Un pequeño acto de valentía
De Ada Nnadi
Si la chica que está sentada frente a mí tuviera mis
poderes, haría lo que hago yo todos los días: hacerse invisible. Pero no los
tiene, y lo compensa hundiéndose aún más en su asiento. Sus alas se extienden a
su alrededor formando una cúpula que le protege la cara de las miradas. Trata
de evitar la atención de les niñes de la mesa a sus espaldas.
Su líder, Grace (encerrada aquí porque no paraba de
teletransportar a la gente que no le gustaba al desierto del Sáhara) ha ordenado
a uno de los asistebots que reproduzca el vídeo “Egnevaing Angle”. El bot ha
obedecido, y planea por encima de sus cabezas de tal manera que aquellos en la
mesa y quienquiera que tenga suficiente curiosidad para mirar pueda verlo.
Yo alejo la mirada del holograma proyectado por el bot y
comienzo a cortar mi akara en formas precisas. Ya he visto el vídeo
antes y aunque me siento culpable, es imposible verlo con la cara seria.
Comienza con la chica alada en una parada de autobús,
esperando un hanfo. No tiene alas y se rasca la espalda con fiereza.
Arrastrándose a sí misma al frenesí, ignorando la multitud que está comenzando
a atraer. Su mano se desliza dentro del uniforme. Saca una pluma. La cámara
captura su expresión de consternación cuando mira la pluma, y su boca forma una
palabra repetidamente: «No».
Se escucha un chasquido y se dobla hacia delante, el
cuerpo se estremece. Gimotea ruidosamente. Dos bultos comienzan a crecerle en
la espalda.
—¡Que alguien la ayude! —grita una voz.
La persona que graba se gira abruptamente hacia una mujer
mientras esta se abre paso entre la multitud. Tiene arrugas entre las cejas y
en las comisuras de la boca, que se tensa a medida que se acerca a la chica.
Cuando están lo suficientemente cerca para tocarse, la mujer detiene su avance,
resollando. Es difícil no darse cuenta del blanco en su afro o de la manera en
la que parece encogerse sobre sí misma, con los hombros cerca de su cuerpo.
Bajo la mirada de los chips/lentes RERD (nunca
se sabe con estas cosas) sus arrugas parecen estar esculpidas en su cara.
La mujer parece tener veintipico años (lo suficientemente
joven como para ser parte de la Segunda Generación, que consiste en
preadolescentes y adultos jóvenes como yo). Les Genómiques-2: la progenie de
los niños que sobrevivieron a los efectos del Harmatán Verde hace cuarenta y
tres años, las mutaciones que rediseñaron los genes de los fetos de tres meses
o menos. Las alteraciones en el resto del país (adultos, en su mayoría) no
fueron tan amables.
A pesar de lo joven que parece, la mujer se comporta como
si fuera mayor, como si sus años fueran una carga, uno por la postura encorvada
de sus hombros, unos cuantos más por las arrugas de su cara, el resto
arrastrándose tras ella como una cola que los humanos no han necesitado en unos
cuantos miles de años.
—¡No toque! —grita alguien en el gentío—. Oí de una mujer
que cuando su pikin cambió, la cagó y tocó al niño, y vaya si se llevó
una descarga eléctrica grave. Y tal cual se murió.
El aire ondea con los murmullos de la gente. Alguien
escupe la palabra «demoníaco». La columna de la mujer se endereza y da un paso
hacia delante, extendiendo una mano hacia la piel expuesta de la pierna de la
chica. Toma aire profundamente. Sus ojos se vuelven amarillo brillante. El
temblor de la chica se detiene, la tensión en su cuerpo se disipa. La mujer
lloriquea, y como si lo recorriera una mano cubierta de ceniza, el pelo se le
vuelve gris y regresa al marrón, el blanco en él ahora más abundante que antes.
Es incomprensible que alguien lo encuentre divertido, lo
sé, pero tan pronto como la chica deja de sacudirse, unas alas gigantescas
estallan en su espalda con un florecimiento de plumas negras, rasgando su
camisa. No están ensangrentadas, pero muestran un resplandor viscoso.
