando en lugar de salivar. Dos timbrazos significan el doctor Sutherland.

Pero el médico que entra es uno que ella nunca ha visto.

viernes, 8 de octubre de 2021

Capítulo #40 - Casino Shanghai, de Karen Andrea Reyes


Casino Shanghai 

por Karen Andrea Reyes Barrera

El demonio es una pobre recreación del Drácula de Bram Stoker, excedido con la decadencia sexual de Klaus Kinski. El olor a látex puede sentirse hasta afuera de la pantalla; orejas de elfo, rostro de gárgola, piel de cocodrilo. Su cuerpo deforme tiene el color del malestar. La mujer doblegada a la que acorrala en su cuarto tiene los ojos de Brigitte Helm: una expresión psicoactiva, las ojeras perfectas que debieron ser talladas para caer en la punta de mi lengua. Delicia. En un plano detalle, el demonio expone su miembro deforme, un tronco plastificado y húmedo, comercializado por alguna empresa barata de efectos especiales. La mujer crea un escudo con sus manos largas y grita. Aprieto las piernas. Su rostro me parece increíblemente familiar; la descubro, ¡es Isabelle Adjani! Mis pechos se expanden ante el precioso pánico azul. Imagino que una belleza así no puede ser vulnerada, aunque podría ultrajar el gesto, la imagen, los contornos de luz y sombra en la piel pálida de la actriz. La violación se interrumpe. ¡Sam Raimi y Bruce Campbell entran en escena con una gran sierra y un destornillador gigante! Atraviesan al demonio por el costado, le sacan las costillas, le inflan las venas, le destierran la sangre verde y lo dejan allí, desollado. Bestia inmunda. La cámara enfoca los rostros sucios de los héroes, bañados en hermosas sonrisas psicópatas y triunfadoras. En la última escena, Isabelle Adjani les agradece por salvarla de la deshonra, hay un comentario jocoso sobre la sangre en su vestido y los actores ríen hasta que la pantalla se oscurece.

—Qué buena película, chicos.

Soy la única que aplaude. Walter Schmidt se muerde los dedos y estira las piernas sobre la hilera de asientos. El teatro está casi solo. Tame se levanta y acomoda los mechones de cabello que se le han enredado en la blusa; es una mujer enorme y blanca, pero sus ojos, sus lunares y sus gruesas pestañas son negras. Cada vez que la veo pienso en cebras. Cruzamos miradas incómodas.

—¿Qué mierda acabamos de ver?

Walter patea uno de los asientos y escupe las uñas que había apilado en la boca.

Lo detesto. Tame agacha la cabeza, pero no resiste la sonrisa burlona. Estira las pantorrillas, tiene los gemelos de un nadador experimentado. A ella la quiero.

—La próxima la eligen ustedes, nos vemos.

Antes de cruzar la puerta veo sus sombras estirándose en la pantalla: buscan los puestos más alejados, la blusa de Tame cae al suelo, el cinturón de Walter queda colgado en una de las sillas. Me retiro. Camino arrastrando el tedio, la ropa de cuero, el dolor muscular. Llego al bar Cápsula 70. Nuestro pueblo es básico: una cinemateca, un bar, una estación policial y decenas de edificios abandonados; la mayoría son solo fachadas donde se apila la basura y la arena. El resto es una interminable carretera que lleva a ningún lugar. Lo sabemos porque la hemos recorrido. Hemos intentado huir, pero después de pasar años o incluso décadas de marcha, volvemos a ver los avisos de las películas, los borrachos tropezando, los lunares de Tame y la piel de cartón de Walter Schmidt chorreando sudor y grasa. Aquí todos los vecinos son indeseables, las máquinas están permanentemente dañadas, la gente huele a silla vieja y masticada. La vida está vieja y masticada. Atravieso una entrada sin puerta, el bar tiene sillas de aluminio, una tarima y cortinas desgarradas por las polillas. No me esfuerzo en distinguir los rostros, todos están cubiertos por una nube de humo. Solo distingo la cabeza empinada de mi padre entre las pelucas de las ancianas.

—Este no es sitio para ti, niña.

Reímos y nos estrechamos las manos. Él me alcanza una copa desportillada, la acerco a mi nariz. Aguardiente. Asqueroso. Lo bebo de un trago. Las botellas son los últimos objetos relucientes en el mundo y sus etiquetas son las únicas imágenes que preservan el orden. Veo cuerpos sosos desfilando a través de las cortinas. Extraño a Brigitte, a Isabelle Adjani (no puedo decir su nombre incompleto, cortaría su aliento). Bendigo al ron, esperma alcohólica que dibuja todos los círculos posibles: es la saliva de un erudito Zoroastro que pinta órbitas desde la garganta hasta hipnotizar el tracto digestivo.

Las mujeres tienen tangas rosadas con líneas negras que se confunden entre las nalgas; algunas mantienen las heridas, las huellas de los mordiscos, las palmadas y las uñas que les han clavado. Mi vientre se contrae, resiste como una serpiente amenazada. ¿Whiskey? Mi padre se alarma, cuando se embriaga piensa que voy a robarle alguna mujer. El baile de los culos ha hecho que las pelucas ancianas se marchen indignadas. Los bastones se arrastran. Las bailarinas bajan a atender el público. Helm. Adjani. Me costaría definir si es la cicatriz de la cesárea o los párpados caídos, pero algo me obsesiona brevemente con la bailarina más joven.

