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lunes, 11 de mayo de 2020

Capítulo #10 - Un pequeño acto de valentía, de Ada Nnadi

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Un pequeño acto de valentía

De Ada Nnadi




Si la chica que está sentada frente a mí tuviera mis poderes, haría lo que hago yo todos los días: hacerse invisible. Pero no los tiene, y lo compensa hundiéndose aún más en su asiento. Sus alas se extienden a su alrededor formando una cúpula que le protege la cara de las miradas. Trata de evitar la atención de les niñes de la mesa a sus espaldas.


Su líder, Grace (encerrada aquí porque no paraba de teletransportar a la gente que no le gustaba al desierto del Sáhara) ha ordenado a uno de los asistebots que reproduzca el vídeo “Egnevaing Angle”. El bot ha obedecido, y planea por encima de sus cabezas de tal manera que aquellos en la mesa y quienquiera que tenga suficiente curiosidad para mirar pueda verlo.

Yo alejo la mirada del holograma proyectado por el bot y comienzo a cortar mi akara en formas precisas. Ya he visto el vídeo antes y aunque me siento culpable, es imposible verlo con la cara seria.

Comienza con la chica alada en una parada de autobús, esperando un hanfo. No tiene alas y se rasca la espalda con fiereza. Arrastrándose a sí misma al frenesí, ignorando la multitud que está comenzando a atraer. Su mano se desliza dentro del uniforme. Saca una pluma. La cámara captura su expresión de consternación cuando mira la pluma, y su boca forma una palabra repetidamente: «No».

Se escucha un chasquido y se dobla hacia delante, el cuerpo se estremece. Gimotea ruidosamente. Dos bultos comienzan a crecerle en la espalda.

—¡Que alguien la ayude! —grita una voz.

La persona que graba se gira abruptamente hacia una mujer mientras esta se abre paso entre la multitud. Tiene arrugas entre las cejas y en las comisuras de la boca, que se tensa a medida que se acerca a la chica. Cuando están lo suficientemente cerca para tocarse, la mujer detiene su avance, resollando. Es difícil no darse cuenta del blanco en su afro o de la manera en la que parece encogerse sobre sí misma, con los hombros cerca de su cuerpo.

Bajo la mirada de los chips/lentes RERD (nunca se sabe con estas cosas) sus arrugas parecen estar esculpidas en su cara.

La mujer parece tener veintipico años (lo suficientemente joven como para ser parte de la Segunda Generación, que consiste en preadolescentes y adultos jóvenes como yo). Les Genómiques-2: la progenie de los niños que sobrevivieron a los efectos del Harmatán Verde hace cuarenta y tres años, las mutaciones que rediseñaron los genes de los fetos de tres meses o menos. Las alteraciones en el resto del país (adultos, en su mayoría) no fueron tan amables.
A pesar de lo joven que parece, la mujer se comporta como si fuera mayor, como si sus años fueran una carga, uno por la postura encorvada de sus hombros, unos cuantos más por las arrugas de su cara, el resto arrastrándose tras ella como una cola que los humanos no han necesitado en unos cuantos miles de años.

—¡No toque! —grita alguien en el gentío—. Oí de una mujer que cuando su pikin cambió, la cagó y tocó al niño, y vaya si se llevó una descarga eléctrica grave. Y tal cual se murió.

El aire ondea con los murmullos de la gente. Alguien escupe la palabra «demoníaco». La columna de la mujer se endereza y da un paso hacia delante, extendiendo una mano hacia la piel expuesta de la pierna de la chica. Toma aire profundamente. Sus ojos se vuelven amarillo brillante. El temblor de la chica se detiene, la tensión en su cuerpo se disipa. La mujer lloriquea, y como si lo recorriera una mano cubierta de ceniza, el pelo se le vuelve gris y regresa al marrón, el blanco en él ahora más abundante que antes.

Es incomprensible que alguien lo encuentre divertido, lo sé, pero tan pronto como la chica deja de sacudirse, unas alas gigantescas estallan en su espalda con un florecimiento de plumas negras, rasgando su camisa. No están ensangrentadas, pero muestran un resplandor viscoso.