La chica se aleja escabulléndose de la mujer, que se ha
agachado para evitar la embestida de plumas. Las alas baten, tal vez tratando
de sacudirse el recubrimiento grasiento o respondiendo a su incomodidad; es
difícil saberlo. Se abren desde su espalda, y la gente se encorva o se aleja
para esquivarlas. La chica mira por encima del hombro y da un grito de asombro,
los labios se mueven formando la conocida letanía: «¡No!»
Sus manos viajan a su espalda como si fuera a arrancar las
alas de sus muñones. Las alas dan un gran aleteo y rápida como una bala la
chica se encuentra en el aire, gritando a pleno pulmón.
Su cantinela cambia:
—¡Jesús! ¡Jesús!
Las alas se extienden más allá de los brazos, llevándola
más alto. Desvía al golpearlo a un dron de vigilancia cuyo faro ha comenzado a
destellear rojo por el alboroto que está desarrollándose. Da una vuelta
alrededor de un paso elevado de tren y durante un hermoso instante, con el sol
como telón de fondo, parece la representación de un ángel vengador, incluso
aunque sea uno torpe que grita como si su cabeza estuviera ardiendo.
Cuando vuela cerca de una torre de comunicaciones, sus
manos se aferran a las barras con todas sus fuerzas mientras las alas baten,
tirando de ella en la dirección opuesta. Sin embargo, la chica se agarra a la
torre como a una amiga perdida hace mucho tiempo.
—Mami o —grita—, mami o.
Se necesitan cuatro policías con habilidad para volar
(uno de ellos un genómico con alas de libélula) para hacerla bajar. E incluso
entonces, se niega a hacerse descender a sí misma. En lugar de eso, le
administran un tranquilizante y uno de ellos la baja al hombro. Yo habría
pensado que la historia termina bien para todas las partes involucradas, pero
ella está aquí, en rehabilitación genómica, lo que significa que o bien algo va
mal con sus poderes o algo va mal cuando utiliza sus poderes.
La estudio abiertamente; una de las cosas buenas de ser
invisible. Sus alas ya no le protegen la cara, pero ha formado un montoncito de
plumas al arrancárselas. Tal vez por eso está aquí, porque tiene tricotilomanía
genómica.
Detiene el tirón de plumas e inclina la cabeza en mi
dirección, entrecerrando los ojos. Yo no aparto la mirada. Algunos genómicos
pueden percibirme, pero nunca he conocido a uno que pueda verme.
Es alta, incluso desgarbada. Parece que su cuerpo está
cubierto de escamas (retícula), volviéndola de un marrón lustroso. Solo se
vuelven obvias cuando la luz impacta contra su piel de una forma concreta, pero
no me sorprende. Su genomalía parece ser del tipo animalia.
Una risa llega procedente de la otra mesa. Alguien ha
vuelto a reproducir el vídeo, y ha atraído la atención de un puñado de gente en
el comedor. La chica hace una mueca de dolor. Unas pocas plumas se sacuden.
Vuelve a tirar de ellas, desplumando una a una, más rápido que antes. Me
pregunto si duelen tanto como cuando te arrancas un pelo del cuerpo. Su cara no
da ninguna pista para apoyar mi teoría.
Mojo mi akara en las natillas y doy un mordisco.
La gente en nuestra mesa no parpadea ante el espectáculo que creo. Mi no estar
presente y aun así tener efecto en los objetos a mi alrededor no es nada
comparado con Adeyemi, que se niega a dormir porque siempre se despierta en el
cuerpo de otra persona, o Ibrahim, cuya susceptibilidad a las desgracias es
mayor que la media y puede transferirse a cualquiera que toque. Lleva puesto un
traje de protección biológica con un botón de llamada automático en caso de que
comience a ahogarse, como le ocurrió ayer.
También está Cee, que puede modificar la realidad cada
vez que dice «Me gustaría», y que está encarcelade aquí porque trató de
convertir al presidente de Nigeria en una patata. Le cogieron porque hay gente
pendiente de estas cosas, especialmente cuando alguien con una habilidad
similar había tratado de rehacer el mundo a su imagen y semejanza.