—Hola, linda.

La tanga revela un pubis pequeño. El cabello castaño cubre dos pezones desalineados que batallan con su propio peso.  La cicatriz está a la altura del whiskey.

—¿Te gusto? ¿Quieres un segundo baile?

Le digo que no me gustan los bailes, pero que la música sobrevive en mis dientes, en mis mejillas, en papilas gustativas y labios que podrían fundirse con cada centímetro, orificio, lagrimal, pliegue, poro. Se ríe como un cascabel roto. Mi padre golpea la mesa con un puño. Tranquilo, no te haré enojar tan pronto. Sé que es hora de irme. Me levanto arrastrando el tedio, el calor, los hilos de humedad que se aferran a la silla.

—Lo siento, linda. Tengo novia.

Sus manos recorren mis caderas con un gesto veloz que podré recrear hasta la muerte de la noche. Helm. Adjani. Me despido apagando los ojos. Hay una patrullera esperando a la salida: me requisa, solicita mis documentos. El uniforme le cuelga del cuerpo como si fuera una niña probándose la ropa de su madre y su radio es una piedra. Le acerco la etiqueta de una de las botellas y la revisa minuciosamente, la olfatea, se pone la piedra en el oído y se aleja. Caminará durante días por la carretera buscando el carro de su patrulla. Está vieja, tiene el cabello rubio y canoso, las ojeras de una drogadicción olvidada. Tengo la sangre verde, pienso que podría invitarla a una cita.

La mirada acuosa de Tame se acerca. Sus ojos están extrañamente iluminados, son dos proyectiles láser preparados para una descarga fulminante. Me concentro en las pantorrillas sólidas, contorneadas por un pantalón gris que ella ha usado desde siempre —y usará para siempre en esta eternidad—.

—¡¿Ya fuiste a verla?! Aléjate de ese bar, hay una nueva casa en el pueblo.

Levanto la cabeza y dejo caer un cigarrillo recién empezado. El bar, uno; la cinemateca, dos; la estación de policía, tres; las fachadas abandonadas al fondo y… una nueva casa roja, de aire oriental, bellamente decorada con flores y lámparas.

—Se llama Casino Shanghai; hay un aviso en la entrada, al parecer la dueña dará un espectáculo esta noche.

Tame sonríe y se aferra a mis hombros. Siento sus mechones cayendo sobre mi cuello.

—Debe ser la casa de una prostituta o de una adivinadora. De cualquier forma, será una estafa.

Walter aparece y su voz me causa picazón en los oídos. Escupe un par de uñas y de cueros. Me alejo al sentir las náuseas revoloteando en mi abdomen. El Casino Shanghai tiene una única puerta de madera y cuatro ventanas completamente negras. Solo recibimos mensajes de diversos olores, algunos apacibles como el aroma de las plantas y otros que nos acorralan salvajemente, como si se tratara de químicos industriales. El aviso corresponde con el espíritu de la fachada, es una hoja amarilla pintada con tinta china: “¡Hoy! Gran apertura del Casino Shanghai. ¡Presentación especial de Ulalume”. Ulalume, u-la-lu-m-e. Su nombre se balancea en mis encías hasta invadirme la garganta. Los pobladores de este mísero lugar comienzan a agruparse, algunos arrastran las sillas de los bares y los ubican frente a la casa. No sabemos cuánto debemos esperar para la aparición de la artista, ¿horas, días, meses?, ¿una década en la que podríamos recorrer rutinariamente la carretera? Mi padre se acerca, abraza a la bailarina de la cicatriz: ambos se han embriagado y se tropiezan. Ya no encuentro nada interesante en ella. Recuerdo que la he visto antes, durante mucho tiempo.

El cielo está verde. Aquí no hay astros o planetas que se posen en el firmamento, solo los veo en las películas, por lo que evito mirar hacia arriba. Me allana una ansiedad terrible al encontrar el cielo vacío. ¿Por qué nadie nos custodia?

Las puertas del Casino Shanghai se abren y nos adentramos.. Nos sorprenden los faroles circulares, los muebles de madera que no sabemos si es antigua o solo elegante y las enormes vitrinas que todos recorremos con los ojos extasiados y con las yemas de los dedos llenas de polvo. Los juegos de porcelana inician la exhibición: son figuras anatómicas, bestias y representaciones de órganos humanos en miniatura; en el centro de la sala hay una sección de kimonos y de vestidos que portan maniquíes forrados en tela. Al final, hay un gran mueble lleno de armas. Katanas, espadas, rifles dorados y una especie de bazuca que tiene una cápsula llena de pequeñas esferas eléctricas que nunca dejan de rebotar. Sam Raimi y Bruce Campbell estarían dichosos. El sonido de un sintetizador jalonea nuestros tímpanos y conduce nuestra mirada hacia un pasillo oscuro, que finaliza en una pequeña entrada con telas rojas. Las pelucas ancianas esconden sus gritos y ronquidos, Tame encierra las manos de Walter, mi padre empuja a la bailarina y pone sus manos en mis hombros. Caminamos siguiendo el tacto de la música y la percusión que retumba hasta hacer vibrar los estantes; el pasillo rechaza la luz, caminamos a tientas, sosteniéndonos con nuestras extremidades sudorosas y con nuestra torpeza hasta encontrar las hileras de asientos.

