Casino Shanghai
por Karen Andrea Reyes Barrera
El
demonio es una pobre recreación del Drácula de Bram Stoker, excedido con la
decadencia sexual de Klaus Kinski. El olor a látex puede sentirse hasta afuera
de la pantalla; orejas de elfo, rostro de gárgola, piel de cocodrilo. Su cuerpo
deforme tiene el color del malestar. La mujer doblegada a la que acorrala en su
cuarto tiene los ojos de Brigitte Helm: una expresión psicoactiva, las ojeras
perfectas que debieron ser talladas para caer en la punta de mi lengua.
Delicia. En un plano detalle, el demonio expone su miembro deforme, un tronco
plastificado y húmedo, comercializado por alguna empresa barata de efectos
especiales. La mujer crea un escudo con sus manos largas y grita. Aprieto las
piernas. Su rostro me parece increíblemente familiar; la descubro, ¡es Isabelle
Adjani! Mis pechos se expanden ante el precioso pánico azul. Imagino que una
belleza así no puede ser vulnerada, aunque podría ultrajar el gesto, la imagen,
los contornos de luz y sombra en la piel pálida de la actriz. La violación se
interrumpe. ¡Sam Raimi y Bruce Campbell entran en escena con una gran sierra y
un destornillador gigante! Atraviesan al demonio por el costado, le sacan las
costillas, le inflan las venas, le destierran la sangre verde y lo dejan allí,
desollado. Bestia inmunda. La cámara enfoca los rostros sucios de los héroes,
bañados en hermosas sonrisas psicópatas y triunfadoras. En la última escena,
Isabelle Adjani les agradece por salvarla de la deshonra, hay un comentario
jocoso sobre la sangre en su vestido y los actores ríen hasta que la pantalla
se oscurece.
—Qué
buena película, chicos.
Soy
la única que aplaude. Walter Schmidt se muerde los dedos y estira las piernas
sobre la hilera de asientos. El teatro está casi solo. Tame se levanta y
acomoda los mechones de cabello que se le han enredado en la blusa; es una
mujer enorme y blanca, pero sus ojos, sus lunares y sus gruesas pestañas son
negras. Cada vez que la veo pienso en cebras. Cruzamos miradas incómodas.
—¿Qué
mierda acabamos de ver?
Walter
patea uno de los asientos y escupe las uñas que había apilado en la boca.
Lo
detesto. Tame agacha la cabeza, pero no resiste la sonrisa burlona. Estira las
pantorrillas, tiene los gemelos de un nadador experimentado. A ella la quiero.
—La
próxima la eligen ustedes, nos vemos.
Antes
de cruzar la puerta veo sus sombras estirándose en la pantalla: buscan los
puestos más alejados, la blusa de Tame cae al suelo, el cinturón de Walter
queda colgado en una de las sillas. Me retiro. Camino arrastrando el tedio, la
ropa de cuero, el dolor muscular. Llego al bar Cápsula 70. Nuestro pueblo es
básico: una cinemateca, un bar, una estación policial y decenas de edificios
abandonados; la mayoría son solo fachadas donde se apila la basura y la arena.
El resto es una interminable carretera que lleva a ningún lugar. Lo sabemos
porque la hemos recorrido. Hemos intentado huir, pero después de pasar años o
incluso décadas de marcha, volvemos a ver los avisos de las películas, los
borrachos tropezando, los lunares de Tame y la piel de cartón de Walter Schmidt
chorreando sudor y grasa. Aquí todos los vecinos son indeseables, las máquinas
están permanentemente dañadas, la gente huele a silla vieja y masticada. La
vida está vieja y masticada. Atravieso una entrada sin puerta, el bar tiene
sillas de aluminio, una tarima y cortinas desgarradas por las polillas. No me
esfuerzo en distinguir los rostros, todos están cubiertos por una nube de humo.
Solo distingo la cabeza empinada de mi padre entre las pelucas de las ancianas.
—Este
no es sitio para ti, niña.
Reímos
y nos estrechamos las manos. Él me alcanza una copa desportillada, la acerco a
mi nariz. Aguardiente. Asqueroso. Lo bebo de un trago. Las botellas son los
últimos objetos relucientes en el mundo y sus etiquetas son las únicas imágenes
que preservan el orden. Veo cuerpos sosos desfilando a través de las cortinas.