Trabajamos con parapsicólogos para «encontrar el
equilibrio entre nuestras habilidades y nuestros lugares como seres humanos». A
algunas personas como Ibrahim, los parapsicólogos los autorizan para el uso de
chips de amortiguación de poderes o hasta una cura. Adeyemi firmó los papeles
de consentimiento para su chip hace una semana, e Ibrahim está esperando su
valoración para una cura personalizada, diseñada con su genomalía en mente.
Yo en realidad estoy a gusto con lo de ser invisible.
Pero mi psicólogo les dijo a mis padres que estoy utilizando mis poderes para
lidiar con un trauma pasado. Necesito apenas unos minutos al día para recargar
y reaclimatar mis átomos a esta realidad, con lo que llevo siendo invisible 18
meses.
El grito de «¡Jesús!» de la chica obtiene una reacción
mayor de su audiencia la segunda vez. Se oyen risas escandalosas y ella agarra
un puñado de plumas y tira. Esta vez, el dolor destella en su cara y antes de
darme cuenta de lo que hago, extiendo la mano para coger la suya.
—Para —digo. Mira a dónde mi mano debería estar y arranca
otra pluma—. ¡Que pares! —siseo. Dejo que la mano que está sobre la suya
aparezca, enguantada. Hace más frío cuanto más tiempo permanezco invisible.
—¿Duele? —pregunto.
—¿Duele? —repite.
—¿Qué?
—¿Duele ser invisible?
Pienso la respuesta:
—Mientras no permanezca invisible más de trece horas
seguidas, en general estoy bien.
—¿De qué te ocultas? —pregunta.
—¿Por qué te arrancas las plumas? —le disparo de vuelta.
Ella sonríe.
—Las odio. Odio llamar la atención. —Hace una pausa—. Tú
también lo odias. Puede que no sea la atención que yo recibo, pero es
definitivamente el motivo por el que te escondes.
—Bueno, bueno. Si
añades algo de trauma en todo eso, sonarías igual que mi terapeuta.
Ella ríe.
—Soy Isoken, por cierto —digo.
—Chinwe —responde, y deja de arrancarse las plumas el
tiempo suficiente para dedicarme una sonrisa.
Ya que no puede ver la sonrisa que le devuelvo, le doy un
apretujón a la mano que sigue sobre la suya antes de retirarla. Estoy a punto
de hacerla desaparecer, cuando me doy cuenta de que la observa, mientras su
mano se desliza por las alas pero sin arrancar nada. Dejo que mi mano
permanezca visible. Levanto el pulgar en señal de aprobación.
Su sonrisa se vuelve más amplia, y hasta que un auxiliar
se la lleva, sus alas no pierden más plumas.
#
La sala de terapia es el lugar que menos me gusta de la
rehabilitación genómica. Es una habitación de tamaño medio que la terapeuta
moderadora hace aún más pequeña al sentarnos a todes en un círculo cerrado. No
hay ventanas, y las luces bio-flo están en modo tenue.
Solían reproducir música «tranquilizadora» hasta que un
tecnópata arrancó los altavoces y toda la red eléctrica del centro porque oía
espectros que le hablaban a través de la canción.
—Isoken, ¿te gustaría estar presente con nosotros hoy?
—me pregunta la moderadora.
Me encojo de hombros y le doy mi respuesta habitual:
—Estoy lo bastante presente.
Alguien suelta un resoplido, pero me niego a prestarle
atención. La terapeuta continúa mirándome. Una silla vacía en un círculo de
seis personas me hace muy llamativa. Está tratando de localizar mi cara, mis
ojos, probablemente, con su mirada pensativa, pero va a tener que bajarla un
poco. Mira la tablet en sus manos y sé que está tomando notas cognitivas
sobre mí.
Alguien entra tropezándose y nos giramos.
—Chinwe —dice la terapeuta—. Qué bien que te unas a
nosotres. ¿Por qué no coges una silla y te unes al círculo?
—¿Igual se puede sentar ahí? —Grace señala a la silla que
está a un asiento de distancia de ella. La silla en la que estoy sentada yo—.
No hay nadie ahí —dice con tono inocente.
La terapeuta le lanza una mirada de desaprobación.
—Grace, sabes que Isoken está en ese asiento.
—No lo está. Se acaba de ir. La he sentido marcharse.