Ulalume guarda sus ojos secos en el cajón más grande del tocador. El mueble está ubicado en el centro de una enorme tarima, ¿es un set de grabación?, ¿la escenografía de una obra de teatro? Desprende cada mejilla, el mentón, la nariz; su cuerpo es un repertorio de prótesis que limpia con una tela satinada de color dorado. Me impresiona la calidad del rubor y la autenticidad de su piel de látex: ni la luz más fuerte podría revelar la textura del plástico rígido o las diminutas burbujas que reemplazan los poros. Parece que sufre al arrancarse la vulva que ahora guarda en una caja de cristal. Deseo lamer el acabado mate, arañar las arrugas talladas en sus clavículas de silicona. Se quita los dedos y arma un collar, deja las manos en dos bases de cristal amatista.

Desclava las prótesis de su pelvis con violencia, provocando pequeños cortes en su piel. Su sangre blanca fluye a chorros. Ahora los tentáculos y los flagelos de su cuerpo se liberan como si cada uno fuera el espíritu de un pez. Me pregunto: ¿esta criatura suda? Quiero ver gotas cristalizadas sobre las pecas hiperrealistas que pinta en su frente. Gritamos. Su cuerpo es una masa gelatinosa y flotante. Acomoda una cámara, enciende las pantallas que habíamos ignorado en la oscuridad. Aparece un contador. Número de seguidores: dos millones y medio. ¿Desea iniciar la transmisión en vivo? Ulalume acepta al parpadear con los seis ojos rojos que tiene en su verdadero rostro. Las pantallas se llenan de mensajes: es un chat en tiempo real donde se barajan miles de pedidos. “Escoge a un gordo, chúpalo y exprímelo desde los pies”; “mételes los tentáculos por la nariz a las ancianas hasta que se les rompa el cráneo”; “quítate esa boca falsa y déjanos ver tu hocico de perra alienígena”. Ulalume se enoja, muestra sus quince colmillos negros a la cámara y gruñe hasta que la saliva se esparce por el suelo. Odia los insultos.

Las enormes ventosas de Ulalume se expanden como bocas, ojos y tubos succionadores que nos acarician y nos humedecen; se deslizan y reaccionan al sabor del sudor frío, a los gestos aterrorizados, al calor de la fiebre que nos inflama el abdomen. La percusión y el ritmo aumentan, el volumen de los sintetizadores se convierte en una náusea, en presión sanguínea que revienta las venas de nuestros ojos. Walter Schmidt gruñe e intenta liberarse del tumulto que intenta huir, pero que ha sido cercado por los flagelos y las gotas de sangre blanca. Los seis ojos de se posan sobre él, hacen una lectura detallada de la grasa, la expansión de los poros, el hedor de los orificios. Ulalume lo levanta y lo acerca a sus quince colmillos todavía expuestos. Walter gime y se retuerce, pero la piel alienígena se estira y se adhiere a él hasta cubrirlo; ahora es una enorme crisálida en la que solo se distingue su cara agónica que ruega por oxígeno. Número de seguidores: tres millones cuatrocientos. La quijada de Walter se quiebra —suena a cascarones rotos—, sus dientes se esparcen, el cráneo se le desinfla como un balón viejo —retumba un solo de bajo y la voz aguda de una mujer—, sus jugos corporales llenan la bolsa de piel con un caldo humano de color marrón y con olor a órganos exprimidos. Ulalume sonríe mientras vomitamos. Tame se desmaya y su enorme cuerpo es prensado por los flagelos. Los restos espesos de Walter caen sobre la alienígena. Número de seguidores: cinco millones cien mil cincuenta y tres. La muerte se riega con el ánimo de una maratón. Mi padre intenta recoger las vísceras que el monstruo le extrajo con una puñalada de sus tentáculos. No me impacta. Las cabezas ruedan, los cartílagos y tendones se estallan, suenan como latigazos contra el viento. Observo mis manos salpicadas y me digo que nada es real, que todo se trata de un sueño o que quizá estamos en medio de la grabación de una película. En cualquier momento el director aparecerá, quizá George Romero o Chan-Woo Park; alguno dará la orden al equipo de limpiar el set. Los actores se incorporarán, devolverán las prótesis de látex, traerán toallas para la sangre falsa; algunas risas se alternarán con los recuerdos de los momentos más intensos de la escena. Mi ensueño se corta cuando una ventosa obstruye mi oído derecho: Ulalume me encapsula, me alza, enfrenta a sus ojos. Adjani. Helm. Los ojos de Ulalume. Los auténticos ojos de un demonio. Su mirada me empala. Seis infiernos comprimidos. ¿Moriré en este orgasmo? Sus ojos son los soles de los planetas olvidados, sus ojos son los multiversos de pesadilla, las dimensiones horribles que siempre he amado. La música habla: “Cuerpos huecos, sueños vacíos, siempre igual y aún están recordando imágenes inexplicables en la atmósfera hostil”. El cuadro de mi mirada se oscurece. Negro.