La chica se aleja escabulléndose de la mujer, que se ha agachado para evitar la embestida de plumas. Las alas baten, tal vez tratando de sacudirse el recubrimiento grasiento o respondiendo a su incomodidad; es difícil saberlo. Se abren desde su espalda, y la gente se encorva o se aleja para esquivarlas. La chica mira por encima del hombro y da un grito de asombro, los labios se mueven formando la conocida letanía: «¡No!»

Sus manos viajan a su espalda como si fuera a arrancar las alas de sus muñones. Las alas dan un gran aleteo y rápida como una bala la chica se encuentra en el aire, gritando a pleno pulmón.

Su cantinela cambia:

—¡Jesús! ¡Jesús!

Las alas se extienden más allá de los brazos, llevándola más alto. Desvía al golpearlo a un dron de vigilancia cuyo faro ha comenzado a destellear rojo por el alboroto que está desarrollándose. Da una vuelta alrededor de un paso elevado de tren y durante un hermoso instante, con el sol como telón de fondo, parece la representación de un ángel vengador, incluso aunque sea uno torpe que grita como si su cabeza estuviera ardiendo.

Cuando vuela cerca de una torre de comunicaciones, sus manos se aferran a las barras con todas sus fuerzas mientras las alas baten, tirando de ella en la dirección opuesta. Sin embargo, la chica se agarra a la torre como a una amiga perdida hace mucho tiempo.

—Mami o —grita—, mami o.

Se necesitan cuatro policías con habilidad para volar (uno de ellos un genómico con alas de libélula) para hacerla bajar. E incluso entonces, se niega a hacerse descender a sí misma. En lugar de eso, le administran un tranquilizante y uno de ellos la baja al hombro. Yo habría pensado que la historia termina bien para todas las partes involucradas, pero ella está aquí, en rehabilitación genómica, lo que significa que o bien algo va mal con sus poderes o algo va mal cuando utiliza sus poderes.

La estudio abiertamente; una de las cosas buenas de ser invisible. Sus alas ya no le protegen la cara, pero ha formado un montoncito de plumas al arrancárselas. Tal vez por eso está aquí, porque tiene tricotilomanía genómica.
Detiene el tirón de plumas e inclina la cabeza en mi dirección, entrecerrando los ojos. Yo no aparto la mirada. Algunos genómicos pueden percibirme, pero nunca he conocido a uno que pueda verme.

Es alta, incluso desgarbada. Parece que su cuerpo está cubierto de escamas (retícula), volviéndola de un marrón lustroso. Solo se vuelven obvias cuando la luz impacta contra su piel de una forma concreta, pero no me sorprende. Su genomalía parece ser del tipo animalia.

Una risa llega procedente de la otra mesa. Alguien ha vuelto a reproducir el vídeo, y ha atraído la atención de un puñado de gente en el comedor. La chica hace una mueca de dolor. Unas pocas plumas se sacuden. Vuelve a tirar de ellas, desplumando una a una, más rápido que antes. Me pregunto si duelen tanto como cuando te arrancas un pelo del cuerpo. Su cara no da ninguna pista para apoyar mi teoría.

Mojo mi akara en las natillas y doy un mordisco. La gente en nuestra mesa no parpadea ante el espectáculo que creo. Mi no estar presente y aun así tener efecto en los objetos a mi alrededor no es nada comparado con Adeyemi, que se niega a dormir porque siempre se despierta en el cuerpo de otra persona, o Ibrahim, cuya susceptibilidad a las desgracias es mayor que la media y puede transferirse a cualquiera que toque. Lleva puesto un traje de protección biológica con un botón de llamada automático en caso de que comience a ahogarse, como le ocurrió ayer.

También está Cee, que puede modificar la realidad cada vez que dice «Me gustaría», y que está encarcelade aquí porque trató de convertir al presidente de Nigeria en una patata. Le cogieron porque hay gente pendiente de estas cosas, especialmente cuando alguien con una habilidad similar había tratado de rehacer el mundo a su imagen y semejanza.