La duda suaviza y borra la línea de desaprobación de la
boca de la terapeuta, y antes de que pueda preguntar, digo en tono hastiado:
—Sigo aquí.
Grace hace esto cada vez. Pretende que no estoy porque
soy invisible y entonces trata de engañar a los demás para que hagan lo mismo.
Es una broma agotadora. Aunque no quiera que me vean, me niego a ser ignorada;
un enigma, lo sé. Puede que no tenga el mismo aspecto que la Isoken de hace
dieciocho meses, pero todavía sueno como ella, algo que espero nunca cambie.
Chinwe mira a Grace y luego a la terapeuta y luego a la
silla en la que me siento. Quiero saludarla, pero ¿de qué serviría? Camina
hasta la otra punta de la habitación, saca una silla de una pila y la lleva
hasta el círculo. La acción lleva más tiempo del que debería porque las alas no
paran de intentar levantarla del suelo mientras ella insiste en hacer lo
contrario.
Los seis observamos la escena. Adeyemi tiene la lástima
puesta a tope. La expresión de Cee es la que más se parece a lo que siento yo:
un poco de lástima, un poco de confusión y un poco de curiosidad. La chica que
se sienta entre Grace y yo está llorando y se agarra el hiyab, los pies
rebotando. Hace unas semanas era un borrón, encerrada en un bucle por las
alteraciones constantes de su hilo temporal, al tratar de rehacer
conversaciones, sucesos y cualquier cosa que se quedara corta respecto a lo que
consideraba como ideal.
Parece que está lista para darle a Chinwe un arreglo o
incluso un empujón en el tiempo para evitar la escena que se desarrolla frente
a ella. Las alas de Chinwe ganan, y la arrastran unos cuantos pasos hacia
atrás. Grace se ríe disimuladamente y yo me trago las ganas de inclinarme hacia
delante y simplemente rodearle el cuello con las manos durante unos minutos.
—Chinwe —exclama la terapeuta, con una expresión amable—,
¿y si tratas de no luchar contra ello?
Aunque parece que Chinwe preferiría hacer lo contrario,
lo intenta, dejando que sus alas tomen la iniciativa. Se extienden, pero no del
todo, y realizan un pequeño aleteo, levantándola un centímetro o dos del suelo.
El semblante de Chinwe es serio, su acercamiento inestable, pero cubre la corta
distancia sin problema y encaja su silla entre Cee y yo.
Cee le sonríe y yo ajusto mi asiento para hacerle hueco.
—¿Ves? —dice la terapeuta, mientras los ojos le brillan por
el éxito—. No ha sido tan difícil, ¿verdad? Buen trabajo, Chinwe.
Ajustándose para ponerse en una posición cómoda con las
alas plegadas detrás de su silla, Chinwe le lanza una mirada escéptica a la
terapeuta, pero ella está escribiendo más notas en la tablet. Utilizo la
distracción para susurrar:
—Muéstrale una gran sonrisa. Puede que te de una estrella
dorada.
—¿De verdad?
—Una estrella dorada para ti, una estrella dorada para
ti. Estrellas doradas para todos.
Chinwe se ríe. Su mirada desciende.
—¿Dónde está tu mano? La enseñaste la otra vez.
—Ah. —Me revuelvo—. Normalmente no dejo que la gente me
vea. Soy invisible la mayor parte del tiempo.
—¿Por qué?
Esta es la segunda vez que me hace esa pregunta, pero que
el intento sea tan directo me descoloca de tal forma que me quedo paralizada
unos segundos. Mi terapeuta personal trata de sacarme una respuesta mediante
preguntas sutiles que me hacen hablar y tal vez poner las cosas en perspectiva.
Él no me presiona, pero la pregunta de Chinwe salta, obligándome a pensar en el
motivo que sigo ocultando, y no me gusta.
—Tal vez si tú compartes porqué te da tanto miedo
utilizar tus poderes, puede que yo te diga porqué elijo permanecer invisible
—ataco.
Cuando me giro alejándome de ella, me encuentro a la
terapeuta observándome con una expresión pensativa. Esta vez, consigue conectar
con mi mirada, y mi ira se prende, hormigueando en mi piel a través del frío
que acompaña a ser invisible.
Me obligo a relajarme. No puede verme. Aquí estoy segura.
