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lunes, 16 de marzo de 2020

Capítulo #06 - El hombre semilla (Fortune Box, capítulo 1), de Madeleine Swann


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El hombre semilla (Fortune box, capítulo 1)

De Madeleine Swann



El primer paquete llegó a un pequeño apartamento en el centro de la ciudad. Al contrario de lo que solía hacer, al no responder ella a la llamada del portero automático, el cartero se vio obligado a llamar a otra casa y a subir las escaleras para dejarlo frente a su puerta.



Le habían mentido. Todos los programas de televisión que le decían que bebiera cócteles, que se riera de los chistes de los hombres, que les mirara por debajo de las pestañas, que fuera a los sitios en los que ellos estarían, que se buscara un hobby nuevo una revista antiquísima  de los cincuenta sugería la apicultura, que pretendiera, por completo, que no le daba vueltas a conocerlos mientras obviamente pensaba en conocerlos o lo de no ser independiente, pero al mismo tiempo mantener el control, pero al mismo tiempo permanecer vulnerable para ellos. Dejó de leer revistas: estaban demasiado llenas de señales contradictorias y la dejaban con una sensación constante de que lo estaba haciendo todo mal.



En ese momento, mientras Meera estaba sentada frente a un hombre que discutía con ella sobre la censura, en una cafetería un buen lugar para la primera cita, neutral, se debatía entre tirarle el café por encima o simplemente levantarse y marcharse. Se lo imaginó chillando mientras su cara se derretía. Por lo menos dejaría de farfullar sobre cómo los directores deberían pensar antes de hacer algo desagradable.

—No puedes prohibirle una película a todo el mundo solo porque un gilipollas decide tomárselo al pie de la letra —dijo con furia. ¿Era normal enfadarse tanto en la primera cita? Le daba igual.

—¿Y qué pasa si alguien sensible la ve?

—Eso no es motivo por el que el resto del mundo deba sufrir. Averígualo antes de ir a verla.

Un rato antes él había alabado las virtudes de abandonar la vida moderna y formar una pequeña aldea donde «alguien horneara el pan y alguien cortara madera y demás». Lo decía de verdad, a pesar de que apareciera en las sátiras a los hippies. Fue en ese momento en el que ella supo que no habría una segunda cita. Aquel momento caía sobre su cabeza como una roca en cada ocasión. Cierto, no era el problema más grande del mundo, pero no sabía cuántas veces más podría pasar por ello. Esa roca hacía daño.

—Lo siento mucho. —Miró el reloj. ¿Cuánto tiempo llevaban ahí sentados? Vaya, solo media hora. Bueno, daba igual—. Tengo que volver y terminar algo de trabajo, lo he dejado para el último minuto y mi jefe se va a cabrear. —En realidad había terminado el trabajo ayer, no se imaginaba dejando algo para tan tarde.

—Qué pena, ok… —Se levantó para darle un beso en la mejilla, pero ella se echó hacia atrás y salió corriendo antes de que la conversación sobre quedar otra vez pudiera tener lugar.

De camino a casa estaba demasiado triste como para admirar la hermosa ciudad a la que se había mudado apenas hacía dos años. Se sentía como un personaje de dibujos animados, viendo parejas y señales relacionadas con el amor. Su mano agarró el teléfono en su bolsillo, pero decidió no escribirle a su amiga. En su lugar, llamó al único número que tenía obligación de escucharla para la eternidad:

—Hola, mamá.

—Hola, cariño. ¿Qué tal todo?

—Bueno. No sé.

Se escuchó un suave suspiro al otro lado de la línea.

 —¿Una mala cita?

—Sí. Lo siento, debes estar hartándote de esto.

—Claro que no. Pero ¿no crees que te estás preocupando demasiado? —Meera frunció los labios y su madre siguió hablando con rapidez—. Quiero decir...  que encontrarás a alguien. Cuanto más te preocupes, eso sí, más difícil será. Tú relájate.

Meera sabía que tenía razón, pero había tratado de relajarse y aún menos cosas habían sucedido. Ya nadie le hablaba a nadie en los bares y desde luego que no había nadie atractivo en el trabajo.

—Tienes razón, no es que sea el problema más grande del mundo. Estoy sana, soy joven, todo va bien.

—Exacto. —De repente la madre de Meera se carcajeó como una alcahueta del siglo XVIII.

—¿Mamá?