Trabajamos con parapsicólogos para «encontrar el equilibrio entre nuestras habilidades y nuestros lugares como seres humanos». A algunas personas como Ibrahim, los parapsicólogos los autorizan para el uso de chips de amortiguación de poderes o hasta una cura. Adeyemi firmó los papeles de consentimiento para su chip hace una semana, e Ibrahim está esperando su valoración para una cura personalizada, diseñada con su genomalía en mente.

Yo en realidad estoy a gusto con lo de ser invisible. Pero mi psicólogo les dijo a mis padres que estoy utilizando mis poderes para lidiar con un trauma pasado. Necesito apenas unos minutos al día para recargar y reaclimatar mis átomos a esta realidad, con lo que llevo siendo invisible 18 meses.

El grito de «¡Jesús!» de la chica obtiene una reacción mayor de su audiencia la segunda vez. Se oyen risas escandalosas y ella agarra un puñado de plumas y tira. Esta vez, el dolor destella en su cara y antes de darme cuenta de lo que hago, extiendo la mano para coger la suya.

—Para —digo. Mira a dónde mi mano debería estar y arranca otra pluma—. ¡Que pares! —siseo. Dejo que la mano que está sobre la suya aparezca, enguantada. Hace más frío cuanto más tiempo permanezco invisible.

—¿Duele? —pregunto.

—¿Duele? —repite.

—¿Qué?

—¿Duele ser invisible?

Pienso la respuesta:

—Mientras no permanezca invisible más de trece horas seguidas, en general estoy bien.

—¿De qué te ocultas? —pregunta.

—¿Por qué te arrancas las plumas? —le disparo de vuelta.

Ella sonríe.

—Las odio. Odio llamar la atención. —Hace una pausa—. Tú también lo odias. Puede que no sea la atención que yo recibo, pero es definitivamente el motivo por el que te escondes.

Bueno, bueno. Si añades algo de trauma en todo eso, sonarías igual que mi terapeuta.

Ella ríe.

—Soy Isoken, por cierto —digo.

—Chinwe —responde, y deja de arrancarse las plumas el tiempo suficiente para dedicarme una sonrisa.

Ya que no puede ver la sonrisa que le devuelvo, le doy un apretujón a la mano que sigue sobre la suya antes de retirarla. Estoy a punto de hacerla desaparecer, cuando me doy cuenta de que la observa, mientras su mano se desliza por las alas pero sin arrancar nada. Dejo que mi mano permanezca visible. Levanto el pulgar en señal de aprobación.

Su sonrisa se vuelve más amplia, y hasta que un auxiliar se la lleva, sus alas no pierden más plumas.

#

La sala de terapia es el lugar que menos me gusta de la rehabilitación genómica. Es una habitación de tamaño medio que la terapeuta moderadora hace aún más pequeña al sentarnos a todes en un círculo cerrado. No hay ventanas, y las luces bio-flo están en modo tenue.

Solían reproducir música «tranquilizadora» hasta que un tecnópata arrancó los altavoces y toda la red eléctrica del centro porque oía espectros que le hablaban a través de la canción.

—Isoken, ¿te gustaría estar presente con nosotros hoy? —me pregunta la moderadora.

Me encojo de hombros y le doy mi respuesta habitual:

—Estoy lo bastante presente.

Alguien suelta un resoplido, pero me niego a prestarle atención. La terapeuta continúa mirándome. Una silla vacía en un círculo de seis personas me hace muy llamativa. Está tratando de localizar mi cara, mis ojos, probablemente, con su mirada pensativa, pero va a tener que bajarla un poco. Mira la tablet en sus manos y sé que está tomando notas cognitivas sobre mí.

Alguien entra tropezándose y nos giramos.

—Chinwe —dice la terapeuta—. Qué bien que te unas a nosotres. ¿Por qué no coges una silla y te unes al círculo?

—¿Igual se puede sentar ahí? —Grace señala a la silla que está a un asiento de distancia de ella. La silla en la que estoy sentada yo—. No hay nadie ahí —dice con tono inocente.

La terapeuta le lanza una mirada de desaprobación.

—Grace, sabes que Isoken está en ese asiento.

—No lo está. Se acaba de ir. La he sentido marcharse.