Extraño a Brigitte, a Isabelle Adjani (no puedo decir su nombre incompleto,
cortaría su aliento). Bendigo al ron, esperma alcohólica que dibuja todos los
círculos posibles: es la saliva de un erudito Zoroastro que pinta órbitas desde
la garganta hasta hipnotizar el tracto digestivo.
Las
mujeres tienen tangas rosadas con líneas negras que se confunden entre las
nalgas; algunas mantienen las heridas, las huellas de los mordiscos, las
palmadas y las uñas que les han clavado. Mi vientre se contrae, resiste como
una serpiente amenazada. ¿Whiskey? Mi padre se alarma, cuando se embriaga
piensa que voy a robarle alguna mujer. El baile de los culos ha hecho que las
pelucas ancianas se marchen indignadas. Los bastones se arrastran. Las
bailarinas bajan a atender el público. Helm. Adjani. Me costaría definir si es
la cicatriz de la cesárea o los párpados caídos, pero algo me obsesiona
brevemente con la bailarina más joven.
—Hola,
linda.
La
tanga revela un pubis pequeño. El cabello castaño cubre dos pezones
desalineados que batallan con su propio peso.
La cicatriz está a la altura del whiskey.
—¿Te gusto? ¿Quieres un segundo baile?
Le
digo que no me gustan los bailes, pero que la música sobrevive en mis dientes,
en mis mejillas, en papilas gustativas y labios que podrían fundirse con cada
centímetro, orificio, lagrimal, pliegue, poro. Se ríe como un cascabel roto. Mi
padre golpea la mesa con un puño. Tranquilo, no te haré enojar tan pronto. Sé
que es hora de irme. Me levanto arrastrando el tedio, el calor, los hilos de
humedad que se aferran a la silla.
—Lo
siento, linda. Tengo novia.
Sus
manos recorren mis caderas con un gesto veloz que podré recrear hasta la muerte
de la noche. Helm. Adjani. Me despido apagando los ojos. Hay una patrullera
esperando a la salida: me requisa, solicita mis documentos. El uniforme le
cuelga del cuerpo como si fuera una niña probándose la ropa de su madre y su
radio es una piedra. Le acerco la etiqueta de una de las botellas y la revisa
minuciosamente, la olfatea, se pone la piedra en el oído y se aleja. Caminará
durante días por la carretera buscando el carro de su patrulla. Está vieja,
tiene el cabello rubio y canoso, las ojeras de una drogadicción olvidada. Tengo
la sangre verde, pienso que podría invitarla a una cita.
La
mirada acuosa de Tame se acerca. Sus ojos están extrañamente iluminados, son
dos proyectiles láser preparados para una descarga fulminante. Me concentro en
las pantorrillas sólidas, contorneadas por un pantalón gris que ella ha usado
desde siempre —y usará para siempre en esta eternidad—.
—¡¿Ya
fuiste a verla?! Aléjate de ese bar, hay una nueva casa en el pueblo.
Levanto
la cabeza y dejo caer un cigarrillo recién empezado. El bar, uno; la
cinemateca, dos; la estación de policía, tres; las fachadas abandonadas al
fondo y… una nueva casa roja, de aire oriental, bellamente decorada con flores
y lámparas.
—Se
llama Casino Shanghai; hay un aviso en la entrada, al parecer la dueña dará un
espectáculo esta noche.
Tame
sonríe y se aferra a mis hombros. Siento sus mechones cayendo sobre mi cuello.
—Debe
ser la casa de una prostituta o de una adivinadora. De cualquier forma, será
una estafa.
Walter
aparece y su voz me causa picazón en los oídos. Escupe un par de uñas y de
cueros. Me alejo al sentir las náuseas revoloteando en mi abdomen. El Casino
Shanghai tiene una única puerta de madera y cuatro ventanas completamente
negras. Solo recibimos mensajes de diversos olores, algunos apacibles como el
aroma de las plantas y otros que nos acorralan salvajemente, como si se tratara
de químicos industriales. El aviso corresponde con el espíritu de la fachada,
es una hoja amarilla pintada con tinta china: “¡Hoy! Gran apertura del Casino
Shanghai. ¡Presentación especial de Ulalume”. Ulalume, u-la-lu-m-e. Su nombre
se balancea en mis encías hasta invadirme la garganta. Los pobladores de este
mísero lugar comienzan a agruparse, algunos arrastran las sillas de los bares y
los ubican frente a la casa. No sabemos cuánto debemos esperar para la
aparición de la artista, ¿horas, días, meses?, ¿una década en la que podríamos
recorrer rutinariamente la carretera? Mi padre se acerca, abraza a la bailarina
de la cicatriz: ambos se han embriagado y se tropiezan. Ya no encuentro nada
interesante en ella. Recuerdo que la he visto antes, durante mucho tiempo.