Mi voz sigue siendo la de Isoken. La terapeuta por fin aparta la mirada.
—Chinwe —comienza—. He oído lo de tu episodio en el área
del comedor. ¿Te gustaría hablar de ello?
Chinwe se mueve en su asiento. Sus ojos saltan hacia mí y
de vuelta a la terapeuta.
—Odio estas cosas —dice, haciendo un gesto hacia sus
alas—. No las quiero.
La terapeuta muestra una expresión pensativa. Escribe en
su tablet.
—¿Y eso por qué?
—¿Sabe quién es mi madre?
—Sé quién es. Pero nadie la conoce mejor que tú, así que
¿por qué no nos lo cuentas tú?
—Soy diferente.
La terapeuta asiente.
—Sí, lo sé. Estas habilidades…
—No ese tipo de diferencia. —Chinwe niega con la cabeza—.
Soy, eh… Soy diferente, en cuanto a sexualidad.
Grace resopla. La terapeuta le lanza una mirada para
acallarla, mientras yo me pregunto cómo salirme con la mía estrangulándola en
presencia de seis testigos.
Chinwe no deja que eso la detenga.
—Dicen que el Harmatán Verde mató a un cuarto de los
nigerianos, ¿no? Un cuarto de cuatrocientos millones de personas desaparece
así, sin más. La familia de mi madre, la mayoría murió. Solo su hermana, su
hermana melliza, desarrolló poderes, pero eso tampoco acabó bien. Así que mi
madre asumió la idea del apocalipsis, la obsesión por el fin de los tiempos. Mi
tío dice que es su manera de pasar página. Pero su forma de pasar página es,
eh… muy…
—Fundamentalista —sugiero yo.
Ella asiente.
—Sí, esa palabra. Estaba muy dedicada a la causa. No le
llevó mucho tiempo que la hicieran reverenda y después se casó con el fundador
de la iglesia. Después de su muerte, se convirtió en la nueva GO. Me
tuvieron un tiempo antes de que él muriera.
Una silla se arrastra, Halima, la chica del hiyab que
cambia de posición. Adeyemi se frota el cuello. Grace bosteza ruidosamente y
Cee le lanza una mirada furiosa que sugiere que está considerando seriamente
alterar su realidad.
—Mi madre sabe que yo… —Agita las manos—. Que soy…
—Una homosexual —dice socarrona Grace.
—Grace. —La voz de la terapeuta suena a advertencia.
—¿Qué? Ella no lo quería decir. Yo solo ayudo.
—¿Quién te lo ha pedido? —dice Cee—. Deja de ayudar.
—Todo el mundo, calmaos —dice la terapeuta—. Este es un
lugar seguro, un grupo de apoyo. Démosle la oportunidad a Chinwe de ser honesta
con nosotres. Por favor, continua, Chinwe.
—Llegamos al acuerdo, mi madre y yo, llegamos al acuerdo
de mantenerlo en secreto. Su aceptación de lo que soy fue suficiente.
—Eso no es aceptación —interrumpe Adeyemi. La terapeuta permanece
en silencio.
Chinwe levanta la barbilla.
—Para mí fue suficiente. Era mejor que que me echara, o
que me sometiera a rezos.
—¿Y ahora? ¿Sigue siendo suficiente? —pregunta la
terapeuta.
Pasa un momento. Los dedos de Chinwe se mueven nerviosos.
—Puedo ocultar que soy homosexual —dice finalmente—. Pero
esto no. —Señala con un gesto a su espalda.
#
Chinwe no dice nada más después de eso. La sesión termina
con Halima compartiendo su progreso al no usar sus poderes cuando las cosas no
salen como a ella le gustaría. La terapeuta le da una palmadita a Chinwe y la
felicita por haber participado antes de marcharse. Rápidamente, solo quedamos
Chinwe, Grace y yo en la habitación.
Grace está jugando al pillapilla teletransportador,
apareciendo en lugares aleatorios, empujando y golpeando al asistebot mientras
este limpia el espacio. Yo sigo en mi silla, la incredulidad me mantiene ahí
plantada. Chinwe tampoco ha abandonado su asiento. Se tomó en serio mi desafío.