—Perdón, es tu padre. —Alcanzó a responder entre bocanadas de aire—. Está poniendo esa cara, ya sabes cual…

Todo lo que dijo después fue indescifrable, así que Meera prometió volver a llamar pronto y colgó. Lo único que quería era tener a alguien con quien ir a jugar a los bolos, al cine, a un restaurante bonito. Alguien que pensara que era buena persona. Se suponía que debía ser capaz de hacerse feliz a sí misma y que todo lo demás era un plus, pero decirse aquello se había vuelto agotador. Durante la universidad todo se le había dado bien, una perfeccionista. No entendía qué había cambiado. En aquel momento ni siquiera sentía que fuera buena en su trabajo. Puso una cara rara para exorcizar el recuerdo de haber redactado el archivo incorrecto y después haber roto la fotocopiadora, con lo que atrajo la mirada confusa de otro peatón.

—¿Qué…? —Cogió la caja de cartón liso con «Tower LTD Paquetes Sorpresa» impreso, que había frente a su puerta. Al menos aquella acción le hizo sentirse como una adulta de verdad. Al principio de la mudanza, después de comprobar que no había nadie cerca, había abierto el cerrojo, cerrado y abierto, en ocasiones hasta cinco veces seguidas, simplemente disfrutando la sensación de tener una puerta para ella sola.

Sentada en la silla mecedora que su madre había insistido que se llevara «Siempre te gustó esa silla, te calma los nervios, hazlo por tu madre», Meera deslizó las tijeras por los bordes del cartón y la abrió de un tirón: un paquete de semillas y una regadera diminuta. Examinó el paquete de semillas: nada más que el croquis de un hombre en una pose de superhéroe. Con una sonrisa irónica sacó un jarrón de porcelana del armario, bajó las escaleras corriendo y lo llenó con tierra del jardín desastroso y volvió a subir trotando, con una sensación extraña, como de noche antes de Navidad, en el pecho. Vació la única semilla en el interior del jarrón, la mojó con agua del grifo y esperó, mordiéndose las uñas y golpeando el suelo con el pie. Nada.

Se tumbó en el sofá y se puso a zapear. Debería haber sabido que era una estupidez. ¿Qué creía que iba a pasar, que una judía mágica la haría ascender hacia un mundo sin trabajo y con momentos felices? No podía decidirse por un canal, en vez de eso, cambió, con la mirada vacía, de repetición a repetición de cosas que no le había interesado ver la primera vez.

—¡Hola!

Gritó tan alto que el grito rebotó en cada rincón de la habitación. El hombre que en aquel instante se sacudía la tierra de encima levantó las manos a la defensiva, permitiendo que su pene y sus pelotas colgaran libremente, los ojos agrandados por el terror. Meera cerró la boca. El jarrón se había caído y la tierra se había esparcido por la mesa, y una serie de manchas llevaban hasta el hombre desnudo. Era imposible. ¿No?

—Eh, ¿no tienes frío?

Él dibujó una media sonrisa:

—Sí, un poco.

Era el tipo de persona que ella elegiría en una tienda de hombres. Parecía un artista, delicado y atractivo.

—Hay una tienda de ropa de segunda mano en esta calle, iré a por algo de ropa para ti.

—Estupendo, haré algo de té.

No tenía ni idea de cuál era su talla y cogió cualquier cosa que pareciera vagamente moderno. Mientras entraba por las puertas principales, su vecina, una mujer remilgada de mediana edad, la detuvo:

—¿He escuchado gritos que venían de tu habitación? ¿Debería llamar a la policía? Llamé a la puerta, pero…

—No, no, está todo bien, se me cayó algo. —Meera salió corriendo escaleras arriba, segura de que su visitante se había evaporado.

No lo había hecho, estaba tomando té y ojeando una vieja revista, tan real y sólido como la silla de segunda mano en la que estaba sentado. Ya podía verlos pidiendo pasta en aquel italiano de lujo al que todavía no había podido ir. Le vio riéndose de lo mal que se le daba jugar a los bolos, mientras ella pretendía enfadarse, los vio compartiendo las palomitas en el cine ¿podía la gente semilla comer pasta o palomitas? A este más le valía—. Se vio a sí misma leyendo mientras él trabajaba en algo artístico, paseos tarde por la noche en que pasarían por delante de adolescentes haciendo botellón y mujeres achispadas balanceándose sobre los tacones. Hablarían de política, películas y arte, y puede que le permitiera un toqueteo de teta en la primera noche. Seguro que las reglas eran diferentes para las criaturas mágicas, ¿no?

Él tomó agradecido un jersey rojo y unos pantalones negros que ella sostenía.