Despierto en el bar Cápsula 70. La bailarina con la cicatriz de cesárea está trenzando mi cabello a pesar de que Ulalume le arrancó los brazos de un mordisco la noche anterior. Mi padre cabecea en una silla sosteniendo una botella de vodka, su estómago está intacto. Le doy una propina imaginaria a la bailarina y salgo a la carretera. Tame me saluda, está sentada en las piernas de Walter Schmidt; las burbujas de grasa en el rostro del hombre-crisálida siguen vibrando. Camino evitando el verde del cielo, pero pronto me acapara; esta rutina es un picahielo que raja mi laringe y seca el líquido de mis articulaciones. El Casino Shanghai está cerrado, hay un aviso en una de las ventanas negras. “¡Gracias por visitarnos! Próxima función: ____”. No hay una fecha. Los habitantes del pueblo sonríen, festejan, deambulan como niños, aun cuando hace unas horas estaban desollados. Pasean, se agitan y brindan reviviendo sus muertes; las recrean a carcajadas, hacen mímicas y dibujos; gritan, señalan en su cuerpo intacto con las partes desprendidas, mordidas, tajadas, incineradas, aplastadas... Yo no puedo hacerlo. No hubo un apagón, mi corazón siguió latiendo, mi cerebro no se fundió, perdió el sentido por unos segundos, pero nunca me encontré con la muerte. ¿Por qué Ulalume decidió eximirme?, ¿por qué soy la única?, ¿le he causado tal repudio o fascinación? Siento arder. El dolor es ácido, me corroe desde el interior.

Todos murieron y yo dormí. Sigo pensando en ello durante días, meses, ¿años? Camino por la carretera, lloro en la carretera, me masturbo en la carretera. Son los ojos de Ulalume. Sus ojos me contuvieron, incubaron un espíritu que desconocía. Ulalume, me hiciste real, me sentí amada por tu iris monstruoso, por tu hambre enrojecida que ahora siembra calambres en mis lagrimales, en mis yemas, en mi clítoris, en mis nalgas, en los bordes de mis dedos. En ese momento fui la actriz acorralada, la vulnerable artista que suplica por una piedad que rechaza; todas desean ser comidas, todas esperan el golpe que aturda sus cráneos, que desencaje sus médulas, que revierta el orden vertebral. Cuando regreso al pueblo encuentro más polvo en el olvidado Casino Shanghai: el aviso de la próxima función se ha ido borrando. Le grito a las ventanas negras, estrello mi cabeza en la puerta hasta que las astillas de madera se ensartan en mi frente. Nadie me detiene.


—Tienes que parar.

Las pestañas de cebra de Tame vuelven a aplaudir. Nada en ella envejece, mientras que en mi cuerpo, los tejidos se sienten como fósiles.

—¿Quieres verla? Está en la Cinemateca.

El letargo me abandona, en su reemplazo asciende la taquicardia, se expande la yugular. Imagino que estoy desnuda en un cuarto y Ulalume está sobre mí. Sus ojos se alinean con los míos, su orgasmo se reproduce en cada poro, lo siento contaminando mi ADN, redirigiendo el curso de mis neuronas; somos dos polos perfectamente equilibrados, nuestro magnetismo es infinito. El teatro está casi vacío, Isabelle Adjani cruza un metro subterráneo, es la antesala de una escena memorable donde el pánico copula con la oscuridad. Ulalume viste un gabán negro y un sombrero que guarda los flagelos de su cabeza. Las prótesis de sus piernas brillan, tiene botas largas de cuero y una falda que apenas le cubre una pelvis gelatinosa. Me siento a su lado, lágrimas doradas nacen de sus seis ojos.

—¿Qué clase de Dios crea a seres tan dolorosos? Solo merecemos caer por el desagüe.

Su voz serena se estanca en mi glotis. La pantalla muestra a Isabelle Adjani abortando al hijo de un extraterrestre; los trozos del feto caen al suelo y se rompen como huevos. Hay un charco de sangre roja, seguido de un charco de sangre blanca. Adjani grita. Grita como si la vida le saliera espantada del útero y escapara por sus cuerdas vocales. Ulalume seca sus lágrimas con una tela satinada de color azul, sonríe y aplaude con gran emoción. No puedo limitar el amor que me invade, la ternura ennegrecida que tiñe mi corazón. Solo me permito silencio. Solo me permito admirar y registrar cada trozo de Ulalume, pues sé que nunca me pertenece.

Ahora el cielo verde emerge, hierve sobre mí. Paso años errantes en la carretera, imagino que Ulalume me acompaña, siento el abrazo de sus tentáculos cuando me quedo recostada en el asfalto, sueño que por fin me descompongo.

Cuando regresa a la Cinemateca, escucho su voz en mis sueños y regreso al pueblo como una sonámbula. Ahora me habla de los viajes que realiza por los universos que nos han sido negados. A todos les lleva su excepcional performance snuff, con música y montajes cinematográficos; cada espectáculo cuenta con muertes diversas y víctimas que elige, disfruta y desecha. A veces llega a amar algunos seres y entonces los relata o canta canciones sobre ellos. Sus flagelos se erizan. Siento arder. Fantaseo con hurgar sus ojos hasta que exploten y huir, huir para derramar bilis negra en la carretera, pero sus ventosas me acarician, el aroma de las prótesis impregna mi cabello y entonces vuelvo a ensoñarme, caigo por el desagüe. “¿Cuándo volverá el Casino Shanghai?”, “¿por qué siempre regresas aquí, conmigo?”. Solo me atrevo a enunciar las preguntas en mi mente, desconozco si Ulalume lee mis pensamientos o si los sospecha.

Afuera, los hombres libres festejan.

Envidio una eternidad así, o quizá la aborrezco. Para no agobiarme, fijo los ojos en la pantalla y comienzo a tararear.