¿Significa eso que espera que yo comparta mis razones para mantenerme invisible
constantemente? La estudio. Su cabeza está gacha. Se tira de las uñas.
—Sigues aquí, ¿verdad? —pregunta.
Casi no respondo. Le lanzo a Grace una mirada cautelosa.
—Sí. Sigo aquí.
—Entonces…
—No has dicho porqué tienes miedo de utilizar tus
poderes. No explícitamente.
Me lanza una mirada exasperada.
—Usarlos es igual que aceptarlo. Tal vez si no los uso…
—No se irán —interrumpo—. Y a menos que elijas
curártelos, seguirán ahí. Siempre. ¿Eso es lo que quieres? —Ella se revuelve en
el asiento—. ¿Has tratado de volar?
—El centro me ha asignado una profesora. Tiene alas de
mariposa.
—No has respondido a mi pregunta.
Se retuerce de nuevo.
—No. —Yo suelto un bufido de burla—. La cosa es que… me
dan miedo las alturas. La profesora trató de hacerme sentir mejor diciéndome
que «el suelo no es mi enemigo». Y yo pensé, hantie, mientras haya
gravedad, el suelo siempre será mi enemigo.
Una risa estalla de mi boca; lo que más gracia me hace es
su intento de imitar un acento yoruba. Pronto, ambas nos reímos.
—Oya, te toca —dice cuando nos calmamos—. ¿Por qué
eres invisible todo el tiempo?
Abro la boca, a punto de hablar, pero sin tener claro lo
que quiero decir o cómo voy a decirlo, cuando de repente Grace aparece frente a
nosotras.
—Pierdes el tiempo con esta —le dice a Chinwe—. Tiene
tantas ganas de desaparecer que se niega a utilizar su verdadero nombre. Pregúntale. Pregúntale si Isoken es su verdadero nombre. Nuestra señorita languidece
por su hermana muerta.
Me enfurezco.
—¿Has mirado mi expediente?
—Pues claro, ¿por qué no iba a hacerlo? Cuando eres una
adolescente en desarrollo, invisible y taciturna. Tu hermana está muerta,
Itohan, ya no te pareces a ella, asúmelo.
Aprieto los dientes y dejo que vea la mano venir antes de
darle el puñetazo. Forcejeamos. Me teletransporta al desierto y después a la
azotea de un edificio Dios sabe dónde. En una de las habitaciones, asustamos a
un chaval que trata de hackear el botpot de su madre. Pero tengo
bien agarrada la blusa de Grace y la golpeo, mi mano visible todo el tiempo.
Cuando regresamos a la sala de terapia, les asistentes
están allí y preparades para nosotras. Le dan a Grace una inyección de
antigenómico. Comienza a convulsionar. Me aparto de ella y dejo que mi mano desaparezca
justo a tiempo, pero los asistebots están listos. Rocían una forma gaseosa del
suero en mi dirección y la última cosa que veo cuando mi cuerpo entra en crisis
es a Chinwe empujando a une de les asistentes en un intento por alcanzarme.
#
No nos pueden dar chips de amortiguación ni una cura sin
nuestro consentimiento, así que nos hacen pensar en las consecuencias de
nuestros actos dándonos trabajos que debemos realizar manualmente. A Grace le
toca limpiar los baños de las chicas, y a Chinwe y a mí quitar las malas
hierbas del terreno del centro. La distribución no me gusta.
Fui visible cuando me rociaron con el antigenómico. Me vio.
El antigenómico te quita todos tus poderes atacando los genes que llevan el
rasgo genómico. No es mortal, pero uno de los efectos secundarios son las
convulsiones. Cuando la cura reestructura las células extrayendo la anomalía de
la codificación del gen, absorbiéndola para que sea descartada como deshecho,
el suero trata al gen como algo que debe ser aniquilado.
Han pasado dos días, y he estado evitando a Chinwe, pero
no puedo seguir posponiendo mis tareas más tiempo. Ella no para de echarme
miradas mientras yo desentierro malas hierbas con un fervor que iguala a mi
agitación.
Se acerca arrastrando los pies:
—Eh.
—¿Qué? —Se mueve nerviosa—. ¿Qué quieres? ¿Mi historia
lacrimógena? ¿Por eso no me dejas en paz? ¿Lo que te contó Grace no es
suficiente?