—En realidad creo que esto es mejor. —Ella enseñó una camisa azul.

—Esto está bien.

—No, es… hazme caso, este es mucho mejor.

—Ya casi lo tengo —dijo él, aunque en realidad solo tenía los brazos metidos en la tela que tenía aspecto de picar.

—Por favor, hazlo por mí. —Meera agarró el jersey. Los ojos de él se encontraron bruscamente con los de ella y Meera se controló, permitiéndole terminar de vestirse a regañadientes. Era un jersey feo de verdad. Algo le llamó la atención:

—¿Qué es eso?

Frunciendo el ceño, el Hombre Semilla bajó la mirada al pecho, donde un líquido verde manaba libremente sobre la alfombra.

—Me has roto la superficie.

Se tambaleó y se agarró al borde de la mesa. Meera corrió a su lado y le llevó hasta el sofá, donde levantó la prenda ofensiva. Su piel era suave como terciopelo y el líquido borboteaba desde un desgarro pequeño. Ella sacudió los brazos, pegando saltitos como un pingüino asustado.

—Iré a por una venda. —Buscó desesperadamente por los armarios de la cocina y el baño, localizando al fin unas tiritas que su madre había sido tan amable de obligarle a llevarse durante la mudanza—. Te prometo que estarás bien. —Las arrancó torpemente del paquete y las distribuyó sobre la fisura; los dedos se le mancharon de verde bajo el torrente. Él se encontraba preocupantemente pálido.

Increíblemente, pareció funcionar. Un poco de color regresó a la cara de él y se incorporó para sorber algo del té azucarado. Las escenas felices en la cabeza de Meera brillaron con fuerza una vez más, como la pantalla de un cine.

—¿Cómo te encuentras? ¿Te apetece un paseo? Necesitas comer.

—Yo… ¿sí?

—Oh… —Meera se reclinó en el asiento, consciente de haber metido la pata. Debería haberse callado, dejando que él decidiera cuál era su siguiente movimiento. No pudo reprimir una oleada de impaciencia. ¿No le había pedido que apareciera y ahora no podía hacer la única cosa que ella quería? Inmediatamente se sintió como la peor zorra del mundo y agradeció que él no pudiera oír aquellos pensamientos horribles.

—Tú túmbate. Pediré algo de comida para llevar. Toma, elige un canal. —Le entregó el mando.

Él se irguió tambaleante.

—Estoy bien, en serio. Vamos.

—No —le dio un tirón suave a su brazo—, ya no quiero ir, por favor, siéntate.
Él suspiró como si ella fuera una criatura que requiera mucha paciencia.

—Estoy bien. Vamos.

Se abrieron paso cogidos del brazo a través de la gigantesca galería comercial victoriana, con Meera señalándole todas sus partes favoritas, como las ventanas con vidrieras y las lámparas de velas de época. Le contó que le gustaba imaginarse que era una señorita victoriana que compraba artículos lujosos para su mansión.

—Qué adorable —dijo él, pero las palabras sonaban forzadas, como si las estuviera diciendo porque tenía que hacerlo.

—Podemos regresar si quieres.

—Estoy bien —respondió él con brusquedad, la irritación enturbiando sus facciones.

—¡Jesús! Estaba preocupada, nada más.

—Pues no lo estés, estoy bien, pensé que nos lo estábamos pasando bien.
El italiano estaba más lleno y había más ruido de lo que había esperado ella, pero era elegante y estaba limpio y se sintió especial cuando el camarero los acompañó a su mesa. Una gran columna les bloqueaba la vista hacia el muro de cristal que ocupaba el salón, pero una vela se derramaba en la cima de una botella y una música romántica se filtraba por los altavoces cercanos. Meera se preguntó si debería intentar cogerle la mano al Hombre Semilla o entablar conversación, pero entonces levantó la mirada y él estaba observando la columna:

—Eso es un poco irritante.

—En realidad no, podemos mirarnos el uno al otro.

—Claro. —Mostró una sonrisa tensa— Te gusta esta ciudad, se te nota. ¿Qué hizo que quisieras mudarte aquí?

Eso estaba mejor. Parlotearon felizmente hasta que el camarero vino y pidieron sus platos sin problemas. Meera dio sorbos a su vino y una diminuta mota de esperanza floreció en su estómago. Era verdaderamente atractivo y hasta intercambiaron uno o dos chistes. No era difícil, simplemente apasionado, y era culpa de ella que las cosas hubieran empezado con mal pie, por el amor de Dios. Estaba siendo hasta cortés, considerando la situación. Entonces, llegó el postre.