La duda suaviza y borra la línea de desaprobación de la boca de la terapeuta, y antes de que pueda preguntar, digo en tono hastiado:

—Sigo aquí.

Grace hace esto cada vez. Pretende que no estoy porque soy invisible y entonces trata de engañar a los demás para que hagan lo mismo. Es una broma agotadora. Aunque no quiera que me vean, me niego a ser ignorada; un enigma, lo sé. Puede que no tenga el mismo aspecto que la Isoken de hace dieciocho meses, pero todavía sueno como ella, algo que espero nunca cambie.

Chinwe mira a Grace y luego a la terapeuta y luego a la silla en la que me siento. Quiero saludarla, pero ¿de qué serviría? Camina hasta la otra punta de la habitación, saca una silla de una pila y la lleva hasta el círculo. La acción lleva más tiempo del que debería porque las alas no paran de intentar levantarla del suelo mientras ella insiste en hacer lo contrario.

Los seis observamos la escena. Adeyemi tiene la lástima puesta a tope. La expresión de Cee es la que más se parece a lo que siento yo: un poco de lástima, un poco de confusión y un poco de curiosidad. La chica que se sienta entre Grace y yo está llorando y se agarra el hiyab, los pies rebotando. Hace unas semanas era un borrón, encerrada en un bucle por las alteraciones constantes de su hilo temporal, al tratar de rehacer conversaciones, sucesos y cualquier cosa que se quedara corta respecto a lo que consideraba como ideal.

Parece que está lista para darle a Chinwe un arreglo o incluso un empujón en el tiempo para evitar la escena que se desarrolla frente a ella. Las alas de Chinwe ganan, y la arrastran unos cuantos pasos hacia atrás. Grace se ríe disimuladamente y yo me trago las ganas de inclinarme hacia delante y simplemente rodearle el cuello con las manos durante unos minutos.

—Chinwe —exclama la terapeuta, con una expresión amable—, ¿y si tratas de no luchar contra ello?

Aunque parece que Chinwe preferiría hacer lo contrario, lo intenta, dejando que sus alas tomen la iniciativa. Se extienden, pero no del todo, y realizan un pequeño aleteo, levantándola un centímetro o dos del suelo. El semblante de Chinwe es serio, su acercamiento inestable, pero cubre la corta distancia sin problema y encaja su silla entre Cee y yo.

Cee le sonríe y yo ajusto mi asiento para hacerle hueco.

—¿Ves? —dice la terapeuta, mientras los ojos le brillan por el éxito—. No ha sido tan difícil, ¿verdad? Buen trabajo, Chinwe.

Ajustándose para ponerse en una posición cómoda con las alas plegadas detrás de su silla, Chinwe le lanza una mirada escéptica a la terapeuta, pero ella está escribiendo más notas en la tablet. Utilizo la distracción para susurrar:

—Muéstrale una gran sonrisa. Puede que te de una estrella dorada.

—¿De verdad?

—Una estrella dorada para ti, una estrella dorada para ti. Estrellas doradas para todos.

Chinwe se ríe. Su mirada desciende.

—¿Dónde está tu mano? La enseñaste la otra vez.

—Ah. —Me revuelvo—. Normalmente no dejo que la gente me vea. Soy invisible la mayor parte del tiempo.

—¿Por qué?

Esta es la segunda vez que me hace esa pregunta, pero que el intento sea tan directo me descoloca de tal forma que me quedo paralizada unos segundos. Mi terapeuta personal trata de sacarme una respuesta mediante preguntas sutiles que me hacen hablar y tal vez poner las cosas en perspectiva. Él no me presiona, pero la pregunta de Chinwe salta, obligándome a pensar en el motivo que sigo ocultando, y no me gusta.

—Tal vez si tú compartes porqué te da tanto miedo utilizar tus poderes, puede que yo te diga porqué elijo permanecer invisible —ataco.

Cuando me giro alejándome de ella, me encuentro a la terapeuta observándome con una expresión pensativa. Esta vez, consigue conectar con mi mirada, y mi ira se prende, hormigueando en mi piel a través del frío que acompaña a ser invisible.