Karen Andrea Reyes nació en 1995 en la ciudad de Bogotá, Colombia. Es comunicadora social y periodista, magíster en Creación Literaria y estudiante del máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneos de la Universidad Abierta de Cataluña. Su primer libro de ciencia ficción “Zen’nō”, fue ganador de la beca para proyectos editoriales independientes de Idartes y publicado por Ediciones Vestigio en 2020.

viernes, 24 de septiembre de 2021

Capítulo #39 - Lo que el mar cosecha, debemos proveer; por Eleanor Wood

 

Lo que el mar cosecha, debemos proveer

por Eleanor R. Wood  

La pelota rebota en la arena apelmazada por la marea y Bailey salta para atraparla con ágil elegancia y precisión. Regresa para depositarla frente a mis pies para otra ronda. Se acerca el crepúsculo; la playa es toda nuestra en esta tarde de enero. Se extiende hacia delante, la marea creciente es lo suficientemente baja como para darnos tiempo de sobra para alcanzar el rompeolas.

La devoción que siente Bailey por su pelota está solo por detrás de la que siente por su jauría. Nunca la descuida, solo la abandona cuando yo se lo ordeno o para permitirle a Bernie una persecución ocasional. Bernie va en la retaguardia, mi oso peludo, que se mantiene cerca, pero al que le falta la ferocidad en el deberse a su pelota de Bailey.

El pueblo ahora nos pertenece, a medio año de distancia de los veraneantes, esta playa agreste del invierno, desprovista de la alegría como un caramelo del verano. Regresará más pronto que tarde, los cubos y las palas colgando de los toldos de las tiendas, el tiempo del helado y de comer fish and chips envuelto en papel mientras las gaviotas observan esperando su oportunidad. Un tiempo en el que los lugareños cedemos nuestra playa a los turistas y domingueros, evitamos el bullicio y las multitudes, anhelando el regreso del otoño. Es un pueblo con dos estaciones, de emoción y paz, de luz y oscuridad.

La oscuridad está enterrada profunda.

viernes, 10 de septiembre de 2021

Capítulo #38 - De cómo acabamos llamándola Cere, de Libia Brenda

 

De cómo acabamos llamándola Cere 

por Libia Brenda

 

Esa tarde de fin de primavera habíamos comido cerdo con verdolagas y tortillas de mano, gracias a Doña Mari. Aunque me embriagaba el olor de las flores blancas de café, sabía que el día iba a ser muchas cosas, pero no apacible, porque desde la mañana había percibido un olor a cuero abatanado y a sudor; de todos modos, durante unos minutos me permití entrecerrar los ojos y abandonarme al disfrute de una breve sobremesa silenciosa. Justo cuando iba a medio cigarro después del café, escuché los pasos de pies pequeños que corrían a toda su capacidad sobre el polvo del callejón trasero. Pude oler el llanto y el aliento escaso, sobre todo, pude oler el pánico.

Salí aprisa del comedor, Rop se levantó de la mesa y fue detrás de mí. Le hice una seña de que se mantuviera a distancia y me dirigí al patio trasero para meterme al callejón por la reja de madera. Mientras avanzaba con paso de gato, compuse mi cara para parecer tranquila y despreocupada. Cuando pude escuchar su respiración agitada me erguí, metí las manos en los bolsillos del pantalón y fingí que andaba por ahí paseando casualmente.

viernes, 30 de julio de 2021

Capítulo #37 - Más que simple acero, de Aimee Ogden

 


Más que simple acero 

por Aimee Ogden


El momento en el que Micah echa más de menos a los adultos es cuando se despierta por la mañana. Una parte de él sigue esperando el zumbido del despertador y el olor de los gofres de tostadora para convencerle de que se levante. Pero han pasado cuatro años y no hay una madre para que le dé un empujoncito para despertarse.

Se incorpora en el colchón y se rasca las costras de los ojos. Las sábanas huelen a sudor y a hierba; ¿hoy es día de colada? Él es lo más parecido a un adulto bajo el techo de la escuela primaria Grand Avenue y si dice que es día de colada, entonces es día de colada.

Ropa puesta, zapatos puestos. Todo el mundo tiene que llevar zapatos todo el tiempo. Esa es la regla, desde que Marco pilló el tétanos el año pasado y todo el mundo pensó que se iba a morir. Fue la peor enfermedad que habían visto desde que los temblores barrieron a los adultos. Micah no sabe qué hará cuando algo peor se extienda.

viernes, 9 de julio de 2021

Capítulo #36 - Polvo otoñal, de Cecilia Eudave

 

Polvo otoñal

por Cecilia Eudave

Para Karla Sandomingo

 

Después de pagar el taxi, que me dejó en la puerta del hotel, el chofer me lanzó una mirada inquieta. No comprendí el gesto inmediatamente. Supuse que se debió a mi silencio durante el trayecto o a que le di las instrucciones detalladas de cómo llegar en un papelito amarillento y quemado, a punto de desbaratarse; o tal vez percibió mi mano ennegrecida, reseca, que dejó pedacitos de piel en el billete que recibió asombrado. Posiblemente fue mi rostro extremadamente maquillado, semejante al de una máscara japonesa o a la cara de una Geisha que reprime toda expresión.

—¿Le ayudo a bajar su equipaje?