Una expresión de dolor cruza su cara.
—Perdón. Yo solo quería…
Sacude la cabeza y se gira para marcharse.
No quiero sentirme mal, pero así me siento. Tiro de otra
hierba con tanta fuerza que el impulso me tumba. Chinwe me oye gritar y se
acerca corriendo; la planta en mi mano le señala dónde estoy.
—¿Estás bien?
Mi pecho jadea y comienzo a sollozar.
—Grace no tenía derecho. Nadie debía saberlo. Tú no
tenías que haberme visto. Así es como la mantengo viva.
—¿A quién?
—A Isoken. Así es como mantengo viva a Isoken. —Me seco
las lágrimas—. Es mi gemela. —No me presiona. Se limita a quedarse de pie junto
a mi y a esperar—. Hubo un incendio. Un chico genómico desarrolló sus poderes
súbitamente en el tren. No podía controlarlo. Tratamos de ayudar. Yo no podía
hacer que mi campo de fuerza funcionara. Isoken en cambio, a Isoken se le daba
todo bien. Pero las cosas se descontrolaron, una explosión. Y entonces… —Toso,
pero el nudo en mi garganta no se mueve. Mi corazón se retuerce con dolor—.
Cuando me desperté. Parecía otra persona y ya no tenía a mi hermana.
» Éramos idénticas. Ni siquiera nuestros padres podían
diferenciarnos, y ahora, me miro la cara y no la puedo ver. No me siento la
hija de mis padres Lo único que me queda que sigue siendo de ella y mío es
nuestra voz.
Hay silencio durante un rato. Chinwe se sienta en la
hierba.
—Tu hermana no será olvidada. Tú siempre serás la hija de
tus padres.
Me rio.
—No eres pariente de mi terapeuta, ¿no?
Se encoje de hombros.
—Mi tío. Leí sus libros. Es psicólogo. Creo que algo de
su psicología se me pegó.
Suelto una risita. Me quedo sin aliento con la siguiente
pregunta:
—No será mi terapeuta, ¿no?
—No lo creo.
Inclina la cabeza y puedo ver la honestidad en su cara.
Su respuesta apacigua mi ráfaga de ansiedad.
—¿Cómo sabes que mi hermana no será olvidada?
—Me has hablado de ella, ¿no? Así que ahora la conozco, y
como la conozco, la recordaré. ¿Sus amigos? La recordarán. ¿Tus padres? También
la recordarán. Y de la misma forma que me has hablado de ella, le hablarás de
ella a otras personas, y algunas de ellas la recordarán.
Comienzo a protestar. Ella niega con la cabeza.
—Eres más, Itohan, y tu hermana era más que vuestras
caras. Pero si estás ocupada tratando de mantenerla con vida, ocultándote del
mundo, ¿quién te recordará a ti? Sé que quieres desaparecer, pero ¿quieres que
te olviden?
Pasamos el resto del tiempo en silencio. Su pregunta no
deja de repetirse en mi cabeza. ¿Quiero que me olviden?
#
Le hablo a mi terapeuta de la conversación que tuve con
Chinwe, y él piensa que tiene algo de razón. Me convence para ver a mis padres
por primera vez en cuatro meses. No hace falta que sea visible, lo único que se
me pide es observar.
Eso es lo que estoy haciendo ahora mismo, mientras los
amigos y las familias se pasean por la sala comunitaria. Los internos se
distinguen por sus trajes grises, los abrazos, las conversaciones, algunos de
ellos lloran. El centro solo permite un día abierto al mes, y mucha gente lo
aprovecha al máximo.
Mis padres están de pie en medio de la sala, los ojos de
mi madre peinan la multitud. Me está buscando, me doy cuenta con un sobresalto.
Mi padre está a su lado. No me busca, pero sus ojos están fijos en la puerta.
Camino lentamente hacia ellos.
—Mamá, papá.
Capto la decepción de mi padre antes de que se
desvanezca. La mirada de mi madre permanece fija en el espacio vacío en el que
me encuentro. Cuando estoy con la mayoría de la gente, su mirada comienza a
dirigirse a algo con sustancia a lo que aferrarse. Los ojos de mi madre, sin
embargo, nunca ceden.