El
cielo está verde. Aquí no hay astros o planetas que se posen en el firmamento,
solo los veo en las películas, por lo que evito mirar hacia arriba. Me allana
una ansiedad terrible al encontrar el cielo vacío. ¿Por qué nadie nos custodia?
Las
puertas del Casino Shanghai se abren y nos adentramos.. Nos sorprenden los
faroles circulares, los muebles de madera que no sabemos si es antigua o solo
elegante y las enormes vitrinas que todos recorremos con los ojos extasiados y
con las yemas de los dedos llenas de polvo. Los juegos de porcelana inician la
exhibición: son figuras anatómicas, bestias y representaciones de órganos
humanos en miniatura; en el centro de la sala hay una sección de kimonos y de
vestidos que portan maniquíes forrados en tela. Al final, hay un gran mueble
lleno de armas. Katanas, espadas, rifles dorados y una especie de bazuca que
tiene una cápsula llena de pequeñas esferas eléctricas que nunca dejan de
rebotar. Sam Raimi y Bruce Campbell estarían dichosos. El sonido de un
sintetizador jalonea nuestros tímpanos y conduce nuestra mirada hacia un
pasillo oscuro, que finaliza en una pequeña entrada con telas rojas. Las
pelucas ancianas esconden sus gritos y ronquidos, Tame encierra las manos de
Walter, mi padre empuja a la bailarina y pone sus manos en mis hombros.
Caminamos siguiendo el tacto de la música y la percusión que retumba hasta
hacer vibrar los estantes; el pasillo rechaza la luz, caminamos a tientas,
sosteniéndonos con nuestras extremidades sudorosas y con nuestra torpeza hasta
encontrar las hileras de asientos.
Ulalume
guarda sus ojos secos en el cajón más grande del tocador. El mueble está ubicado
en el centro de una enorme tarima, ¿es un set de grabación?, ¿la escenografía
de una obra de teatro? Desprende cada mejilla, el mentón, la nariz; su cuerpo
es un repertorio de prótesis que limpia con una tela satinada de color dorado.
Me impresiona la calidad del rubor y la autenticidad de su piel de látex: ni la
luz más fuerte podría revelar la textura del plástico rígido o las diminutas
burbujas que reemplazan los poros. Parece que sufre al arrancarse la vulva que
ahora guarda en una caja de cristal. Deseo lamer el acabado mate, arañar las
arrugas talladas en sus clavículas de silicona. Se quita los dedos y arma un
collar, deja las manos en dos bases de cristal amatista.
Desclava
las prótesis de su pelvis con violencia, provocando pequeños cortes en su piel.
Su sangre blanca fluye a chorros. Ahora los tentáculos y los flagelos de su
cuerpo se liberan como si cada uno fuera el espíritu de un pez. Me pregunto:
¿esta criatura suda? Quiero ver gotas cristalizadas sobre las pecas
hiperrealistas que pinta en su frente. Gritamos. Su cuerpo es una masa
gelatinosa y flotante. Acomoda una cámara, enciende las pantallas que habíamos
ignorado en la oscuridad. Aparece un contador. Número de seguidores: dos millones y medio. ¿Desea iniciar la transmisión en vivo? Ulalume acepta al parpadear
con los seis ojos rojos que tiene en su verdadero rostro. Las pantallas se
llenan de mensajes: es un chat en tiempo real donde se barajan miles de
pedidos. “Escoge a un gordo, chúpalo y exprímelo desde los pies”; “mételes los
tentáculos por la nariz a las ancianas hasta que se les rompa el cráneo”;
“quítate esa boca falsa y déjanos ver tu hocico de perra alienígena”. Ulalume
se enoja, muestra sus quince colmillos negros a la cámara y gruñe hasta que la
saliva se esparce por el suelo. Odia los insultos.
Las
enormes ventosas de Ulalume se expanden como bocas, ojos y tubos succionadores
que nos acarician y nos humedecen; se deslizan y reaccionan al sabor del sudor
frío, a los gestos aterrorizados, al calor de la fiebre que nos inflama el
abdomen. La percusión y el ritmo aumentan, el volumen de los sintetizadores se
convierte en una náusea, en presión sanguínea que revienta las venas de
nuestros ojos. Walter Schmidt gruñe e intenta liberarse del tumulto que intenta
huir, pero que ha sido cercado por los flagelos y las gotas de sangre blanca.