Asentí con la cabeza y él rápidamente sacó de la cajuela mi maleta pequeña. Al verla tan minúscula, tan insignificante, tan apenas con lo necesario, me di pena. Contrastaba con mi bolso de mano inmenso, y ni siquiera sabía qué había echado dentro, ni por qué pesaba tanto. Ya no puedo llevar peso, mi cuerpo se está derrumbando. Aún así insisto en quebrantarme los huesos como si con ello acelerara el proceso que me derruye.

viernes, 25 de junio de 2021

Capítulo #35 - Estamos aquí para ser abrazadas, por Eugenia Triantafyllou

 


Estamos aquí para ser abrazadas

por Eugenia Triantafyllou


La primera vez que tu madre te traga entera en realidad no lo ves venir. Es una tarde de otoño y has vuelto del colegio, de los juegos, de la compañía de los niños y las niñas, confiada. Has escuchado los rumores, claro. Los niños que un día juegan a tu lado y al siguiente, desaparecen. Los adultos que atraviesan el mundo arrastrando los pies como recién nacidos, con los ojos vacíos, hambrientos, con andares vacilantes.

Aun así, no pensaste que te pasaría a ti.

Antes de que te devore, Madre te mira fijamente con una mirada impenetrable. Impenetrable porque todavía no has dominado el arte de leer las expresiones de tu madre.

—Todavía no estás preparada para nacer —te dice Madre—. Así que te guardaré aquí, en mi boca, hasta que llegue el momento. 

Lo que pasa es que, ya habías nacido una vez, hacía doce años. Estás segura de ello, aunque no te acuerdes del todo. Tratas de decírselo a Madre, pero su boca te envuelve por completo y desde todos lados. La piel que rodea tu cuerpo enroscado es pegajosa, está caliente y aísla. Tus palabras se ahogan en la garganta de tu madre, descienden deslizándose por su esófago, un lugar al que no quieres ir. Así que te aferras con fuerza a los bultos carnosos que son las amígdalas de tu madre y rezas porque el momento de tu segundo nacimiento llegue pronto, como el despertar de un sueño.

sábado, 12 de junio de 2021

Capítulo #34 - Poetas Astronautas, de Carmen Lucía Alvarado

 


Poetas astronautas

por Carmen Lucía Alvarado


Todos los poetas quisieron ser astronautas primero

pero el mundo fue demasiado real

y el universo demasiado gaseoso

para poder penetrarlo con su miseria

todos los poetas quisieron tener telescopios

que develaran que la fantasía es algo

que se mueve ciegamente en la nada

todos los poetas señalaron a las estrellas

y nombraron constelaciones

en lugares que no existen

todos quisieron viajar a la velocidad de la luz

esconderse en la nebulosa de Orión

ser tragados por agujeros negros

declarar que dios no es un viejo que vive en el

cielo

porque el cielo es la versión ridícula

de la vastedad del universo

de la inmensidad

y de la eternidad

todos los poetas quisieron contar en cuenta

regresiva

y despegar al vasto desconocimiento

el desconocimiento los despegó a ellos

y ahora escriben pequeñas cartas a su amada

fantasía

viernes, 28 de mayo de 2021

Capítulo #33 - Los últimos, por Premee Mohamed


Los últimos

por Premee Mohamed

Erik se balanceaba sobre uno de los menhires en la playa de guijarros negros cuando los ancianos le contaron que su padre había muerto. Ahogado, dijeron. Allí por el fiordo Sampson. Lo mató el Viejo Azul.

La oscuridad le atrapó, y se precipitó sin huesos de la piedra; le atraparon y le tumbaron sobre las algas empapadas de la línea de marea. El anciano Erde le levantó los tobillos en el aire con una mano. Los amigos de Erik se detuvieron sin curiosidad y después se alejaron.

—Quiero ver el cuerpo —dijo Erik.

—No —respondió Erde, pero Saba señaló al refugio de observación. Erik corrió torpemente sobre las piedras redondeadas por las olas y encontró a su padre aplastado y gris-azulado por el frío, como el cielo. El chico cayó de rodillas y lloró.

*

Cuando regresó a casa, su madre le habló de la otra muerte. Habló despacio, dándole vueltas a una gaviota sobre el fuego, la cara girada para apartarse del humo aceitoso. El padre de Erik había sido el primero que la marea había traído, pero Nafeez había estado con él. Los cuerpos habían regresado antes que los barcos. Las corrientes que rodaban la aldea eran precisas, regulares y crueles.

—Ahora sólo queda su hijo —dijo ella— y tú.

viernes, 14 de mayo de 2021

Capítulo #32 - Ruido blanco, de Laura Ponce

 

Ruido blanco


por Laura Ponce

 

 

A Mary Shelley

 

 

 

Cuando acepté la comisión que me trajo a este planeta, un cuerpo helado y pequeño, en los límites del espacio cartografiado y sin más interés científico que la investigación de patrones de congelamiento, creí que estaba condenada. Todavía abrigaba aspiraciones de reconocimiento y trascendencia, incluso esas pretensiones de servir a la humanidad que otros podrían considerar pueriles o tan fuera de época. No se trataba de mi primer viaje a la Periferia ¾ya conocía el aislamiento, el encierro, el trabajo tedioso y las jornadas interminables sin más compañía que los miembros del equipo a mi cargo¾, pero sentí que me encaminaba hacia la experiencia más desabrida de toda mi carrera. No podría haber estado más equivocada.  