Me obligo a relajarme. No puede verme. Aquí estoy segura. Mi voz sigue siendo la de Isoken. La terapeuta por fin aparta la mirada.

—Chinwe —comienza—. He oído lo de tu episodio en el área del comedor. ¿Te gustaría hablar de ello?

Chinwe se mueve en su asiento. Sus ojos saltan hacia mí y de vuelta a la terapeuta.

—Odio estas cosas —dice, haciendo un gesto hacia sus alas—. No las quiero.
La terapeuta muestra una expresión pensativa. Escribe en su tablet.

—¿Y eso por qué?

—¿Sabe quién es mi madre?

—Sé quién es. Pero nadie la conoce mejor que tú, así que ¿por qué no nos lo cuentas tú?

—Soy diferente.

La terapeuta asiente.

—Sí, lo sé. Estas habilidades…

—No ese tipo de diferencia. —Chinwe niega con la cabeza—. Soy, eh… Soy diferente, en cuanto a sexualidad.

Grace resopla. La terapeuta le lanza una mirada para acallarla, mientras yo me pregunto cómo salirme con la mía estrangulándola en presencia de seis testigos.
Chinwe no deja que eso la detenga.

—Dicen que el Harmatán Verde mató a un cuarto de los nigerianos, ¿no? Un cuarto de cuatrocientos millones de personas desaparece así, sin más. La familia de mi madre, la mayoría murió. Solo su hermana, su hermana melliza, desarrolló poderes, pero eso tampoco acabó bien. Así que mi madre asumió la idea del apocalipsis, la obsesión por el fin de los tiempos. Mi tío dice que es su manera de pasar página. Pero su forma de pasar página es, eh… muy…

—Fundamentalista —sugiero yo.

Ella asiente.

—Sí, esa palabra. Estaba muy dedicada a la causa. No le llevó mucho tiempo que la hicieran reverenda y después se casó con el fundador de la iglesia. Después de su muerte, se convirtió en la nueva GO. Me tuvieron un tiempo antes de que él muriera.

Una silla se arrastra, Halima, la chica del hiyab que cambia de posición. Adeyemi se frota el cuello. Grace bosteza ruidosamente y Cee le lanza una mirada furiosa que sugiere que está considerando seriamente alterar su realidad.

—Mi madre sabe que yo… —Agita las manos—. Que soy…

—Una homosexual —dice socarrona Grace.

—Grace. —La voz de la terapeuta suena a advertencia.

—¿Qué? Ella no lo quería decir. Yo solo ayudo.

—¿Quién te lo ha pedido? —dice Cee—. Deja de ayudar.

—Todo el mundo, calmaos —dice la terapeuta—. Este es un lugar seguro, un grupo de apoyo. Démosle la oportunidad a Chinwe de ser honesta con nosotres. Por favor, continua, Chinwe.

—Llegamos al acuerdo, mi madre y yo, llegamos al acuerdo de mantenerlo en secreto. Su aceptación de lo que soy fue suficiente.

—Eso no es aceptación —interrumpe Adeyemi. La terapeuta permanece en silencio.

Chinwe levanta la barbilla.

—Para mí fue suficiente. Era mejor que que me echara, o que me sometiera a rezos.

—¿Y ahora? ¿Sigue siendo suficiente? —pregunta la terapeuta.

Pasa un momento. Los dedos de Chinwe se mueven nerviosos.

—Puedo ocultar que soy homosexual —dice finalmente—. Pero esto no. —Señala con un gesto a su espalda.

#

Chinwe no dice nada más después de eso. La sesión termina con Halima compartiendo su progreso al no usar sus poderes cuando las cosas no salen como a ella le gustaría. La terapeuta le da una palmadita a Chinwe y la felicita por haber participado antes de marcharse. Rápidamente, solo quedamos Chinwe, Grace y yo en la habitación.

Grace está jugando al pillapilla teletransportador, apareciendo en lugares aleatorios, empujando y golpeando al asistebot mientras este limpia el espacio. Yo sigo en mi silla, la incredulidad me mantiene ahí plantada. Chinwe tampoco ha abandonado su asiento. Se tomó en serio mi desafío. ¿Significa eso que espera que yo comparta mis razones para mantenerme invisible constantemente? La estudio. Su cabeza está gacha. Se tira de las uñas.