—¿Te encuentras bien? —Volvía a mirar la columna.

—Estoy bien. Es que… Estoy bien. —Se metió un bocado de brownie de chocolate en la boca, pero no pareció saborearlo.

—¿Qué?

—Bueno, qué clase de sitio coloca una mesa a kilómetros de distancia de las demás, justo al lado de las puertas de la cocina y escondida del resto del mundo. ¿Tratan de decirnos algo? ¿Somos la pareja elefante?

—Ok. —Meera cogió su bolso—. Me voy a casa.

—No. —Hombre Semilla posó una mano sobre la de ella—. Lo siento. Es que me duele tanto que me pone de mal humor.

Meera se detuvo. Había mencionado el dolor de pecho y ahora no podía ir a ningún sitio. Miró con tristeza la mano de él, sus dedos delicados cubriendo los de ellas. Deseó que lo que estaba unido a ellos le gustara más.

—¿Seguro que no quieres volver y ya? ¿Igual debería llamar a un hospital?

—Estoy bien, de verdad —dijo.

Meera no quería volver a oír esa frase en la vida, pero parecía decirlo en serio.

La noche todavía podía salvarse, estaba segura.

—Ok.

La bolera y el cine estaban el uno frente al otro. Meera, sin pensarlo, se dirigió a la bolera, y Hombre Semilla al cine. Los músculos de Meera se tensaron. ¿Se suponía que tenía que demostrar que era considerada o ponerse firme? Era difícil saberlo. Sintió alivio cuando él deslizó el brazo sobre sus hombros y la guio hacia la bolera.

Debería haber sabido que era algo temporal. Antes de que llegaran al mostrador deberían haber sabido que no habría pistas disponibles de inmediato, deberían haber reservado. No debería haber intentado entablar una conversación mientras esperaban en el banco, porque sabía que la respuesta sería irritada y cortante. Debería haberse ido a casa y abandonarle. No, debería ser más comprensiva. No estaba segura.

Cuando el adolescente les dijo que podían dirigirse a la línea 14, se levantó y lo siguió. Hombre Semilla se quedó quieto.

—Creo que no estoy de humor. ¿Por qué no vemos una película, mejor?

—No puedes meterte en una película cuando ya lleva diez minutos puesta.

—La retomaremos enseguida.

—No. Vamos… a… jugar… a… los bolos… —Le agarró del brazo, ignorando la mueca de dolor de él, segura de que estaba exagerando. Sonrió con educación al chico, que reculó horrorizado.

Escribió sus nombres en el ordenador de la línea y agarró la bola. Su ira la envió escorada hacia el lateral casi inmediatamente.

—¡Uuuuups! —chilló, girándose hacia Hombre Semilla, que la miraba desde los asientos en silencio, estupefacto—. Tu turno.

Él se levantó con paso vacilante, cogiendo una bola sin comprobar su peso, con los ojos fijos en ella mientras se cruzaban como si observara a un tigre en busca de movimientos bruscos.

—¡Vamos, Hombre Semilla! —Meera pegó saltitos y aplaudió, sus movimientos frenéticos atrayendo murmullos y miradas. El Hombre Semilla columpió los brazos hacia atrás y tiró la bola, aullando como un perro maltratado.

—¡Bien hecho! —gritó Meera cuando la bola se detuvo a medio camino y giró geriátricamente hacia el interior de la pista.

—Necesito ayuda. —Hombre Semilla se dobló sobre sí mismo.

—No seas tonto, se te da muy bien.

—No, necesito ayuda de verdad. —Un pringue verde salpicó la pista. Él se giró para mostrarle el río que le manaba desde el pecho, por encima de los dedos y descendía por las piernas. Un niño pequeño gritó.

—Está bien —bufó Meera. La familia de una anciana tuvo que sostenerla antes de que se desplomara—. Se curará.

—Mírame. —La cara de él estaba retorcida con una furia de primate—. Mira lo que has hecho.

Meera se le acercó a zancadas, le agarró del brazo y tiró de él hasta la calle.

—Vamos a pasar una noche romántica, aunque tenga que matarte para ello.
Al sentir cómo la cordura de ella se evaporaba, Hombre Semilla obedeció. Lo arrastró hasta un camino rural tranquilo, bordeado por flores, en el que en una ocasión se había imaginado paseando con el hombre al que amaba, y metió la mano dentro de la de él.