Nueva comisión, nuevo equipo. Cinco esta vez. Ramírez, Kosinsky, Label, Kimura y Sánchez. El pequeño hato de inadaptados de siempre, la clase de gente con la que nadie quiere trabajar. Bah, el muerto se asusta del degollado... Como si yo misma pudiera encajar fácilmente en cualquier lugar. Por algo fue el único contrato que me ofrecieron.  

Nos establecimos en esta base aislada y diminuta, enclavada a un lado de los montes, en la orilla del mayor de los glaciares. Se suponía que relevaríamos al equipo anterior, pero no había nadie cuando llegamos. Y empezamos con los estudios.

viernes, 30 de abril de 2021

Capítulo #31 - La cocinera, por C.L. Clark

La cocinera

por C.L. Clark


La primera vez que la veo, apenas es un vistazo. Estoy de pie en el salón común de la posada y les otres guerreres se sientan a horcajadas en las sillas y piden cerveza a gritos. Mientras unos buscan a una moza o mozo tabernero, unas mejillas que pellizcar, una vida a la que aferrarse, mi estómago ruge con el gruñido de un monstruo. Debería estar muerta: así de feroz es el rugido. Huelo el cordero asado, el estornudo inconfundible de los granos de pimienta recién molidos y el ajo, pero está todo oculto tras la puerta de la cocina.

Una mujer maldice y se ríe y maldice de nuevo desde esa cocina, y un mozo sale haciendo equilibrios con varios platos trincheros llenos de pan sobre los brazos. Detrás de él, la veo limpiarse las manos sobre las curvas medidas de sus caderas. La parte posterior de su cabeza está cubierta de pelo corto y negro. Toma un cuchillo de plata antes de que la puerta se cierre de golpe tras el mozo y el pan llega a mi mesa y no queda espacio en mi cabeza para nada más. Pero cuando me he llenado hasta reventar, escucho su risa de nuevo y no estoy segura de si me lo he imaginado o no.

viernes, 9 de abril de 2021

Capítulo #30 - Trato hecho, por Pamela Rojas Núñez

 


Trato hecho 

por Pamela Rojas Núñez

Los codos no se apoyan en la mesa para comer. ¡Hombre! ¡Qué te he dicho tantas veces! No te limpies las manos en la ropa ni en el mantel, para eso puse las servilletas. Eleuterio los bajó. Luego, tomó varias servilletas para usar, pero tras la mirada furiosa de Candelaria, sacó solo una y se limpió las manos y la boca con delicadeza. Liliana, su nieta, lo imitó antes de recibir la misma reprimenda, mientras acariciaba el último lugar de su cuerpo que alcanzó su furia. Hacía quince años que vivía con sus abuelos en esa casa en Mal Paso y cada día Candelaria repetía la misma tanda de sermones. Chiquilla, no estás de adorno en esta casa. Muévete. Siguió a su abuela a la cocina. Siempre esperaba a que le diera la instrucción. Si se atrevía a tener iniciativa propia, nunca estaba conforme. No es la forma correcta de poner los platos. Esa taza no es la favorita de tu abuelo. No herviste el agua a la temperatura perfecta —poco sabía y le importaba que el punto de ebullición del agua fuera el mismo. Los trozos de queso de cabra son muy gruesos, en esta casa no abunda la plata. El terreno se lo come todo.

viernes, 26 de marzo de 2021

Capítulo #29 - A través del hielo, de Ada Hoffmann

 


A través del hielo

por Ada Hoffmann


Me ato los patines. El ritual me calma, docenas de ojales, todos apretados. Ato mi máscara para respirar, fría contra la piel de mi cara. Coloco mi mochila diaria sobre mis hombros acolchados por el abrigo. Después me impulso, atravieso la compuerta y salgo del bulto achaparrado y plateado que es el centro de investigación hacia el amplio espacio blanco.

Mis dedos se crispan, un rizo de alegría que viaja de los meñiques a los pulgares. Me obligo a mantenerlos quietos durante un instante, por una larga costumbre, antes de dejarme ir. El cielo negro de Europa se extiende sobre mí, iluminado por las estrellas relucientes y la larga curva roja de Júpiter. Un viento frío me fustiga, amortiguado por la máscara para respirar y la capucha de seguridad. Esta luna parece llena de bultos y arrugada desde el espacio, llena de cascadas de hielo tectónicas y cañones traicioneros, pero entre ellos se extienden unos campos de hielo nuevos y lisos como este. Muchísimo espacio para patinar, para girar y saltar en la dirección que une elija. Detrás de mí se encuentra el centro de investigación: un edificio cuadrado, marcado limpiamente con el nombre de nuestro equipo de investigación, todo en orden y estricto. Y en sus garras, elevándose a medio quilómetro de altura, se encuentra una pirámide azul hielo. La gigantesca y antiquísima estructura alienígena que hemos venido a investigar. Ante mí se extiende un camino limitado por el hielo, tan recto y nivelado como el centro de investigación, que lleva de vuelta a los dormitorios.

Regreso patinando a pasar la noche. Tengo algo nuevo que contarle a Sharmila, algo que me llena hasta los huesos con el ansia de saltar, bailar, girar.

*

En la tierra, mis profesores siempre me decían que no girara. “Siéntate recto. Mírame a los ojos. Las manos quietas”. Incluso cuando el esfuerzo me llenaba hasta hacerme explotar, un deseo atrapado latiendo tan fuerte que ahogaba la lección.