Los seis ojos de se posan sobre él, hacen una lectura detallada de la grasa, la
expansión de los poros, el hedor de los orificios. Ulalume lo levanta y lo
acerca a sus quince colmillos todavía expuestos. Walter gime y se retuerce,
pero la piel alienígena se estira y se adhiere a él hasta cubrirlo; ahora es
una enorme crisálida en la que solo se distingue su cara agónica que ruega por
oxígeno. Número de seguidores: tres
millones cuatrocientos. La quijada de Walter se quiebra —suena a cascarones
rotos—, sus dientes se esparcen, el cráneo se le desinfla como un balón viejo
—retumba un solo de bajo y la voz aguda de una mujer—, sus jugos corporales
llenan la bolsa de piel con un caldo humano de color marrón y con olor a
órganos exprimidos. Ulalume sonríe mientras vomitamos. Tame se desmaya y su
enorme cuerpo es prensado por los flagelos. Los restos espesos de Walter caen
sobre la alienígena. Número de
seguidores: cinco millones cien mil cincuenta y tres. La muerte se riega
con el ánimo de una maratón. Mi padre
intenta recoger las vísceras que el monstruo le extrajo con una puñalada de sus
tentáculos. No me impacta. Las cabezas ruedan, los cartílagos y tendones se
estallan, suenan como latigazos contra el viento. Observo mis manos salpicadas
y me digo que nada es real, que todo se trata de un sueño o que quizá estamos
en medio de la grabación de una película. En cualquier momento el director
aparecerá, quizá George Romero o Chan-Woo Park; alguno dará la orden al equipo
de limpiar el set. Los actores se incorporarán, devolverán las prótesis de
látex, traerán toallas para la sangre falsa; algunas risas se alternarán con
los recuerdos de los momentos más intensos de la escena. Mi ensueño se corta
cuando una ventosa obstruye mi oído derecho: Ulalume me encapsula, me alza,
enfrenta a sus ojos. Adjani. Helm. Los ojos de Ulalume. Los auténticos ojos de
un demonio. Su mirada me empala. Seis infiernos comprimidos. ¿Moriré en este
orgasmo? Sus ojos son los soles de los planetas olvidados, sus ojos son los
multiversos de pesadilla, las dimensiones horribles que siempre he amado. La
música habla: “Cuerpos huecos, sueños vacíos, siempre igual y aún están
recordando imágenes inexplicables en la atmósfera hostil”. El cuadro de mi mirada se oscurece. Negro.
Despierto
en el bar Cápsula 70. La bailarina con la cicatriz de cesárea está trenzando mi
cabello a pesar de que Ulalume le arrancó los brazos de un mordisco la noche
anterior. Mi padre cabecea en una silla sosteniendo una botella de vodka, su
estómago está intacto. Le doy una propina imaginaria a la bailarina y salgo a
la carretera. Tame me saluda, está sentada en las piernas de Walter Schmidt;
las burbujas de grasa en el rostro del hombre-crisálida siguen vibrando. Camino
evitando el verde del cielo, pero pronto me acapara; esta rutina es un
picahielo que raja mi laringe y seca el líquido de mis articulaciones. El
Casino Shanghai está cerrado, hay un aviso en una de las ventanas negras.
“¡Gracias por visitarnos! Próxima función: ____”. No hay una fecha. Los
habitantes del pueblo sonríen, festejan, deambulan como niños, aun cuando hace
unas horas estaban desollados. Pasean, se agitan y brindan reviviendo sus
muertes; las recrean a carcajadas, hacen mímicas y dibujos; gritan, señalan en
su cuerpo intacto con las partes desprendidas, mordidas, tajadas, incineradas,
aplastadas... Yo no puedo hacerlo. No hubo un apagón, mi corazón siguió
latiendo, mi cerebro no se fundió, perdió el sentido por unos segundos, pero
nunca me encontré con la muerte. ¿Por qué Ulalume decidió eximirme?, ¿por qué
soy la única?, ¿le he causado tal repudio o fascinación? Siento arder. El dolor
es ácido, me corroe desde el interior.
Todos
murieron y yo dormí. Sigo pensando en ello durante días, meses, ¿años? Camino
por la carretera, lloro en la carretera, me masturbo en la carretera. Son los
ojos de Ulalume. Sus ojos me contuvieron, incubaron un espíritu que desconocía.