—Sigues aquí, ¿verdad? —pregunta.

Casi no respondo. Le lanzo a Grace una mirada cautelosa.

—Sí. Sigo aquí.

—Entonces…

—No has dicho porqué tienes miedo de utilizar tus poderes. No explícitamente.

Me lanza una mirada exasperada.

—Usarlos es igual que aceptarlo. Tal vez si no los uso…

—No se irán —interrumpo—. Y a menos que elijas curártelos, seguirán ahí. Siempre. ¿Eso es lo que quieres? —Ella se revuelve en el asiento—. ¿Has tratado de volar?

—El centro me ha asignado una profesora. Tiene alas de mariposa.

—No has respondido a mi pregunta.

Se retuerce de nuevo.

—No. —Yo suelto un bufido de burla—. La cosa es que… me dan miedo las alturas. La profesora trató de hacerme sentir mejor diciéndome que «el suelo no es mi enemigo». Y yo pensé, hantie, mientras haya gravedad, el suelo siempre será mi enemigo.

Una risa estalla de mi boca; lo que más gracia me hace es su intento de imitar un acento yoruba. Pronto, ambas nos reímos.

Oya, te toca —dice cuando nos calmamos—. ¿Por qué eres invisible todo el tiempo?

Abro la boca, a punto de hablar, pero sin tener claro lo que quiero decir o cómo voy a decirlo, cuando de repente Grace aparece frente a nosotras.

—Pierdes el tiempo con esta —le dice a Chinwe—. Tiene tantas ganas de desaparecer que se niega a utilizar su verdadero nombre. Pregúntale. Pregúntale si Isoken es su verdadero nombre. Nuestra señorita languidece por su hermana muerta.

Me enfurezco.

—¿Has mirado mi expediente?

—Pues claro, ¿por qué no iba a hacerlo? Cuando eres una adolescente en desarrollo, invisible y taciturna. Tu hermana está muerta, Itohan, ya no te pareces a ella, asúmelo.

Aprieto los dientes y dejo que vea la mano venir antes de darle el puñetazo. Forcejeamos. Me teletransporta al desierto y después a la azotea de un edificio Dios sabe dónde. En una de las habitaciones, asustamos a un chaval que trata de hackear el botpot de su madre. Pero tengo bien agarrada la blusa de Grace y la golpeo, mi mano visible todo el tiempo.

Cuando regresamos a la sala de terapia, les asistentes están allí y preparades para nosotras. Le dan a Grace una inyección de antigenómico. Comienza a convulsionar. Me aparto de ella y dejo que mi mano desaparezca justo a tiempo, pero los asistebots están listos. Rocían una forma gaseosa del suero en mi dirección y la última cosa que veo cuando mi cuerpo entra en crisis es a Chinwe empujando a une de les asistentes en un intento por alcanzarme.

#

No nos pueden dar chips de amortiguación ni una cura sin nuestro consentimiento, así que nos hacen pensar en las consecuencias de nuestros actos dándonos trabajos que debemos realizar manualmente. A Grace le toca limpiar los baños de las chicas, y a Chinwe y a mí quitar las malas hierbas del terreno del centro. La distribución no me gusta.

Fui visible cuando me rociaron con el antigenómico. Me vio. El antigenómico te quita todos tus poderes atacando los genes que llevan el rasgo genómico. No es mortal, pero uno de los efectos secundarios son las convulsiones. Cuando la cura reestructura las células extrayendo la anomalía de la codificación del gen, absorbiéndola para que sea descartada como deshecho, el suero trata al gen como algo que debe ser aniquilado.

Han pasado dos días, y he estado evitando a Chinwe, pero no puedo seguir posponiendo mis tareas más tiempo. Ella no para de echarme miradas mientras yo desentierro malas hierbas con un fervor que iguala a mi agitación.

Se acerca arrastrando los pies:

—Eh.

—¿Qué? —Se mueve nerviosa—. ¿Qué quieres? ¿Mi historia lacrimógena? ¿Por eso no me dejas en paz? ¿Lo que te contó Grace no es suficiente?