Sharmila dice, “Aquí no es así. Aquí fuera, solo les importa que seas útil. No les importa que dos mujeres como tú y yo se quieran, y no les importa si te mueves y piensas un poco diferente”. Nunca he estado segura de que eso sea cierto, o si solo es lo que Sharmila cree. Es cierto que menos gente nos lanza insultos cuando pasamos. Cuando bato los brazos en mitad del trabajo, a veces nadie dice nada. Aquí fuera, solo he recibido esas miradas desdeñosas tan familiares una o dos veces; al menos, que yo me haya dado cuenta. Pero la forma en la que yo me muevo no es útil. Eso es lo que siempre decían mis profesores.

Cuando estoy calibrando los instrumentos o realizando la deconvolución de los datos de nuestro procesamiento sísmico, a veces me dejo llevar y empiezo a aletear las manos, a canturrear. Me emociona tanto pensar en lo que estamos estudiando. ¡Alienígenas de verdad, que estuvieron aquí una vez! La mujer de pelo plateado que me supervisa nunca dice nada al respecto. No me da cachetadas en las manos o me quita la tablet. Pero aun así me siento avergonzada. Me obligo a parar, detengo las manos, trato de trabajar como trabajan las otras personas.

Pero aquí fuera, en el hielo, no me detengo. Ese es el acuerdo al que he llegado conmigo misma. A solas con Sharmila, o aquí afuera, sola, puedo moverme como yo quiera.

*

Cuando la base de investigación desaparece de la vista, salto. En la baja gravedad de Europa, un atleta entrenado puede rotar cinco, seis, siete veces en el aire. Yo a veces logro dar dos vueltas. Despego desde el canto interior trasero y aterrizo casi limpiamente, tambaleándome un poquito. Lo intento una segunda vez y pierdo el equilibrio. Mi trasero golpea el hielo. Fracasar no es algo tan malo, aquí. Me levanto, mi mochila está intacta. No hay nadie que me recoja, que me diga “Frena, Neela, este tipo de patinaje no es para ti. Este no es el lugar para hacer tonterías. Vamos a llevarte a casa”.

*

Esto es lo que quiero decirle a Sharmila:

Hoy hemos terminado de escanear el interior de la pirámide. Terminamos de interpretar nuestros datos en un mapa visual, tridimensional, de lo que descansa en su interior: todas las estancias y los pasillos excavados, aunque no nos atrevemos a entrar en ellos, todavía no. Mi supervisora gesticuló con los brazos y llamó a todo el mundo.

Nos habíamos imaginado pasillos largos y rectos como los nuestros. Nada de movimiento malgastado. Eso era lo que habíamos asumido que sería una cultura alienígena avanzada. Pero lo que vimos, cuando la app terminó la reconstrucción, fue un laberinto en círculos. Curvas por todas partes, curvas y ramificaciones y círculos. Áreas circulares abiertas, con espirales grabadas en el suelo. Espirales como cuando giro sobre mí misma descontroladamente, fuera de control, los giros de pura exaltación que solo Sharmila ve.

Los alienígenas se movían como yo.

Yo no soy un alienígena. Mi cuerpo, con su piel morena, uñas planas, ojos oscuros y curvas intensas es lo más humano posible. Pero si los alienígenas se movían como yo, entonces está bien moverse como yo. Llegaron a esta luna con una tecnología que apenas podemos imaginar, construyeron estructuras que deberían haber sido imposibles. Se movían como yo y eran más avanzados de lo que somos nosotros, no menos. Significa que Sharmila tenía razón todo este tiempo. Lo significa todo.

*

Me deslizo por el hielo, siguiendo la ruta llana y recta a casa, hasta que los invernaderos más altos se elevan en el pequeño horizonte. Sharmila está aquí, dentro de su grueso abrigo aislante y con su máscara de respiración, esperándome junto a la puerta del invernadero.

Verla manda un estallido de felicidad desde los dedos de los pies a la punta de los dedos de las manos. Mis manos se elevan, batiéndose como alas. Quiero rodearla con los brazos y contárselo todo. Normalmente, en este último tramo del viaje apisonaría esta respuesta, consciente de quién estará mirando desde los barracones. Nada de aletear, nada de retorcerse, nada de estereotipias hasta que estuviera a salvo en mi cuarto con nadie más que ella.

Hoy, me espoleo hacia delante, y dejo que mi cuerpo se mueva en el camino como desee. Me coloco en posición, extiendo los brazos, y giro, y giro, y giro.


Ada Hoffmann es profesora adjunta de informática en una importante universidad canadiense. Basó sus tesis en cómo enseñar a los ordenadores a escribir poesía. 

Como escritora, ha publicado una novela, The Outside, que fue nominada al Philip K. Dick Award y al Crompton Crook Award, y que pronto será traducida al catalán. También cuenta con numerosos poemas y relatos publicados en diferentes revistas y reunidos en su propia colección de textos, Monsters in my mind.

Fue diagnosticada de Síndrome de Asperger a los trece años, y es una apasionada de la defensa autónoma de las personas autistas. Su proyecto de reseñas “Autistic Book Party” está dedicado a profundizar en la representación del autismo en la ficción especulativa. 


Aviso de contenido: homofobia, violencia contra una persona autista.