—Esas begonias huelen maravillosamente. —Inhaló profundamente—. Y esas prímulas, mmm… —Lo miró rápidamente a los ojos—. ¿A que son preciosas? —bramó.

—Sí, sí. —Las lágrimas salpicaban los ojos de él—. Adorables.

—¿No quieres comprarme unas?

—Hmm… —La mirada de ella se endureció—. Sí, me encantaría.

El mejunje seguía manando y la respiración de él se aceleró mientras se dirigían al supermercado al final del camino.

—Esas son mis favoritas. —Señaló un ramo de lilas orientales en la entrada y rescató un billete del bolsillo. Hombre Semilla se tambaleó hacia ellas, lloriqueando de nuevo cuando una cantidad particularmente cuantiosa de líquido se vertió sobre unas rosas. Cerró con más fuerza la mano que tenía libre sobre la herida para contener el flujo y saludó a la cajera débilmente. Ella lo estudió con desconfianza y compuso el ramo, casi olvidando coger el dinero.

—Quédese con el cambio. —dijo él con voz ronca.

—¿Qué?

—Quédese… da igual. —Cogió el cambio y regresó con Meera. Ella lo cogió de la mano de nuevo y tiró de él en dirección al apartamento. Cuando pasaron por delante de una heladería se detuvo.

—Oh, compremos uno —dijo con entusiasmo, las mejillas de un rojo febril—. No, estoy a dieta. Oh, qué más da, es una ocasión especial. Yo quiero uno de vainilla.

Las lágrimas goteaban de los ojos de Hombre Semilla mientras se apoyaba con fuerza en el mostrador.

—Un cono de vainilla, por favor.

—¿Tú no te tomas uno?

Él se giró de nuevo hacia el dependiente.

—Y uno de cereza. —Su frente estaba completamente saturada de verde.

—¿Te encuentras bien? —Los ojos del dependiente viajaron de Hombre Semilla a Meera al teléfono detrás de la caja registradora.

—Está bien —bufó Meera.

—Bien —susurró Hombre Semilla débilmente. El dependiente, vacilante, les sirvió los helados y se los entregó, mirando con horror apenas disimulado cómo la pareja se marchaba.

—Qué bien sabe. —Meera engulló el suyo y, al ver el avance lento de Hombre Semilla, también se comió el de él.

—¡Terminado juntos! —rio ella y apoyó la cabeza en el pecho de él, ignorando la cascada verde que empapó su pelo—. Me lo estoy pasando tan bien.

—Mm hmmm.

Regresaron al bloque de apartamentos y Meera cogió la llave de su bolsillo tímidamente.

—En realidad no debería pedirte que subieras, pero puedo confiar en ti, sé que sí.

—Pero… tú me has creado. Técnicamente vivo aquí…

—Eres diferente, eres amable… —masculló ella, al parecer sin haberle oído—. Venga.

Él la siguió por las escaleras. Bajó la cabeza cuando un hombre que salía miró dos veces. El mejunje verde dejó un rastro sobre la moqueta tras ellos.

—Ésta es mi casa. —Meera abrió la puerta de entrada, echó la llave y volvió a abrirla, graznó ruidosamente y lo hizo pasar.

Hombre Semilla cayó al suelo con un golpe seco, el líquido formando un charco a su alrededor. Meera se arrodilló a su lado y le acarició el rostro.

—Tenemos vino, cerveza, ¿o refresco de cereza?

—Creo que me muero.

—Te traeré el refresco.

Le levantó la cabeza para verterlo en su garganta, pero estaba inconsciente.

—A mí también me gusta. —Soltó una risita, sin darse cuenta de que el líquido rosa le chorreaba fuera y se mezclaba con el verde—. No quiero parecer muy lanzada, pero ¿te parece bien que te bese?

El Hombre Semilla gruñó, los ojos desenfocados. Ella acercó los labios a los de él y los presionó delicadamente contra su boca tibia y suave. La luz había desaparecido de los ojos del hombre cuando ella volvió a incorporarse. Perfecto, había sido perfecto.


La colección de relatos de Madeleine Swann “Fortune Box” se publicó en Eraserhead Press y recibió una nominación al premio Wonderland (otorgado por la comunidad Bizarra). Su primera novella formó parte de la New Bizarro Author Series y la segunda se puede encontrar en Strangehouse Books. Sus relatos han aparecido en antologías tales como “The New Flesh: A David Cronenberg tribute” y en podcasts como The Gallery of Curiosities. Forma parte de la comunidad Bizarra británica. 







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