Una expresión de dolor cruza su cara.

—Perdón. Yo solo quería…

Sacude la cabeza y se gira para marcharse.

No quiero sentirme mal, pero así me siento. Tiro de otra hierba con tanta fuerza que el impulso me tumba. Chinwe me oye gritar y se acerca corriendo; la planta en mi mano le señala dónde estoy.

—¿Estás bien?

Mi pecho jadea y comienzo a sollozar.

—Grace no tenía derecho. Nadie debía saberlo. Tú no tenías que haberme visto. Así es como la mantengo viva.

—¿A quién?

—A Isoken. Así es como mantengo viva a Isoken. —Me seco las lágrimas—. Es mi gemela. —No me presiona. Se limita a quedarse de pie junto a mi y a esperar—. Hubo un incendio. Un chico genómico desarrolló sus poderes súbitamente en el tren. No podía controlarlo. Tratamos de ayudar. Yo no podía hacer que mi campo de fuerza funcionara. Isoken en cambio, a Isoken se le daba todo bien. Pero las cosas se descontrolaron, una explosión. Y entonces… —Toso, pero el nudo en mi garganta no se mueve. Mi corazón se retuerce con dolor—. Cuando me desperté. Parecía otra persona y ya no tenía a mi hermana.

» Éramos idénticas. Ni siquiera nuestros padres podían diferenciarnos, y ahora, me miro la cara y no la puedo ver. No me siento la hija de mis padres Lo único que me queda que sigue siendo de ella y mío es nuestra voz.

Hay silencio durante un rato. Chinwe se sienta en la hierba.

—Tu hermana no será olvidada. Tú siempre serás la hija de tus padres.

Me rio.

—No eres pariente de mi terapeuta, ¿no?

Se encoje de hombros.

—Mi tío. Leí sus libros. Es psicólogo. Creo que algo de su psicología se me pegó.

Suelto una risita. Me quedo sin aliento con la siguiente pregunta:

—No será mi terapeuta, ¿no?

—No lo creo.

Inclina la cabeza y puedo ver la honestidad en su cara.

Su respuesta apacigua mi ráfaga de ansiedad.

—¿Cómo sabes que mi hermana no será olvidada?

—Me has hablado de ella, ¿no? Así que ahora la conozco, y como la conozco, la recordaré. ¿Sus amigos? La recordarán. ¿Tus padres? También la recordarán. Y de la misma forma que me has hablado de ella, le hablarás de ella a otras personas, y algunas de ellas la recordarán.

Comienzo a protestar. Ella niega con la cabeza.

—Eres más, Itohan, y tu hermana era más que vuestras caras. Pero si estás ocupada tratando de mantenerla con vida, ocultándote del mundo, ¿quién te recordará a ti? Sé que quieres desaparecer, pero ¿quieres que te olviden?

Pasamos el resto del tiempo en silencio. Su pregunta no deja de repetirse en mi cabeza. ¿Quiero que me olviden?

#

Le hablo a mi terapeuta de la conversación que tuve con Chinwe, y él piensa que tiene algo de razón. Me convence para ver a mis padres por primera vez en cuatro meses. No hace falta que sea visible, lo único que se me pide es observar.

Eso es lo que estoy haciendo ahora mismo, mientras los amigos y las familias se pasean por la sala comunitaria. Los internos se distinguen por sus trajes grises, los abrazos, las conversaciones, algunos de ellos lloran. El centro solo permite un día abierto al mes, y mucha gente lo aprovecha al máximo.

Mis padres están de pie en medio de la sala, los ojos de mi madre peinan la multitud. Me está buscando, me doy cuenta con un sobresalto. Mi padre está a su lado. No me busca, pero sus ojos están fijos en la puerta. Camino lentamente hacia ellos.

—Mamá, papá.

Capto la decepción de mi padre antes de que se desvanezca. La mirada de mi madre permanece fija en el espacio vacío en el que me encuentro. Cuando estoy con la mayoría de la gente, su mirada comienza a dirigirse a algo con sustancia a lo que aferrarse. Los ojos de mi madre, sin embargo, nunca ceden.