Pasa un instante. Ella pregunta:
—Itohan, ¿sigues ahí, abi?
—Sigo aquí.
—Me alegra tanto que nos llamaras. —Sus ojos brillan por
las lágrimas. —Creíamos que ya no querías vernos.
—Yo… —Una risa conocida capta mi atención. Chinwe está a
cierta distancia con un hombre y dos niños. Está abrazando a uno de ellos y sus
alas baten. Flota a medio metro sobre el suelo.
—Así que ahora puedes volar. —El hombre sonríe.
Ella ríe de nuevo.
—No es volar de verdad, pero lo intento.
Lo intenta. Me giro de vuelta hacia mis padres. La mirada
de mi madre es expectante. Sus ojos están ahora fijos en la dirección
incorrecta. Mi padre ni lo intenta. Su mirada está dirigida al suelo.
Bajo mi mirada a mis manos. Soy más que mi cara. No
quiero que me olviden. Mi valentía nunca ha sido nada impresionante, no desde
que elegí hacerme invisible. Pero para esto, tomo un pequeño fragmento de mis
reservas. No lo pienso. Doy un paso desde el frío de no ser invisible al calor
de la vista.
Unos gritos de asombro siguen a mi revelación. Mi madre
está atrapada entre la alegría y el asombro. Comienza a sollozar mi nombre:
—Itohan, Itohan.
Cuando mi padre me mira por fin, no aparta sus ojos, casi
como si temiera que fuera a desaparecer de nuevo, y trato de no hacerlo. No
puedo estarme quieta, la incomodidad me revuelve el estómago, pero permanezco
visible hasta el final de la visita.
Tan pronto como se marchan (mi padre me aprieta la mano,
mi madre casi me ahoga con un abrazo), comienzo a desvanecerme de nuevo,
girándome para ver que Chinwe está de pie frente a mí.
—Te he visto —dice.
Pongo los ojos en blanco:
—Sí, tú y todo el mundo.
—No. —Niega con la cabeza— No quiero decir eso. —Sonríe—.
Quiero decir que te he visto. He visto lo que sonreír le hace a tu cara.
El aspecto que tienes cuando estás avergonzada. Cuando tratas de reprimir una
sonrisa, la alegría te salta a los ojos. Haces una cosa rara con la boca cuando
estás nerviosa. He visto todo eso.
—¿Y?
—Eres un mundo, toda entera.
Me burlo, pero el deleite se asienta en mi estómago como
el calor de una comida picante, y se extiende lentamente por todo mi cuerpo.
—Para ser una chica a la que le dan miedo las alturas,
¿cómo te las apañas para sonar tan profunda todo el rato? ¿Te quedas despierta
por la noche pensando formas diferentes de ser intensa? —Bromeo, pero no puedo
parar de sonreír—. Aquel día en el campo, ¿qué querías contarme?
—He probado a volar.
—¿Y qué tal?
—Sigo odiándolo. Pero no creo que me odie a mí misma por
ello, ya no. Tenía miedo, ¿sabes? Pero supuso…
—Un pequeño acto de valentía.
—Sí, eso. Un pequeño acto de valentía. Un día cada vez,
nada grandilocuente, nada impresionante. Solo vivir.
Tomo otro pequeño fragmento de coraje de mi reserva y le
doy un beso en la mejilla. Su sorpresa es tan cómica que casi rompo a reír.
Sonríe, pero no dice nada, y aparezco durante un rato, solo para mostrarle que
las dos sonreímos como idiotas.
Ada Nnadi está realizando la carrera de Ciencia de la
Psicología en la Universidad de Lagos (Nigeria) y espera que la Asociación de
Psicólogos nigeriana le envíe por correo la habilidad de leer mentes cuando
termine su doctorado.
Se la incluyó en la lista provisional para el premio de
relato corto Writivism en 2018 y trabaja en Brittle Paper como lectora. Su
historia «Tiny Bravery», ha sido incluida en la lista de lecturas recomendadas
de la revista Locus y también en la lista provisional de los premios Nommo.
Algún día será madre de muchos gatos, y un perro.
Avisos por contenido sensible: Homofobia, bullying.
No hay comentarios:
Publicar un comentario