Ulalume, me hiciste real, me sentí amada por tu iris monstruoso, por tu hambre
enrojecida que ahora siembra calambres en mis lagrimales, en mis yemas, en mi
clítoris, en mis nalgas, en los bordes de mis dedos. En ese momento fui la
actriz acorralada, la vulnerable artista que suplica por una piedad que
rechaza; todas desean ser comidas, todas esperan el golpe que aturda sus
cráneos, que desencaje sus médulas, que revierta el orden vertebral. Cuando
regreso al pueblo encuentro más polvo en el olvidado Casino Shanghai: el aviso
de la próxima función se ha ido borrando. Le grito a las ventanas negras,
estrello mi cabeza en la puerta hasta que las astillas de madera se ensartan en
mi frente. Nadie me detiene.
—Tienes
que parar.
Las
pestañas de cebra de Tame vuelven a aplaudir. Nada en ella envejece, mientras
que en mi cuerpo, los tejidos se sienten como fósiles.
—¿Quieres
verla? Está en la Cinemateca.
El
letargo me abandona, en su reemplazo asciende la taquicardia, se expande la
yugular. Imagino que estoy desnuda en un cuarto y Ulalume está sobre mí. Sus
ojos se alinean con los míos, su orgasmo se reproduce en cada poro, lo siento
contaminando mi ADN, redirigiendo el curso de mis neuronas; somos dos polos
perfectamente equilibrados, nuestro magnetismo es infinito. El teatro está casi
vacío, Isabelle Adjani cruza un metro subterráneo, es la antesala de una escena
memorable donde el pánico copula con la oscuridad. Ulalume viste un gabán negro
y un sombrero que guarda los flagelos de su cabeza. Las prótesis de sus piernas
brillan, tiene botas largas de cuero y una falda que apenas le cubre una pelvis
gelatinosa. Me siento a su lado, lágrimas doradas nacen de sus seis ojos.
—¿Qué
clase de Dios crea a seres tan dolorosos? Solo merecemos caer por el desagüe.
Su
voz serena se estanca en mi glotis. La pantalla muestra a Isabelle Adjani
abortando al hijo de un extraterrestre; los trozos del feto caen al suelo y se
rompen como huevos. Hay un charco de sangre roja, seguido de un charco de
sangre blanca. Adjani grita. Grita como si la vida le saliera espantada del
útero y escapara por sus cuerdas vocales. Ulalume seca sus lágrimas con una
tela satinada de color azul, sonríe y aplaude con gran emoción. No puedo
limitar el amor que me invade, la ternura ennegrecida que tiñe mi corazón. Solo
me permito silencio. Solo me permito admirar y registrar cada trozo de Ulalume,
pues sé que nunca me pertenece.
Ahora
el cielo verde emerge, hierve sobre mí. Paso años errantes en la carretera,
imagino que Ulalume me acompaña, siento el abrazo de sus tentáculos cuando me
quedo recostada en el asfalto, sueño que por fin me descompongo.
Cuando
regresa a la Cinemateca, escucho su voz en mis sueños y regreso al pueblo como
una sonámbula. Ahora me habla de los viajes que realiza por los universos que
nos han sido negados. A todos les lleva su excepcional performance snuff, con música y montajes
cinematográficos; cada espectáculo cuenta con muertes diversas y víctimas que
elige, disfruta y desecha. A veces llega a amar algunos seres y entonces los
relata o canta canciones sobre ellos. Sus flagelos se erizan. Siento arder.
Fantaseo con hurgar sus ojos hasta que exploten y huir, huir para derramar
bilis negra en la carretera, pero sus ventosas me acarician, el aroma de las
prótesis impregna mi cabello y entonces vuelvo a ensoñarme, caigo por el
desagüe. “¿Cuándo volverá el Casino Shanghai?”, “¿por qué siempre regresas
aquí, conmigo?”. Solo me atrevo a enunciar las preguntas en mi mente,
desconozco si Ulalume lee mis pensamientos o si los sospecha.
Afuera,
los hombres libres festejan.
Envidio
una eternidad así, o quizá la aborrezco. Para no agobiarme, fijo los ojos en la
pantalla y comienzo a tararear.
Karen Andrea Reyes nació en 1995 en la ciudad de Bogotá, Colombia. Es comunicadora social y periodista, magíster en Creación Literaria y estudiante del máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneos de la Universidad Abierta de Cataluña. Su primer libro de ciencia ficción “Zen’nō”, fue ganador de la beca para proyectos editoriales independientes de Idartes y publicado por Ediciones Vestigio en 2020.