Pasa un instante. Ella pregunta:

—Itohan, ¿sigues ahí, abi?

—Sigo aquí.

—Me alegra tanto que nos llamaras. —Sus ojos brillan por las lágrimas. Creíamos que ya no querías vernos.
—Yo… —Una risa conocida capta mi atención. Chinwe está a cierta distancia con un hombre y dos niños. Está abrazando a uno de ellos y sus alas baten. Flota a medio metro sobre el suelo.

—Así que ahora puedes volar. —El hombre sonríe.

Ella ríe de nuevo.

—No es volar de verdad, pero lo intento.

Lo intenta. Me giro de vuelta hacia mis padres. La mirada de mi madre es expectante. Sus ojos están ahora fijos en la dirección incorrecta. Mi padre ni lo intenta. Su mirada está dirigida al suelo.

Bajo mi mirada a mis manos. Soy más que mi cara. No quiero que me olviden. Mi valentía nunca ha sido nada impresionante, no desde que elegí hacerme invisible. Pero para esto, tomo un pequeño fragmento de mis reservas. No lo pienso. Doy un paso desde el frío de no ser invisible al calor de la vista.

Unos gritos de asombro siguen a mi revelación. Mi madre está atrapada entre la alegría y el asombro. Comienza a sollozar mi nombre:

—Itohan, Itohan.

Cuando mi padre me mira por fin, no aparta sus ojos, casi como si temiera que fuera a desaparecer de nuevo, y trato de no hacerlo. No puedo estarme quieta, la incomodidad me revuelve el estómago, pero permanezco visible hasta el final de la visita.

Tan pronto como se marchan (mi padre me aprieta la mano, mi madre casi me ahoga con un abrazo), comienzo a desvanecerme de nuevo, girándome para ver que Chinwe está de pie frente a mí.

—Te he visto —dice.

Pongo los ojos en blanco:

—Sí, tú y todo el mundo.

—No. —Niega con la cabeza— No quiero decir eso. —Sonríe—. Quiero decir que te he visto. He visto lo que sonreír le hace a tu cara. El aspecto que tienes cuando estás avergonzada. Cuando tratas de reprimir una sonrisa, la alegría te salta a los ojos. Haces una cosa rara con la boca cuando estás nerviosa. He visto todo eso.

—¿Y?

—Eres un mundo, toda entera.

Me burlo, pero el deleite se asienta en mi estómago como el calor de una comida picante, y se extiende lentamente por todo mi cuerpo.

—Para ser una chica a la que le dan miedo las alturas, ¿cómo te las apañas para sonar tan profunda todo el rato? ¿Te quedas despierta por la noche pensando formas diferentes de ser intensa? —Bromeo, pero no puedo parar de sonreír—. Aquel día en el campo, ¿qué querías contarme?

—He probado a volar.

—¿Y qué tal?

—Sigo odiándolo. Pero no creo que me odie a mí misma por ello, ya no. Tenía miedo, ¿sabes? Pero supuso…

—Un pequeño acto de valentía.

—Sí, eso. Un pequeño acto de valentía. Un día cada vez, nada grandilocuente, nada impresionante. Solo vivir.

Tomo otro pequeño fragmento de coraje de mi reserva y le doy un beso en la mejilla. Su sorpresa es tan cómica que casi rompo a reír. Sonríe, pero no dice nada, y aparezco durante un rato, solo para mostrarle que las dos sonreímos como idiotas.



Ada Nnadi está realizando la carrera de Ciencia de la Psicología en la Universidad de Lagos (Nigeria) y espera que la Asociación de Psicólogos nigeriana le envíe por correo la habilidad de leer mentes cuando termine su doctorado.

Se la incluyó en la lista provisional para el premio de relato corto Writivism en 2018 y trabaja en Brittle Paper como lectora. Su historia «Tiny Bravery», ha sido incluida en la lista de lecturas recomendadas de la revista Locus y también en la lista provisional de los premios Nommo.


Algún día será madre de muchos gatos, y un perro.







Avisos por contenido sensible: Homofobia, bullying.

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